Los dioses y los gigantes son los protagonistas de las antiguas leyendas escandinavas. De los huesos de los gigantes, se hicieron las montañas del mundo, Y los dioses formaron sobre él, el alma de los hombres. He aquí una aventura simbólica, de los gigantes y dioses del norte, contada por el gran escritor inglés Tomás Carlyle en su libro «Los Héroes».
Thor, el dios del trueno, tiene una fuerza colosal, y maneja una formidable maza, a cuyos golpes hace saltar las montañas. Tialfi, su escudero, es el dios del trabajo. Y Loke, su fiel amigo, es el alegre dios de las llamas.
Un día los tres dioses amigos salieron juntos en busca de aventuras, y se encaminaron hacia Utgard, patria de los gigantes, que apacientan como rebaños las montañas de hielo.
Llegaron al fin, después de muchas jornadas, y vagaron largo tiempo por inmensas llanuras y por incultos lugares desiertos, atravesando montes y derribando peñascos, sin encontrar señal de vida en todo el país.
Al oscurecer divisaron una casa semejante a una gran caverna, y como la puerta, que era todo lo ancho de una fachada, estaba abierta, metiéronse dentro y hallaron un gran salón completamente desmantelado y desierto. Cobijáronse allí para dormir; pero al cabo de un rato, y cuando más profundo era el silencio de la noche, despertaron sobresaltados oyendo unos extraños ruidos que hacían retumbar los muros.
Thor se levantó de un salto, y enarbolando su formidable maza se plantó, dispuesto a descargarla, tras el umbral de la puerta. Loke y Tialfi, presas de terror, corrieron a esconderse en un rincón de la destartalada estancia.
Pero Thor no tuvo necesidad de entrar en pelea, porque, a la mañana siguiente, se descubrió que los ruidos extraños de la pasada noche no eran sino los ronquidos de un gigante enorme, aunque pacífico: el gigante Skrimir, que dormía allí mismo. Lo que habían tomado por una caverna no era más que el guante del gigante, tendido en el suelo a su lado; la puerta descomunal era el hueco de la muñeca, y el rincón donde los compañeros de Thor se refugiaron, el dedo pulgar.
Skrimir les saludó con una gran sonrisa al verles, y siguió el viaje con ellos, sirviéndoles de guía y llevando su equipaje. Pero Thor no se fiaba mucho de tan temible compañero, y determinó acabar con él por la noche, cuando se entregara al sueño.
En efecto, aquella noche, en cuanto el gigante comenzó a roncar, Thor levantó su maza y descargó tan tremendo golpe en el rostro de Skrimir, que hubiera partido una montaña. Pero el gigante apenas si salió de su sueño para frotarse la mejilla, diciendo: «¿Ha caído alguna hoja?».
En cuanto volvió a quedarse dormido, Thor descargó sobre su cabeza otro golpe aun más fuerte que el anterior, y el gigante, entreabriendo los ojos de nuevo, volvió a preguntar: "¿Ha caído algún grano de arena?
A la tercera vez, Thor empuñó su maza con las dos manos, y volteándola en el aire para tomar impulso, descargó un golpe tal, que hizo retumbar la tierra. Esta vez pareció dejar huella en el rostro de Skrimir, el cual cesó de roncar, exclamando. "¿Hay gorriones en este árbol? ¿Qué me han tirado a la cara?
Al día siguiente prosiguieron su camino, y por la puerta de Utgard, que se pierde entre las nubes, entraron con Skrimir en el jardín de los gigantes, los cuales admitieron a Thor y a sus compañeros a presenciar los juegos que estaban celebrando, invitándoles a tomar parte de ellos.
A Thor le presentaron un enorme cuerno lleno de cerveza para que bebiese, advirtiéndole que entre ellos era costumbre vaciarlo de un solo sorbo. Por tres veces intentó Thor, valientemente, realizar la empresa; pero sólo consiguió hacerle disminuir dos dedos.
—Eres una pobre y débil criatura —le dijeron los gigantes compasivamente—. Ni siquiera serías capaz de levantar ese gato que ves ahí.
A pesar de su fuerza sobrenatural, y por pequeña que pareciera la hazaña, Thor apenas si pudo alzar un poco el espinazo del animal, y a duras penas consiguió levantarle una pata.
—¡Bah! ¿Y tú crees ser un héroe? —le dijeron riendo a coro las gentes de Utgard—. Mira, ahí tienes a una pobre vieja que está dispuesta a luchar contigo.
Rojo de rabia, Thor se abalanzó sobre la vieja; las venas de sus brazos se hinchaban hasta estallar, y rugía, como un león. Pero por más esfuerzos que hizo no fue capaz de derribarla.
Al salir de Utgard, Skrimir les acompañó cortésmente un buen trecho. Thor y sus compañeros no se atrevían a levantar la cabeza, llenos de vergüenza. Entonces el gigante dijo, dirigiéndose a Thor:
—Al fin has quedado vencido. Pero no te avergüence tu derrota, porque todo ha sido ilusión de tus sentidos. El cuerno que probaste a agotar de un sorbo era el mismo mar, y, sin embargo, lograste hacerle menguar; pero, ¿quién podría beber lo insondable? El gato que probaste a levantar del suelo era la Gran Serpiente del Mundo, la cual, con la cola en la boca, ciñe y conserva la creación entera; si la hubieras derribado todo se hubiera desplomado en confusión y ruinas. Y, por último, la vieja con quien luchaste era el Tiempo, la Eternidad; ¿quién sería capaz de vencer al Tiempo? Ni los hombres, ni los gigantes, ni los dioses. ¡El tiempo es más fuerte que todos! En cuanto a los tres golpes de tu maza…, mira esos tres valles. ¡Los han abierto tus tres martillazos!
Dicho esto, el gigante se despidió de ellos y se volvió a su patria. Y Thor y sus compañeros regresaron al palacio de los dioses, sin hablar una palabra, pensando en su misteriosa aventura.
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miércoles, 20 de febrero de 2019
Guillermo Tell
Guillermo Tell es el héroe nacional de Suiza, libertador de su patria en contra de la tiranía de Gessler. La leyenda ha envuelto, embelleciéndola, su figura histórica, objeto de veneración en los pueblos alpinos.
Tomamos aquí la versión que, del héroe del pueblo, ha llevado al teatro el gran poeta alemán Federico Schiller.
Entre las crestas heladas de los Alpes, en los prados siempre verdes y húmedos, a orillas de los altos lagos que reflejan la nieve, viven los hombres libres de Suiza. A ellos les llega el sol de la mañana antes que a los pueblos de las tierras bajas. Duro es su vivir entre el hielo y los ventisqueros, pero por nada bajarían a la vida fácil de las llanuras; piensan que la libertad, como la rosa de los Alpes, sólo florece en las cumbres y se marchita en el llano.
Sus aldeas, blancas y limpias, se enlazan a través de las montañas por empinados senderos tallados en la roca viva, tendidos con barandales sobre los precipicios, y bordeados de negras cruces de madera en memoria de los viajeros sepultados por la nieve de las avalanchas.
Cazan en cumbres tan altas, que sus flechas vuelan sobre las nubes; cantan al son de las esquilas de sus rebaños, y aman ante todo la libertad.
Un valiente cazador fue el libertador de Suiza hace seiscientos años. Nació en el cantón de Uri. Se llamaba Guillermo Tell.
En medio de las altas montañas está el lago verde de los Cuatro Cantones; en sus aguas se reflejan las cumbres heladas y las vacas que pacen la yerba de sus orillas. Comienza el otoño.
Un pescador canta en su barca; los cazadores trepan por las escarpaduras veladas de nubes, y los pastores se alejan con sus ganados, dejando los pastos alpinos hasta que vuelva a cantar el cuco de la primavera.
Cuando pastores, cazadores y pescadores se encuentran junto al lago se estrechan las manos como hermanos en el trabajo y juntos lamentan el triste destino de su patria, sometida a la más vergonzosa esclavitud. El gobernador Gessler, que ejerce la tiranía en nombre del Emperador de Alemania, insulta a los pobres; pisotea a los humildes, atropella sus derechos, su hacienda y su honra. Y se ríe de los antiguos fueros del pueblo libre. ¡Ay del que se atreva a levantar los ojos delante de él! ¡Ay del que no se arrodille ante sus caprichos y ante la insolencia de sus servidores y amigos!
Pastores, cazadores y pescadores, hombres esforzados y humildes de las altas montañas nevadas, ven con desaliento cómo día tras día el yugo del tirano aprieta cada vez más el cuello de su patria. Y se estrechan tristemente las manos en esta oscura tarde de octubre a orillas del lago de los Cuatro Cantones.
La tempestad se anuncia cercando de espesa niebla negra las montañas; los peces saltan en el lago, y los mastines escarban la yerba gruñendo mientras las ovejas se aprietan unas contra otras. Ya empieza a soplar el viento del Sur y caen, grandes y frías, las primeras gotas de lluvia.
De pronto un leñador, con el cabello revuelto y ojos desorbitados de angustia, llega corriendo del bosque y se lanza de rodillas clamando:
—¡En el nombre de Dios, barquero, sálvame! Desamarra tu barca y pásame a la otra orilla. Los jinetes del gobernador me persiguen. Uno de sus criados atropelló mi choza, y mi hacha le ha dado muerte. ¡Sálvame, barquero!
Todos retroceden con espanto ante estas palabras. Un relámpago alumbra los montes y un terrible trueno rueda por los valles. El vendaval se desata, barriendo los desfiladeros, y las aguas del lago se encrespan en negros oleajes.
El barquero mira con angustia al leñador, arrodillado a sus pies, y tiembla ante la tempestad. Las aguas del lago braman ahora como un mar enfurecido, y la noche se adelanta.
—No puedo ayudarte —dice el barquero—. La borrasca volcaría mi bote y las aguas nos tragarían a los dos. Que el cielo te proteja.
El leñador llora desesperado sobre la yerba. A la claridad de los relámpagos se ven aparecer a lo lejos los jinetes del gobernador.
Entonces un nuevo cazador se acerca a la orilla al oír los sollozos desesperados del fugitivo. Trae al brazo una ballesta y el haz de flechas a la espalda. Lleva una gorra de piel, las piernas desnudas y sandalias de cuero con plantas de madera. Los cazadores le reconocen y le saludan con respeto. Es Guillermo Tel, el fuerte cazador de Uri.
—¿Dejarás morir a este hombre —dice Tell— a la orilla misma del lago, que es su salvación? Es un hermano de esclavitud que ha tenido el valor de rebelarse contra los tiranos. ¡Pronto, barquero, desamarra tu barca!
—No puedo, Tell. Tú conoces como yo el remo y el timón, y sabes que nada puede intentarse contra la tempestad furiosa.
—Ea, barquero, los jinetes llegan. El lago sentirá acaso lástima del fugitivo; el gobernador, no. Desatraca tu barca.
—¡No! Ni por mi hijo lo haría; hoy es el día de San Judas y el lago se enfurece reclamando una víctima, como todos los años.
—Entonces, barquero, en el nombre de Dios, déjame tu barca.
Así dijo Tell el cazador. Y desatando la barca salta a ella el leñador y empuña en sus manos los remos.
Cuando llegan los jinetes, al verse burlados, descargan su rabia contra los cazadores, atropellan con sus caballos el ganado, incendian furiosos las chozas de los pastores, que huyen llorando entre la tempestad y la noche.
A la luz de los relámpagos Guillermo Tell rema vigorosamente sobre el lago encrespado y gana la otra orilla.
Todos los días corren por las aldeas de la montaña noticias de nuevas desgracias y afrentas. Gessler, el orgulloso gobernador de Uri, ejerce sobre los duros montañeses suizos la tiranía más odiosa en nombre del Emperador. Insulta a sus mujeres, incendia sus chozas y arrasa sus haciendas y rebaños. El anciano Mechthal, con las órbitas sangrientas y vacías, recorre las montañas pidiendo venganza: Gessler ha mandado arrancarle los ojos en castigo de una falta cometida por su hijo.
En la plaza de Altdorf los esbirros del gobernador levantan una lúgubre fortaleza en cuyos calabozos han de dormir eternamente los que no acaten a ciegas la tiranía. Pero con mal agüero se alza la cárcel: al cubrirla, un obrero pierde la vida, desplomándose desde las altas pizarras.
Las húmedas mazmorras aguardan a los hombres libres. Y para probarlos, Gessler ha ordenado colocar en la plaza, en la punta de un palo, el sombrero ducal, al que todos deberán saludar respetuosamente, como si fuera el gobernador en persona.
Ante semejante burla los nobles corazones suizos se llenan de ira y de vergüenza. Pero el no obedecer cuesta la vida, y los escasos transeúntes que se ven forzados a atravesar la plaza, hombres, mujeres y niños, tragándose su sonrojo, se descubren y se inclinan ante el espantajo de la tiranía.
Guillermo Tell está trabajando en su choza de la montaña, cortando leña para el invierno, mientras sus dos hijos, Gualterio y Guillermo, juegan a su lado. Sueñan con ser cazadores famosos como su padre, y se ejercitan alegres en tirar la ballesta.
Tell deja el hacha, y sentado junto al hogar habla así a su esposa:
—Vergonzosa es la esclavitud de nuestra patria. Los corazones montañeses desbordan de ira y de dolor. Un día estallará en todos los cantones la revolución, y entonces mi arco se unirá a las hachas y picas de mis hermanos. Sólo temo por la suerte de nuestros hijos. Gessler me odia no sólo porque he salvado a un leñador perseguido por sus jinetes, sino porque le he visto a él, al orgulloso gobernador, temblar en mi presencia. Fue hace unos días; cazaba yo junto a un precipicio, en un despeñadero solitario, y al avanzar por un desfiladero abierto entre los peñascos me encontré al gobernador que venía solo en dirección contraria.. No podía retroceder porque sobre su cabeza se elevaba la roca viva, y abajo, a sus pies, bramaba despeñándose el torrente. Cuando me conoció y me vio avanzar hacia él con mi arco en la mano palideció, temblaron sus rodillas, y comprendí que estaba a punto de caer al precipicio. Entonces me dio lástima de él; le sostuve y le saludé humildemente, siguiendo luego mi camino. Pero ha temblado delante de un hombre del pueblo, y sé que jamás me perdonará esta humillación.
Luego, volviéndose a sus hijos, les dice:
—Ea, pequeños; vuestro padre baja hoy a la ciudad. ¿Quién quiere acompañarle?
En seguida Gualterio deja su juego y corre hacia él:
—Yo iré, padre. Yo quiero andar siempre contigo y aprender a cazar.
Tell se echa sobre los hombros su zamarra de piel, toma su ballesta y sus flechas y emprende el camino con el pequeño Gualterio. La esposa llora en silencio junto al hogar de leña, mientras el otro hijo mira con envidia alejarse a su padre y a su hermano.
En un claro del bosque de Rutli, rodeado de altos ventisqueros, bajo los abetos nevados, se celebra esta noche una extraña asamblea a la luz de la luna.
Por los empinados senderos protegidos con barandales de madera van llegando campesinos, pastores y cazadores de todos los cantones alumbrándose con antorchas. Cuando se encuentran en el claro del bosque que cambian un santo y seña y se estrechan las encallecidas manos en silencio. Son conjurados de todos los pueblos que van a celebrar asamblea con arreglo a sus antiguos fueros para alzarse en rebelión contra el tirano.
Faltan los conjurados del cantón de Uri y todos aguardan sobrecogidos de emoción, encendiendo una fogata en medio de la pradera. La ermita del bosque deja oír dos campanadas.
De pronto una voz exclama gozosa:
—¡Oh, mirad! Un feliz augurio. La luna enciende en la niebla un arco-iris nocturno. Desde nuestros abuelos no se había vuelto a ver tal maravilla.
Todos los ojos contemplan, asombrados de gozo, el signo maravilloso. Bajo el arco de siete colores, tendido sobre el lago, pasa ahora una barca. Son los conjurados de Uri.
Pero el más anhelantemente esperado, Guillermo Tell, el cazador, no viene con ellos. ¿Qué habrá sido de él? Nadie lo sabe. Los conjurados suman en total treinta y tres. Representan la voluntad de todos los cantones en cuyo nombre han venido, y, con arreglo al ritual de sus abuelos, comienza la asamblea foral en torno a la hoguera. Se colocan en círculo, clavando sus armas en el centro. El más anciano los preside y habla con las manos apoyadas en dos espadas:
—¡Hombres libres de todos los cantones, representantes del pueblo! Oíd lo que nos contaron nuestros abuelos. Había antiguamente un gran pueblo en el Norte que padecía hambre cruel. En tal situación resolvieron que la décima parte de sus habitantes abandonase el país en busca de nuevas tierras deshabitadas. Así llegaron los emigrantes, hombres y mujeres, a estas montañas, entonces desiertas. Nuestros bosques de abetos y nuestros lagos helados les recordaron su patria, y aquí decidieron quedarse. Edificaron nuestro viejo castillo, talaron el bosque en torno a los lagos, levantaron sus chozas junto a las fuentes y roturaron la tierra. Así nació un pueblo donde antaño sólo habitaban los osos. Ellos extinguieron la raza del dragón venenoso de nuestras lagunas, construyeron nuestros caminos tallados en la roca y engendraron a nuestros antepasados. Somos, por tanto, un pueblo libre nacido del trabajo y del esfuerzo. Vosotros, nietos de aquellos héroes, ¿renunciaréis algún día a vuestra santa libertad?
—¡Nunca! —contestan todos levantando la mano derecha.
—Pues bien: Gessler, el gobernador extranjero, no os reconoce como hombres libres; no respeta vuestras leyes ni vuestros sentimientos, usurpa vuestros bienes y os cubre de infamia con sus crueldades. ¿Juráis todos luchar contra la tiranía de Gessler?
—¡Juramos! —vuelven todos a contestar levantando sus manos.
—El gobernador tiene armas y soldados. Nosotros sólo tenemos el derecho. Los príncipes y los nobles lucharán con sus brillantes ejércitos contra un pobre pueblo desarmado de campesinos y pastores. Que nadie retroceda ante la muerte. Cuando llegue el momento veréis encenderse hogueras en la cumbre de todos los montes. Acudid todos entonces; derribad las fortalezas y la cárcel de Altdorf; dad vuestra vida por vuestra libertad.
Y luego el anciano, extendiendo sus manos a derecha y a izquierda, clama como un himno:
—¡Queremos ser libres!
Los conjurados lo repiten. Lo repiten por tres veces con las manos en alto y se abrazan. Después se alejan por tres caminos diferentes.
La hoguera se apaga y comienza a amanecer sobre los montes de hielo.
¿Por qué Guillermo Tell, el mejor de los hombres de Uri, no acudió a la asamblea del pueblo? Aquella misma noche el famoso cazador estaba preso, cargado de cadenas, en la fortaleza de Gessler.
Cuando abandonó su choza, camino de la ciudad, el pequeño Gualterio iba a su lado, lleno de orgullo y alegría. Decía el niño:
—¿Es verdad, padre, que los árboles de la montaña sangran cuando se les hiere con el hacha?
—Eso dicen los rabadanes. Adoran a los árboles porque son sus protectores; si no fueran estos árboles, nuestras aldeas serían sepultadas por la nieve de las avalanchas.
—¿Hay países sin montañas de hielo? —vuelve a decir el niño.
—Sí, hijo mío. Siguiendo el camino del río se llega a una región donde las aguas corren tranquilas; la vista se dilata allí en anchos horizontes, el trigo crece en los campos y la tierra, templada, parece un perpetuo jardín.
—¿Por qué no dejamos entonces estas montañas y nos vamos a vivir allá?
—La tierra es fértil y el cielo hermoso. Pero aquellos hombres no son libres. Su tierra es del obispo y del rey.
—Pero cazarán en los bosques.
—Sus bosques pertenecen al señor.
—Pero siquiera pescarán en los ríos.
—Los ríos, la mar y la sal son del rey. Los hombres son criados del rey, que los defiende con su ejército. Trabajan para el rey y viven miserablemente de lo que al rey le sobra.
—Siendo así, padre…, mejor vivir en la montaña. ¿Nosotros somos libres, verdad?
Así hablaban cuando atravesaron la plaza de Altdorf, pasando sin verlo por delante del sombrero ducal alzado en el palo.
De pronto los centinelas detienen a Tell con sus lanzas.
—¡Daos preso, en nombre del Emperador! Ningún hombre pasará por delante de ese sombrero sin rendirle homenaje.
Tell se revuelve contra los centinelas, derribándoles. El niño llora espantado al verles luchar. De todas partes acuden hombres y mujeres del pueblo. Una voz grita:
—¡Plaza al gobernador!
Y Gessler, seguido de su séquito, aparece en la plaza. Va de cacería, con su halcón al puño, en medio de lujosos pajes y escuderos. Se acerca al grupo, y al enterarse de lo sucedido se vuelve al famoso cazador con una sonrisa cruel:
—¿Sabes, Tell, cómo castigo yo a los rebeldes y a los traidores? La fortaleza de Altdorf tiene mazmorras que se honrarán en acogerte para toda la vida. ¿Quién es ese niño que te acompaña?
—Es mi hijo, señor.
—¿Quieres mucho a tu hijo, Tell?
—Con toda el alma, señor.
—¿Y no te daría pena verlo también en la cárcel, en un calabozo subterráneo? Pero no tengas miedo, Tell; yo voy a darte el medio de salvar a tu hijo. ¿No eres tú el más famoso cazador de los Alpes, que jamás yerra el blanco?
—¡Jamás! —contesta el niño lleno de noble orgullo—. Mi padre, a cien pasos, derriba una manzana del árbol.
—Bien, muchacho. Puesto que tu padre es tan hábil, va a dar una prueba de su destreza aquí delante de todos. Toma tu ballesta, gran cazador, y a ver si a cien pasos aciertas a una manzana en la cabeza de tu hijo.
Ante esta bárbara orden los hombres del pueblo retroceden asombrados. Tell siente flaquear su fuerza y sus ojos se nublan.
—¡Eso nunca! —exclama dejando caer su ballesta. Prefiero morir.
Gessler, desde su caballo, alcanza una manzana de un árbol.
—Vamos, plebeyos, despejad el sitio. Cuéntense los cien pasos. ¿Por qué tiemblas, Tell? Será para ti una magnífica hazaña. Pero ten cuidado no te tiemble el brazo, no sea que atravieses la cabeza en vez de la manzana.
—¡No tiembles, padre! —grita entonces Gualterio—. Dadme la manzana; yo esperaré sin miedo la flecha.
—Atadle a ese tilo —dice Gessler.
—No, no me atéis. No me moveré, ni pestañearé, ni respiraré siquiera. ¡Tira, padre!
Gualterio ha corrido a ponerse bajo el tilo con la manzana sobre la cabeza. Los hombres aprietan los puños y las mujeres se tapan el rostro llenas de angustia. Gessler mira sonriendo al gran cazador, que está a punto de desplomarse:
—¡Tira, cobarde! Y aprende que sólo tiene el derecho de llevar armas el que sabe usarlas.
Entonces Guillermo Tell se recobra. Mira fríamente al gobernador y pide dos flechas. Guarda una en el pecho y pone la otra en el arco. El niño espera sin temblar en medio de un mortal silencio. Tell tensa la cuerda con firmeza, apunta conteniendo la respiración y la flecha salta limpia atravesando la manzana y va a clavarse temblando en el tronco del tilo.
Un murmullo de admiración y de gozo se levanta en todos los pechos, y Gessler se muerde los labios despechado. Tell corre a abrazar al niño, y todo el llanto contenido se le desborda ahora sobre el rostro del hijo.
—Está bien —dice Gessler—. Ha sido un buen tiro. Pero ¿por qué pediste dos flechas?
Tell se vuelve a él mirándole severamente:
—La otra era para ti si hubiera matado a mi hijo. ¡Y ésa te juro que no me hubiera fallado!
Por esta respuesta Guillermo Tell ha sido preso y cargado de cadenas. El mismo Gessler le lleva en su barca, abanderada y roja, hacia una lejana fortaleza, donde piensa sepultarle en vida.
Pero una terrible tempestad se desencadena en el lago, y Gessler, fiando más en la habilidad de Tell que en la de sus pilotos, manda desatarle y le entrega el timón.
La tempestad, impulsada por el vendaval del San Gotardo, ruge en el estrecho lago como una bestia contra los barrotes de su jaula. El gran cazador conduce la barca a través de las negras olas y con un rápido viraje la acerca a un escollo. Entonces salta con su ballesta a tierra y con el pie da un vigoroso empujón a la barca, que vuelve a internarse en el lago.
De este modo Guillermo Tell se ve nuevamente libre en la montaña. Lleva su ballesta al hombro y en el seno la flecha que guardó ayer al disparar sobre su hijo.
Por espacio de muchos días vaga por los agrestes picachos nevados, rondando de noche su choza, adonde sabe que han de llegar un día los esbirros del gobernador para prender a su esposa y a sus hijos.
Entretanto, Gessler ha logrado salvarse del naufragio y prepara una gran fiesta en su castillo.
Por el camino que conduce al palacio del señor, ¡cuántas gentes diversas pasan todos los días! Allí ponen su planta el mercader y el peregrino, el monje y el salteador nocturno y el alegre trovador y el buhonero cargado de baratijas. Pero de todos, ninguno tan extraño como ese cazador que desde un alto matorral vigila hoy el camino. Lleva una gorra de piel, desnudas las piernas, y calza fuertes sandalias de cuero con plantas de madera. En su ballesta sólo hay una flecha, y sus ojos no se apartan un momento del camino.
—Ahora cruza un cortejo nupcial, al son de rabeles pastoriles. Pasan después unos soldados cantando con las lanzas al hombro. Más tarde, una mujer del pueblo, descalza, rodeada de sus hijos, sucios y hambrientos. No puede caminar más y se sienta en un recodo al borde del sendero.
Luego aparece un brillante acompañamiento de pajes y escuderos y un caballero resplandeciente de oros y sedas. Es Gessler el gobernador.
Al llegar al recodo, la mujer se arrodilla en medio del camino, delante de su caballo:
—¡Justicia, gobernador! Mi marido yace preso en vuestros calabozos sin haber cometido delito. Mis hijos se me mueren de hambre en nuestra choza, sin pan y sin leña. ¡Justicia!
—¡Aparta! —grita Gessler—. Déjame en paz y presenta tu memorial en el castillo.
La mujer se inclina de bruces, besando el suelo. Sus hijos se arrodillan a su lado cerrando el paso.
—¡Perdón para mi marido inocente! Pan para mis hijos… ¡Justicia, gobernador!
—¡Aparta! —vuelve a gritar Gessler iracundo.
Y clavando las espuelas hace encabritar a su caballo, dispuesto a lanzarlo sobre los que lloran de rodillas.
Entonces una flecha, disparada desde lo alto del matorral, silba en el aire y va a clavarse certera en el corazón del tirano.
Gessler se contrae de dolor y cae derribado hacia atrás sobre el arzón. Con la mano crispada se arranca la flecha y la contempla con sus ojos turbios.
—¡Ah, bien conozco de quién es esta flecha!
—¡Te la tenía prometida! —exclama Guillermo Tell apareciendo en lo alto del matorral—. ¡ Acuérdate, es la que guardé aquel día junto al tilo de Aldorf!
Gessler cae de su caballo y muere en medio de sus criados, que le contemplan sobrecogidos de terror…, sin lástima.
Aquella misma noche en todas las cumbres de los Alpes se levantaba el humo de las hogueras dando la señal. Las campanas se echan a vuelo en la sombra. Las fortalezas de la tiranía son arrasadas; saltan en astillas las puertas de las cárceles. Y el alba del nuevo día alumbra a un pueblo libre, de pastores y cazadores, de pescadores y campesinos encallecidos en el trabajo, que se abrazan bendiciendo un nombre libertador: Guillermo Tell.
Tomamos aquí la versión que, del héroe del pueblo, ha llevado al teatro el gran poeta alemán Federico Schiller.
Entre las crestas heladas de los Alpes, en los prados siempre verdes y húmedos, a orillas de los altos lagos que reflejan la nieve, viven los hombres libres de Suiza. A ellos les llega el sol de la mañana antes que a los pueblos de las tierras bajas. Duro es su vivir entre el hielo y los ventisqueros, pero por nada bajarían a la vida fácil de las llanuras; piensan que la libertad, como la rosa de los Alpes, sólo florece en las cumbres y se marchita en el llano.
Sus aldeas, blancas y limpias, se enlazan a través de las montañas por empinados senderos tallados en la roca viva, tendidos con barandales sobre los precipicios, y bordeados de negras cruces de madera en memoria de los viajeros sepultados por la nieve de las avalanchas.
Cazan en cumbres tan altas, que sus flechas vuelan sobre las nubes; cantan al son de las esquilas de sus rebaños, y aman ante todo la libertad.
Un valiente cazador fue el libertador de Suiza hace seiscientos años. Nació en el cantón de Uri. Se llamaba Guillermo Tell.
En medio de las altas montañas está el lago verde de los Cuatro Cantones; en sus aguas se reflejan las cumbres heladas y las vacas que pacen la yerba de sus orillas. Comienza el otoño.
Un pescador canta en su barca; los cazadores trepan por las escarpaduras veladas de nubes, y los pastores se alejan con sus ganados, dejando los pastos alpinos hasta que vuelva a cantar el cuco de la primavera.
Cuando pastores, cazadores y pescadores se encuentran junto al lago se estrechan las manos como hermanos en el trabajo y juntos lamentan el triste destino de su patria, sometida a la más vergonzosa esclavitud. El gobernador Gessler, que ejerce la tiranía en nombre del Emperador de Alemania, insulta a los pobres; pisotea a los humildes, atropella sus derechos, su hacienda y su honra. Y se ríe de los antiguos fueros del pueblo libre. ¡Ay del que se atreva a levantar los ojos delante de él! ¡Ay del que no se arrodille ante sus caprichos y ante la insolencia de sus servidores y amigos!
Pastores, cazadores y pescadores, hombres esforzados y humildes de las altas montañas nevadas, ven con desaliento cómo día tras día el yugo del tirano aprieta cada vez más el cuello de su patria. Y se estrechan tristemente las manos en esta oscura tarde de octubre a orillas del lago de los Cuatro Cantones.
La tempestad se anuncia cercando de espesa niebla negra las montañas; los peces saltan en el lago, y los mastines escarban la yerba gruñendo mientras las ovejas se aprietan unas contra otras. Ya empieza a soplar el viento del Sur y caen, grandes y frías, las primeras gotas de lluvia.
De pronto un leñador, con el cabello revuelto y ojos desorbitados de angustia, llega corriendo del bosque y se lanza de rodillas clamando:
—¡En el nombre de Dios, barquero, sálvame! Desamarra tu barca y pásame a la otra orilla. Los jinetes del gobernador me persiguen. Uno de sus criados atropelló mi choza, y mi hacha le ha dado muerte. ¡Sálvame, barquero!
Todos retroceden con espanto ante estas palabras. Un relámpago alumbra los montes y un terrible trueno rueda por los valles. El vendaval se desata, barriendo los desfiladeros, y las aguas del lago se encrespan en negros oleajes.
El barquero mira con angustia al leñador, arrodillado a sus pies, y tiembla ante la tempestad. Las aguas del lago braman ahora como un mar enfurecido, y la noche se adelanta.
—No puedo ayudarte —dice el barquero—. La borrasca volcaría mi bote y las aguas nos tragarían a los dos. Que el cielo te proteja.
El leñador llora desesperado sobre la yerba. A la claridad de los relámpagos se ven aparecer a lo lejos los jinetes del gobernador.
Entonces un nuevo cazador se acerca a la orilla al oír los sollozos desesperados del fugitivo. Trae al brazo una ballesta y el haz de flechas a la espalda. Lleva una gorra de piel, las piernas desnudas y sandalias de cuero con plantas de madera. Los cazadores le reconocen y le saludan con respeto. Es Guillermo Tel, el fuerte cazador de Uri.
—¿Dejarás morir a este hombre —dice Tell— a la orilla misma del lago, que es su salvación? Es un hermano de esclavitud que ha tenido el valor de rebelarse contra los tiranos. ¡Pronto, barquero, desamarra tu barca!
—No puedo, Tell. Tú conoces como yo el remo y el timón, y sabes que nada puede intentarse contra la tempestad furiosa.
—Ea, barquero, los jinetes llegan. El lago sentirá acaso lástima del fugitivo; el gobernador, no. Desatraca tu barca.
—¡No! Ni por mi hijo lo haría; hoy es el día de San Judas y el lago se enfurece reclamando una víctima, como todos los años.
—Entonces, barquero, en el nombre de Dios, déjame tu barca.
Así dijo Tell el cazador. Y desatando la barca salta a ella el leñador y empuña en sus manos los remos.
Cuando llegan los jinetes, al verse burlados, descargan su rabia contra los cazadores, atropellan con sus caballos el ganado, incendian furiosos las chozas de los pastores, que huyen llorando entre la tempestad y la noche.
A la luz de los relámpagos Guillermo Tell rema vigorosamente sobre el lago encrespado y gana la otra orilla.
Todos los días corren por las aldeas de la montaña noticias de nuevas desgracias y afrentas. Gessler, el orgulloso gobernador de Uri, ejerce sobre los duros montañeses suizos la tiranía más odiosa en nombre del Emperador. Insulta a sus mujeres, incendia sus chozas y arrasa sus haciendas y rebaños. El anciano Mechthal, con las órbitas sangrientas y vacías, recorre las montañas pidiendo venganza: Gessler ha mandado arrancarle los ojos en castigo de una falta cometida por su hijo.
En la plaza de Altdorf los esbirros del gobernador levantan una lúgubre fortaleza en cuyos calabozos han de dormir eternamente los que no acaten a ciegas la tiranía. Pero con mal agüero se alza la cárcel: al cubrirla, un obrero pierde la vida, desplomándose desde las altas pizarras.
Las húmedas mazmorras aguardan a los hombres libres. Y para probarlos, Gessler ha ordenado colocar en la plaza, en la punta de un palo, el sombrero ducal, al que todos deberán saludar respetuosamente, como si fuera el gobernador en persona.
Ante semejante burla los nobles corazones suizos se llenan de ira y de vergüenza. Pero el no obedecer cuesta la vida, y los escasos transeúntes que se ven forzados a atravesar la plaza, hombres, mujeres y niños, tragándose su sonrojo, se descubren y se inclinan ante el espantajo de la tiranía.
Guillermo Tell está trabajando en su choza de la montaña, cortando leña para el invierno, mientras sus dos hijos, Gualterio y Guillermo, juegan a su lado. Sueñan con ser cazadores famosos como su padre, y se ejercitan alegres en tirar la ballesta.
Tell deja el hacha, y sentado junto al hogar habla así a su esposa:
—Vergonzosa es la esclavitud de nuestra patria. Los corazones montañeses desbordan de ira y de dolor. Un día estallará en todos los cantones la revolución, y entonces mi arco se unirá a las hachas y picas de mis hermanos. Sólo temo por la suerte de nuestros hijos. Gessler me odia no sólo porque he salvado a un leñador perseguido por sus jinetes, sino porque le he visto a él, al orgulloso gobernador, temblar en mi presencia. Fue hace unos días; cazaba yo junto a un precipicio, en un despeñadero solitario, y al avanzar por un desfiladero abierto entre los peñascos me encontré al gobernador que venía solo en dirección contraria.. No podía retroceder porque sobre su cabeza se elevaba la roca viva, y abajo, a sus pies, bramaba despeñándose el torrente. Cuando me conoció y me vio avanzar hacia él con mi arco en la mano palideció, temblaron sus rodillas, y comprendí que estaba a punto de caer al precipicio. Entonces me dio lástima de él; le sostuve y le saludé humildemente, siguiendo luego mi camino. Pero ha temblado delante de un hombre del pueblo, y sé que jamás me perdonará esta humillación.
Luego, volviéndose a sus hijos, les dice:
—Ea, pequeños; vuestro padre baja hoy a la ciudad. ¿Quién quiere acompañarle?
En seguida Gualterio deja su juego y corre hacia él:
—Yo iré, padre. Yo quiero andar siempre contigo y aprender a cazar.
Tell se echa sobre los hombros su zamarra de piel, toma su ballesta y sus flechas y emprende el camino con el pequeño Gualterio. La esposa llora en silencio junto al hogar de leña, mientras el otro hijo mira con envidia alejarse a su padre y a su hermano.
En un claro del bosque de Rutli, rodeado de altos ventisqueros, bajo los abetos nevados, se celebra esta noche una extraña asamblea a la luz de la luna.
Por los empinados senderos protegidos con barandales de madera van llegando campesinos, pastores y cazadores de todos los cantones alumbrándose con antorchas. Cuando se encuentran en el claro del bosque que cambian un santo y seña y se estrechan las encallecidas manos en silencio. Son conjurados de todos los pueblos que van a celebrar asamblea con arreglo a sus antiguos fueros para alzarse en rebelión contra el tirano.
Faltan los conjurados del cantón de Uri y todos aguardan sobrecogidos de emoción, encendiendo una fogata en medio de la pradera. La ermita del bosque deja oír dos campanadas.
De pronto una voz exclama gozosa:
—¡Oh, mirad! Un feliz augurio. La luna enciende en la niebla un arco-iris nocturno. Desde nuestros abuelos no se había vuelto a ver tal maravilla.
Todos los ojos contemplan, asombrados de gozo, el signo maravilloso. Bajo el arco de siete colores, tendido sobre el lago, pasa ahora una barca. Son los conjurados de Uri.
Pero el más anhelantemente esperado, Guillermo Tell, el cazador, no viene con ellos. ¿Qué habrá sido de él? Nadie lo sabe. Los conjurados suman en total treinta y tres. Representan la voluntad de todos los cantones en cuyo nombre han venido, y, con arreglo al ritual de sus abuelos, comienza la asamblea foral en torno a la hoguera. Se colocan en círculo, clavando sus armas en el centro. El más anciano los preside y habla con las manos apoyadas en dos espadas:
—¡Hombres libres de todos los cantones, representantes del pueblo! Oíd lo que nos contaron nuestros abuelos. Había antiguamente un gran pueblo en el Norte que padecía hambre cruel. En tal situación resolvieron que la décima parte de sus habitantes abandonase el país en busca de nuevas tierras deshabitadas. Así llegaron los emigrantes, hombres y mujeres, a estas montañas, entonces desiertas. Nuestros bosques de abetos y nuestros lagos helados les recordaron su patria, y aquí decidieron quedarse. Edificaron nuestro viejo castillo, talaron el bosque en torno a los lagos, levantaron sus chozas junto a las fuentes y roturaron la tierra. Así nació un pueblo donde antaño sólo habitaban los osos. Ellos extinguieron la raza del dragón venenoso de nuestras lagunas, construyeron nuestros caminos tallados en la roca y engendraron a nuestros antepasados. Somos, por tanto, un pueblo libre nacido del trabajo y del esfuerzo. Vosotros, nietos de aquellos héroes, ¿renunciaréis algún día a vuestra santa libertad?
—¡Nunca! —contestan todos levantando la mano derecha.
—Pues bien: Gessler, el gobernador extranjero, no os reconoce como hombres libres; no respeta vuestras leyes ni vuestros sentimientos, usurpa vuestros bienes y os cubre de infamia con sus crueldades. ¿Juráis todos luchar contra la tiranía de Gessler?
—¡Juramos! —vuelven todos a contestar levantando sus manos.
—El gobernador tiene armas y soldados. Nosotros sólo tenemos el derecho. Los príncipes y los nobles lucharán con sus brillantes ejércitos contra un pobre pueblo desarmado de campesinos y pastores. Que nadie retroceda ante la muerte. Cuando llegue el momento veréis encenderse hogueras en la cumbre de todos los montes. Acudid todos entonces; derribad las fortalezas y la cárcel de Altdorf; dad vuestra vida por vuestra libertad.
Y luego el anciano, extendiendo sus manos a derecha y a izquierda, clama como un himno:
—¡Queremos ser libres!
Los conjurados lo repiten. Lo repiten por tres veces con las manos en alto y se abrazan. Después se alejan por tres caminos diferentes.
La hoguera se apaga y comienza a amanecer sobre los montes de hielo.
¿Por qué Guillermo Tell, el mejor de los hombres de Uri, no acudió a la asamblea del pueblo? Aquella misma noche el famoso cazador estaba preso, cargado de cadenas, en la fortaleza de Gessler.
Cuando abandonó su choza, camino de la ciudad, el pequeño Gualterio iba a su lado, lleno de orgullo y alegría. Decía el niño:
—¿Es verdad, padre, que los árboles de la montaña sangran cuando se les hiere con el hacha?
—Eso dicen los rabadanes. Adoran a los árboles porque son sus protectores; si no fueran estos árboles, nuestras aldeas serían sepultadas por la nieve de las avalanchas.
—¿Hay países sin montañas de hielo? —vuelve a decir el niño.
—Sí, hijo mío. Siguiendo el camino del río se llega a una región donde las aguas corren tranquilas; la vista se dilata allí en anchos horizontes, el trigo crece en los campos y la tierra, templada, parece un perpetuo jardín.
—¿Por qué no dejamos entonces estas montañas y nos vamos a vivir allá?
—La tierra es fértil y el cielo hermoso. Pero aquellos hombres no son libres. Su tierra es del obispo y del rey.
—Pero cazarán en los bosques.
—Sus bosques pertenecen al señor.
—Pero siquiera pescarán en los ríos.
—Los ríos, la mar y la sal son del rey. Los hombres son criados del rey, que los defiende con su ejército. Trabajan para el rey y viven miserablemente de lo que al rey le sobra.
—Siendo así, padre…, mejor vivir en la montaña. ¿Nosotros somos libres, verdad?
Así hablaban cuando atravesaron la plaza de Altdorf, pasando sin verlo por delante del sombrero ducal alzado en el palo.
De pronto los centinelas detienen a Tell con sus lanzas.
—¡Daos preso, en nombre del Emperador! Ningún hombre pasará por delante de ese sombrero sin rendirle homenaje.
Tell se revuelve contra los centinelas, derribándoles. El niño llora espantado al verles luchar. De todas partes acuden hombres y mujeres del pueblo. Una voz grita:
—¡Plaza al gobernador!
Y Gessler, seguido de su séquito, aparece en la plaza. Va de cacería, con su halcón al puño, en medio de lujosos pajes y escuderos. Se acerca al grupo, y al enterarse de lo sucedido se vuelve al famoso cazador con una sonrisa cruel:
—¿Sabes, Tell, cómo castigo yo a los rebeldes y a los traidores? La fortaleza de Altdorf tiene mazmorras que se honrarán en acogerte para toda la vida. ¿Quién es ese niño que te acompaña?
—Es mi hijo, señor.
—¿Quieres mucho a tu hijo, Tell?
—Con toda el alma, señor.
—¿Y no te daría pena verlo también en la cárcel, en un calabozo subterráneo? Pero no tengas miedo, Tell; yo voy a darte el medio de salvar a tu hijo. ¿No eres tú el más famoso cazador de los Alpes, que jamás yerra el blanco?
—¡Jamás! —contesta el niño lleno de noble orgullo—. Mi padre, a cien pasos, derriba una manzana del árbol.
—Bien, muchacho. Puesto que tu padre es tan hábil, va a dar una prueba de su destreza aquí delante de todos. Toma tu ballesta, gran cazador, y a ver si a cien pasos aciertas a una manzana en la cabeza de tu hijo.
Ante esta bárbara orden los hombres del pueblo retroceden asombrados. Tell siente flaquear su fuerza y sus ojos se nublan.
—¡Eso nunca! —exclama dejando caer su ballesta. Prefiero morir.
Gessler, desde su caballo, alcanza una manzana de un árbol.
—Vamos, plebeyos, despejad el sitio. Cuéntense los cien pasos. ¿Por qué tiemblas, Tell? Será para ti una magnífica hazaña. Pero ten cuidado no te tiemble el brazo, no sea que atravieses la cabeza en vez de la manzana.
—¡No tiembles, padre! —grita entonces Gualterio—. Dadme la manzana; yo esperaré sin miedo la flecha.
—Atadle a ese tilo —dice Gessler.
—No, no me atéis. No me moveré, ni pestañearé, ni respiraré siquiera. ¡Tira, padre!
Gualterio ha corrido a ponerse bajo el tilo con la manzana sobre la cabeza. Los hombres aprietan los puños y las mujeres se tapan el rostro llenas de angustia. Gessler mira sonriendo al gran cazador, que está a punto de desplomarse:
—¡Tira, cobarde! Y aprende que sólo tiene el derecho de llevar armas el que sabe usarlas.
Entonces Guillermo Tell se recobra. Mira fríamente al gobernador y pide dos flechas. Guarda una en el pecho y pone la otra en el arco. El niño espera sin temblar en medio de un mortal silencio. Tell tensa la cuerda con firmeza, apunta conteniendo la respiración y la flecha salta limpia atravesando la manzana y va a clavarse temblando en el tronco del tilo.
Un murmullo de admiración y de gozo se levanta en todos los pechos, y Gessler se muerde los labios despechado. Tell corre a abrazar al niño, y todo el llanto contenido se le desborda ahora sobre el rostro del hijo.
—Está bien —dice Gessler—. Ha sido un buen tiro. Pero ¿por qué pediste dos flechas?
Tell se vuelve a él mirándole severamente:
—La otra era para ti si hubiera matado a mi hijo. ¡Y ésa te juro que no me hubiera fallado!
Por esta respuesta Guillermo Tell ha sido preso y cargado de cadenas. El mismo Gessler le lleva en su barca, abanderada y roja, hacia una lejana fortaleza, donde piensa sepultarle en vida.
Pero una terrible tempestad se desencadena en el lago, y Gessler, fiando más en la habilidad de Tell que en la de sus pilotos, manda desatarle y le entrega el timón.
La tempestad, impulsada por el vendaval del San Gotardo, ruge en el estrecho lago como una bestia contra los barrotes de su jaula. El gran cazador conduce la barca a través de las negras olas y con un rápido viraje la acerca a un escollo. Entonces salta con su ballesta a tierra y con el pie da un vigoroso empujón a la barca, que vuelve a internarse en el lago.
De este modo Guillermo Tell se ve nuevamente libre en la montaña. Lleva su ballesta al hombro y en el seno la flecha que guardó ayer al disparar sobre su hijo.
Por espacio de muchos días vaga por los agrestes picachos nevados, rondando de noche su choza, adonde sabe que han de llegar un día los esbirros del gobernador para prender a su esposa y a sus hijos.
Entretanto, Gessler ha logrado salvarse del naufragio y prepara una gran fiesta en su castillo.
Por el camino que conduce al palacio del señor, ¡cuántas gentes diversas pasan todos los días! Allí ponen su planta el mercader y el peregrino, el monje y el salteador nocturno y el alegre trovador y el buhonero cargado de baratijas. Pero de todos, ninguno tan extraño como ese cazador que desde un alto matorral vigila hoy el camino. Lleva una gorra de piel, desnudas las piernas, y calza fuertes sandalias de cuero con plantas de madera. En su ballesta sólo hay una flecha, y sus ojos no se apartan un momento del camino.
—Ahora cruza un cortejo nupcial, al son de rabeles pastoriles. Pasan después unos soldados cantando con las lanzas al hombro. Más tarde, una mujer del pueblo, descalza, rodeada de sus hijos, sucios y hambrientos. No puede caminar más y se sienta en un recodo al borde del sendero.
Luego aparece un brillante acompañamiento de pajes y escuderos y un caballero resplandeciente de oros y sedas. Es Gessler el gobernador.
Al llegar al recodo, la mujer se arrodilla en medio del camino, delante de su caballo:
—¡Justicia, gobernador! Mi marido yace preso en vuestros calabozos sin haber cometido delito. Mis hijos se me mueren de hambre en nuestra choza, sin pan y sin leña. ¡Justicia!
—¡Aparta! —grita Gessler—. Déjame en paz y presenta tu memorial en el castillo.
La mujer se inclina de bruces, besando el suelo. Sus hijos se arrodillan a su lado cerrando el paso.
—¡Perdón para mi marido inocente! Pan para mis hijos… ¡Justicia, gobernador!
—¡Aparta! —vuelve a gritar Gessler iracundo.
Y clavando las espuelas hace encabritar a su caballo, dispuesto a lanzarlo sobre los que lloran de rodillas.
Entonces una flecha, disparada desde lo alto del matorral, silba en el aire y va a clavarse certera en el corazón del tirano.
Gessler se contrae de dolor y cae derribado hacia atrás sobre el arzón. Con la mano crispada se arranca la flecha y la contempla con sus ojos turbios.
—¡Ah, bien conozco de quién es esta flecha!
—¡Te la tenía prometida! —exclama Guillermo Tell apareciendo en lo alto del matorral—. ¡ Acuérdate, es la que guardé aquel día junto al tilo de Aldorf!
Gessler cae de su caballo y muere en medio de sus criados, que le contemplan sobrecogidos de terror…, sin lástima.
Aquella misma noche en todas las cumbres de los Alpes se levantaba el humo de las hogueras dando la señal. Las campanas se echan a vuelo en la sombra. Las fortalezas de la tiranía son arrasadas; saltan en astillas las puertas de las cárceles. Y el alba del nuevo día alumbra a un pueblo libre, de pastores y cazadores, de pescadores y campesinos encallecidos en el trabajo, que se abrazan bendiciendo un nombre libertador: Guillermo Tell.
El destierro de Mío Cid.
El «poema de Mío Cid» es el más bello y más antiguo monumento de la épica castellana. Fue compuesto a mediados del siglo XII, unos cincuenta años después de la muerte del Cid, por un juglar desconocido, probablemente de Medinaceli. De su primer cantar, «El destierro del Cid», está tomada en todos sus detalles y expresión esta versión, excepto en la causa del destierro, en que nos hemos acogido a la tradición, más popularizada, del romancero.
En el sitio de Zamora mataron a traición al buen rey Sancho el Fuerte, a quien servía Mío Cid el Campeador. Su hermano Alfonso hereda el trono. Y en Santa Gadea de Burgos, sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo, el Cid toma juramento al nuevo rey de Castilla. Así le toma la jura:
—Villanos te maten, rey, que no guerreros hidalgos; mátente en un despoblado, con cuchillos cachicuernos; sáquente el corazón vivo por el costado, si no dices la verdad: si tú fuistes o consentiste en la muerte de tu hermano.
Fuertes eran las juras, Trabajo le cuesta al rey aceptarlas. Pero jura al fin y es aclamado señor de Castilla. Después se vuelve muy enojado contra el Cid:
—Mucho me has apretado, Rodrigo. Ahora, en un plazo de nueve días saldrás de estas mis tierras. Yo te desposeo de tus honores y hacienda. Desterrado queda también y sin mi amor todo el que te sirva y te acompañe. Vete de mis reinos, Cid. Quédenme en rehenes tu mujer y tus dos hijas.
Nueve días de plazo ha dado Alfonso el Castellano a Mío Cid para salir de sus tierras. En su casa de Vivar está el buen Campeador con los pocos amigos que se atreven a seguirle. Allí habló Alvar Fáñez de Minaya, del Cid primo hermano:
—Pocos somos, pero firmes. Jamás te abandonaremos por yermos ni por poblados. Contigo gastaremos nuestros caballos, nuestros dineros y nuestros vestidos. Siempre te seguiremos como leales vasallos.
Así sale Mío Cid el Campeador de sus tierras de Vivar, y hacia Burgos se encamina. Va derramando llanto de sus ojos y mirando hacia atrás. Queda su casa con las puertas abiertas, desguarnida de pieles y de mantos, sin azores en las alcándaras. Pero a su diestra mano vuela la corneja, y el Cid se conforta con este buen augurio.
Cuando atraviesa la ciudad de Burgos lleva sesenta pendones tras de sí. Niños, hombres y mujeres a las ventanas se asoman por ver al Campeador. Todos decían la misma razón: «¡Qué buen vasallo sería si tuviera buen señor!».
De buena gana le darían albergue en sus casas. Pero el rey lo ha prohibido con severas penas. Anoche llegaron sus cartas ordenándolo así. El Cid llega a la posada donde solía parar; saca el pie del estribo y da con él un gran golpe en la puerta. Pero nadie contesta. Llaman todos con las voces y las armas. Tienen hambre, Si no se les acoge de grado lo tomarán por la fuerza. Entonces se abre la puerta, y una niña de nueve años habla al Cid desde el umbral:
—Campeador, que en buen hora ceñiste espada: no podemos darte asilo, que el rey lo tiene vedado. Si lo hiciéramos perderíamos nuestra hacienda y los ojos de nuestras caras. Sigue adelante y que Dios te bendiga. Con nuestro mal, buen Cid, no ganas nada.
El Cid comprende el llanto de la niña, y da la orden de marcha. Triste está su corazón cuando atraviesa Burgos. Fuera de las murallas, al otro lado del Arlanzón, manda plantar sus tiendas. También el rey ha prohibido que se le venda ningún alimento. Pero Martín Antolínez, el burgalés de pro, no tiene miedo del rey. Él les da de su pan y de su vino, y se une a la mesnada.
Así pasa Mío Cid, en un arenal, la primera noche de su destierro.
Antes de amanecer, el Cid y los suyos siguen su marcha hacia el monasterio de San Pedro de Cardeña. Va el Cid a despedirse de su mujer, doña Jimena, y de sus hijas, que allí le aguardan. Cuando descabalgan al pie del monasterio cantan los gallos y quiere quebrar el primer albor. Llaman, y todos se alegran dentro al reconocer al Cid. Con luces y candelas salen los monjes al patio. Ved aquí a doña Jimena que llega con sus dos hijas. Muy niñas son aún; a cada una la trae una dama en brazos. Allí habló doña Jimena; llanto tiene en los ojos y le besa las manos:
—Aquí, ante vos, me tenéis, Mío Cid, y a vuestras hijas. Bien veo, Campeador, el de la barba crecida, que marcháis a vuestro destierro. Estando los dos en vida tenemos que separamos.
El Cid se inclina para coger a sus hijas. Y en sus brazos las sube hasta su corazón.
Aquel día todos se aposentan en el monasterio. Las campanas de Cardeña tañían a gran clamor. Por las tierras de Castilla corre el pregón de que el Cid sale desterrado. Muchos son los caballeros que dejan sus casas y tierras por seguirle. En el puente del Arlanzón se juntan más de cien. ¡Dios, qué buena compaña en San Pedro se reunió! Allí Minaya Alvar Fáñez, el de la atrevida lanza; allí Martín Antolínez, el burgalés leal; allí Pedro Bermúdez, que cien banderas ganó, y Muño Gustioz, que en la misma casa del Cid se crio, y Alvar Alvaroz, y Galindo García, guerrero de Aragón. Todos le besan las manos. Viéndoles junto a sí, ¡Dios, cómo se sonreía Mío Cid el Campeador!
Del plazo de nueve días, los seis han pasado ya. Mandado tenía el rey que si pasaban los nueve ni por oro ni por plata pudiera el Cid escapar. Al finar el sexto día, mi señor el Campeador los manda a todos juntar.
—Oídme, varones. Mañana, al amanecer, cuando los gallos canten, ensilladme los caballos y partamos. El buen abad don Sancho nos rezará la misa de la Trinidad. Luego, echemos a cabalgar, que ya el plazo viene cerca. Mucho tenemos que andar.
Ya tañían a maitines. Doña Jimena rezaba en las gradas del altar. Después que oyeron la misa de la Santa Trinidad, el Cid besa a sus dos hijas. Doña Jimena no hacía más que llorar y llorar. Allí la abrazaba el Cid. Y así se separan uno de otro como la uña de la carne. Cantaban entonces los segundos gallos.
Con las riendas sueltas ya cabalga Mío Cid, el que en buen hora nació. De todas partes guerreros se le vienen a juntar. Aquella noche duermen en Espinaz de Can. Otro día, de mañana, volvían a cabalgar. Pasan San Esteban de Gormaz y van dejando su patria a la espalda. De todas partes guerreros se le vienen a juntar. Y al tercer día cruzan el Duero y acampan al pie de Atienza, que es tierra de moros.
El plazo ya está cumplido. Castilla se acaba ya.
La primera noche que el Cid duerme fuera de su tierra tuvo un sueño feliz. El arcángel San Gabriel vino a él en una visión y le habló:
—Cabalga, buen Cid, cabalga; cabalga, Campeador, que nunca tan en buen hora ha cabalgado varón. Bien irán las cosas tuyas mientras vida te dé Dios.
Mío Cid, al despertar, la cara se santiguó.
Rompen albores del día. ¡Qué hermoso sol despuntaba!
Aquel día dio el Cid su primera batalla de desterrado. Con cien de sus trescientos caballeros cayó sobre el castillo de Castejón, que está a orillas del Henares. Con los otros doscientos corría Alvar Fáñez Minaya tierras de moros hasta Alcalá. ¡Dios, qué pena que Mío Cid no haya visto a Minaya, montado en su buen caballo, lidiar allí con los moros! Desde su larga lanza le chorrea la sangre codo abajo.
Por todo el Henares se pasea victoriosa la bandera de Minaya y cobra mucho botín de ovejas, vacas, alhajas y riquezas sin tasa. Alegre vuelve con todo hacia el castillo de Castejón, que el Cid ha conquistado. El Campeador sale a recibirle y delante de todos le abraza. Después reparte el botín entre todos los suyos. Pone en libertad a cien moros y cien moras para que guarden el castillo y abandonan Castejón, porque las mesnadas del rey Alfonso están cerca y podrían atacarlos. Por nada del mundo querría el Cid luchar contra su señor natural.
Pasan las Alcarrias y Cetina, dejan atrás Alhama y van a posar a un otero redondo frente al castillo de Alcocer. Cerca está el río Jalón. Cerco han puesto al castillo por espacio de quince semanas. Al cabo de ellas, en las torres de Alcocer, se alza ya la bandera del Cid.
Mucho pesó de ello al moro Tamín, rey de Valencia y señor de las tierras de Alcocer. Manda a sus emires con tres mil lanzas contra los del Cid, que no son más de seiscientos. Muchos más se unen a los emires por el camino. Sus lanzas y pendones, ¿quién los podría contar? En su castillo de Alcocer han cercado a Mío Cid; el agua les cortan y los sitian por la sed. A las cuatro semanas, por consejo de Minaya, hacen los cristianos una salida campal. Pedro Bermúdez, que lleva la bandera, pica espuelas a su caballo y se mete solo, gritando entre la turba de moros. Al verle, grita Mío Cid.
—¡Valedle, mis caballeros, por amor del Creador! ¡Aquí está el Cid don Rodrigo Díaz, el Campeador!
Suenan allí tantos tambores, que su ruido quiere quebrar la tierra. Los cristianos embrazan los escudos delante del corazón, ponen en ristre las lanzas envueltas en sus pendones, agachan la cabeza sobre los arzones y arrancan al galope. Caen todos sobre el grupo donde Bermúdez entró. Allí vierais tantas lanzas subir y bajar, romperse las adargas, desgarrase las mallas y lorigas, teñirse en sangre los blancos pendones y desbocarse los caballos sin jinete.
¡Qué bien lidiaba Mío Cid sobre su dorado arzón, la crecida barba al viento, el yelmo echado atrás y la espada en la mano! Y Alvar Fáñez Minaya, el de la atrevida lanza. Y Muño Gustioz, Y Galindo García. Y todos cuantos son. ¿Qué os diré de Martín Antolínez, aquel burgalés leal? Cuando mete mano a su espada relumbra todo el campo.
¡Dios, qué buen día fue aquél para la cristiandad! Más de mil moros dejaron su sangre sobre el campo. Y tanto oro y tanta plata que nadie podría contarlo.
Así venció Mío Cid en batalla campal. Después habló a Alvar Fáñez:
—Vos, Minaya, que sois mi brazo derecho, quiero que llevéis estas nuevas a Castilla. Y a mi rey don Alfonso le diréis que no le guardo rencor. Besadle por mí las manos. Treinta caballos le llevaréis en mi nombre, todos con sus gualdrapas y espadas de oro y rubíes colgando de los arzones. Id luego a San Pedro de Cardeña y llevad con mi amor este oro y esta plata a mi mujer y a mis hijas. Que recen a Dios por mí.
Cuando el rey tuvo estas noticias del Cid gran alegría sintió. Por venir de moros aceptó sus presentes. Y autorizó a todo el que quisiera para seguir al Cid en su destierro. Pero su orgullo es mucho. Todavía no ha querido perdonarle.
Más de tres años lleva el Cid guerreando en tierras extrañas. Ha conquistado a Daroca y Molina y Celfa la del Canal. También ha vencido al orgulloso conde don Ramón de Barcelona en el pinar de Tévar. Allí ganó su famosa espada Colada.
Ahora guerrea de frente a la mar salada. Ha tomado a Burriana y a Murviedro. Mucho pavor toma de ello el rey moro de Valencia, que ve talada su huerta y asoladas sus cosechas de pan. Crece con todo esto la fama de Mío Cid el de Vivar. Y manda pregones por tierras de Aragón y de Navarra. También por tierras de Castilla: que se le acojan cuantos quieran ayudarle a luchar contra el moro de Valencia. Muchos acuden a su pregón; sesenta eran cuando salió de Vivar, y ya pasan de tres mil.
Al fin pone cerco a esa hermosa ciudad, Valencia la Mayor. Nueve meses la tuvo cercada. Y al décimo la rindió. ¡Qué alegres se ponen todos cuando en alto del alcázar vieron su enseña plantar!
También venció allí al rey de Sevilla, que vino en ayuda de los valencianos, y le ganó su caballo Babieca. De tan gran botín como ganó, cien caballos manda al rey Alfonso de Castilla, pidiéndole que deje en libertad a doña Jimena y a sus hijas para que vengan a su lado. Alvar Fáñez Minaya va a llevar este mensaje.
Quiero ahora deciros lo que en Castilla se vio. Cuando Alfonso el Castellano supo la conquista de Valencia la Mayor mucho se alegra en su corazón. Alzó su mano derecha y dio a Minaya esta respuesta. ¡Dios, qué hermosamente habló!:
—Di a mi buen vasallo el Cid que acepto su donación. Que cuando vuelva a mi reino le abrazaré con mis brazos. Al cumplirse tres semanas le recibiré en mi tienda, orillas del río Tajo. Vayan libres doña Jimena y sus hijas doña Elvira y doña Sol. Y mientras cruzan mis tierras aquí mando a mis soldados que les den guarda de honor.
Con Minaya llegan a Valencia doña Jimena y sus hijas. Mío Cid Campeador dispone en su honra festejos y juegos de armas. Y sale a recibirlas al frente de cien jinetes en caballos muy hermosos con gualdrapas de cendal y petral de cascabeles. Allí vierais tanto hermoso palafrén, tantos vistosos pendones con escudos de guarniciones doradas, y ricas pieles y mantos de Alejandría. Tiene Mío Cid muy crecida la barba; viste túnica de seda y cabalga en su Babieca atajado de plata. Al verle, doña Jimena a los pies se le arrojaba. Y con llanto de los ojos el Cid abraza a sus hijas.
Después las sube al alcázar para que desde allí contemplen toda la hermosa Valencia. Ya se había ido el invierno y marzo quería entrar. Vierais allí ojos tan bellos a todas partes mirar; a sus pies la ciudad tienen y al otro lado la mar. Y la huerta, tan ancha y tan frondosa, que daba gloria mirar. Todo es heredad del Cid, que con honra lo ganó, con su caballo y su espada.
Al cabo de tres semanas, según dispusiera el rey, Mío Cid vuelve a su patria. Orillas del río Tajo el buen rey le recibió. Al verle el Campeador manda a los suyos parar y hacia él se adelanta solo el que en buen hora nació. De rodillas se echa al suelo, las manos en él clavó. Aquellas yerbas del campo con sus dientes las mordía, y del gozo que tenía las lágrimas se le saltan. Levantar le manda el rey, y allí delante de todos en sus brazos le abrazó.
Así terminó el destierro de Mío Cid Campeador.
En el sitio de Zamora mataron a traición al buen rey Sancho el Fuerte, a quien servía Mío Cid el Campeador. Su hermano Alfonso hereda el trono. Y en Santa Gadea de Burgos, sobre un cerrojo de hierro y una ballesta de palo, el Cid toma juramento al nuevo rey de Castilla. Así le toma la jura:
—Villanos te maten, rey, que no guerreros hidalgos; mátente en un despoblado, con cuchillos cachicuernos; sáquente el corazón vivo por el costado, si no dices la verdad: si tú fuistes o consentiste en la muerte de tu hermano.
Fuertes eran las juras, Trabajo le cuesta al rey aceptarlas. Pero jura al fin y es aclamado señor de Castilla. Después se vuelve muy enojado contra el Cid:
—Mucho me has apretado, Rodrigo. Ahora, en un plazo de nueve días saldrás de estas mis tierras. Yo te desposeo de tus honores y hacienda. Desterrado queda también y sin mi amor todo el que te sirva y te acompañe. Vete de mis reinos, Cid. Quédenme en rehenes tu mujer y tus dos hijas.
Nueve días de plazo ha dado Alfonso el Castellano a Mío Cid para salir de sus tierras. En su casa de Vivar está el buen Campeador con los pocos amigos que se atreven a seguirle. Allí habló Alvar Fáñez de Minaya, del Cid primo hermano:
—Pocos somos, pero firmes. Jamás te abandonaremos por yermos ni por poblados. Contigo gastaremos nuestros caballos, nuestros dineros y nuestros vestidos. Siempre te seguiremos como leales vasallos.
Así sale Mío Cid el Campeador de sus tierras de Vivar, y hacia Burgos se encamina. Va derramando llanto de sus ojos y mirando hacia atrás. Queda su casa con las puertas abiertas, desguarnida de pieles y de mantos, sin azores en las alcándaras. Pero a su diestra mano vuela la corneja, y el Cid se conforta con este buen augurio.
Cuando atraviesa la ciudad de Burgos lleva sesenta pendones tras de sí. Niños, hombres y mujeres a las ventanas se asoman por ver al Campeador. Todos decían la misma razón: «¡Qué buen vasallo sería si tuviera buen señor!».
De buena gana le darían albergue en sus casas. Pero el rey lo ha prohibido con severas penas. Anoche llegaron sus cartas ordenándolo así. El Cid llega a la posada donde solía parar; saca el pie del estribo y da con él un gran golpe en la puerta. Pero nadie contesta. Llaman todos con las voces y las armas. Tienen hambre, Si no se les acoge de grado lo tomarán por la fuerza. Entonces se abre la puerta, y una niña de nueve años habla al Cid desde el umbral:
—Campeador, que en buen hora ceñiste espada: no podemos darte asilo, que el rey lo tiene vedado. Si lo hiciéramos perderíamos nuestra hacienda y los ojos de nuestras caras. Sigue adelante y que Dios te bendiga. Con nuestro mal, buen Cid, no ganas nada.
El Cid comprende el llanto de la niña, y da la orden de marcha. Triste está su corazón cuando atraviesa Burgos. Fuera de las murallas, al otro lado del Arlanzón, manda plantar sus tiendas. También el rey ha prohibido que se le venda ningún alimento. Pero Martín Antolínez, el burgalés de pro, no tiene miedo del rey. Él les da de su pan y de su vino, y se une a la mesnada.
Así pasa Mío Cid, en un arenal, la primera noche de su destierro.
Antes de amanecer, el Cid y los suyos siguen su marcha hacia el monasterio de San Pedro de Cardeña. Va el Cid a despedirse de su mujer, doña Jimena, y de sus hijas, que allí le aguardan. Cuando descabalgan al pie del monasterio cantan los gallos y quiere quebrar el primer albor. Llaman, y todos se alegran dentro al reconocer al Cid. Con luces y candelas salen los monjes al patio. Ved aquí a doña Jimena que llega con sus dos hijas. Muy niñas son aún; a cada una la trae una dama en brazos. Allí habló doña Jimena; llanto tiene en los ojos y le besa las manos:
—Aquí, ante vos, me tenéis, Mío Cid, y a vuestras hijas. Bien veo, Campeador, el de la barba crecida, que marcháis a vuestro destierro. Estando los dos en vida tenemos que separamos.
El Cid se inclina para coger a sus hijas. Y en sus brazos las sube hasta su corazón.
Aquel día todos se aposentan en el monasterio. Las campanas de Cardeña tañían a gran clamor. Por las tierras de Castilla corre el pregón de que el Cid sale desterrado. Muchos son los caballeros que dejan sus casas y tierras por seguirle. En el puente del Arlanzón se juntan más de cien. ¡Dios, qué buena compaña en San Pedro se reunió! Allí Minaya Alvar Fáñez, el de la atrevida lanza; allí Martín Antolínez, el burgalés leal; allí Pedro Bermúdez, que cien banderas ganó, y Muño Gustioz, que en la misma casa del Cid se crio, y Alvar Alvaroz, y Galindo García, guerrero de Aragón. Todos le besan las manos. Viéndoles junto a sí, ¡Dios, cómo se sonreía Mío Cid el Campeador!
Del plazo de nueve días, los seis han pasado ya. Mandado tenía el rey que si pasaban los nueve ni por oro ni por plata pudiera el Cid escapar. Al finar el sexto día, mi señor el Campeador los manda a todos juntar.
—Oídme, varones. Mañana, al amanecer, cuando los gallos canten, ensilladme los caballos y partamos. El buen abad don Sancho nos rezará la misa de la Trinidad. Luego, echemos a cabalgar, que ya el plazo viene cerca. Mucho tenemos que andar.
Ya tañían a maitines. Doña Jimena rezaba en las gradas del altar. Después que oyeron la misa de la Santa Trinidad, el Cid besa a sus dos hijas. Doña Jimena no hacía más que llorar y llorar. Allí la abrazaba el Cid. Y así se separan uno de otro como la uña de la carne. Cantaban entonces los segundos gallos.
Con las riendas sueltas ya cabalga Mío Cid, el que en buen hora nació. De todas partes guerreros se le vienen a juntar. Aquella noche duermen en Espinaz de Can. Otro día, de mañana, volvían a cabalgar. Pasan San Esteban de Gormaz y van dejando su patria a la espalda. De todas partes guerreros se le vienen a juntar. Y al tercer día cruzan el Duero y acampan al pie de Atienza, que es tierra de moros.
El plazo ya está cumplido. Castilla se acaba ya.
La primera noche que el Cid duerme fuera de su tierra tuvo un sueño feliz. El arcángel San Gabriel vino a él en una visión y le habló:
—Cabalga, buen Cid, cabalga; cabalga, Campeador, que nunca tan en buen hora ha cabalgado varón. Bien irán las cosas tuyas mientras vida te dé Dios.
Mío Cid, al despertar, la cara se santiguó.
Rompen albores del día. ¡Qué hermoso sol despuntaba!
Aquel día dio el Cid su primera batalla de desterrado. Con cien de sus trescientos caballeros cayó sobre el castillo de Castejón, que está a orillas del Henares. Con los otros doscientos corría Alvar Fáñez Minaya tierras de moros hasta Alcalá. ¡Dios, qué pena que Mío Cid no haya visto a Minaya, montado en su buen caballo, lidiar allí con los moros! Desde su larga lanza le chorrea la sangre codo abajo.
Por todo el Henares se pasea victoriosa la bandera de Minaya y cobra mucho botín de ovejas, vacas, alhajas y riquezas sin tasa. Alegre vuelve con todo hacia el castillo de Castejón, que el Cid ha conquistado. El Campeador sale a recibirle y delante de todos le abraza. Después reparte el botín entre todos los suyos. Pone en libertad a cien moros y cien moras para que guarden el castillo y abandonan Castejón, porque las mesnadas del rey Alfonso están cerca y podrían atacarlos. Por nada del mundo querría el Cid luchar contra su señor natural.
Pasan las Alcarrias y Cetina, dejan atrás Alhama y van a posar a un otero redondo frente al castillo de Alcocer. Cerca está el río Jalón. Cerco han puesto al castillo por espacio de quince semanas. Al cabo de ellas, en las torres de Alcocer, se alza ya la bandera del Cid.
Mucho pesó de ello al moro Tamín, rey de Valencia y señor de las tierras de Alcocer. Manda a sus emires con tres mil lanzas contra los del Cid, que no son más de seiscientos. Muchos más se unen a los emires por el camino. Sus lanzas y pendones, ¿quién los podría contar? En su castillo de Alcocer han cercado a Mío Cid; el agua les cortan y los sitian por la sed. A las cuatro semanas, por consejo de Minaya, hacen los cristianos una salida campal. Pedro Bermúdez, que lleva la bandera, pica espuelas a su caballo y se mete solo, gritando entre la turba de moros. Al verle, grita Mío Cid.
—¡Valedle, mis caballeros, por amor del Creador! ¡Aquí está el Cid don Rodrigo Díaz, el Campeador!
Suenan allí tantos tambores, que su ruido quiere quebrar la tierra. Los cristianos embrazan los escudos delante del corazón, ponen en ristre las lanzas envueltas en sus pendones, agachan la cabeza sobre los arzones y arrancan al galope. Caen todos sobre el grupo donde Bermúdez entró. Allí vierais tantas lanzas subir y bajar, romperse las adargas, desgarrase las mallas y lorigas, teñirse en sangre los blancos pendones y desbocarse los caballos sin jinete.
¡Qué bien lidiaba Mío Cid sobre su dorado arzón, la crecida barba al viento, el yelmo echado atrás y la espada en la mano! Y Alvar Fáñez Minaya, el de la atrevida lanza. Y Muño Gustioz, Y Galindo García. Y todos cuantos son. ¿Qué os diré de Martín Antolínez, aquel burgalés leal? Cuando mete mano a su espada relumbra todo el campo.
¡Dios, qué buen día fue aquél para la cristiandad! Más de mil moros dejaron su sangre sobre el campo. Y tanto oro y tanta plata que nadie podría contarlo.
Así venció Mío Cid en batalla campal. Después habló a Alvar Fáñez:
—Vos, Minaya, que sois mi brazo derecho, quiero que llevéis estas nuevas a Castilla. Y a mi rey don Alfonso le diréis que no le guardo rencor. Besadle por mí las manos. Treinta caballos le llevaréis en mi nombre, todos con sus gualdrapas y espadas de oro y rubíes colgando de los arzones. Id luego a San Pedro de Cardeña y llevad con mi amor este oro y esta plata a mi mujer y a mis hijas. Que recen a Dios por mí.
Cuando el rey tuvo estas noticias del Cid gran alegría sintió. Por venir de moros aceptó sus presentes. Y autorizó a todo el que quisiera para seguir al Cid en su destierro. Pero su orgullo es mucho. Todavía no ha querido perdonarle.
Más de tres años lleva el Cid guerreando en tierras extrañas. Ha conquistado a Daroca y Molina y Celfa la del Canal. También ha vencido al orgulloso conde don Ramón de Barcelona en el pinar de Tévar. Allí ganó su famosa espada Colada.
Ahora guerrea de frente a la mar salada. Ha tomado a Burriana y a Murviedro. Mucho pavor toma de ello el rey moro de Valencia, que ve talada su huerta y asoladas sus cosechas de pan. Crece con todo esto la fama de Mío Cid el de Vivar. Y manda pregones por tierras de Aragón y de Navarra. También por tierras de Castilla: que se le acojan cuantos quieran ayudarle a luchar contra el moro de Valencia. Muchos acuden a su pregón; sesenta eran cuando salió de Vivar, y ya pasan de tres mil.
Al fin pone cerco a esa hermosa ciudad, Valencia la Mayor. Nueve meses la tuvo cercada. Y al décimo la rindió. ¡Qué alegres se ponen todos cuando en alto del alcázar vieron su enseña plantar!
También venció allí al rey de Sevilla, que vino en ayuda de los valencianos, y le ganó su caballo Babieca. De tan gran botín como ganó, cien caballos manda al rey Alfonso de Castilla, pidiéndole que deje en libertad a doña Jimena y a sus hijas para que vengan a su lado. Alvar Fáñez Minaya va a llevar este mensaje.
Quiero ahora deciros lo que en Castilla se vio. Cuando Alfonso el Castellano supo la conquista de Valencia la Mayor mucho se alegra en su corazón. Alzó su mano derecha y dio a Minaya esta respuesta. ¡Dios, qué hermosamente habló!:
—Di a mi buen vasallo el Cid que acepto su donación. Que cuando vuelva a mi reino le abrazaré con mis brazos. Al cumplirse tres semanas le recibiré en mi tienda, orillas del río Tajo. Vayan libres doña Jimena y sus hijas doña Elvira y doña Sol. Y mientras cruzan mis tierras aquí mando a mis soldados que les den guarda de honor.
Con Minaya llegan a Valencia doña Jimena y sus hijas. Mío Cid Campeador dispone en su honra festejos y juegos de armas. Y sale a recibirlas al frente de cien jinetes en caballos muy hermosos con gualdrapas de cendal y petral de cascabeles. Allí vierais tanto hermoso palafrén, tantos vistosos pendones con escudos de guarniciones doradas, y ricas pieles y mantos de Alejandría. Tiene Mío Cid muy crecida la barba; viste túnica de seda y cabalga en su Babieca atajado de plata. Al verle, doña Jimena a los pies se le arrojaba. Y con llanto de los ojos el Cid abraza a sus hijas.
Después las sube al alcázar para que desde allí contemplen toda la hermosa Valencia. Ya se había ido el invierno y marzo quería entrar. Vierais allí ojos tan bellos a todas partes mirar; a sus pies la ciudad tienen y al otro lado la mar. Y la huerta, tan ancha y tan frondosa, que daba gloria mirar. Todo es heredad del Cid, que con honra lo ganó, con su caballo y su espada.
Al cabo de tres semanas, según dispusiera el rey, Mío Cid vuelve a su patria. Orillas del río Tajo el buen rey le recibió. Al verle el Campeador manda a los suyos parar y hacia él se adelanta solo el que en buen hora nació. De rodillas se echa al suelo, las manos en él clavó. Aquellas yerbas del campo con sus dientes las mordía, y del gozo que tenía las lágrimas se le saltan. Levantar le manda el rey, y allí delante de todos en sus brazos le abrazó.
Así terminó el destierro de Mío Cid Campeador.
El cantar de Roldán
El «Cantar de Roldán» florece en los primeros pasos de la poesía francesa, a fines del siglo XI, y está escrito por un juglar desconocido. Es una maravillosa pintura de la Alta Edad Media.
Describe al Emperador Carlos el Grande y a sus doce Pares, Y canta la tragedia de Roldán en los puertos de Roncesvalles.
Siete años ha morado en España Carlomagno, nuestro gran Emperador. La alta tierra ha conquistado hasta el borde del mar. Ni hubo castillo que ante él resistiese, ni ciudad ni muro que no derribase. Menos Zaragoza, que se halla sobre una colina, sometida al rey moro Marsil, que no adora al Señor.
Marsil tiene miedo de Carlos el Grande, y busca la manera de engañarle para alejarle de sus tierras, Reúne a sus condes y duques en un vergel, sobre una grada de mármoles azules, y allí toman la decisión de enviarle un mensaje de servidumbre, ofreciéndole lebreles, osos y leones, setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientos mulos cargados de oro y plata y armas y tesoros para que no le haga más la guerra y se vuelva a su corte de Aquisgrán. También le ofrece hacerse cristiano y ser su amigo.
Pero el rey Marsil miente. Su propósito siempre fue la traición.
En una ancha pradera está Carlos, el Emperador de la barba florida. Le rodean sus doce Pares: Roldán, su sobrino, y Oliveros el esforzado, y el altivo Anseís y Godofredo de Anjou, gonfalonero imperial, y Turpín de Reims, el valiente arzobispo, y Engleos, y Garin y Gerer, con otros muchos caballeros de la dulce Francia, hasta contarse quince mil.
Bajo un pino, junto a un agabanzo, allí está sentado Carlos el rey, el dueño de la dulce Francia. Blanca es su barba y florida su cabeza. Los mensajeros de Marsil le reconocen en seguida por su gallardía. Descabalgan, le saludan con reverencia y amor y dicen su mensaje.
Carlos escucha el mensaje, baja la cabeza y comienza a meditar. Su palabra jamás fue apresurada. Después, bajo los pinos, sobre una blanca alfombra, convoca a sus barones a consejo. Allí está la flor de los caballeros de Francia, y entre ellos Ganelón, por quien fueron traicionados.
Allí habló el conde Roldán, el sobrino del Emperador, el más esforzado de los doce Pares:
—¡Ay de vos si os fiáis de Marsil! Siete años enteros llevamos ya en España. Y siempre el rey Marsil se portó como un traidor. Nos enviaba a sus siervos con ramos de olivo y mensajes de paz. Pero luego hacía decapitar a nuestros emisarios. No os fiéis en la palabra de Marsil.
Así habló el valiente Roldán. Carlomagno se alisa la barba y calla meditando. Los francos callan también.
Luego habló Ganelón, altivo, erguido sobre sus pies:
—Roldán no ha hablado en vuestra pro. Él siempre quiere guerrear y poco le importa de nuestras vidas. Cuando el rey Marsil os pide la paz y se ofrece por siervo vuestro no debéis rechazar tales promesas. Dejemos a los locos y atengámonos a la razón.
Así habló Ganelón, y sus palabras parecieron bien a los francos. Nadie podía adivinar en él a un traidor.
Entonces se oyó la voz noble y clara del Emperador:
—Señores franceses, ¿quién podría marchar a Zaragoza con un mensaje mío al rey Marsil?
—Yo iré, con vuestra venia —responde Roldán—. Dadme el guante y el bastón de emisario.
—Vos no —replica el conde Oliveros—; vuestra vida es demasiado preciosa para arriesgarla en esta empresa. Si el rey quiere yo iré.
—Ni uno ni otro pondréis allá las plantas —replica el rey—. Por ésta mi barba que véis aquí nevada, ¡malhaya quien me designe a uno de los doce Pares!
Los francos enmudecen y aguardan sobrecogidos.
—Que vaya entonces mi padrastro Ganelón —dice Roldán.
Y así se acuerda.
El conde Ganelón está en gran pena. De su cuello va arrancándose las anchas pieles de marta y queda cubierto con el brial de seda. Tiene los ojos encendidos, y le tiemblan las manos, porque quien va a Zaragoza no sabe si volverá. Roldán se ríe al verle temblar, y Ganelón está a punto de estallar de rabia.
—Te odio, Roldán, porque has hecho recaer en mí esta elección injusta. Si Dios permite que vuelva, guárdate de mí.
Luego va a tomar el guante y el bastón del Emperador para llevar su menaje. Pero al hacerlo, el guante cae al suelo y los francos exclaman:
—¡Dios! ¿Qué significa esto? Con mal augurio comienza esta embajada. Algún mal nos ha de venir de ella.
Ahora cabalga Ganelón hacia las tierras de Marsil. Lleva espuelas de oro y ciñe su espada Murglés al costado. Por el camino va maldiciendo de Roldán, y de Oliveros por ser su amigo, y de los doce Pares por el amor que el rey les profesa. Y en su corazón va meditando una traición para perderlos.
Tanto ha cabalgado por caminos y veredas, que ya echa pie a tierra frente a la tienda de Marsil, Allí se concierta la vil traición. Ganelón recibe del sarraceno armas y tesoros, ajorcas de oro con jacintos y amatistas. Y en secreto descubre al rey Marsil la traza de que puede valerse para matar a Roldán.
—Yo engañaré a mi rey —le dice— haciéndole creer en vuestra sumisión. Le llevaré vuestros rehenes y presentes, y Carlos me creerá y se internará con sus tropas por los desfiladeros de Roncesvalles. Tras él quedará la retaguardia con su sobrino Roldán y el esforzado Oliveros. Allí los cercarán vuestras tropas cuando ya el rey esté lejos y no pueda volver en su auxilio. Si lográis que Roldán sea allí muerto, arrebataréis a Carlomagno el brazo derecho de su cuerpo, y su ejército ya no volverá a pasar los Pirineos contra vos.
—Juradme vos traicionar a Roldán —dice Marsil.
—Así sea —responde Ganelón—. Y sobre la cruz de su espada Murglés jura la traición.
Mucho madrugó el Emperador. Erguido está ante su tienda, sobre la verde yerba, entre Roldán y Oliveros, cuando llega de regreso el perjuro Ganelón y comienza a hablar con gran astucia.
—Dios os salve, rey Carlos. Aquí traigo para vos las llaves de Zaragoza y un tesoro que os envía el rey Marsil, vuestro vasallo. Cierto era su mensaje de sumisión. Vuestros ejércitos pueden marchar tranquilos y honrados. Volvámonos a nuestra Tierra Mayor. Internémonos hoy mismo por los desfiladeros de Cize y que Roldán y Oliveros queden atrás para guardar la retaguardia.
La noticia es acogida con júbilo. Entre las filas resuenan mil clarines. Los francos alzan las tiendas, cargan las acémilas y todos se encaminan hacia la dulce Francia.
A la noche, el conde Roldán sujeta a su lanza el gonfalón y en la cima de un otero lo yergue hacia las nubes. A esta señal los francos acampan por todo el contorno.
Entonces, por las anchas cañadas, vienen cabalgando los infieles. La cota llevan puesta, el escudo al cuello, atado el yelmo y la lanza prevenida. En una selva se detienen y se emboscan, esperando al alba para caer por sorpresa sobre la retaguardia cuando el grueso del ejército se aleje. Son cuatrocientos mil. ¡Dios, qué dolor, que nada sepan los franceses!
La noche es sombría. Duerme Carlos, el poderoso Emperador. Soñó que estaba internado en los desfiladeros de Cize. Entre sus manos tenía su lanza de fresno. El conde Ganelón se la arrebata, y tan fuerte la sacude, que vuelan hasta el cielo las astillas. Carlos duerme.
Después tiene otra visión. Sueña que está ya en su reino, en Aquisgrán. Un oso terrible le muerde el brazo derecho, Y un leopardo de las Ardenas se lanza contra él. Un lebrel defiende a Carlos, y lucha contra el oso y el leopardo. ¿Qué significa aquello? Nadie lo sabe. Carlos duerme.
A la mañana siguiente el rey está triste por sus sueños, y apenas puede contener las lágrimas. Un presentimiento habla en su corazón. Entrega su arco a Roldán, que ha de quedar en retaguardia defendiendo el paso, y le abraza tiernamente. Es su sobrino, es el mejor paladín de los francos. ¿Quién no llorarla al dejarle en tan gran peligro? Carlos recuerda ahora sus sueños y mira con rencor a Ganelón. Después da la orden de marcha, y sus tropas cruzan las calladas sombrías y los siniestros desfiladeros de Roncesvalles. A quince leguas se oye el rumor de los ejércitos. Cuando al otro lado de los montes divisan a su patria, la dulce Francia, todos los corazones se alegran; se acuerdan de sus feudos, de las doncellas de sus castillos, de sus nobles esposas. Pero el rey Carlos está triste porque deja en los puertos de España a su sobrino, y no puede contener las lágrimas, que oculta con su manto.
Así se alejan los franceses.
Los doce Pares han quedado en España con el valiente Roldán. Tienen su campamento en los altos puertos.
Entretanto, el rey Marsil junta a sus paladines bajo la enseña de Mahona. Allí están Corsablín y Falsarón, y Turgis y Malprimpis, y mil caballeros más. Todos gritan fanfarronamente ser los primeros en derribar a Roldán y arrastrar su cadáver. Cabalgan hacia los puertos a marchas forzadas, alzando al cielo sus voces, sus lanzas valencianas y sus gonfalones blancos, azules y bermejos.
Claro es el día y bello el sol. Las armaduras relumbran, gritan los clarines y su estruendo llega hasta los francos.
A un altozano se ha subido Oliveros y ve avanzar el ejército infiel. Llama a Roldán, y le habla así:
—Señor compañero; del lado de España llegan los infieles. Son cientos de miles, todos brillantes de acero, y caminan en filas apretadas. Ganelón lo sabía, el vil traidor por quien fuimos designados ante el Emperador.
—Callad, Oliveros —replica Roldán—. Ganelón es mi padrastro; no quiero que habléis mal de él.
Oliveros ha trepado a una alta cumbre. Desde allí se ve el claro reino de España y la turba de los sarracenos brillantes de piedras engastadas en oro y lanzas con los pendones atados al hierro. Son tantos, que nadie podría contarlos.
—Los infieles son innumerables y, nosotros muy escasos —dice Oliveros—. Roldán, mi compañero, haced sonar vuestro cuerno de marfil. Carlos lo oirá y retornarán las tropas.
—No haré tal —responde Roldán—. Nosotros solos nos defenderemos. Mi espada Durandarte se empañará hoy de sangre hasta el oro de la taza.
—Numerosos son nuestros enemigos —vuelve a decir Oliveros—. Llenan valles y montañas, landas y llanuras. Roldán, mi compañero, tañed vuestro olifante. Carlos lo oirá y volverá a nuestro lado.
—Nunca —responde Roldán—. Nadie dirá de mí que he pedido auxilio para vencer a los infieles. Antes morir, por el honor de Francia. Ya veréis cómo se enrojece el acero de mi Durandarte. ¡Pobre del corazón que hoy se acobarde!
Así habló Roldán como bravo. Así habló Oliveros como prudente. Uno y otro honran por igual a Francia la gentil. El arzobispo Turpín, armado de todas armas, bendice a la baronía franca. Y la lucha comienza.
¡Dios, qué gallardamente acomete Roldán! Le brilla la armadura, lleva la lanza en alto y atado a ella un gonfalón todo blanco, cuyas franjas le rozan las manos. Bravo es su porte; su rostro, claro y risueño. Junto a él cabalga Oliveros, y los francos les aclaman al divisar su escudo. Todos acometen lanzando el grito de guerra del rey Carlos:
—¡Montjoie! Roldán ataca el primero al sobrino de Marsil, que grita insultos contra Francia. Al golpe del encuentro le abre el pecho y le quiebra el espinazo. Con su lanza le arroja fuera el alma.
—¡Montjoie!
Es el grito de guerra de Carlos.
Allí vierais quebrarse las blocas y los escudos, saltar chispas los yelmos, desgarrarse las cotas y las lorigas, derribar jinetes y caballos, sonar las trompas y gritar amontonados los heridos. Allí Corsablín y Falsarón, Turgis y Malprimpis, los campeones del rey Marsil, caían lanzando sangre y gemidos bajo los mandobles de los doce Pares.
—¡Montjoie!
Es el grito de guerra de Carlos.
Asombrosa es la batalla, y ya se lucha en tropel. El conde Roldán cabalga por el campo. Relumbra su espada Durandarte. La clara sangre corre en charcos y llega desde las crines del caballo hasta los hombros del jinete. A su lado va siempre el valiente Oliveros; ha roto contra los huesos de los enemigos su lanza, y desenvaina ahora su espada Altaclara. Y el arzobispo Turpín siembra infieles en círculo a su alrededor.
También mueren allí los más valientes franceses. ¡Cuántas astas rotas y bermejas! ¡Cuántas banderas y enseñas desgarradas! ¡Cuánta juventud destrozada! Nunca más verán a sus madres y esposas, ni a sus hermanos de guerra los soldados que pasaron delante los puertos. Cuando lo sepa Carlos el Grande llorará y se mesará su barba blanca. Pero de nada ha de servir su llanto. ¡Maldito sea Ganelón, el traidor, que vendió por dinero a sus hermanos!
Entretanto, en Francia descarga una extraña tormenta, llena de truenos y relámpagos, de lluvia y de hielo, y en pleno día invaden el campo las tinieblas. Es que el cielo hace un gran duelo por la muerte de Roldán.
Bien se baten los franceses. Jamás se vieron mejores soldados bajo el sol. Cada uno ha matado centenares de enemigos. Pero los sarracenos avanzan en veinte escalones de combate, y su número les aplasta. Ya han caído Engleros y Anseís, y Garin y Gerer, y los más esforzados caballeros francos. Sólo quedan sesenta. Cuando ven caer a sus pares y amigos, los que quedan gritan de dolor y atacan con más fuerza, desesperadamente. Roldán también está herido, y habla así a Oliveros, su par:
—Señor compañero, ved muertos a nuestros mejores amigos. Gran desgracia es ésta para la dulce Francia. Yo tañeré mi cuerno de marfil. Carlos lo oirá y pasará otra vez los puertos en nuestro socorro.
—Ya es tarde —responde Oliveros—. Carlos no llegará a tiempo. Sólo nos queda morir con nuestros hermanos.
Allí habló Turpín, el valiente arzobispo:
—Tañed vuestro olifante, Roldán. Nuestros francos nos encontrarán muertos; pero llorarán sobre nosotros, nos enterrarán en nuestra patria y no seremos pasto de lobos y perros.
Roldán, con gran dolor y esfuerzo, tañe por fin su olifante. Al soplar, brota la clara sangre por su boca. Tiene rotas las sienes. El sonido del cuerno se derrama a lo lejos; a treinta leguas se escucha en los contornos.
Carlos, el Emperador de la barba florida, lo oye desde los desfiladeros y su corazón salta de congoja.
—¡Es el olifante de Roldán!
—Imposible —replica Ganelón—. Será el cuerno de algún pastor. ¿Hemos de detenernos por eso? Sigamos avanzando. Nuestra Tierra Mayor aún está lejos.
Roldán vuelve a tañer el cuerno, con la boca ensangrentada. Las fuerzas le abandonan. Tiene rotas las sienes. Carlos le oye de nuevo y se detiene levantándose sobre los estribos.
—¡Es el olifante de Roldán! En gran peligro están los nuestros cuando nos llaman en su auxilio. Aquí, mis barones; prendedme a Ganelón. Roldán ha sido traicionado.
Mientras el rey habla, el cuerno suena por tercera vez. Se oye muy lejos y cada vez más apagado. El Emperador comprende que Roldán está herido y se apresura con los suyos hacia Roncesvalles. Van enardecidos y clavan toda la espuela a sus caballos. Sus trompas atruenan los desfiladeros, contestando al cuerno de Roldán. Pero de nada sirve ya; llegarán demasiado tarde.
Avanza el día. Luce la tarde clara. Roldán llora y pelea entre sus amigos muertos, y avizora los montes y las landas. Delante de su tajante Durandarte los moros huyen como el ciervo delante de los perros. De un tajo ha partido la muñeca al rey Marsil, que huye cobardemente derramando su sangra negra. A montones caen los enemigos delante de Roldán y el valiente Oliveros y Turpín el esforzado.
¡Dios! ¿Qué pasa ahora? Un moro traidor ha llegado a galope de su caballo contra Oliveros, y le hiere por detrás en plena espalda. La lanza le atraviesa el pecho y asoma por delante. Oliveros siente que está herido de muerte. Blande su Altaclara, se vuelve, y de un golpe mata al traidor.
Roldán contempla el rostro de su amigo; está empañado, lívido. Le habla entonces con ternura.
—Señor compañero, infortunado fue vuestro valor. ¡Ah, dulce Francia, qué desolada quedas sin tus mejores vasallos, humillada y en derrota! Perdóname, Oliveros; yo soy culpable de tu desdicha por no tañer el olifante cuando aún era tiempo.
Oliveros sonríe, con los ojos sin luz:
—Os perdono, Roldán, mi par y amigo.
Y se abrazan sobre los caballos.
Luego Oliveros echa pie a tierra y se tiende sobre la verde yerba. Corre su clara sangre a lo largo del cuerpo, coagulándose en la tierra. Tanta sangre derramó, que sus ojos están turbios. Ya no oye ni ve. Le flaquea el corazón, rueda su yelmo, y todo su cuerpo, rígido, se desploma. El conde Oliveros está muerto.
Roldán le contempla y se da cuenta de la catástrofe. Ya sólo le queda, de sus caballeros, el arzobispo Turpín, que ha tendido a su alrededor más de cuatrocientos sarracenos. Y también Turpín cae, atravesado su cuerpo por cuatro lanzas. Y muere bendiciendo a los suyos.
Roldán vuelve a tañer, débilmente, su cuerno de marfil. Sesenta mil clarines le responden al otro lado de los montes, tan cerca y tan fuerte, que hacen retumbar los valles y cañadas. Al oírlos, los ojos de Roldán se iluminan y los infieles se dan por perdidos.
—El Emperador vuelve —se dicen—. Hay que acabar con Roldán.
Y cuatrocientos se suman contra él. Le arrojan dardos y flechas sin número, y lanzas y venablos de puntas emplumadas. Le matan su caballo, le agujerean el escudo, le destrozan la cota; pero no consiguen derribarle.
Al caer la noche los sarracenos huyen precipitadamente llenos de rabia. Roldán sangra por cien heridas. Busca a sus amigos entre los cadáveres, y les llora sobre sus rodillas. También siente que está próximo su fin; tiene rotas las sienes y el cerebro se le derrama por los oídos. Con una mano coge el olifante y con la otra su espada Durandarte, y sube lentamente a un alcor, desde donde se divisan tierras de Francia y España. Allí, contra las rocas de mármol, trata de romper su espada para que muera con él y no la cojan los infieles. Rechina el acero, pero no estalla ni se mella. A sus golpes se hienden los negros peñascos, pero la espada no se rompe y salta contra el cielo.
Entonces la cruza dulcemente sobre su pecho y se tiende boca arriba bajo un pino, entre la yerba fresca. Mañana, al alba, llegará el Emperador; verá su cadáver sobre el campo de batalla; tomará cumplida venganza contra los infieles y mandará ahorcar vilmente a Ganelón el traidor. Roldán confiesa en voz alta sus culpas, y en descargo de ellas levanta hacia Dios su guante derecho.
Es de noche. Todo está en silencio en Roncesvalles. Roldán siente que la muerte baja desde su cabeza hasta su corazón. Vuelve hacia España su rostro para estar, aun después de muerto, de frente a los infieles. Se acuerda de Carlos, el Emperador de la barba florida, de Ja dulce Francia, de Oliveros y de los doce Pares, sus amigos. Y llora por todos en silencio.
Al alba, cuando Carlos llega, su cuerpo está rígido y frío.
Así está escrita la muerte de Roldán en la gesta de Turoldo.
Describe al Emperador Carlos el Grande y a sus doce Pares, Y canta la tragedia de Roldán en los puertos de Roncesvalles.
Siete años ha morado en España Carlomagno, nuestro gran Emperador. La alta tierra ha conquistado hasta el borde del mar. Ni hubo castillo que ante él resistiese, ni ciudad ni muro que no derribase. Menos Zaragoza, que se halla sobre una colina, sometida al rey moro Marsil, que no adora al Señor.
Marsil tiene miedo de Carlos el Grande, y busca la manera de engañarle para alejarle de sus tierras, Reúne a sus condes y duques en un vergel, sobre una grada de mármoles azules, y allí toman la decisión de enviarle un mensaje de servidumbre, ofreciéndole lebreles, osos y leones, setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientos mulos cargados de oro y plata y armas y tesoros para que no le haga más la guerra y se vuelva a su corte de Aquisgrán. También le ofrece hacerse cristiano y ser su amigo.
Pero el rey Marsil miente. Su propósito siempre fue la traición.
En una ancha pradera está Carlos, el Emperador de la barba florida. Le rodean sus doce Pares: Roldán, su sobrino, y Oliveros el esforzado, y el altivo Anseís y Godofredo de Anjou, gonfalonero imperial, y Turpín de Reims, el valiente arzobispo, y Engleos, y Garin y Gerer, con otros muchos caballeros de la dulce Francia, hasta contarse quince mil.
Bajo un pino, junto a un agabanzo, allí está sentado Carlos el rey, el dueño de la dulce Francia. Blanca es su barba y florida su cabeza. Los mensajeros de Marsil le reconocen en seguida por su gallardía. Descabalgan, le saludan con reverencia y amor y dicen su mensaje.
Carlos escucha el mensaje, baja la cabeza y comienza a meditar. Su palabra jamás fue apresurada. Después, bajo los pinos, sobre una blanca alfombra, convoca a sus barones a consejo. Allí está la flor de los caballeros de Francia, y entre ellos Ganelón, por quien fueron traicionados.
Allí habló el conde Roldán, el sobrino del Emperador, el más esforzado de los doce Pares:
—¡Ay de vos si os fiáis de Marsil! Siete años enteros llevamos ya en España. Y siempre el rey Marsil se portó como un traidor. Nos enviaba a sus siervos con ramos de olivo y mensajes de paz. Pero luego hacía decapitar a nuestros emisarios. No os fiéis en la palabra de Marsil.
Así habló el valiente Roldán. Carlomagno se alisa la barba y calla meditando. Los francos callan también.
Luego habló Ganelón, altivo, erguido sobre sus pies:
—Roldán no ha hablado en vuestra pro. Él siempre quiere guerrear y poco le importa de nuestras vidas. Cuando el rey Marsil os pide la paz y se ofrece por siervo vuestro no debéis rechazar tales promesas. Dejemos a los locos y atengámonos a la razón.
Así habló Ganelón, y sus palabras parecieron bien a los francos. Nadie podía adivinar en él a un traidor.
Entonces se oyó la voz noble y clara del Emperador:
—Señores franceses, ¿quién podría marchar a Zaragoza con un mensaje mío al rey Marsil?
—Yo iré, con vuestra venia —responde Roldán—. Dadme el guante y el bastón de emisario.
—Vos no —replica el conde Oliveros—; vuestra vida es demasiado preciosa para arriesgarla en esta empresa. Si el rey quiere yo iré.
—Ni uno ni otro pondréis allá las plantas —replica el rey—. Por ésta mi barba que véis aquí nevada, ¡malhaya quien me designe a uno de los doce Pares!
Los francos enmudecen y aguardan sobrecogidos.
—Que vaya entonces mi padrastro Ganelón —dice Roldán.
Y así se acuerda.
El conde Ganelón está en gran pena. De su cuello va arrancándose las anchas pieles de marta y queda cubierto con el brial de seda. Tiene los ojos encendidos, y le tiemblan las manos, porque quien va a Zaragoza no sabe si volverá. Roldán se ríe al verle temblar, y Ganelón está a punto de estallar de rabia.
—Te odio, Roldán, porque has hecho recaer en mí esta elección injusta. Si Dios permite que vuelva, guárdate de mí.
Luego va a tomar el guante y el bastón del Emperador para llevar su menaje. Pero al hacerlo, el guante cae al suelo y los francos exclaman:
—¡Dios! ¿Qué significa esto? Con mal augurio comienza esta embajada. Algún mal nos ha de venir de ella.
Ahora cabalga Ganelón hacia las tierras de Marsil. Lleva espuelas de oro y ciñe su espada Murglés al costado. Por el camino va maldiciendo de Roldán, y de Oliveros por ser su amigo, y de los doce Pares por el amor que el rey les profesa. Y en su corazón va meditando una traición para perderlos.
Tanto ha cabalgado por caminos y veredas, que ya echa pie a tierra frente a la tienda de Marsil, Allí se concierta la vil traición. Ganelón recibe del sarraceno armas y tesoros, ajorcas de oro con jacintos y amatistas. Y en secreto descubre al rey Marsil la traza de que puede valerse para matar a Roldán.
—Yo engañaré a mi rey —le dice— haciéndole creer en vuestra sumisión. Le llevaré vuestros rehenes y presentes, y Carlos me creerá y se internará con sus tropas por los desfiladeros de Roncesvalles. Tras él quedará la retaguardia con su sobrino Roldán y el esforzado Oliveros. Allí los cercarán vuestras tropas cuando ya el rey esté lejos y no pueda volver en su auxilio. Si lográis que Roldán sea allí muerto, arrebataréis a Carlomagno el brazo derecho de su cuerpo, y su ejército ya no volverá a pasar los Pirineos contra vos.
—Juradme vos traicionar a Roldán —dice Marsil.
—Así sea —responde Ganelón—. Y sobre la cruz de su espada Murglés jura la traición.
Mucho madrugó el Emperador. Erguido está ante su tienda, sobre la verde yerba, entre Roldán y Oliveros, cuando llega de regreso el perjuro Ganelón y comienza a hablar con gran astucia.
—Dios os salve, rey Carlos. Aquí traigo para vos las llaves de Zaragoza y un tesoro que os envía el rey Marsil, vuestro vasallo. Cierto era su mensaje de sumisión. Vuestros ejércitos pueden marchar tranquilos y honrados. Volvámonos a nuestra Tierra Mayor. Internémonos hoy mismo por los desfiladeros de Cize y que Roldán y Oliveros queden atrás para guardar la retaguardia.
La noticia es acogida con júbilo. Entre las filas resuenan mil clarines. Los francos alzan las tiendas, cargan las acémilas y todos se encaminan hacia la dulce Francia.
A la noche, el conde Roldán sujeta a su lanza el gonfalón y en la cima de un otero lo yergue hacia las nubes. A esta señal los francos acampan por todo el contorno.
Entonces, por las anchas cañadas, vienen cabalgando los infieles. La cota llevan puesta, el escudo al cuello, atado el yelmo y la lanza prevenida. En una selva se detienen y se emboscan, esperando al alba para caer por sorpresa sobre la retaguardia cuando el grueso del ejército se aleje. Son cuatrocientos mil. ¡Dios, qué dolor, que nada sepan los franceses!
La noche es sombría. Duerme Carlos, el poderoso Emperador. Soñó que estaba internado en los desfiladeros de Cize. Entre sus manos tenía su lanza de fresno. El conde Ganelón se la arrebata, y tan fuerte la sacude, que vuelan hasta el cielo las astillas. Carlos duerme.
Después tiene otra visión. Sueña que está ya en su reino, en Aquisgrán. Un oso terrible le muerde el brazo derecho, Y un leopardo de las Ardenas se lanza contra él. Un lebrel defiende a Carlos, y lucha contra el oso y el leopardo. ¿Qué significa aquello? Nadie lo sabe. Carlos duerme.
A la mañana siguiente el rey está triste por sus sueños, y apenas puede contener las lágrimas. Un presentimiento habla en su corazón. Entrega su arco a Roldán, que ha de quedar en retaguardia defendiendo el paso, y le abraza tiernamente. Es su sobrino, es el mejor paladín de los francos. ¿Quién no llorarla al dejarle en tan gran peligro? Carlos recuerda ahora sus sueños y mira con rencor a Ganelón. Después da la orden de marcha, y sus tropas cruzan las calladas sombrías y los siniestros desfiladeros de Roncesvalles. A quince leguas se oye el rumor de los ejércitos. Cuando al otro lado de los montes divisan a su patria, la dulce Francia, todos los corazones se alegran; se acuerdan de sus feudos, de las doncellas de sus castillos, de sus nobles esposas. Pero el rey Carlos está triste porque deja en los puertos de España a su sobrino, y no puede contener las lágrimas, que oculta con su manto.
Así se alejan los franceses.
Los doce Pares han quedado en España con el valiente Roldán. Tienen su campamento en los altos puertos.
Entretanto, el rey Marsil junta a sus paladines bajo la enseña de Mahona. Allí están Corsablín y Falsarón, y Turgis y Malprimpis, y mil caballeros más. Todos gritan fanfarronamente ser los primeros en derribar a Roldán y arrastrar su cadáver. Cabalgan hacia los puertos a marchas forzadas, alzando al cielo sus voces, sus lanzas valencianas y sus gonfalones blancos, azules y bermejos.
Claro es el día y bello el sol. Las armaduras relumbran, gritan los clarines y su estruendo llega hasta los francos.
A un altozano se ha subido Oliveros y ve avanzar el ejército infiel. Llama a Roldán, y le habla así:
—Señor compañero; del lado de España llegan los infieles. Son cientos de miles, todos brillantes de acero, y caminan en filas apretadas. Ganelón lo sabía, el vil traidor por quien fuimos designados ante el Emperador.
—Callad, Oliveros —replica Roldán—. Ganelón es mi padrastro; no quiero que habléis mal de él.
Oliveros ha trepado a una alta cumbre. Desde allí se ve el claro reino de España y la turba de los sarracenos brillantes de piedras engastadas en oro y lanzas con los pendones atados al hierro. Son tantos, que nadie podría contarlos.
—Los infieles son innumerables y, nosotros muy escasos —dice Oliveros—. Roldán, mi compañero, haced sonar vuestro cuerno de marfil. Carlos lo oirá y retornarán las tropas.
—No haré tal —responde Roldán—. Nosotros solos nos defenderemos. Mi espada Durandarte se empañará hoy de sangre hasta el oro de la taza.
—Numerosos son nuestros enemigos —vuelve a decir Oliveros—. Llenan valles y montañas, landas y llanuras. Roldán, mi compañero, tañed vuestro olifante. Carlos lo oirá y volverá a nuestro lado.
—Nunca —responde Roldán—. Nadie dirá de mí que he pedido auxilio para vencer a los infieles. Antes morir, por el honor de Francia. Ya veréis cómo se enrojece el acero de mi Durandarte. ¡Pobre del corazón que hoy se acobarde!
Así habló Roldán como bravo. Así habló Oliveros como prudente. Uno y otro honran por igual a Francia la gentil. El arzobispo Turpín, armado de todas armas, bendice a la baronía franca. Y la lucha comienza.
¡Dios, qué gallardamente acomete Roldán! Le brilla la armadura, lleva la lanza en alto y atado a ella un gonfalón todo blanco, cuyas franjas le rozan las manos. Bravo es su porte; su rostro, claro y risueño. Junto a él cabalga Oliveros, y los francos les aclaman al divisar su escudo. Todos acometen lanzando el grito de guerra del rey Carlos:
—¡Montjoie! Roldán ataca el primero al sobrino de Marsil, que grita insultos contra Francia. Al golpe del encuentro le abre el pecho y le quiebra el espinazo. Con su lanza le arroja fuera el alma.
—¡Montjoie!
Es el grito de guerra de Carlos.
Allí vierais quebrarse las blocas y los escudos, saltar chispas los yelmos, desgarrarse las cotas y las lorigas, derribar jinetes y caballos, sonar las trompas y gritar amontonados los heridos. Allí Corsablín y Falsarón, Turgis y Malprimpis, los campeones del rey Marsil, caían lanzando sangre y gemidos bajo los mandobles de los doce Pares.
—¡Montjoie!
Es el grito de guerra de Carlos.
Asombrosa es la batalla, y ya se lucha en tropel. El conde Roldán cabalga por el campo. Relumbra su espada Durandarte. La clara sangre corre en charcos y llega desde las crines del caballo hasta los hombros del jinete. A su lado va siempre el valiente Oliveros; ha roto contra los huesos de los enemigos su lanza, y desenvaina ahora su espada Altaclara. Y el arzobispo Turpín siembra infieles en círculo a su alrededor.
También mueren allí los más valientes franceses. ¡Cuántas astas rotas y bermejas! ¡Cuántas banderas y enseñas desgarradas! ¡Cuánta juventud destrozada! Nunca más verán a sus madres y esposas, ni a sus hermanos de guerra los soldados que pasaron delante los puertos. Cuando lo sepa Carlos el Grande llorará y se mesará su barba blanca. Pero de nada ha de servir su llanto. ¡Maldito sea Ganelón, el traidor, que vendió por dinero a sus hermanos!
Entretanto, en Francia descarga una extraña tormenta, llena de truenos y relámpagos, de lluvia y de hielo, y en pleno día invaden el campo las tinieblas. Es que el cielo hace un gran duelo por la muerte de Roldán.
Bien se baten los franceses. Jamás se vieron mejores soldados bajo el sol. Cada uno ha matado centenares de enemigos. Pero los sarracenos avanzan en veinte escalones de combate, y su número les aplasta. Ya han caído Engleros y Anseís, y Garin y Gerer, y los más esforzados caballeros francos. Sólo quedan sesenta. Cuando ven caer a sus pares y amigos, los que quedan gritan de dolor y atacan con más fuerza, desesperadamente. Roldán también está herido, y habla así a Oliveros, su par:
—Señor compañero, ved muertos a nuestros mejores amigos. Gran desgracia es ésta para la dulce Francia. Yo tañeré mi cuerno de marfil. Carlos lo oirá y pasará otra vez los puertos en nuestro socorro.
—Ya es tarde —responde Oliveros—. Carlos no llegará a tiempo. Sólo nos queda morir con nuestros hermanos.
Allí habló Turpín, el valiente arzobispo:
—Tañed vuestro olifante, Roldán. Nuestros francos nos encontrarán muertos; pero llorarán sobre nosotros, nos enterrarán en nuestra patria y no seremos pasto de lobos y perros.
Roldán, con gran dolor y esfuerzo, tañe por fin su olifante. Al soplar, brota la clara sangre por su boca. Tiene rotas las sienes. El sonido del cuerno se derrama a lo lejos; a treinta leguas se escucha en los contornos.
Carlos, el Emperador de la barba florida, lo oye desde los desfiladeros y su corazón salta de congoja.
—¡Es el olifante de Roldán!
—Imposible —replica Ganelón—. Será el cuerno de algún pastor. ¿Hemos de detenernos por eso? Sigamos avanzando. Nuestra Tierra Mayor aún está lejos.
Roldán vuelve a tañer el cuerno, con la boca ensangrentada. Las fuerzas le abandonan. Tiene rotas las sienes. Carlos le oye de nuevo y se detiene levantándose sobre los estribos.
—¡Es el olifante de Roldán! En gran peligro están los nuestros cuando nos llaman en su auxilio. Aquí, mis barones; prendedme a Ganelón. Roldán ha sido traicionado.
Mientras el rey habla, el cuerno suena por tercera vez. Se oye muy lejos y cada vez más apagado. El Emperador comprende que Roldán está herido y se apresura con los suyos hacia Roncesvalles. Van enardecidos y clavan toda la espuela a sus caballos. Sus trompas atruenan los desfiladeros, contestando al cuerno de Roldán. Pero de nada sirve ya; llegarán demasiado tarde.
Avanza el día. Luce la tarde clara. Roldán llora y pelea entre sus amigos muertos, y avizora los montes y las landas. Delante de su tajante Durandarte los moros huyen como el ciervo delante de los perros. De un tajo ha partido la muñeca al rey Marsil, que huye cobardemente derramando su sangra negra. A montones caen los enemigos delante de Roldán y el valiente Oliveros y Turpín el esforzado.
¡Dios! ¿Qué pasa ahora? Un moro traidor ha llegado a galope de su caballo contra Oliveros, y le hiere por detrás en plena espalda. La lanza le atraviesa el pecho y asoma por delante. Oliveros siente que está herido de muerte. Blande su Altaclara, se vuelve, y de un golpe mata al traidor.
Roldán contempla el rostro de su amigo; está empañado, lívido. Le habla entonces con ternura.
—Señor compañero, infortunado fue vuestro valor. ¡Ah, dulce Francia, qué desolada quedas sin tus mejores vasallos, humillada y en derrota! Perdóname, Oliveros; yo soy culpable de tu desdicha por no tañer el olifante cuando aún era tiempo.
Oliveros sonríe, con los ojos sin luz:
—Os perdono, Roldán, mi par y amigo.
Y se abrazan sobre los caballos.
Luego Oliveros echa pie a tierra y se tiende sobre la verde yerba. Corre su clara sangre a lo largo del cuerpo, coagulándose en la tierra. Tanta sangre derramó, que sus ojos están turbios. Ya no oye ni ve. Le flaquea el corazón, rueda su yelmo, y todo su cuerpo, rígido, se desploma. El conde Oliveros está muerto.
Roldán le contempla y se da cuenta de la catástrofe. Ya sólo le queda, de sus caballeros, el arzobispo Turpín, que ha tendido a su alrededor más de cuatrocientos sarracenos. Y también Turpín cae, atravesado su cuerpo por cuatro lanzas. Y muere bendiciendo a los suyos.
Roldán vuelve a tañer, débilmente, su cuerno de marfil. Sesenta mil clarines le responden al otro lado de los montes, tan cerca y tan fuerte, que hacen retumbar los valles y cañadas. Al oírlos, los ojos de Roldán se iluminan y los infieles se dan por perdidos.
—El Emperador vuelve —se dicen—. Hay que acabar con Roldán.
Y cuatrocientos se suman contra él. Le arrojan dardos y flechas sin número, y lanzas y venablos de puntas emplumadas. Le matan su caballo, le agujerean el escudo, le destrozan la cota; pero no consiguen derribarle.
Al caer la noche los sarracenos huyen precipitadamente llenos de rabia. Roldán sangra por cien heridas. Busca a sus amigos entre los cadáveres, y les llora sobre sus rodillas. También siente que está próximo su fin; tiene rotas las sienes y el cerebro se le derrama por los oídos. Con una mano coge el olifante y con la otra su espada Durandarte, y sube lentamente a un alcor, desde donde se divisan tierras de Francia y España. Allí, contra las rocas de mármol, trata de romper su espada para que muera con él y no la cojan los infieles. Rechina el acero, pero no estalla ni se mella. A sus golpes se hienden los negros peñascos, pero la espada no se rompe y salta contra el cielo.
Entonces la cruza dulcemente sobre su pecho y se tiende boca arriba bajo un pino, entre la yerba fresca. Mañana, al alba, llegará el Emperador; verá su cadáver sobre el campo de batalla; tomará cumplida venganza contra los infieles y mandará ahorcar vilmente a Ganelón el traidor. Roldán confiesa en voz alta sus culpas, y en descargo de ellas levanta hacia Dios su guante derecho.
Es de noche. Todo está en silencio en Roncesvalles. Roldán siente que la muerte baja desde su cabeza hasta su corazón. Vuelve hacia España su rostro para estar, aun después de muerto, de frente a los infieles. Se acuerda de Carlos, el Emperador de la barba florida, de Ja dulce Francia, de Oliveros y de los doce Pares, sus amigos. Y llora por todos en silencio.
Al alba, cuando Carlos llega, su cuerpo está rígido y frío.
Así está escrita la muerte de Roldán en la gesta de Turoldo.
Los nibelungos
«Los Nibelungos» es la obra de los primitivos trovadores germánicos; conjunto de leyendas heroicas, donde se mezclan elementos históricos, fantásticos y mitológicos. Su origen se remonta a los comienzos de la Edad Media, época de las emigraciones guerreras sobre el Sur.
En su narración nos hemos atenido preferentemente a la fabulación y estilo de las «Sagas» primitivas, excepto en algunos nombres y escenas en que hemos acogido la versión dramática, más difundida entre nosotros, de Ricardo Wagner.
En las profundidades de la tierra, en el país de las tinieblas, viven los nibelungos. Son negros y enanos; suyo es todo el oro amarillo de las entrañas de la tierra, y el oro rojo del Rhin, que robaron a las ninfas. Y su rey tiene un anillo maldito, que da la muerte al que lo lleve.
En la corteza de la tierra viven los gigantes y los héroes, Fafnir, el gigante, conquistó el tesoro de los nibelungos y el mágico anillo, y, convertido en un dragón, guarda su tesoro en el brezal de Gnita. De la raza de los héroes, los welsas son los amados de los dioses. De ellos nace Sigmundo. Y Sigmundo engrendrará a Sigfrido, el más sagrado de los héroes.
Y en la región de las nubes viven los dioses. Walhalla se llama su morada. Son seres de luz, y Odín, señor de las batallas, los preside.
Los nibelungos, los héroes y los gigantes se inclinan ante el viejo Odín, cuya lanza de fresno domina el cielo y la tierra.
1. SIGMUNDO.
Odín, el padre de los ejércitos, rey de los dioses, engendró en la tierra una estirpe de héroes, de los que fue el primero Welsa, rey de los francos, el cual engendró una pareja de mellizos: Sigmundo y Signi. La raza de los welsas sobrepujaba a todas las demás en fuerza y hombría, y su destino fue el más brillante y desgraciado que hubo sobre la tierra.
Welsa había mandado construir una sala famosa, en cuyo centro erguíase el tronco de una colosal encina. Sus ramas, cubiertas de flores, formaban el techo de la sala, y su tronco no lo podían abarcar entre diez hombres.
Hunding, rey de Gautlandia, se enamoré de la princesa Signi y la pidió por esposa, a pesar de que el corazón de Signi no estaba inclinado hacia el feroz guerrero.
Dispusiéronse las bodas en la sala en cuyo centro se erguía la encina. Grandes fuegos ardieron en larga fila. Por la noche, cuando los barones estaban sentados junto a los fuegos, sobre las pieles de oso, entró en la sala un hombre desconocido de todos. Llevaba un gran manto azul y un sombrero de enormes alas echado sobre un ojo. Caminaba descalzo; era muy alto, viejo y tuerto. En la mano llevaba una brillante espada, con la que se acercó a la encina, clavándola en el tronco con tal fuerza, que penetró hasta el puño, Y habló así a los barones, atónitos:
—Quien esta espada saque del tronco recíbala de mí como regalo, y mostrarán sus hechos que nunca mejor espada manejaron las manos de los hombres.
Dicho esto, el desconocido desapareció. Era Odín, el dios de luz, padre de los ejércitos.
En seguida se esforzaron todos por apoderarse de la espada. Pero sus esfuerzos fueron vanos; nadie consiguió moverla. Sólo la mano de Sigmundo logró arrancarla con la misma facilidad con que se arranca del árbol una flor. Era la más hermosa espada que jamás se viera, y Hunding deseó poseerla a toda costa. Ofreció a Sigmundo tres veces el peso de la espada en oro; pero Sigmundo contestó con desprecio:
—Como yo, pudiste cogerla cuando estaba clavada en la encina. Si no lograste hacerlo es que no te corresponde el honor de ceñirla.
Estas palabras irritaron a Hunding, que se vio escarnecido delante de sus barones. Y aquella misma noche meditó su venganza.
Al día siguiente dijo Hunding que quería aprovechar el buen tiempo para regresar a su país antes de que los vientos crecientes le cerrasen el mar. Signi, con el alma llena de tristes presentimientos, le acompañó a viva fuerza. Y Hunding, al marchar, invitó al rey Welsa y a Sigmundo a ir a visitarle en su reino a la vuelta de tres meses.
Por el tiempo convenido partió Welsa con Sigmundo y sus héroes hacia Gautlandia, a hospedarse en casa del rey su yerno. Ya era de noche cuando tomaron tierra sus barcos. Protegida por la obscuridad, llegó Signi a las naves y descubrió a su padre y su hermano que Hunding les preparaba una traición y habla reunido un gran ejército para aniquilarlos. Pero Welsa se negó a retroceder.
—No temo a la muerte —dijo—, que un día debe llegar para todos. He hecho voto de no retroceder jamás ni por miedo, ni por fuego, ni por hierro. En cuanto a ti, suceda lo que suceda, tu deber es estar al lado de tu esposo.
Así regresó Signi aliado de Hunding. Los welsas permanecieron aquella noche en las naves, y a la mañana siguiente trabaron dura batalla con el ejército de Hunding. Welsa, secundado por la espada sagrada de Sigmundo, animaba con enérgicos gritos a sus escasos hombres, y por ocho veces irrumpió aquel día en las filas enemigas, asestando terribles golpes con sus dos brazos. Pero a la novena vez hubo de sucumbir al número, y allí cayó muerto el rey Welsa con todos sus héroes.
Sigmundo fue hecho prisionero; Hunding le arrebató su espada y le reservó un tormento más espantoso que la muerte. Solo y desnudo fue abandonado entre las fieras del bosque, y allí vivió por espacio de varios años, en una caverna, en compañía de los lobos, que aprendieron a respetar su fuerza y su fiereza. Hunding vivía tranquilo creyendo haber aniquilado la temible raza de los welsas.
Un día, extraviado por una fragorosa tempestad, Sigmundo se perdió en la selva, y caminando a la ventura llegó ante la puerta de un palacio. Entró a pedir albergue y halló a una hermosa mujer que, al reconocerle, se lanzó llorando en sus brazos. Era Signi, su hermana, la cual le dijo:
—¡Oh Sigmundo, hermano, todos los días te he esperado desde la muerte de mi padre! Su sangre no ha sido rescatada y aguarda venganza. Hunding ha salido de cacería y pronto regresará. Toma, Sigmundo, la espada que en casa de mi padre desclavaste del tronco de la encina.
Sigmundo abrazó a su hermana, tomó la espada, y bajando los establos, esperó allí oculto entre la yerba. Poco después se oyeron los cuernos de caza y el ladrido de la jauría, y Hunding, con cien hombres, entré en su palacio. Desciñeron las espadas, se quitaron los cornudos cascos y las pieles de oso y se sentaron a la mesa, llenando las copas de hidromiel.
De pronto una puerta se abrió y Sigmundo se lanzó de un salto a la mesa de banquete, dando un grito salvaje: «¡Welsa, Welsa!».
Al reconocerle, el terror se apoderé de todos pero su espada, rápida como el rayo, no perdonó a ninguno. Allí cayó el feroz Hunding con todos sus hombres.
Después Sigmundo corrió al bosque; con su espada comenzó a derribar árboles, y llevándolos en sus brazos los amontonó en la sala del banquete y prendió fuego a todo. Finalmente, llamo a su hermana para que se fuera a vivir con él al bosque. Pero Signi le contestó:
—Ya nada tengo que hacer en el mundo, puesto que la sangre de mi padre está vengada. Ahora sabré cumplir también como esposa muriendo con los míos.
Y así diciendo se arrojó a la hoguera.
Años después, Sigmundo, vencedor en cien combates y poseedor del reino de su padre, se enamoró de Siglinda, la hija del rey Eulimi, la más hermosa y prudente de las mujeres. Y a despecho de muchos otros pretendientes, se casó con ella, que también le amaba.
Entre los pretendientes desdeñados había uno de la estirpe de Hunding, el cual reunió a sus guerreros y se dirigió contra Sigmundo, retándole públicamente. Los enemigos llegaron de Gautlandia en sus barcos. Sigmundo envió a Siglinda al bosque; alzó su bandera y mandó tocar los cuernos de guerra. Su tropa era mucho más pequeña que la de los enemigos. Pero Sigmundo luchaba bravamente a la cabeza; ni broquel ni coraza resistían sus golpes, y repetidas veces rompió las filas contrarias. Largo tiempo duró la batalla. Sigmundo tenía los dos brazos teñido de sangre enemiga hasta por encima del hombro.
Entonces apareció en el campo de batalla un desconocido. Llevaba un gran manto azul y un sombrero de enormes alas, echado sobre un ojo; era muy alto, viejo y tuerto. Avanzó contra Sigmundo y blandió delante de él su lanza de fresno; Sigmundo descargó su espada contra ella, y la espada se rompió en cien pedazos. Entonces se trocó la fortuna, y Sigmundo cayó en la batalla a la cabeza de sus hombres.
Por la noche Siglinda vino a llorarle sobre el campo. Sigmundo, reuniendo todas sus fuerzas, le habló estas palabras:
—Los dioses me han derrotado. Odín no quiere ya que yo ciña su espada, puesto que la rompió, y ha elegido nuevos héroes. Tú llevas en tu seno un hijo mío que pronto ha de nacer; Sigfrido será su nombre. Cuídalo bien, porque él será el más grande y glorioso de los welsas. Conserva también los trozos de mi espada, que un día vendrá en que se forje con ellos una nueva espada, aun más fuerte y hermosa. Nuestro hijo la llevará, y con ella ha de realizar hazañas que nunca se olvidarán, y su nombre vivirá lo que el mundo dure. Sea éste tu consuelo. Adiós, Siglinda, yo te dejo; voy en busca de los amigos que me han precedido en la muerte.
—Con estas palabras Sigmundo entró en la agonía. Siglinda estuvo inclinada sobre él hasta que expiró, cuando comenzaba a clarear el día.
2. SIGFRIDO Y EL DRAGÓN.
Cuando Sigmundo hubo muerto, volvió Siglinda al bosque, y allí, en gran dolor y soledad, dio a luz un niño. Y en seguida murió. Pero el niño creció, como había vivido su padre, salvaje entre los animales del bosque.
En el bosque habitaba un hábil herrero, conocedor del destino. Era un enano nibelungo, llamado Mimir. Hacia su fragua llegó un día un niño que salía corriendo de la espesura, y cuando Mimir lo vio exclamó lleno de alegría:
—He aquí a Sigfrido, el vástago de Sigmundo; el audaz héroe llegó a mi casa Gran botín me prometo de este lobezno.
Mimir educó a su lado al pequeño Sigfrido, enseñándole el oficio de la fragua; y cuando el niño hubo crecido, incitó al joven héroe a matar al dragón Fafnir, que custodiaba en el brezal de Gnita el prodigioso tesoro de los nibelungos: montones de oro y joyas, y el yelmo encantado, que tenía la virtud de cambiar el rostro del que lo llevaba puesto. También formaba parte del tesoro el anillo maldito de los nibelungos, que atraía la desgracia sobre quien lo poseyera. El fabuloso tesoro había estado mil años bajo el agua verde del Rhin, custodiado por tres ninfas. A ellas lo había robado el rey de los nibelungos. Y a los nibelungos se lo arrebató el gigante Fafnir, el cual, por la maldición del anillo, se transformó en un colosal dragón, que, oculto en el brezal de Gnita, dormía siempre con los ojos abiertos sobre su tesoro.
El astuto Mimir, contemplando el valor indomable del joven Sigfrido, pensaba: «Este lobezno de los welsas es el único sobre la tierra que sería capaz de matar al dragón Fafnir. Si consigo que lo haga, yo lo mataré a él cuando duerma, y el tesoro de los nibelungos será sólo mío».
Pero cuando Sigfrido oía contar el cuento del tesoro, se reía; a él nada le importaba el oro, y sólo le gustaba saltar por las rocas tocando su bocina de plata y medir su fuerza con los animales del bosque. Luego se burlaba del enano, diciendo:
—Viejo remendón, si quieres que mate al dragón fórjame antes una espada que taje la roca y el hierro.
Mimir trabajaba afanosamente por forjar la espada deseada; pero cuando estaba concluida, Sigfrido llegaba saltando del bosque, daba con ella un tajo en el yunque y la espada se rompía.
Un día, en el lugar del bosque donde su padre había muerto, el joven Sigfrido encontró los pedazos de una espada rota. Conoció que eran de la materia más noble y decidió forjar con ellas una espada nueva. Se fue a la fragua, y ante el asombro del nibelungo limó todos los trozos, reduciéndolos a polvo; los fundió luego juntos en el fuego, templó el hierro ardiente en el agua fría de Rhin, y cuando la espada estuvo terminada dio con ella un tajo en el yunque, y el yunque se rajó en dos pedazos. Brillaba la espada como el oro, y sus filos parecían de fuego. Sigfrido la blandió alegremente sobre su cabeza, y seguido por el enano se internó en el bosque en busca del dragón.
Al cruzar el Rhin vio un rebaño de caballos salvajes. Los espantó a gritos, persiguiéndolos hasta la orilla del río; pero al llegar al agua todos se encabritaron y retrocedieron espantados, menos un potro. Entonces Sigfrido, alcanzándolo a nado, lo tomó por suyo y le puso por nombre Grani. Y a caballo de Grani llegó al amanecer del día siguiente al brezal de Gnita.
Allí estaba el dragón tumbado sobre su tesoro, a la entrada de una cueva. Era de colosales dimensiones, parecido en la forma de un lagarto; su baba venenosa corroía la carne y los huesos, y su cola de serpiente, al golpear las rocas, las hacía saltar como el cristal.
Al ver al joven el dragón rugió sordamente y sus ojos lanzaron fuego. Se arrastró hacia él haciendo retemblar la tierra a su paso. Quiso derribarle de un coletazo, pero Sigfrido le hirió en la cola con su espada. Entonces el dragón, lanzando un rugido espantoso, se abalanzó de frente contra él para aplastarle con todo su peso. Y Sigfrido aprovechó el momento para hundirle su espada en el corazón hasta el puño. El monstruo, al sentir la mortal herida, se estremeció y golpeó con la cabeza y la cola a su alrededor desesperadamente, tanto, que los árboles saltaban en astillas.
El nibelungo, temblando de miedo, contemplaba la batalla escondido entre los matorrales. Cuando el dragón hubo muerto, Sigfrido limpió la hoja de su espada en la yerba y penetró en la cueva del tesoro. Despreció el oro y sólo tomó el casco mágico, que colgó de su cinturón, y el anillo maldito, que se puso al dedo sin conocer la fatalidad de su poder.
Después, sintiendo hambre, arrancó el corazón del dragón y lo asó clavado en una espina. Al ir a tocarlo para ver si estaba bien asado se quemó el dedo; llevóse el dedo a la boca, y en cuanto la sangre del dragón tocó su lengua comprendió por arte de milagro el lenguaje de los pájaros.
Estaba sentado bajo un tilo, y desde las ramas le habló un abejaruco, descubriéndole su estirpe y su destino:
—De la estirpe de los dioses vienes, Sigfrido; welsas fueron tu padre y tu abuelo. Naciste de Siglinda, abandonada en el bosque, y del rey Sigmundo, muerto en el campo de batalla. Has fabricado tu espada con los trozos de la espada de tu padre, rota por el mismo Odín, dios de las batallas. Fatal te ha de ser el anillo que has conquistado hoy; guárdate de la traición. El triunfo te aguarda, y tu fama será eterna como el mundo. Pero morirás joven, al conocer el amor.
Sigfrido, sin importarle la voz que le hablaba de muerte, se llenó de gozo al conocer su estirpe y saber que la sangre de los welsas corría por sus venas. Luego preguntó al pájaro:
—Dime buen abejaruco, ¿dónde encontraré el amor?
—Sígueme —respondió el pájaro—. Dormida está la doncella en altas rocas, en la peña de la Corza, rodeada de fuego. Sólo el valiente salvará el cerco de llamas y la despertará de su sueño.
Y dicho esto, el abejaruco desplegó las alas. Sigfrido saltó sobre su fiel Grani y, abandonando al nibelungo, siguió por el bosque el vuelo del pájaro.
3. AMOR Y MUERTE DE SIGFRIDO.
Siguiendo el vuelo del pájaro, Sigfrido cabalgó hacia el sur y llegó ante la peña de la Corza, rodeada de llama. Un estrecho desfiladero conducía a la cumbre. Cuando se disponía a subir le salió al paso un desconocido; vestía un gran manto azul y cubría su cabeza con un sombrero de anchas alas; era muy alto, viejo y tuerto. Se colocó delante de Sigfrido, cerrando el paso con su lanza, y le gritó:
—¿Hacia dónde caminas, joven héroe?
—En busca del amor. Voy a la cumbre, donde una doncella me espera, dormida entre las llamas.
—Detente. ¡Ay de ti si das un paso! Esa doncella es mi hija Brunilda; en otro tiempo era una walkyria[2], mensajera de las batallas. Pero un día, desobedeciendo mis órdenes sagradas, quiso proteger en el combate al rey Sigmundo, y yo la desposeí de su divinidad, transformándola en mujer. Le clavé la espina del sueño y la condené a un profundo sopor, del que sólo la despertará aquél que no haya conocido el miedo.
—Yo la despertaré —exclamó Sigfrido.
—Pues bien; demuestra antes tu valor. Atrévete a luchar con Odín, señor de los ejércitos. Desenvaina tu espada contra esta lanza de fresno que un día rompió en cien pedazos la espada del rey Sigmundo.
—¡Ah! —gritó Sigfrido—. ¡Por fin encuentro al enemigo de mi padre!
Y desenvainando su espada se lanzó contra el dios. Al encuentro de las armas se oyó un trueno espantoso, y la lanza de fresno saltó hecha astillas.
¡Tú eres el más valiente de los héroes! —exclamó Odín—. Pasa; no puedo detenerte.
Y envuelto en una niebla desapareció.
Sigfrido subió a caballo el desfiladero y llegó ante el cerco de fuego. Crepitaban las llamas, retorciéndose como serpientes, y sus lenguas llegaban hasta el cielo. Sigfrido se llevó a los labios su bocina de plata y clavó la espuela en los ijares de Grani, que resoplando se lanzó de un salto en medio del incendio. Las llamas chocaban furiosas contra el cuerpo del héroe, resbalando sobre su coraza.
Al fin Sigfrido traspasó la muralla de fuego y, dormido bajo un pino de copa redonda, vio a un guerrero armado de yelmo y coraza en el centro de un círculo de escudos blancos y rojos.
Se acercó a él, saltando sobre los escudos; le quitó el yelmo, rasgó con su espada el acero de la coraza de arriba abajo, y vio que era una hermosísima doncella.
Al abrirse la coraza despertó la durmiente, y preguntó, enderezándose:
—¿Quién ha atravesado por amor el fuego? ¿Quién ha roto las pálidas ataduras de mi encantamiento?
—Ha sido Sigfrido el welsa, el hijo de Sigmundo. Su espada ha roto tu sueño.
—Salve a ti, ¡oh Sigfrido!, a quien esperaba mi corazón.
—Salve a ti, ¡oh Brunilda! Mi amor y mi espada te despiertan a la vida.
Y Brunilda y Sigfrido, en prenda de amor, cambiaron sus anillos. De este modo Sigfrido, sin saberlo, condenaba a muerte a su amada entregándole el anillo de los nibelungos, cuyo fatal poder no conocía.
Tres días permaneció el héroe en la peña de la Corza, pasado este tiempo decidió dejar allí a Brunilda para volver a buscarla cuando hubiera castigado a todos los enemigos de su padre y reconquistado su reino.
Cruzó el mar hacia Gautlandia en medio de una violenta tempestad. Las olas chorreaban por el barco como el sudor por los costados de un caballo en la batalla. Sigfrido, erguidos en la proa, tocaba su bocina de plata desafiando alegremente la borrasca:
—¡Aquí está Sigfrido sobre los árboles del mar! Él vencerá a las olas y vengará la muerte de los welsas.
Y a su voz amaina la tormenta y cede el oleaje.
Así llegó a la tierra de los hijos de Hunding, donde encendió una tremenda lucha con los enemigos de su estirpe, venciéndolos a todos y arrebatándoles su reino.
Una noche, navegando de regreso hacia el Sur en una barca sobre el Rhin, atracó Sigfrido a la puerta de un gran palacio. Era la casa del rey Gunar, el cual tenía un hermano bastardo llamado Hagen, hijo de nibelungos, y una hermana llamada Grimilda, hermosa entre las mujeres. Gunar era un joven héroe que sabía apreciar el valor, y acogió gozoso en su palacio a Sigfrido, colmándole de honores.
Pasaron muchos días divertidos en cacerías y festines, y Gunar y Sigfrido se juraron eterna amistad, haciendo gotear juntos su sangre sobre la huella del pie en señal de sagrada alianza.
Grimilda se enamoró del hijo de los welsas, que guardaba puro su corazón para Brunilda. Y un día, cegada por su amor, le preparó una bebida mágica, que hacía olvidar el pasado. Mezclada en la copa de hidromiel se la ofreció en el banquete, y al beberla, Sigfrido sintió nublarse su pasado, y de su memoria se borró el amor de Brunilda y la promesa que los unía. De este modo Grimilda logró sus propósitos, y al día siguiente celebró sus bodas con Sigfrido, que ya no pensó más en dejar el palacio.
Pasó algún tiempo, Un día Gunar oyó hablar de una doncella encantada que vivía en la peña de la Corza rodeada de fuego y decidió ir allá a conquistarla. Sigfrido, sin acordarse de nada, le acompañó en la aventura.
Juntos llegaron a la cumbre. Gunar trató de atravesar la muralla de llamas, pero su caballo retrocedió, relinchando, espantado. Quiso repetir la prueba montado en Grani, pero el caballo de Sigfrido también se negó a avanzar bajo las piernas de Gunar. Entonces Sigfrido se ofreció a realizar la empresa por su hermano de sangre; se puso el yelmo encantado que conquistara en la cueva del dragón, y su rostro se cambió por el de Gunar. De este modo Sigfrido atravesó nuevamente las llamas y el círculo de escudos.
Brunilda, al ver avanzar al desconocido, retrocedió sorprendida, exclamando:
—¿Quién es el atrevido que atraviesa mi cerco de fuego?
—Soy el rey Gunar —respondió Sigfrido—. Prometida estás al que atraviese las llamas, y conmigo vendrás a mi palacio.
—Imposible —dijo Brunilda—. Mi corazón es de Sigfrido el welsa, cuyo retorno aguardo.
—En vano aguardas —respondió Sigfrido riendo—. El welsa se ha desposado con la hermosa Grimilda, mi hermana, y vive feliz en sus brazos.
Al oír esto, Brunilda se llenó de celos y de ira contra el perjuro, y se decidió acompañar a Gunar, meditando una venganza. Al bajar de la peña de la Corza, Gunar y Sigfrido trocaron nuevamente sus rostros, y fueron hasta el palacio sin hablar una palabra en el camino.
Sin alegría se celebraron las bodas de Gunar y Brunilda. La hermosa no podía contener su llanto, y cuanto más meditaba su venganza, más sentía crecer su amor por el rey Sigfrido. Al caer la tarde salía del palacio y caminaba llorando, cubierta de nieve y hielo, mientras Grimilda subía con su amado al lecho y cerraba en torno las colgaduras.
Tampoco Sigfrido era feliz. Cuando sus ojos se encontraban con los de Brunilda, su corazón se llenaba de pena, queriendo recordar; pero en su memoria había una laguna de nieblas. Y apartaba sus ojos de Brunilda, sobrecogido de temor.
Un día Brunilda descubrió el poder mágico del yelmo, y supo que el propio Sigfrido la había conquistado por segunda vez en figura de Gunar. Entonces, desesperada por el silencio y la ingratitud del héroe, habló a su marido, incitándole a la venganza:
—Sigfrido te ha traicionado, ¡oh Gunar! Él fue mi primer esposo, atravesando las llamas antes que tú. Tres días permaneció conmigo en la peña de la Corza, y te lo ha ocultado. He aquí su anillo, que me entregó en prenda de amor.
Gunar lloró de dolor al saber esto. Su corazón clamó venganza; pero recordó el juramento sagrado que le unía a Sigfrido: juntos habían hecho gotear su sangre en señal de alianza, y su espada no podía romper la fe jurada.
Entonces llamó a su hermanastro Hagen, hijo de nibelungos, que no había hecho alianza de sangre con Sigfrido; incitó sus instintos contra el welsa, prometiéndole el tesoro del Rhin conquistado al dragón. Le enardeció con bebidas y le dio a comer carne de lobo, hasta que Hagen, salvaje y borracho, juró la muerte del héroe.
Allí en el bosque de encinas, junto al Rhin, al pie de la fuente fría, donde antaño custodiaron las ninfas el tesoro de los nibelungos, allí se consumó la gran traición. Allí murió el brillante héroe del Sur.
Sigfrido llegó a la fuente cansado de la cacería, se despojé de su escudo y de su espada y se sentó a reposar junto a Grani, que pacía entre la yerba. El abejaruco le habló desde la rama de un tilo:
—Morirás joven, héroe sagrado; la traición te acecha. Tu corazón está ciego por un brebaje que Grimilda te dio a beber en la copa de hidromiel. ¿No recuerdas a Brunilda, la hija de los dioses, tu esposa de tres días? Bebe de la fuente fría, Sigfrido, y tu corazón recobrará la memoria.
Sigfrido se inclinó de bruces sobre la fuente. Según bebía, sus sentidos se aclaraban. Y vio a Brunilda dormida bajo el pino, dentro de un círculo de escudos, rodeada de llamas; la vio despertarse cuando su espada le rasgó la coraza…
De pronto dos cuervos volaron sobre la fuente. Entre la sombra de la noche, saliendo del bosque, apareció Hagen, y blandiendo su lanza en el aire la lanzó contra Sigfrido, clavándosela en la espalda. La sangre de héroe tiñó la fuente y su rostro se hundió en el agua roja. Su caballo huyó, relinchando espantado, por la selva.
Los guerreros de Gunar llevaron al palacio el cadáver sagrado, tendido sobre su escudo, y alumbrando la noche con antorchas. Grimilda se retorcía las manos de dolor, llenando el aire con sus gritos.
Brunilda, pálida y fría, dispuso la ceremonia fúnebre. Hizo levantar en el bosque una enorme pira de troncos de fresno, rodeada de colgaduras y escudos; en lo alto de la pira, dividiéndola en dos mitades, puso la invencible espada de Sigfrido. Colocó a su lado el cadáver sagrado, cubierto de ricas pieles, y todos sus tesoros, y sus armas de caza y de guerra. También ella se adornó de joyas y collares. Con sus propias manos encendió una tea de resina olorosa y prendió fuego a la pira.
Luego, cuando las llamas se elevaron, enrojeciendo la noche, habló a todos:
—Yo voy a morir también; así lo quiere mi amor y este anillo de los nibelungos que reluce en mi dedo. Sólo a Sigfrido he amado, y no pudiendo vivir al lado del héroe, yo misma he pedido su muerte, para morir junto a él. Unidas irán al viento del bosque nuestras cenizas.
Y diciendo estas palabras se arrojó a la pira, al lado de Sigfrido. Una misma llama los consumió a los dos, separados por el filo de la espada.
En su narración nos hemos atenido preferentemente a la fabulación y estilo de las «Sagas» primitivas, excepto en algunos nombres y escenas en que hemos acogido la versión dramática, más difundida entre nosotros, de Ricardo Wagner.
En las profundidades de la tierra, en el país de las tinieblas, viven los nibelungos. Son negros y enanos; suyo es todo el oro amarillo de las entrañas de la tierra, y el oro rojo del Rhin, que robaron a las ninfas. Y su rey tiene un anillo maldito, que da la muerte al que lo lleve.
En la corteza de la tierra viven los gigantes y los héroes, Fafnir, el gigante, conquistó el tesoro de los nibelungos y el mágico anillo, y, convertido en un dragón, guarda su tesoro en el brezal de Gnita. De la raza de los héroes, los welsas son los amados de los dioses. De ellos nace Sigmundo. Y Sigmundo engrendrará a Sigfrido, el más sagrado de los héroes.
Y en la región de las nubes viven los dioses. Walhalla se llama su morada. Son seres de luz, y Odín, señor de las batallas, los preside.
Los nibelungos, los héroes y los gigantes se inclinan ante el viejo Odín, cuya lanza de fresno domina el cielo y la tierra.
1. SIGMUNDO.
Odín, el padre de los ejércitos, rey de los dioses, engendró en la tierra una estirpe de héroes, de los que fue el primero Welsa, rey de los francos, el cual engendró una pareja de mellizos: Sigmundo y Signi. La raza de los welsas sobrepujaba a todas las demás en fuerza y hombría, y su destino fue el más brillante y desgraciado que hubo sobre la tierra.
Welsa había mandado construir una sala famosa, en cuyo centro erguíase el tronco de una colosal encina. Sus ramas, cubiertas de flores, formaban el techo de la sala, y su tronco no lo podían abarcar entre diez hombres.
Hunding, rey de Gautlandia, se enamoré de la princesa Signi y la pidió por esposa, a pesar de que el corazón de Signi no estaba inclinado hacia el feroz guerrero.
Dispusiéronse las bodas en la sala en cuyo centro se erguía la encina. Grandes fuegos ardieron en larga fila. Por la noche, cuando los barones estaban sentados junto a los fuegos, sobre las pieles de oso, entró en la sala un hombre desconocido de todos. Llevaba un gran manto azul y un sombrero de enormes alas echado sobre un ojo. Caminaba descalzo; era muy alto, viejo y tuerto. En la mano llevaba una brillante espada, con la que se acercó a la encina, clavándola en el tronco con tal fuerza, que penetró hasta el puño, Y habló así a los barones, atónitos:
—Quien esta espada saque del tronco recíbala de mí como regalo, y mostrarán sus hechos que nunca mejor espada manejaron las manos de los hombres.
Dicho esto, el desconocido desapareció. Era Odín, el dios de luz, padre de los ejércitos.
En seguida se esforzaron todos por apoderarse de la espada. Pero sus esfuerzos fueron vanos; nadie consiguió moverla. Sólo la mano de Sigmundo logró arrancarla con la misma facilidad con que se arranca del árbol una flor. Era la más hermosa espada que jamás se viera, y Hunding deseó poseerla a toda costa. Ofreció a Sigmundo tres veces el peso de la espada en oro; pero Sigmundo contestó con desprecio:
—Como yo, pudiste cogerla cuando estaba clavada en la encina. Si no lograste hacerlo es que no te corresponde el honor de ceñirla.
Estas palabras irritaron a Hunding, que se vio escarnecido delante de sus barones. Y aquella misma noche meditó su venganza.
Al día siguiente dijo Hunding que quería aprovechar el buen tiempo para regresar a su país antes de que los vientos crecientes le cerrasen el mar. Signi, con el alma llena de tristes presentimientos, le acompañó a viva fuerza. Y Hunding, al marchar, invitó al rey Welsa y a Sigmundo a ir a visitarle en su reino a la vuelta de tres meses.
Por el tiempo convenido partió Welsa con Sigmundo y sus héroes hacia Gautlandia, a hospedarse en casa del rey su yerno. Ya era de noche cuando tomaron tierra sus barcos. Protegida por la obscuridad, llegó Signi a las naves y descubrió a su padre y su hermano que Hunding les preparaba una traición y habla reunido un gran ejército para aniquilarlos. Pero Welsa se negó a retroceder.
—No temo a la muerte —dijo—, que un día debe llegar para todos. He hecho voto de no retroceder jamás ni por miedo, ni por fuego, ni por hierro. En cuanto a ti, suceda lo que suceda, tu deber es estar al lado de tu esposo.
Así regresó Signi aliado de Hunding. Los welsas permanecieron aquella noche en las naves, y a la mañana siguiente trabaron dura batalla con el ejército de Hunding. Welsa, secundado por la espada sagrada de Sigmundo, animaba con enérgicos gritos a sus escasos hombres, y por ocho veces irrumpió aquel día en las filas enemigas, asestando terribles golpes con sus dos brazos. Pero a la novena vez hubo de sucumbir al número, y allí cayó muerto el rey Welsa con todos sus héroes.
Sigmundo fue hecho prisionero; Hunding le arrebató su espada y le reservó un tormento más espantoso que la muerte. Solo y desnudo fue abandonado entre las fieras del bosque, y allí vivió por espacio de varios años, en una caverna, en compañía de los lobos, que aprendieron a respetar su fuerza y su fiereza. Hunding vivía tranquilo creyendo haber aniquilado la temible raza de los welsas.
Un día, extraviado por una fragorosa tempestad, Sigmundo se perdió en la selva, y caminando a la ventura llegó ante la puerta de un palacio. Entró a pedir albergue y halló a una hermosa mujer que, al reconocerle, se lanzó llorando en sus brazos. Era Signi, su hermana, la cual le dijo:
—¡Oh Sigmundo, hermano, todos los días te he esperado desde la muerte de mi padre! Su sangre no ha sido rescatada y aguarda venganza. Hunding ha salido de cacería y pronto regresará. Toma, Sigmundo, la espada que en casa de mi padre desclavaste del tronco de la encina.
Sigmundo abrazó a su hermana, tomó la espada, y bajando los establos, esperó allí oculto entre la yerba. Poco después se oyeron los cuernos de caza y el ladrido de la jauría, y Hunding, con cien hombres, entré en su palacio. Desciñeron las espadas, se quitaron los cornudos cascos y las pieles de oso y se sentaron a la mesa, llenando las copas de hidromiel.
De pronto una puerta se abrió y Sigmundo se lanzó de un salto a la mesa de banquete, dando un grito salvaje: «¡Welsa, Welsa!».
Al reconocerle, el terror se apoderé de todos pero su espada, rápida como el rayo, no perdonó a ninguno. Allí cayó el feroz Hunding con todos sus hombres.
Después Sigmundo corrió al bosque; con su espada comenzó a derribar árboles, y llevándolos en sus brazos los amontonó en la sala del banquete y prendió fuego a todo. Finalmente, llamo a su hermana para que se fuera a vivir con él al bosque. Pero Signi le contestó:
—Ya nada tengo que hacer en el mundo, puesto que la sangre de mi padre está vengada. Ahora sabré cumplir también como esposa muriendo con los míos.
Y así diciendo se arrojó a la hoguera.
Años después, Sigmundo, vencedor en cien combates y poseedor del reino de su padre, se enamoró de Siglinda, la hija del rey Eulimi, la más hermosa y prudente de las mujeres. Y a despecho de muchos otros pretendientes, se casó con ella, que también le amaba.
Entre los pretendientes desdeñados había uno de la estirpe de Hunding, el cual reunió a sus guerreros y se dirigió contra Sigmundo, retándole públicamente. Los enemigos llegaron de Gautlandia en sus barcos. Sigmundo envió a Siglinda al bosque; alzó su bandera y mandó tocar los cuernos de guerra. Su tropa era mucho más pequeña que la de los enemigos. Pero Sigmundo luchaba bravamente a la cabeza; ni broquel ni coraza resistían sus golpes, y repetidas veces rompió las filas contrarias. Largo tiempo duró la batalla. Sigmundo tenía los dos brazos teñido de sangre enemiga hasta por encima del hombro.
Entonces apareció en el campo de batalla un desconocido. Llevaba un gran manto azul y un sombrero de enormes alas, echado sobre un ojo; era muy alto, viejo y tuerto. Avanzó contra Sigmundo y blandió delante de él su lanza de fresno; Sigmundo descargó su espada contra ella, y la espada se rompió en cien pedazos. Entonces se trocó la fortuna, y Sigmundo cayó en la batalla a la cabeza de sus hombres.
Por la noche Siglinda vino a llorarle sobre el campo. Sigmundo, reuniendo todas sus fuerzas, le habló estas palabras:
—Los dioses me han derrotado. Odín no quiere ya que yo ciña su espada, puesto que la rompió, y ha elegido nuevos héroes. Tú llevas en tu seno un hijo mío que pronto ha de nacer; Sigfrido será su nombre. Cuídalo bien, porque él será el más grande y glorioso de los welsas. Conserva también los trozos de mi espada, que un día vendrá en que se forje con ellos una nueva espada, aun más fuerte y hermosa. Nuestro hijo la llevará, y con ella ha de realizar hazañas que nunca se olvidarán, y su nombre vivirá lo que el mundo dure. Sea éste tu consuelo. Adiós, Siglinda, yo te dejo; voy en busca de los amigos que me han precedido en la muerte.
—Con estas palabras Sigmundo entró en la agonía. Siglinda estuvo inclinada sobre él hasta que expiró, cuando comenzaba a clarear el día.
2. SIGFRIDO Y EL DRAGÓN.
Cuando Sigmundo hubo muerto, volvió Siglinda al bosque, y allí, en gran dolor y soledad, dio a luz un niño. Y en seguida murió. Pero el niño creció, como había vivido su padre, salvaje entre los animales del bosque.
En el bosque habitaba un hábil herrero, conocedor del destino. Era un enano nibelungo, llamado Mimir. Hacia su fragua llegó un día un niño que salía corriendo de la espesura, y cuando Mimir lo vio exclamó lleno de alegría:
—He aquí a Sigfrido, el vástago de Sigmundo; el audaz héroe llegó a mi casa Gran botín me prometo de este lobezno.
Mimir educó a su lado al pequeño Sigfrido, enseñándole el oficio de la fragua; y cuando el niño hubo crecido, incitó al joven héroe a matar al dragón Fafnir, que custodiaba en el brezal de Gnita el prodigioso tesoro de los nibelungos: montones de oro y joyas, y el yelmo encantado, que tenía la virtud de cambiar el rostro del que lo llevaba puesto. También formaba parte del tesoro el anillo maldito de los nibelungos, que atraía la desgracia sobre quien lo poseyera. El fabuloso tesoro había estado mil años bajo el agua verde del Rhin, custodiado por tres ninfas. A ellas lo había robado el rey de los nibelungos. Y a los nibelungos se lo arrebató el gigante Fafnir, el cual, por la maldición del anillo, se transformó en un colosal dragón, que, oculto en el brezal de Gnita, dormía siempre con los ojos abiertos sobre su tesoro.
El astuto Mimir, contemplando el valor indomable del joven Sigfrido, pensaba: «Este lobezno de los welsas es el único sobre la tierra que sería capaz de matar al dragón Fafnir. Si consigo que lo haga, yo lo mataré a él cuando duerma, y el tesoro de los nibelungos será sólo mío».
Pero cuando Sigfrido oía contar el cuento del tesoro, se reía; a él nada le importaba el oro, y sólo le gustaba saltar por las rocas tocando su bocina de plata y medir su fuerza con los animales del bosque. Luego se burlaba del enano, diciendo:
—Viejo remendón, si quieres que mate al dragón fórjame antes una espada que taje la roca y el hierro.
Mimir trabajaba afanosamente por forjar la espada deseada; pero cuando estaba concluida, Sigfrido llegaba saltando del bosque, daba con ella un tajo en el yunque y la espada se rompía.
Un día, en el lugar del bosque donde su padre había muerto, el joven Sigfrido encontró los pedazos de una espada rota. Conoció que eran de la materia más noble y decidió forjar con ellas una espada nueva. Se fue a la fragua, y ante el asombro del nibelungo limó todos los trozos, reduciéndolos a polvo; los fundió luego juntos en el fuego, templó el hierro ardiente en el agua fría de Rhin, y cuando la espada estuvo terminada dio con ella un tajo en el yunque, y el yunque se rajó en dos pedazos. Brillaba la espada como el oro, y sus filos parecían de fuego. Sigfrido la blandió alegremente sobre su cabeza, y seguido por el enano se internó en el bosque en busca del dragón.
Al cruzar el Rhin vio un rebaño de caballos salvajes. Los espantó a gritos, persiguiéndolos hasta la orilla del río; pero al llegar al agua todos se encabritaron y retrocedieron espantados, menos un potro. Entonces Sigfrido, alcanzándolo a nado, lo tomó por suyo y le puso por nombre Grani. Y a caballo de Grani llegó al amanecer del día siguiente al brezal de Gnita.
Allí estaba el dragón tumbado sobre su tesoro, a la entrada de una cueva. Era de colosales dimensiones, parecido en la forma de un lagarto; su baba venenosa corroía la carne y los huesos, y su cola de serpiente, al golpear las rocas, las hacía saltar como el cristal.
Al ver al joven el dragón rugió sordamente y sus ojos lanzaron fuego. Se arrastró hacia él haciendo retemblar la tierra a su paso. Quiso derribarle de un coletazo, pero Sigfrido le hirió en la cola con su espada. Entonces el dragón, lanzando un rugido espantoso, se abalanzó de frente contra él para aplastarle con todo su peso. Y Sigfrido aprovechó el momento para hundirle su espada en el corazón hasta el puño. El monstruo, al sentir la mortal herida, se estremeció y golpeó con la cabeza y la cola a su alrededor desesperadamente, tanto, que los árboles saltaban en astillas.
El nibelungo, temblando de miedo, contemplaba la batalla escondido entre los matorrales. Cuando el dragón hubo muerto, Sigfrido limpió la hoja de su espada en la yerba y penetró en la cueva del tesoro. Despreció el oro y sólo tomó el casco mágico, que colgó de su cinturón, y el anillo maldito, que se puso al dedo sin conocer la fatalidad de su poder.
Después, sintiendo hambre, arrancó el corazón del dragón y lo asó clavado en una espina. Al ir a tocarlo para ver si estaba bien asado se quemó el dedo; llevóse el dedo a la boca, y en cuanto la sangre del dragón tocó su lengua comprendió por arte de milagro el lenguaje de los pájaros.
Estaba sentado bajo un tilo, y desde las ramas le habló un abejaruco, descubriéndole su estirpe y su destino:
—De la estirpe de los dioses vienes, Sigfrido; welsas fueron tu padre y tu abuelo. Naciste de Siglinda, abandonada en el bosque, y del rey Sigmundo, muerto en el campo de batalla. Has fabricado tu espada con los trozos de la espada de tu padre, rota por el mismo Odín, dios de las batallas. Fatal te ha de ser el anillo que has conquistado hoy; guárdate de la traición. El triunfo te aguarda, y tu fama será eterna como el mundo. Pero morirás joven, al conocer el amor.
Sigfrido, sin importarle la voz que le hablaba de muerte, se llenó de gozo al conocer su estirpe y saber que la sangre de los welsas corría por sus venas. Luego preguntó al pájaro:
—Dime buen abejaruco, ¿dónde encontraré el amor?
—Sígueme —respondió el pájaro—. Dormida está la doncella en altas rocas, en la peña de la Corza, rodeada de fuego. Sólo el valiente salvará el cerco de llamas y la despertará de su sueño.
Y dicho esto, el abejaruco desplegó las alas. Sigfrido saltó sobre su fiel Grani y, abandonando al nibelungo, siguió por el bosque el vuelo del pájaro.
3. AMOR Y MUERTE DE SIGFRIDO.
Siguiendo el vuelo del pájaro, Sigfrido cabalgó hacia el sur y llegó ante la peña de la Corza, rodeada de llama. Un estrecho desfiladero conducía a la cumbre. Cuando se disponía a subir le salió al paso un desconocido; vestía un gran manto azul y cubría su cabeza con un sombrero de anchas alas; era muy alto, viejo y tuerto. Se colocó delante de Sigfrido, cerrando el paso con su lanza, y le gritó:
—¿Hacia dónde caminas, joven héroe?
—En busca del amor. Voy a la cumbre, donde una doncella me espera, dormida entre las llamas.
—Detente. ¡Ay de ti si das un paso! Esa doncella es mi hija Brunilda; en otro tiempo era una walkyria[2], mensajera de las batallas. Pero un día, desobedeciendo mis órdenes sagradas, quiso proteger en el combate al rey Sigmundo, y yo la desposeí de su divinidad, transformándola en mujer. Le clavé la espina del sueño y la condené a un profundo sopor, del que sólo la despertará aquél que no haya conocido el miedo.
—Yo la despertaré —exclamó Sigfrido.
—Pues bien; demuestra antes tu valor. Atrévete a luchar con Odín, señor de los ejércitos. Desenvaina tu espada contra esta lanza de fresno que un día rompió en cien pedazos la espada del rey Sigmundo.
—¡Ah! —gritó Sigfrido—. ¡Por fin encuentro al enemigo de mi padre!
Y desenvainando su espada se lanzó contra el dios. Al encuentro de las armas se oyó un trueno espantoso, y la lanza de fresno saltó hecha astillas.
¡Tú eres el más valiente de los héroes! —exclamó Odín—. Pasa; no puedo detenerte.
Y envuelto en una niebla desapareció.
Sigfrido subió a caballo el desfiladero y llegó ante el cerco de fuego. Crepitaban las llamas, retorciéndose como serpientes, y sus lenguas llegaban hasta el cielo. Sigfrido se llevó a los labios su bocina de plata y clavó la espuela en los ijares de Grani, que resoplando se lanzó de un salto en medio del incendio. Las llamas chocaban furiosas contra el cuerpo del héroe, resbalando sobre su coraza.
Al fin Sigfrido traspasó la muralla de fuego y, dormido bajo un pino de copa redonda, vio a un guerrero armado de yelmo y coraza en el centro de un círculo de escudos blancos y rojos.
Se acercó a él, saltando sobre los escudos; le quitó el yelmo, rasgó con su espada el acero de la coraza de arriba abajo, y vio que era una hermosísima doncella.
Al abrirse la coraza despertó la durmiente, y preguntó, enderezándose:
—¿Quién ha atravesado por amor el fuego? ¿Quién ha roto las pálidas ataduras de mi encantamiento?
—Ha sido Sigfrido el welsa, el hijo de Sigmundo. Su espada ha roto tu sueño.
—Salve a ti, ¡oh Sigfrido!, a quien esperaba mi corazón.
—Salve a ti, ¡oh Brunilda! Mi amor y mi espada te despiertan a la vida.
Y Brunilda y Sigfrido, en prenda de amor, cambiaron sus anillos. De este modo Sigfrido, sin saberlo, condenaba a muerte a su amada entregándole el anillo de los nibelungos, cuyo fatal poder no conocía.
Tres días permaneció el héroe en la peña de la Corza, pasado este tiempo decidió dejar allí a Brunilda para volver a buscarla cuando hubiera castigado a todos los enemigos de su padre y reconquistado su reino.
Cruzó el mar hacia Gautlandia en medio de una violenta tempestad. Las olas chorreaban por el barco como el sudor por los costados de un caballo en la batalla. Sigfrido, erguidos en la proa, tocaba su bocina de plata desafiando alegremente la borrasca:
—¡Aquí está Sigfrido sobre los árboles del mar! Él vencerá a las olas y vengará la muerte de los welsas.
Y a su voz amaina la tormenta y cede el oleaje.
Así llegó a la tierra de los hijos de Hunding, donde encendió una tremenda lucha con los enemigos de su estirpe, venciéndolos a todos y arrebatándoles su reino.
Una noche, navegando de regreso hacia el Sur en una barca sobre el Rhin, atracó Sigfrido a la puerta de un gran palacio. Era la casa del rey Gunar, el cual tenía un hermano bastardo llamado Hagen, hijo de nibelungos, y una hermana llamada Grimilda, hermosa entre las mujeres. Gunar era un joven héroe que sabía apreciar el valor, y acogió gozoso en su palacio a Sigfrido, colmándole de honores.
Pasaron muchos días divertidos en cacerías y festines, y Gunar y Sigfrido se juraron eterna amistad, haciendo gotear juntos su sangre sobre la huella del pie en señal de sagrada alianza.
Grimilda se enamoró del hijo de los welsas, que guardaba puro su corazón para Brunilda. Y un día, cegada por su amor, le preparó una bebida mágica, que hacía olvidar el pasado. Mezclada en la copa de hidromiel se la ofreció en el banquete, y al beberla, Sigfrido sintió nublarse su pasado, y de su memoria se borró el amor de Brunilda y la promesa que los unía. De este modo Grimilda logró sus propósitos, y al día siguiente celebró sus bodas con Sigfrido, que ya no pensó más en dejar el palacio.
Pasó algún tiempo, Un día Gunar oyó hablar de una doncella encantada que vivía en la peña de la Corza rodeada de fuego y decidió ir allá a conquistarla. Sigfrido, sin acordarse de nada, le acompañó en la aventura.
Juntos llegaron a la cumbre. Gunar trató de atravesar la muralla de llamas, pero su caballo retrocedió, relinchando, espantado. Quiso repetir la prueba montado en Grani, pero el caballo de Sigfrido también se negó a avanzar bajo las piernas de Gunar. Entonces Sigfrido se ofreció a realizar la empresa por su hermano de sangre; se puso el yelmo encantado que conquistara en la cueva del dragón, y su rostro se cambió por el de Gunar. De este modo Sigfrido atravesó nuevamente las llamas y el círculo de escudos.
Brunilda, al ver avanzar al desconocido, retrocedió sorprendida, exclamando:
—¿Quién es el atrevido que atraviesa mi cerco de fuego?
—Soy el rey Gunar —respondió Sigfrido—. Prometida estás al que atraviese las llamas, y conmigo vendrás a mi palacio.
—Imposible —dijo Brunilda—. Mi corazón es de Sigfrido el welsa, cuyo retorno aguardo.
—En vano aguardas —respondió Sigfrido riendo—. El welsa se ha desposado con la hermosa Grimilda, mi hermana, y vive feliz en sus brazos.
Al oír esto, Brunilda se llenó de celos y de ira contra el perjuro, y se decidió acompañar a Gunar, meditando una venganza. Al bajar de la peña de la Corza, Gunar y Sigfrido trocaron nuevamente sus rostros, y fueron hasta el palacio sin hablar una palabra en el camino.
Sin alegría se celebraron las bodas de Gunar y Brunilda. La hermosa no podía contener su llanto, y cuanto más meditaba su venganza, más sentía crecer su amor por el rey Sigfrido. Al caer la tarde salía del palacio y caminaba llorando, cubierta de nieve y hielo, mientras Grimilda subía con su amado al lecho y cerraba en torno las colgaduras.
Tampoco Sigfrido era feliz. Cuando sus ojos se encontraban con los de Brunilda, su corazón se llenaba de pena, queriendo recordar; pero en su memoria había una laguna de nieblas. Y apartaba sus ojos de Brunilda, sobrecogido de temor.
Un día Brunilda descubrió el poder mágico del yelmo, y supo que el propio Sigfrido la había conquistado por segunda vez en figura de Gunar. Entonces, desesperada por el silencio y la ingratitud del héroe, habló a su marido, incitándole a la venganza:
—Sigfrido te ha traicionado, ¡oh Gunar! Él fue mi primer esposo, atravesando las llamas antes que tú. Tres días permaneció conmigo en la peña de la Corza, y te lo ha ocultado. He aquí su anillo, que me entregó en prenda de amor.
Gunar lloró de dolor al saber esto. Su corazón clamó venganza; pero recordó el juramento sagrado que le unía a Sigfrido: juntos habían hecho gotear su sangre en señal de alianza, y su espada no podía romper la fe jurada.
Entonces llamó a su hermanastro Hagen, hijo de nibelungos, que no había hecho alianza de sangre con Sigfrido; incitó sus instintos contra el welsa, prometiéndole el tesoro del Rhin conquistado al dragón. Le enardeció con bebidas y le dio a comer carne de lobo, hasta que Hagen, salvaje y borracho, juró la muerte del héroe.
Allí en el bosque de encinas, junto al Rhin, al pie de la fuente fría, donde antaño custodiaron las ninfas el tesoro de los nibelungos, allí se consumó la gran traición. Allí murió el brillante héroe del Sur.
Sigfrido llegó a la fuente cansado de la cacería, se despojé de su escudo y de su espada y se sentó a reposar junto a Grani, que pacía entre la yerba. El abejaruco le habló desde la rama de un tilo:
—Morirás joven, héroe sagrado; la traición te acecha. Tu corazón está ciego por un brebaje que Grimilda te dio a beber en la copa de hidromiel. ¿No recuerdas a Brunilda, la hija de los dioses, tu esposa de tres días? Bebe de la fuente fría, Sigfrido, y tu corazón recobrará la memoria.
Sigfrido se inclinó de bruces sobre la fuente. Según bebía, sus sentidos se aclaraban. Y vio a Brunilda dormida bajo el pino, dentro de un círculo de escudos, rodeada de llamas; la vio despertarse cuando su espada le rasgó la coraza…
De pronto dos cuervos volaron sobre la fuente. Entre la sombra de la noche, saliendo del bosque, apareció Hagen, y blandiendo su lanza en el aire la lanzó contra Sigfrido, clavándosela en la espalda. La sangre de héroe tiñó la fuente y su rostro se hundió en el agua roja. Su caballo huyó, relinchando espantado, por la selva.
Los guerreros de Gunar llevaron al palacio el cadáver sagrado, tendido sobre su escudo, y alumbrando la noche con antorchas. Grimilda se retorcía las manos de dolor, llenando el aire con sus gritos.
Brunilda, pálida y fría, dispuso la ceremonia fúnebre. Hizo levantar en el bosque una enorme pira de troncos de fresno, rodeada de colgaduras y escudos; en lo alto de la pira, dividiéndola en dos mitades, puso la invencible espada de Sigfrido. Colocó a su lado el cadáver sagrado, cubierto de ricas pieles, y todos sus tesoros, y sus armas de caza y de guerra. También ella se adornó de joyas y collares. Con sus propias manos encendió una tea de resina olorosa y prendió fuego a la pira.
Luego, cuando las llamas se elevaron, enrojeciendo la noche, habló a todos:
—Yo voy a morir también; así lo quiere mi amor y este anillo de los nibelungos que reluce en mi dedo. Sólo a Sigfrido he amado, y no pudiendo vivir al lado del héroe, yo misma he pedido su muerte, para morir junto a él. Unidas irán al viento del bosque nuestras cenizas.
Y diciendo estas palabras se arrojó a la pira, al lado de Sigfrido. Una misma llama los consumió a los dos, separados por el filo de la espada.
Héctor y Aquiles
La «Ilíada» es el más antiguo poema épico de la literatura universal. Lo compuso, hace tres mil años, un anciano poeta ciego, llamado Homero, gloria de Grecia. Y los rapsodas, sus discípulos, lo cantaron por los caminos y los campamentos, conservando para la inmortalidad, por la belleza de su palabra, el recuerdo de los dos grandes héroes de la guerra de Troya: Aquiles, el de los pies ligeros, y Héctor, domador de caballos.
Hace nueve largos años que el ejército griego acampa, junto a sus negras naves, frente a las murallas de Troya. Durante tanto tiempo sobre la franja de tierra que se extiende entre las murallas y el mar se han desarrollado centenares de combates, donde se han mezclado héroes y dioses, sin que la victoria acabe de decidirse por unos ni por otros.
Fuertes son los griegos de largas cabelleras; los dirige Agamenón, rey de hombres, y a su lado combaten los más brillantes héroes de las islas: el gran Diomedes, de indomable valor; el gigantesco Ayax, de ancho escudo; el prudente Ulises, rico en sabiduría, y el héroe de los héroes, Aquiles, el de los pies ligeros, hijo de una diosa del mar, que al nacer lo bañó en fuego celeste, haciendo su cuerpo invulnerable al hierro, excepto el talón por donde le tenía cogido al sumergirle en el baño.
Pero fuertes son también los troyanos, de tremolantes cascos, endurecidos en el largo asedio. El venerable Príamo, de barba blanca, es su rey. Con ellos combaten el divino Eneas, que ha de fundar el más vasto imperio del mundo, y los hijos de Príamo: Paris, el más bello de los hombres, y Héctor, domador de caballos, el héroe amado de su pueblo, cuya poderosa lanza ha sostenido la esperanza de los troyanos durante los nueve años de lucha.
Los dioses olímpicos también toman parte en el combate, protegiendo con su invisible poder a uno y otro campo. Minerva, la de los ojos claros, diosa de la sabiduría, y Juno, reina del nevado Olimpo, combaten al lado de los griegos. La blanca Venus, diosa del amor, y el fiero Marte, dios de la guerra, pelean al lado de los troyanos.
La belleza de una mujer es la causa de tan cruel guerra. Helena se llama, esposa de Menelao, rey de Esparta, la cual fue raptada de su patria por el amor de Paris, el brillante príncipe troyano, y permanece a su lado tejiendo tapices de púrpura en el palacio de Príamo.
Hombres y dioses luchan día tras días frente a los muros de Troya, y la victoria no acaba de decidirse. Hambrientos y tristes están los troyanos, llorando el infortunio que la belleza de helena ha traído sobre la ciudad. Y cansados de la inútil lucha están también los griegos, que acampan junto a sus negras naves de corva proa, cuyos maderos y cordajes se pudren carcomidos de algas y agua salada.
Un día el rey Agamenón injurió gravemente al héroe más valiente de sus ejércitos, al terrible Aquiles, arrebatándole una hermosa esclava ganada como botín en la batalla. Ante tal injuria la cólera del héroe se desató imponente y habló así al orgulloso rey:
—¡Tu codicia te perderá, rey Agamenón, corazón de ciervo! Por vengar a tu familia, ultrajada por el rapto de la bella Helena, abandoné mi patria y combatí a tu lado. Pero si éste es el trato que das a tus valientes, yo te abandono a tus fuerzas. Ni yo ni mis esforzados mirmidones pelearemos más junto a ti. Por este mi cetro, que antes fue árbol, lo juro; tan cierto como él no volverá a ser verde ni a dar hojas ni frutos, tus griegos han de acordarse de mi cuando yo no luche a su lado y caigan a centenares bajo el hierro de Héctor, el temido héroe de Troya.
Así habló Aquiles, el de los pies ligeros, golpeando furioso la tierra con su fuerte cetro remachado con clavos de oro. Y dicho esto se retiró a su tienda de troncos de abeto, adornada de escudos y pieles, y maldiciendo del rey comenzó a despojarse de su brillante armadura, arrojó su pesado escudo y su larga lanza de bronce, y lloró a su bella esclava con lágrimas amargas, pidiendo venganza a los dioses.
Al saberse estas noticias, el júbilo y la esperanza cundieron entre las filas troyanas, al mismo tiempo que el desaliento se apoderaba de los griegos, abandonados por el más grande de sus héroes. Muchos pensaron que allí era acabada la guerra, y ardiendo en deseos de regresar a sus hogares corrieron apresuradamente hacia las cóncavas naves, varadas en la orilla, dispuestos a botarlas al mar para partir.
Pero el prudente Ulises, empuñando el cetro de Agamenón, pastor de hombres, y arrojando al suelo su manto, corrió hacia las naves clamando:
—¡Deteneos, héroes y príncipes de Grecia! ¿Qué desaliento o qué miedo puede impulsaros a abandonar así, como medrosas mujeres, el lugar donde tantos hermanos vuestros han perecido? El triunfo será nuestro al fin y en bien corto plazo. Un portento nos lo anunció cuando emprendimos el camino de Troya. Recordadlo: bajo un árbol hacíamos libaciones y sacrificios a los dioses, implorando su apoyo. De pronto un dragón rojo salió del altar y saltó al árbol, donde había un nido de gorriones con ocho crías. La madre piaba angustiada sobre ellos, y el dragón devoró, uno tras otro, a los ocho polluelos y a la madre, quedando luego convertido en piedra. Esto quería decir el prodigio: lo mismo que el dragón devoró entre gemidos a los nueve pájaros, nosotros lucharemos con dolor nueve años. Al cabo de este tiempo el triunfo será nuestro y Troya será destruida. Recordadlo y empuñad nuevamente las armas, héroes de Grecia. El triunfo será nuestro; el noveno año del ascedio va a cumplirse.
Dijo el prudente Ulises, y sus palabras fueron acogidas con aclamaciones por los griegos, que, abandonando de nuevo las naves de corva proa, vuelven al campamento, empuñando sus lanzas y disponiendo para el combate los ágiles caballos y los carros sonoros.
Aquel día fue pródigo en hazañas por una y otra parte y rico en sangre de valientes. Abrazados y revueltos yacían por tierra amigos y enemigos.
Paris, el raptor de la bella Helena, culpable de la guerra, peleaba entre sus enardecidos troyanos, hermoso como un dios. De sus hombros colgaba una piel de leopardo, ceñían sus piernas fuertes grebas con hebillas de plata, su casco tremolaba al viento las largas crines y blandía en sus manos dos afiladas lanzas de bronce.
Al verle en el campo, Menelao, el esposo de la bella Helena, se lanzó hacia él, sediento de venganza, como el león contra el ciervo de enramadas astas. Pero la blanca Venus, viendo el peligro a Paris, su héroe predilecto, lo envolvió en una espesa nube, escondiéndole a los ojos de su adversario, al mismo tiempo que la flecha de un arquero hería a traición a Menelao.
Héctor, el del tremolante casco, el fuerte domador de caballos, orgullo y sostén de Troya, sembraba el espanto entre las filas griegas. Nadie podía resistir su empuje, semejante al del huracán en el bosque, y su hermano Paris, enardecido por la presencia del héroe, también luchaba esforzadamente a su lado.
Tal era el ardor de Héctor, que Minerva, la de los ojos claros, tuvo miedo de que su brazo decidiera en aquel día la victoria, y para evitarlo infundió en su corazón una loca soberbia, que le llevó a suspender la batalla, desafiando a los héroes griegos a luchar contra él solo, uno por uno.
Héctor dirigió a sus enemigos estas aladas palabras:
—Si vuestro campeón me vence en lucha leal, sean suyas mis armas, y entregue mi cadáver a los míos para que le hagan los honores fúnebres. Yo prometo hacer lo mismo si el triunfo es mío.
Un gran silencio reinó entre los griegos. Ante sus nobles palabras todos sentían vergüenza de rechazar el desafío; pero pocos se atrevían a aceptarlo.
Agamenón convocó a sus héroes, y nueve se adelantaron a luchar contra Héctor. Echadas las suertes, fue designado el gigantesco Ayax; el cual, orgulloso de pelear con tan esclarecido guerrero, avanzó hacia Héctor, guardándose detrás de su inmenso escudo.
Héctor arrojó su larga lanza de bronce, atravesando el escudo de Ayax; pero la afilada punta no llegó a la carne. Entonces el gigante lanzó la suya con vigoroso impulso, y atravesó el escudo de Héctor y la coraza, rasgándole la túnica y haciendo saltar la negra sangre. Pero no por eso se retiró Héctor del combate; sus manos cogieron un peñasco y lo lanzaron violentamente contra el escucho de Ayax, que resonó al fuerte golpe como un trueno. Luego desenvainaron las espadas, y acercándose uno a otro se disponían a seguir con ellas la lucha. Pero la noche venía encima y los heraldos suspendieron el combate, reconociendo el valor igual de griegos y troyanos. Entonces Héctor pronunció estas nobles palabras:
—Suspendamos, pues, el combate, ya que la noche se acerca. Pero separémonos como enemigos leales, haciéndonos ricos presentes, para que los tiempos venideros puedan decir en justicia que Héctor y Ayax han sabido pelear como leones y tratarse en la tregua con lealtad.
Y acercándose uno a otro, Héctor regaló a Ayax su espada guarnecida con clavos de plata. Ayax regaló a Héctor su tahalí de púrpura.
Desde que Aquiles, el de los pies ligeros, se retiró colérico a su tienda, los héroes griegos mueren a centenares delante de Héctor, y los troyanos se crecen día por día, a pesar de las portentosas hazañas del gran Diomedes y la fuerza del gigantesco Ayax y el valor del prudente Ulises, que habían jurado no regresar a su patria hasta que en Troya no quedase piedra sobre piedra.
Agamenón, rey de hombres, comprende al fin que el triunfo no estará de su parte mientras el terrible Aquiles no vuelva a combatir en sus filas. Y abatiendo su orgullo, decide ofrecerle nuevamente su amistad, devolviéndole la bella esclava que le arrebató y el regalo de sus carros de guerra, sus tesoros y lo mejor del botín que se tome el día en que en las murallas de Troya se rindan. Ayax y Ulises van a la tienda del héroe a llevar este mensaje, precedidos de dos heraldos.
A la puerta de su tienda de ramas de abeto encuentran al divino Aquiles, cantando antiguas hazañas de guerra al son de una lira de plata. Su fiel amigo Patroclo le escucha en silencio, tendido a su lado en el suelo. El héroe recibe a los mensajeros, ofreciéndoles las libaciones y los manjares de la hospitalidad. Después escucha el mensaje de Agamenón, y sin ceder en su cólera responde estas orgullosas palabras:
—Los presentes de Agamenón me son odiosos. Soy tan poderoso como él, y para nada quiero la amistad de su corazón cobarde. Nada haré en favor de los griegos hasta que los troyanos lleguen en su victoria hasta la puerta misma de mi tienda. ¡Pero ay de Troya ese día!
Con estas palabras los mensajeros se retiraron llenos de tristeza a la tienda de Agamenón, rey de hombres.
Triste amaneció hoy el día para los griegos. El gran Diomedes, el prudente Ulises y el mismo Agamenón están heridos por la flecha y la pica. A su alrededor caen amontonados los mejores soldados de Grecia, y los troyanos, guiados por el tremolante penacho de Héctor, llegan ya hasta las mismas naves, lanzando teas ardientes para incendiarias.
Patroclo, conmovido ante el dolor de sus amigos, penetra en la tienda de Aquiles, que escucha impasible el fragor del combate. Y derramando ardientes lágrimas le habla estas aladas palabras:
—¡Mal empleas tu valor, cruel Aquiles, cruzándote de brazos ante el dolor de los nuestros! Sólo la roca y el mar han podido engendrar tu duro corazón. Los mejores de nuestros héroes están heridos por la aguda flecha y la afilada lanza. Sólo Ayax resiste aún desde las naves, mientras los otros se revuelcan de terror ante Héctor, matador de hombres. Queda tú en la tienda si quieres cumplir tu palabra hasta el fin. Pero déjame a mí tus armas y tu carro; yo me presentaré con ellos en el combate, y los troyanos, confundiéndome contigo, retrocederán ante tu espada.
Dijo, y Aquiles, conmovido por el dolor de su fiel amigo, accedió a ello, entregándole no sólo sus armas, sino también el mando de sus hombres, los terribles mirmidones, que, lanzando gritos de júbilo, se aprestan al combate.
Patroclo toma las armas de Aquiles. Ajústase a las piernas sus grebas de broches de plata, protege su pecho con la labrada coraza, cuelga de su hombro la fuerte espada guarnecida de clavos de plata, embraza el ancho escudo y cubre su cabeza con el brillante casco, empenachado de largas crines de caballo. Sólo deja la poderosa lanza, que nadie más que Aquiles puede manejar. Y así armado, en el veloz carro de inmortales caballos, se lanza al combate seguido por los terribles mirmidones, a tiempo que en las naves griegas comienza a prender el incendio.
Al divisar el carro y las armas de Aquiles, el terror se apodera de los troyanos, que comienzan a huir en todas direcciones, retirándose de las naves y acogiéndose al amparo de las murallas.
Héctor, temblando de cólera, grita y combate animando a los suyos y conteniendo el ímpetu de los mirmidones con su lanza de bronce y su fuerte escudo guarnecido de pieles de toro.
El carro de Patroclo atropella a los que huyen; sus gritos y su lanza siembran la confusión en torno suyo. Los caballos troyanos, desuncidos, relinchan y galopan desbocados, como los torrentes que se despeñan bramando por las montañas cuando la tempestad descarga su lluvia sobre la negra tierra,
Sólo un héroe troyano se atreve a hacer frente a Patroclo, y cae desplomado bajo su lanza como la encina que se corta en el monte para tallar un mástil de navío.
Corto y brillante es el triunfo del héroe, que llega en su empuje hasta las mismas murallas. Un venablo le hiere, y las manos de los dioses desatan las correas de su armadura.
Por fin, el carro de Patroclo y el de Héctor se encuentran, y ambos se miran como el león y el jabalí que en la montaña se disputan un manantial. Pero Patroclo está herido: sus ojos se ciegan y el casco rueda de su cabeza. Así va a caer, desarmado, ante la lanza de Héctor, que se hunde en su carne. Patroclo, derribado en el suelo, pronuncia estas amargas palabras:
—No te alabes de mi muerte, orgulloso Héctor, que desarmado llegué a tus manos. Tampoco tú vivirás largo tiempo.
Así dijo, y la muerte le cubrió con su manto.
Cuando Aquiles supo por un heraldo la muerte de Patroclo, un gran grito de dolor estalló en su corazón. Derramó con ambas manos ceniza sobre su cabeza y se tendió llorando sobre el polvo.
Los mirmidones llevaron hasta su tienda el cadáver del héroe. Iba desnudo, porque Héctor, al vencerle, se apoderó, como botín, de su brillante armadura. Aquiles lloró, poniendo sus manos sobre el pecho del amigo. Mandó poner al fuego un gran trípode para calentar agua con que lavar la sangre. Lavó el cadáver y lo ungió con aceite. Después, colocándolo sobre el lecho, lo envolvió con una fina tela de hilo. Y toda la noche la pasó a su lado.
Al día siguiente, furioso y terrible como nunca, el divino Aquiles, resplandeciente de nuevas armas fabricadas por los dioses, entraba en la batalla para vengar la muerte de su amigo.
El hermoso Héctor, domador de caballos, acudía al palacio de Príamo para despedirse de su esposa y de su hijo. Los ancianos y las mujeres lloraban, presintiendo un día de desgracia para los suyos. También lloraba la hermosa Helena por la suerte de Héctor, el único héroe que aún no la odiaba por la desgracia que su funesta belleza había traído sobre Troya.
Pero Andrómaca, la esposa de Héctor, no estaba en el palacio bordando tapices en medio de sus esclavas, sino que desde las altas murallas, con su hijo en brazos, miraba ansiosa hacia el campo de batalla.
Al encontrarse los esposos se abrazaron tiernamente. Héctor fue a besar a su hijo, pero el niño, asustado por el brillo de las armas y el tremolante penacho de crin de caballo, rompió a llorar de miedo, ocultando su cabeza contra el pecho de su madre. Entonces, olvidados por un momento del horror de la batalla, los esposos rieron, abrazados sobre el cuerpo del pequeñuelo.
Héctor se quitó el casco de largas crines, que dejó en el suelo, y tomó en sus brazos al niño, besándole con ternura. Andrómaca, sonriendo en medio de sus lágrimas, miraba a su brillante esposo y al niño, tan pequeño en sus brazos, mientras al otro lado de la muralla corría la sangre de los héroes.
—¡Desdichado Héctor, esposo mío! —clamaba Andrómaca—. No te atrevas a luchar con el terrible rey de los mirmidones. Aquiles mató a mi padre en el sitio de Tebas, y mis siete hermanos han perecido tanibién al empuje de su fuerte lanza. Ten compasión de tu esposa y de tu hijo, noble Héctor. No salgas hoy al combate; no te enfrentes con el invulnerable Aquiles, protegido de los dioses.
—Por la gloria de mi padre y de Troya —respondió Héctor—, no puedo retroceder ante Aquiles. Presiento que el fin de nuestra ciudad se acerca. Entonces nuestras mujeres serán condenadas a la esclavitud y nuestros guerreros serán pasto de los perros junto a las cóncavas naves. ¡Cierre la negra muerte mis ojos antes de presenciar tanta desdicha!
Y así diciendo, Héctor se cubrió nuevamente con su casco, y dando el último adiós a Andrómaca y a su hijo se alejó hacia el campo de batalla.
Muchos guerreros han perecido ya bajo la lanza del terrible Aquiles. Tantos, que las aguas del río Escamandro, que desemboca junto a las naves, se desbordan llenas de sangre. El héroe huye del río desbordado y llega, acorralando a los troyanos, hasta las mismas murallas. Allí sus ojos se encuentran con los de Héctor, y Aquiles lanza un alarido de júbilo al ver al matador de Patroclo. Su lanza es semejante al rayo; su escudo de cinco capas, de oro y bronce, con abrazaderas de plata, relumbra al sol, y su aspecto sólo es comparable al de Marte, dios de las batallas.
Héctor siente desfallecer su fuerte corazón ante el aspecto terrible y deslumbrante del héroe griego. Da unos pasos atrás, cegado por su esplendor; pero Minerva, la diosa de los ojos claros, queriendo perderle, se presenta a él revistiendo la forma de su hermano y le dice estas palabras:
—Ánimo, mi buen hermano. Luchemos juntos contra Aquiles.
Héctor, confortado por la presencia de su hermano, hace frente al héroe divino, y antes de trabar combate le habla estas aladas palabras
—Escúchame, brillante Aquiles. Uno de los dos ha de morir aquí. Si la victoria es mía, te despojaré de tus armas, pero no insultaré tu cadáver, que entregaré a los tuyos para que lo lloren. Prométeme tú lo mismo y sean los dioses testigos de nuestro pacto.
Pero, mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
—No me hables, Héctor, de pactos que no pueden existir entre tú y yo, como no existen entre los leones y los hombres, ni entre los lobos y los corderos. Tú morirás hoy bajo mi lanza y los perros y los buitres destrozarán ignominiosamente tu cadáver, que arrastraré tres veces alrededor de la tumba de Patroclo.
Y así diciendo, arrojó con vigoroso impulso su larga lanza; pero Héctor se inclinó a tiempo, y la lanza de Aquiles se clavó temblando a su lado en el suelo. Minerva la recogió y se la devolvió a Aquiles sin que Héctor se diera cuenta.
El troyano lanzó la suya, que se clavó en el escudo del mirmidón, sin alcanzar a herirle. Volvióse a su hermano para pedirle una nueva lanza, pero su hermano había desaparecido. Entonces comprendió Héctor que todo había sido un engaño de los dioses, y que la hora de su muerte se acercaba. Y dispuesto a morir, empuñó su fuerte espada y se arrojó sobre Aquiles como el águila se lanza impetuosa desde las nubes sobre su presa en la llanura.
Pero Aquiles le esperaba a pie firme, y por las junturas de la coraza le hundió su larga lanza en la garganta. Así cayó Héctor, arañando con sus manos el polvo. Y habló al vencedor con apagada voz:
—Por tus padres te lo ruego, divino Aquiles: respeta mi cadáver, entrégalo a los míos y que los troyanos lo lloren en mi ciudad.
Dicho esto, la muerte le cubrió con su manto. Y su alma abandonó los miembros, llorando porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven.
Pero Aquiles no quiso escuchar su ruego. Le despojó de la ensangrentada armadura y llamó a los griegos, que acudieron, hiriendo todos el cadáver. Después, con tiras de piel de buey, le ataron por los pies al carro del vencedor y le arrastraron hasta las naves, chocando su cabeza contra el suelo y esparcida por el polvo su larga cabellera.
Desde las murallas, Andrómaca y sus padres contemplaban el horrible espectáculo, desganando sus vestiduras y llorando lágrimas desesperadas.
Muchos días lloró aún Aquiles la muerte de su amigo Patroclo, insultando el cadáver de Héctor. Pero los dioses, compadecidos del héroe vencido, cuidaban de noche su cuerpo, lavándolo y cerrando sus heridas.
Por fin, una noche hasta la tienda de Aquiles llegó el venerable Príamo, pastor de hombres y padre de Héctor. Y arrojándose a los pies del héroe abrazó sus rodillas y besó sus manos, suplicándole:
—¡Apiádate de mi vejez, oh poderoso Aquiles! Acuérdate de tu padre, que tiene la misma edad que yo, y conmuévate el dolor de un anciano. He engendrado muchos hijos valientes, que han muerto defendiendo a su ciudad, y el más hermoso de todos, mi querido Héctor, gloria y sostén de Troya, yace aquí, insepulto, como un perro, junto a tus naves. Devuélveme su cuerpo para que los troyanos lo lloren, rindiéndole el culto debido a los héroes. Apiádate de mí, que por amor de Héctor he hecho lo que ningún otro hombre se atrevería a hacer en la tierra: besar las manos del matador de mi hijo.
Estas palabras conmovieron a Aquiles. Y el cadáver de Héctor, envuelto en una valiosa túnica, fue al fin devuelto a Troya.
Los troyanos lloraron a gritos, por espacio de nueve días, sobre el cuerpo destrozado del héroe, cuya cabeza besaba Andrómaca desesperadamente.
Sobre una inmensa pira, en el campo de batalla, colocaron el cuerpo querido, prendiendo fuego a la leña. Apagaron luego con negro vino la llama y recogieron los blancos huesos y las cenizas en una urna de oro cubierta de púrpura. Y llorando lo volvieron en hombros a la ciudad.
Así celebraron los troyanos las honras de Héctor, domador de caballos.
Hace nueve largos años que el ejército griego acampa, junto a sus negras naves, frente a las murallas de Troya. Durante tanto tiempo sobre la franja de tierra que se extiende entre las murallas y el mar se han desarrollado centenares de combates, donde se han mezclado héroes y dioses, sin que la victoria acabe de decidirse por unos ni por otros.
Fuertes son los griegos de largas cabelleras; los dirige Agamenón, rey de hombres, y a su lado combaten los más brillantes héroes de las islas: el gran Diomedes, de indomable valor; el gigantesco Ayax, de ancho escudo; el prudente Ulises, rico en sabiduría, y el héroe de los héroes, Aquiles, el de los pies ligeros, hijo de una diosa del mar, que al nacer lo bañó en fuego celeste, haciendo su cuerpo invulnerable al hierro, excepto el talón por donde le tenía cogido al sumergirle en el baño.
Pero fuertes son también los troyanos, de tremolantes cascos, endurecidos en el largo asedio. El venerable Príamo, de barba blanca, es su rey. Con ellos combaten el divino Eneas, que ha de fundar el más vasto imperio del mundo, y los hijos de Príamo: Paris, el más bello de los hombres, y Héctor, domador de caballos, el héroe amado de su pueblo, cuya poderosa lanza ha sostenido la esperanza de los troyanos durante los nueve años de lucha.
Los dioses olímpicos también toman parte en el combate, protegiendo con su invisible poder a uno y otro campo. Minerva, la de los ojos claros, diosa de la sabiduría, y Juno, reina del nevado Olimpo, combaten al lado de los griegos. La blanca Venus, diosa del amor, y el fiero Marte, dios de la guerra, pelean al lado de los troyanos.
La belleza de una mujer es la causa de tan cruel guerra. Helena se llama, esposa de Menelao, rey de Esparta, la cual fue raptada de su patria por el amor de Paris, el brillante príncipe troyano, y permanece a su lado tejiendo tapices de púrpura en el palacio de Príamo.
Hombres y dioses luchan día tras días frente a los muros de Troya, y la victoria no acaba de decidirse. Hambrientos y tristes están los troyanos, llorando el infortunio que la belleza de helena ha traído sobre la ciudad. Y cansados de la inútil lucha están también los griegos, que acampan junto a sus negras naves de corva proa, cuyos maderos y cordajes se pudren carcomidos de algas y agua salada.
Un día el rey Agamenón injurió gravemente al héroe más valiente de sus ejércitos, al terrible Aquiles, arrebatándole una hermosa esclava ganada como botín en la batalla. Ante tal injuria la cólera del héroe se desató imponente y habló así al orgulloso rey:
—¡Tu codicia te perderá, rey Agamenón, corazón de ciervo! Por vengar a tu familia, ultrajada por el rapto de la bella Helena, abandoné mi patria y combatí a tu lado. Pero si éste es el trato que das a tus valientes, yo te abandono a tus fuerzas. Ni yo ni mis esforzados mirmidones pelearemos más junto a ti. Por este mi cetro, que antes fue árbol, lo juro; tan cierto como él no volverá a ser verde ni a dar hojas ni frutos, tus griegos han de acordarse de mi cuando yo no luche a su lado y caigan a centenares bajo el hierro de Héctor, el temido héroe de Troya.
Así habló Aquiles, el de los pies ligeros, golpeando furioso la tierra con su fuerte cetro remachado con clavos de oro. Y dicho esto se retiró a su tienda de troncos de abeto, adornada de escudos y pieles, y maldiciendo del rey comenzó a despojarse de su brillante armadura, arrojó su pesado escudo y su larga lanza de bronce, y lloró a su bella esclava con lágrimas amargas, pidiendo venganza a los dioses.
Al saberse estas noticias, el júbilo y la esperanza cundieron entre las filas troyanas, al mismo tiempo que el desaliento se apoderaba de los griegos, abandonados por el más grande de sus héroes. Muchos pensaron que allí era acabada la guerra, y ardiendo en deseos de regresar a sus hogares corrieron apresuradamente hacia las cóncavas naves, varadas en la orilla, dispuestos a botarlas al mar para partir.
Pero el prudente Ulises, empuñando el cetro de Agamenón, pastor de hombres, y arrojando al suelo su manto, corrió hacia las naves clamando:
—¡Deteneos, héroes y príncipes de Grecia! ¿Qué desaliento o qué miedo puede impulsaros a abandonar así, como medrosas mujeres, el lugar donde tantos hermanos vuestros han perecido? El triunfo será nuestro al fin y en bien corto plazo. Un portento nos lo anunció cuando emprendimos el camino de Troya. Recordadlo: bajo un árbol hacíamos libaciones y sacrificios a los dioses, implorando su apoyo. De pronto un dragón rojo salió del altar y saltó al árbol, donde había un nido de gorriones con ocho crías. La madre piaba angustiada sobre ellos, y el dragón devoró, uno tras otro, a los ocho polluelos y a la madre, quedando luego convertido en piedra. Esto quería decir el prodigio: lo mismo que el dragón devoró entre gemidos a los nueve pájaros, nosotros lucharemos con dolor nueve años. Al cabo de este tiempo el triunfo será nuestro y Troya será destruida. Recordadlo y empuñad nuevamente las armas, héroes de Grecia. El triunfo será nuestro; el noveno año del ascedio va a cumplirse.
Dijo el prudente Ulises, y sus palabras fueron acogidas con aclamaciones por los griegos, que, abandonando de nuevo las naves de corva proa, vuelven al campamento, empuñando sus lanzas y disponiendo para el combate los ágiles caballos y los carros sonoros.
Aquel día fue pródigo en hazañas por una y otra parte y rico en sangre de valientes. Abrazados y revueltos yacían por tierra amigos y enemigos.
Paris, el raptor de la bella Helena, culpable de la guerra, peleaba entre sus enardecidos troyanos, hermoso como un dios. De sus hombros colgaba una piel de leopardo, ceñían sus piernas fuertes grebas con hebillas de plata, su casco tremolaba al viento las largas crines y blandía en sus manos dos afiladas lanzas de bronce.
Al verle en el campo, Menelao, el esposo de la bella Helena, se lanzó hacia él, sediento de venganza, como el león contra el ciervo de enramadas astas. Pero la blanca Venus, viendo el peligro a Paris, su héroe predilecto, lo envolvió en una espesa nube, escondiéndole a los ojos de su adversario, al mismo tiempo que la flecha de un arquero hería a traición a Menelao.
Héctor, el del tremolante casco, el fuerte domador de caballos, orgullo y sostén de Troya, sembraba el espanto entre las filas griegas. Nadie podía resistir su empuje, semejante al del huracán en el bosque, y su hermano Paris, enardecido por la presencia del héroe, también luchaba esforzadamente a su lado.
Tal era el ardor de Héctor, que Minerva, la de los ojos claros, tuvo miedo de que su brazo decidiera en aquel día la victoria, y para evitarlo infundió en su corazón una loca soberbia, que le llevó a suspender la batalla, desafiando a los héroes griegos a luchar contra él solo, uno por uno.
Héctor dirigió a sus enemigos estas aladas palabras:
—Si vuestro campeón me vence en lucha leal, sean suyas mis armas, y entregue mi cadáver a los míos para que le hagan los honores fúnebres. Yo prometo hacer lo mismo si el triunfo es mío.
Un gran silencio reinó entre los griegos. Ante sus nobles palabras todos sentían vergüenza de rechazar el desafío; pero pocos se atrevían a aceptarlo.
Agamenón convocó a sus héroes, y nueve se adelantaron a luchar contra Héctor. Echadas las suertes, fue designado el gigantesco Ayax; el cual, orgulloso de pelear con tan esclarecido guerrero, avanzó hacia Héctor, guardándose detrás de su inmenso escudo.
Héctor arrojó su larga lanza de bronce, atravesando el escudo de Ayax; pero la afilada punta no llegó a la carne. Entonces el gigante lanzó la suya con vigoroso impulso, y atravesó el escudo de Héctor y la coraza, rasgándole la túnica y haciendo saltar la negra sangre. Pero no por eso se retiró Héctor del combate; sus manos cogieron un peñasco y lo lanzaron violentamente contra el escucho de Ayax, que resonó al fuerte golpe como un trueno. Luego desenvainaron las espadas, y acercándose uno a otro se disponían a seguir con ellas la lucha. Pero la noche venía encima y los heraldos suspendieron el combate, reconociendo el valor igual de griegos y troyanos. Entonces Héctor pronunció estas nobles palabras:
—Suspendamos, pues, el combate, ya que la noche se acerca. Pero separémonos como enemigos leales, haciéndonos ricos presentes, para que los tiempos venideros puedan decir en justicia que Héctor y Ayax han sabido pelear como leones y tratarse en la tregua con lealtad.
Y acercándose uno a otro, Héctor regaló a Ayax su espada guarnecida con clavos de plata. Ayax regaló a Héctor su tahalí de púrpura.
Desde que Aquiles, el de los pies ligeros, se retiró colérico a su tienda, los héroes griegos mueren a centenares delante de Héctor, y los troyanos se crecen día por día, a pesar de las portentosas hazañas del gran Diomedes y la fuerza del gigantesco Ayax y el valor del prudente Ulises, que habían jurado no regresar a su patria hasta que en Troya no quedase piedra sobre piedra.
Agamenón, rey de hombres, comprende al fin que el triunfo no estará de su parte mientras el terrible Aquiles no vuelva a combatir en sus filas. Y abatiendo su orgullo, decide ofrecerle nuevamente su amistad, devolviéndole la bella esclava que le arrebató y el regalo de sus carros de guerra, sus tesoros y lo mejor del botín que se tome el día en que en las murallas de Troya se rindan. Ayax y Ulises van a la tienda del héroe a llevar este mensaje, precedidos de dos heraldos.
A la puerta de su tienda de ramas de abeto encuentran al divino Aquiles, cantando antiguas hazañas de guerra al son de una lira de plata. Su fiel amigo Patroclo le escucha en silencio, tendido a su lado en el suelo. El héroe recibe a los mensajeros, ofreciéndoles las libaciones y los manjares de la hospitalidad. Después escucha el mensaje de Agamenón, y sin ceder en su cólera responde estas orgullosas palabras:
—Los presentes de Agamenón me son odiosos. Soy tan poderoso como él, y para nada quiero la amistad de su corazón cobarde. Nada haré en favor de los griegos hasta que los troyanos lleguen en su victoria hasta la puerta misma de mi tienda. ¡Pero ay de Troya ese día!
Con estas palabras los mensajeros se retiraron llenos de tristeza a la tienda de Agamenón, rey de hombres.
Triste amaneció hoy el día para los griegos. El gran Diomedes, el prudente Ulises y el mismo Agamenón están heridos por la flecha y la pica. A su alrededor caen amontonados los mejores soldados de Grecia, y los troyanos, guiados por el tremolante penacho de Héctor, llegan ya hasta las mismas naves, lanzando teas ardientes para incendiarias.
Patroclo, conmovido ante el dolor de sus amigos, penetra en la tienda de Aquiles, que escucha impasible el fragor del combate. Y derramando ardientes lágrimas le habla estas aladas palabras:
—¡Mal empleas tu valor, cruel Aquiles, cruzándote de brazos ante el dolor de los nuestros! Sólo la roca y el mar han podido engendrar tu duro corazón. Los mejores de nuestros héroes están heridos por la aguda flecha y la afilada lanza. Sólo Ayax resiste aún desde las naves, mientras los otros se revuelcan de terror ante Héctor, matador de hombres. Queda tú en la tienda si quieres cumplir tu palabra hasta el fin. Pero déjame a mí tus armas y tu carro; yo me presentaré con ellos en el combate, y los troyanos, confundiéndome contigo, retrocederán ante tu espada.
Dijo, y Aquiles, conmovido por el dolor de su fiel amigo, accedió a ello, entregándole no sólo sus armas, sino también el mando de sus hombres, los terribles mirmidones, que, lanzando gritos de júbilo, se aprestan al combate.
Patroclo toma las armas de Aquiles. Ajústase a las piernas sus grebas de broches de plata, protege su pecho con la labrada coraza, cuelga de su hombro la fuerte espada guarnecida de clavos de plata, embraza el ancho escudo y cubre su cabeza con el brillante casco, empenachado de largas crines de caballo. Sólo deja la poderosa lanza, que nadie más que Aquiles puede manejar. Y así armado, en el veloz carro de inmortales caballos, se lanza al combate seguido por los terribles mirmidones, a tiempo que en las naves griegas comienza a prender el incendio.
Al divisar el carro y las armas de Aquiles, el terror se apodera de los troyanos, que comienzan a huir en todas direcciones, retirándose de las naves y acogiéndose al amparo de las murallas.
Héctor, temblando de cólera, grita y combate animando a los suyos y conteniendo el ímpetu de los mirmidones con su lanza de bronce y su fuerte escudo guarnecido de pieles de toro.
El carro de Patroclo atropella a los que huyen; sus gritos y su lanza siembran la confusión en torno suyo. Los caballos troyanos, desuncidos, relinchan y galopan desbocados, como los torrentes que se despeñan bramando por las montañas cuando la tempestad descarga su lluvia sobre la negra tierra,
Sólo un héroe troyano se atreve a hacer frente a Patroclo, y cae desplomado bajo su lanza como la encina que se corta en el monte para tallar un mástil de navío.
Corto y brillante es el triunfo del héroe, que llega en su empuje hasta las mismas murallas. Un venablo le hiere, y las manos de los dioses desatan las correas de su armadura.
Por fin, el carro de Patroclo y el de Héctor se encuentran, y ambos se miran como el león y el jabalí que en la montaña se disputan un manantial. Pero Patroclo está herido: sus ojos se ciegan y el casco rueda de su cabeza. Así va a caer, desarmado, ante la lanza de Héctor, que se hunde en su carne. Patroclo, derribado en el suelo, pronuncia estas amargas palabras:
—No te alabes de mi muerte, orgulloso Héctor, que desarmado llegué a tus manos. Tampoco tú vivirás largo tiempo.
Así dijo, y la muerte le cubrió con su manto.
Cuando Aquiles supo por un heraldo la muerte de Patroclo, un gran grito de dolor estalló en su corazón. Derramó con ambas manos ceniza sobre su cabeza y se tendió llorando sobre el polvo.
Los mirmidones llevaron hasta su tienda el cadáver del héroe. Iba desnudo, porque Héctor, al vencerle, se apoderó, como botín, de su brillante armadura. Aquiles lloró, poniendo sus manos sobre el pecho del amigo. Mandó poner al fuego un gran trípode para calentar agua con que lavar la sangre. Lavó el cadáver y lo ungió con aceite. Después, colocándolo sobre el lecho, lo envolvió con una fina tela de hilo. Y toda la noche la pasó a su lado.
Al día siguiente, furioso y terrible como nunca, el divino Aquiles, resplandeciente de nuevas armas fabricadas por los dioses, entraba en la batalla para vengar la muerte de su amigo.
El hermoso Héctor, domador de caballos, acudía al palacio de Príamo para despedirse de su esposa y de su hijo. Los ancianos y las mujeres lloraban, presintiendo un día de desgracia para los suyos. También lloraba la hermosa Helena por la suerte de Héctor, el único héroe que aún no la odiaba por la desgracia que su funesta belleza había traído sobre Troya.
Pero Andrómaca, la esposa de Héctor, no estaba en el palacio bordando tapices en medio de sus esclavas, sino que desde las altas murallas, con su hijo en brazos, miraba ansiosa hacia el campo de batalla.
Al encontrarse los esposos se abrazaron tiernamente. Héctor fue a besar a su hijo, pero el niño, asustado por el brillo de las armas y el tremolante penacho de crin de caballo, rompió a llorar de miedo, ocultando su cabeza contra el pecho de su madre. Entonces, olvidados por un momento del horror de la batalla, los esposos rieron, abrazados sobre el cuerpo del pequeñuelo.
Héctor se quitó el casco de largas crines, que dejó en el suelo, y tomó en sus brazos al niño, besándole con ternura. Andrómaca, sonriendo en medio de sus lágrimas, miraba a su brillante esposo y al niño, tan pequeño en sus brazos, mientras al otro lado de la muralla corría la sangre de los héroes.
—¡Desdichado Héctor, esposo mío! —clamaba Andrómaca—. No te atrevas a luchar con el terrible rey de los mirmidones. Aquiles mató a mi padre en el sitio de Tebas, y mis siete hermanos han perecido tanibién al empuje de su fuerte lanza. Ten compasión de tu esposa y de tu hijo, noble Héctor. No salgas hoy al combate; no te enfrentes con el invulnerable Aquiles, protegido de los dioses.
—Por la gloria de mi padre y de Troya —respondió Héctor—, no puedo retroceder ante Aquiles. Presiento que el fin de nuestra ciudad se acerca. Entonces nuestras mujeres serán condenadas a la esclavitud y nuestros guerreros serán pasto de los perros junto a las cóncavas naves. ¡Cierre la negra muerte mis ojos antes de presenciar tanta desdicha!
Y así diciendo, Héctor se cubrió nuevamente con su casco, y dando el último adiós a Andrómaca y a su hijo se alejó hacia el campo de batalla.
Muchos guerreros han perecido ya bajo la lanza del terrible Aquiles. Tantos, que las aguas del río Escamandro, que desemboca junto a las naves, se desbordan llenas de sangre. El héroe huye del río desbordado y llega, acorralando a los troyanos, hasta las mismas murallas. Allí sus ojos se encuentran con los de Héctor, y Aquiles lanza un alarido de júbilo al ver al matador de Patroclo. Su lanza es semejante al rayo; su escudo de cinco capas, de oro y bronce, con abrazaderas de plata, relumbra al sol, y su aspecto sólo es comparable al de Marte, dios de las batallas.
Héctor siente desfallecer su fuerte corazón ante el aspecto terrible y deslumbrante del héroe griego. Da unos pasos atrás, cegado por su esplendor; pero Minerva, la diosa de los ojos claros, queriendo perderle, se presenta a él revistiendo la forma de su hermano y le dice estas palabras:
—Ánimo, mi buen hermano. Luchemos juntos contra Aquiles.
Héctor, confortado por la presencia de su hermano, hace frente al héroe divino, y antes de trabar combate le habla estas aladas palabras
—Escúchame, brillante Aquiles. Uno de los dos ha de morir aquí. Si la victoria es mía, te despojaré de tus armas, pero no insultaré tu cadáver, que entregaré a los tuyos para que lo lloren. Prométeme tú lo mismo y sean los dioses testigos de nuestro pacto.
Pero, mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
—No me hables, Héctor, de pactos que no pueden existir entre tú y yo, como no existen entre los leones y los hombres, ni entre los lobos y los corderos. Tú morirás hoy bajo mi lanza y los perros y los buitres destrozarán ignominiosamente tu cadáver, que arrastraré tres veces alrededor de la tumba de Patroclo.
Y así diciendo, arrojó con vigoroso impulso su larga lanza; pero Héctor se inclinó a tiempo, y la lanza de Aquiles se clavó temblando a su lado en el suelo. Minerva la recogió y se la devolvió a Aquiles sin que Héctor se diera cuenta.
El troyano lanzó la suya, que se clavó en el escudo del mirmidón, sin alcanzar a herirle. Volvióse a su hermano para pedirle una nueva lanza, pero su hermano había desaparecido. Entonces comprendió Héctor que todo había sido un engaño de los dioses, y que la hora de su muerte se acercaba. Y dispuesto a morir, empuñó su fuerte espada y se arrojó sobre Aquiles como el águila se lanza impetuosa desde las nubes sobre su presa en la llanura.
Pero Aquiles le esperaba a pie firme, y por las junturas de la coraza le hundió su larga lanza en la garganta. Así cayó Héctor, arañando con sus manos el polvo. Y habló al vencedor con apagada voz:
—Por tus padres te lo ruego, divino Aquiles: respeta mi cadáver, entrégalo a los míos y que los troyanos lo lloren en mi ciudad.
Dicho esto, la muerte le cubrió con su manto. Y su alma abandonó los miembros, llorando porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven.
Pero Aquiles no quiso escuchar su ruego. Le despojó de la ensangrentada armadura y llamó a los griegos, que acudieron, hiriendo todos el cadáver. Después, con tiras de piel de buey, le ataron por los pies al carro del vencedor y le arrastraron hasta las naves, chocando su cabeza contra el suelo y esparcida por el polvo su larga cabellera.
Desde las murallas, Andrómaca y sus padres contemplaban el horrible espectáculo, desganando sus vestiduras y llorando lágrimas desesperadas.
Muchos días lloró aún Aquiles la muerte de su amigo Patroclo, insultando el cadáver de Héctor. Pero los dioses, compadecidos del héroe vencido, cuidaban de noche su cuerpo, lavándolo y cerrando sus heridas.
Por fin, una noche hasta la tienda de Aquiles llegó el venerable Príamo, pastor de hombres y padre de Héctor. Y arrojándose a los pies del héroe abrazó sus rodillas y besó sus manos, suplicándole:
—¡Apiádate de mi vejez, oh poderoso Aquiles! Acuérdate de tu padre, que tiene la misma edad que yo, y conmuévate el dolor de un anciano. He engendrado muchos hijos valientes, que han muerto defendiendo a su ciudad, y el más hermoso de todos, mi querido Héctor, gloria y sostén de Troya, yace aquí, insepulto, como un perro, junto a tus naves. Devuélveme su cuerpo para que los troyanos lo lloren, rindiéndole el culto debido a los héroes. Apiádate de mí, que por amor de Héctor he hecho lo que ningún otro hombre se atrevería a hacer en la tierra: besar las manos del matador de mi hijo.
Estas palabras conmovieron a Aquiles. Y el cadáver de Héctor, envuelto en una valiosa túnica, fue al fin devuelto a Troya.
Los troyanos lloraron a gritos, por espacio de nueve días, sobre el cuerpo destrozado del héroe, cuya cabeza besaba Andrómaca desesperadamente.
Sobre una inmensa pira, en el campo de batalla, colocaron el cuerpo querido, prendiendo fuego a la leña. Apagaron luego con negro vino la llama y recogieron los blancos huesos y las cenizas en una urna de oro cubierta de púrpura. Y llorando lo volvieron en hombros a la ciudad.
Así celebraron los troyanos las honras de Héctor, domador de caballos.
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