El destino del dragón es ser vencido por el héroe. Y ese momento
de la lucha del héroe contra el dragón es un mitema frecuente
en varias mitologías. Desde los mitos mesopotamios
—donde la sierpe Tiamat es un protodragón de tremendas
fauces— hasta el cristianizado ejemplo medieval del san Jorge
que alancea desde lo alto a un dragón encogido entre las patas
de su caballo son incontables los fieros monstruos aniquilados
por los audaces guerreros, a lanza o espada. Unas veces es un
dios el que extirpa un dragón de su abrupto escondrijo para
quedarse con su santuario —como Apolo con la dragona Pitón
en Delfos— y otras es un héroe que pretende liberar así a una
bella ofrecida al monstruo —como hace Perseo al degollar al
dragón marino que aterrorizaba a Andrómeda—.
De todos modos, en las leyendas griegas no abundan las fieras
peleas con dragones. El más espeluznante es el que encon
tramos en la saga de Jasón, el que en un bosque de la Cólquide
guardaba insomne el famoso Vellocino de Oro. Es probable
que en versiones antiguas el mito argonáutico Jasón matara
—como cuenta Píndaro— al gran monstruo, largo como un
barco de cincuenta remeros y cuyos silbos estremecen el bosque
oscuro, pero en las versiones conservadas, como la de Apolonio
de Rodas, es Medea la que con un filtro mágico lo deja
dormido, mientras el héroe trepa sobre su lomo (según el poeta
latino Valerio Flaco) para descolgar el áureo pellejo del alto
árbol. El duelo del héroe y el dragón está aquí evitado.
Quien quiera leer un buen encuentro épico de ese tipo
debe acudir a las sagas germánicas. Ahí hallará el arquetípico
combate de Sigurd contra Fafnir, por ejemplo. Sigurd con su
gran espada Gram y con el consejo de Odín mata de una tremenda
estocada al monstruo e incluso dialoga con el dragón
moribundo. En la épica anglosajona encontramos el repetido
combate del héroe Beowulf, en el poema de su nombre, contra
dos oscuros y enormes dragones. En relatos de otros pueblos
hallamos diversos e imponentes dragones (véase por ejemplo
los de la antología juvenil de R. L. Green A Book o f Dragons),
siempre vencidos por los héroes.
Entre los escritores modernos de aventuras fantásticas
quien ha reintroducido la figura del dragón de modo más clásico
ha sido Tolkien, quien, según sus palabras, desde niño «sintió
un largo anhelo de dragones» y lo satisfizo luego en El hobbit
y en otros textos de ficción hoy famosos. El dragón guarda
un tesoro y es una enorme criatura maligna, pero el héroe de
Tolkien —que no es un príncipe ni un gran guerrero ni pretende
la mano de ninguna princesa cautiva— lo vence de acuerdo
con su estupendo destino. Otros escritores del género fantástico
prodigan todavía más los dragones. No sé si por haber sentido
los mismos anhelos de tan tradicionales monstruos o por un
fácil mimetismo. El dragón es un primo del dinosaurio, pero
adaptado al reino de la fantasía.
En la literatura griega el dragón más lamentable que recuerdo
es el que aparece en una novelilla bizantina: Calimaco
y Crisórroe. Ese dragón, anónimo, como son los del cuento
popular a diferencia de los de la prestigiosa familia de los dragones
épicos, retiene a la bella Calírroe prisionera en un misterioso
castillo de oro. No se describe su atroz figura, pero presenta
algunos rasgos humanoides: emplea un látigo para azotar
a la bella cautiva y guarda su propia espada en un armario. Ahí
se la encuentra el héroe, cuando se esconde —como suele suceder
en los cuentos de ogros—, con oportuna cautela antes de
pasar a la acción.
El bravo Calimaco sale de su escondite y, ¡zas!, de un tajo
descabella al monstruo, aprovechando que dormía una siesta
profunda. Más adelante en la novela, el héroe debe enfrentarse
a un segundo dragón de terrible aspecto, pero que es sólo un
fantasma nigromántico. Antropófago y enamoradizo —como
otros dragones más respetables— el de esta novela bizantina es
el más torpe y triste de su género. Lo rememoro como una
muestra de hasta dónde puede llegar la decadencia de un
monstruo de tan mítico abolengo. La escena es aquí casi parodia,
no intencionada tal vez, del episodio arquetípico.
Los dragones —ya sean épicos o de los cuentos maravillosos—
merecen un respeto. Sólo un gran héroe merece un buen
dragón. Los dragones nórdicos parecen los más tenebrosos y
los de mejor calidad.
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