Dafne fue una bella ninfa, hija de la Tierra y de un
río, ya el arcadlo Ladón o el tesalio Peneo, que amada por
Apolo se negó a los anhelos eróticos del dios. Escapó de sus
abrazos y él la siguió en desbocada carrera, y cuando ya Apolo
la alcanzaba, la ninfa imploró a su madre una salvación y
se metamorfoseó en árbol. Es el laurel, que lleva su mismo
nombre (en griego dáphne). Apolo tuvo que resignarse a su
fracaso. Por eso el laurel gozó de su predilección y el dios se
hizo una corona de sus hojas, como luego se hicieron de laurel
las simbólicas coronas que se ofrecían a los vencedores en
los certámenes poéticos y en algunos juegos atléticos apolíneos.
Los poetas, pintores y escultores han recordado ese momento
en que la ninfa fugitiva se trasforma de súbito en un árbol,
y es aún una bella mujer con ramos por brazos y unas bellas
piernas enraizadas en plena carrera, a la que el dios tiende
impotente sus manos rapaces. La escena se difundió en el Renacimiento
a partir de la descripción de Ovidio, en el libro I de
sus Metamorfosis (452-567), de múltiples ecos. Como, por
ejemplo, el del famoso soneto de Garcilaso que comienza:
A Dafne ya los brazos le crecían
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el oro escurecían;
de áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros que aún bullendo estaban;
los blancos pies en tierra se hincaban
y en torcidas raíces se volvían...
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