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viernes, 29 de marzo de 2019

La lección de música

Wen Rouchun descendía de una vieja familia de letrados del Shanxi. Desde la
infancia había sido un apasionado de la música. Terminó incluso abandonando el
estudio de los clásicos para ir a hacer cursos con los maestros de música más
reputados de la provincia. Pasaba, pues, la mayor parte de su tiempo ejercitándose
con el laúd. Para gran disgusto de sus padres, fracasó en los exámenes de mandarín.
Como ya no podía soportar los reproches de su padre, un buen día se escapó de la
residencia familiar. Empezó a ganarse la vida como músico ambulante.
Una tarde, mientras tocaba en la plaza de un pueblo, Wen Rouchun vio entre la
multitud de curiosos a un viejo taoísta, vestido con un atuendo de tela basta
remendada, apoyado sobre un bastón de bambú y que llevaba en bandolera una bolsa
donde se adivinaba la forma de un laúd. El anciano prestó atención al concierto
durante un instante y luego siguió su camino. Tras concluir su fragmento, el joven
letrado corrió tras él y le abordó en estos términos:
—Perdona mi osadía, venerable, pero, ya que tú también pareces ser músico, me
gustaría escuchar tu opinión sobre mi actuación y recibir tus consejos.
El viejo taoísta hizo un mohín de apuro:
—No careces de talento ni de habilidad para producir bellos sonidos. ¡Tu música
tal vez alegre el oído de algunos aldeanos, pero no creo que pueda cautivar a los
pájaros!
Y sin añadir nada más, el solitario siguió su camino.
Confuso e intrigado, Wen Rouchun siguió al taoísta de lejos, con la esperanza de
oírle tocar en un próximo alto, curioso por saber qué música tocaba.
A la caída de la noche, el viejo se detuvo en un claro y sacó el instrumento de su
funda. El joven letrado se quedó escondido entre los matorrales, impaciente por
escucharle. En cuanto vibraron las cuerdas del laúd, empezó a desgranarse una
melodía de belleza inefable. Una brisa perfumada hizo que se estremecieran las hojas
de los árboles, y dos grullas blancas, iguales a dos espíritus mágicos, se posaron en el
claro con una gracia infinita. Modulando sus cantos de acuerdo con la música,
desplegaron una danza nupcial fantasmagórica a la luz dorada del crepúsculo.
Con las últimas notas de la melodía, las grullas levantaron el vuelo y
desaparecieron en el sol poniente. El letrado se precipitó entonces a los pies del
anciano y le suplicó que le enseñara su arte.
El joven músico marchó así tras las huellas del anciano. Éste le enseñaba
melodías, se las hacía repetir, le corregía, unas veces paciente, otras irascible o
irónico, siempre tacaño en cumplidos.
Al cabo de cuatro años de vagabundear juntos, el maestro de música le dijo a su
discípulo:
—Ya no tengo nada que enseñarte. Sabes tocar, conoces los modos y los ritmos,
posees la técnica, tus dedos son ágiles.
He intentado hacer que penetraras en el corazón de nuestro arte, pero sólo has
tocado la corteza. El paso decisivo debes darlo tú solo. Busca, y cuando pienses
haberlo alcanzado, reúnete conmigo. Te esperaré en la gruta del Manantial de Jade,
en el monte de los Tres Picos.
Y sus caminos se separaron.
Pasaron tres años. Una bella mañana, en pleno verano, Wen Rouchun se presentó
ante la gruta donde le esperaba su maestro.
—Piensas, entonces, que has franqueado el umbral…
—Creo que sí, Maestro. El otro día toqué en el palacio de un prefecto. Era una
melodía del modo Chang, el del otoño. Un viento fresco se precipitó en la sala, dentro
se arremolinaron hojas muertas y las lágrimas rodaron sobre las mejillas del
auditorio.
—Pues entonces, sígueme, y muéstramelo. Cuando se descubre el camino, el
verdadero artista puede encontrarlo a su manera.
Y el maestro arrastró a su discípulo hasta la orilla del lago de la Paz celestial. Se
instalaron sobre un peñasco que dominaba las aguas tranquilas donde el cielo parecía
brotar de las profundidades de la tierra.
—Tócame algo en el modo Yu.
Wen Rouchun tomó su laúd, lo afinó, desgranó los sonidos e improvisó una
melodía. De repente, al viejo taoísta le embargó una violenta cólera:
—¡Sólo oigo notas, pero no música! ¡En el palacio del prefecto debiste dejarte
engañar, sin duda, por las apariencias, cegado por tu orgullo! A veces en verano
sucede que algunas hojas agostadas por la sequía caen de los árboles, y debió de ser
una corriente de aire lo que hizo llorar a tu auditorio. ¡Pero aquí no ocurre nada!
Tocas el modo del invierno, pero ¿dónde está el viento helado? ¿Se ha congelado el
agua del lago, ha empezado a nevar? Sólo tocas con los dedos. ¡Tu corazón es más
duro que este peñasco; la música del Tao jamás podrá fluir en él!
Y el maestro arrancó el laúd de las manos del alumno, y lo hizo pedazos contra el
peñasco. Cuando el instrumento se rompió, haciendo resonar un quejido desgarrador,
fue como si el corazón de Wen Rouchun se partiera en dos. Lloró y permaneció
postrado, sacudido por los sollozos. Lloró toda la noche estrechando entre sus brazos
su laúd roto, y no se durmió más que con los primeros resplandores de la aurora.
Al final de la mañana, el viejo taoísta despertó a su discípulo y le arrastró de
nuevo hasta el borde del lago. Le hizo sentarse sobre el peñasco, le tendió su propio
laúd y le dijo:
—Inténtalo otra vez. Será la última. El fracaso del alumno es también el del
maestro. Si fracasas, me arrojaré a las aguas del lago.
Y el maestro bajó hasta la orilla.
Con los ojos enrojecidos, y el corazón rebosante de una desesperanza infinita,
Wen Rouchun pulsó de nuevo las cuerdas en el modo Yu. Poco a poco, un viento
helado empezó a gemir, haciendo que la superficie del lago se agitara. El músico vio
la silueta de su maestro, que caminaba sobre las aguas. Comprendió entonces que el
lago se había congelado. Lo había conseguido. Esbozó una sonrisa y su mano quedó
suspendida sobre fas cuerdas.
—¡Cuidado! —bramó en el viento la voz del viejo taoísta—. ¡Sigue, si no me voy
a ahogar! ¡Y quédate con mi laúd, es mi regalo de despedida! ¡Lo necesitarás para
enseñar nuestro arte!
Wen Rouchun siguió tocando. Y entonces oyó un aleteo.
Ahí donde, hacía un instante, caminaba su maestro sobre el espejo del lago, no
vio más que una grulla blanca que levantaba el vuelo. Y ésta desapareció por encima
de los tres picos nevados con gritos semejantes a risas.

El pretil

El príncipe de Tsinn estaba banqueteando con sus cortesanos. La comida se había
regado abundantemente. El soberano, un poco achispado, decía palabras
deshilvanadas, y en ocasiones muy extravagantes, a las que sus favoritos respondían
con halagos untuosos. De repente, el príncipe estiró las amplias mangas de su traje,
lanzó una exclamación de satisfacción y declaró:
—No existe mayor felicidad que la de ser monarca. ¡No hay que rendir cuentas a
nadie y ninguno se atreve a contradecirte!
Kuang, su maestro de música, que estaba sentado frente a él, tomó entonces su
laúd y se lo arrojó a la cara. El príncipe brincó de su asiento, esquivando así el
instrumento, que se hizo pedazos contra el muro con un gemido lastimero.
Indignados, los cortesanos se levantaron y protestaron enérgicamente. Uno de
ellos le preguntó al músico:
—¿Cómo has osado levantar la mano contra tu soberano?
—¡Jamás haría yo nada semejante! —se ofendió el maestro de música—.
Sencillamente he querido corregir a un usurpador que había tomado el puesto del
príncipe.
Y señaló el asiento vacío del monarca diciendo:
—¡He oído, procedentes de ese sitio, palabras indignas de un soberano!
Algunos dignatarios, irritados, habían echado mano al grosero personaje. Lo
arrastraron ante el príncipe de Tsinn para preguntarle a su Majestad qué castigo
quería que se le infligiera. Pero el soberano se echó a reír y dijo:
—Soltadlo. ¡Me es mucho más útil que vosotros, ya que él me sirve de pretil!

El peral mágico

Era el tenderete de frutas más hermoso del mercado. Enormes pirámides de
manzanas, peras, albaricoques, membrillos, rutilaban y daban su fragancia al sol. Los
precios estaban a la altura de aquel soberbio producto, para mayor beneficio del gran
comerciante que se movía con solemnidad y tono acaramelado tras su balanza un
tanto manipulada, como lo requería la moda de los mercaderes de aquellos tiempos.
Un pordiosero harapiento, tocado con un viejo gorro de taoísta, totalmente raído,
se detuvo ante aquel apetitoso espectáculo. Mendigó una pera.
—¡Ni hablar! —contestó el comerciante—. Mendigos de tu calaña callejean por
decenas. ¡Si le doy a uno, se presentarán los demás como un enjambre de moscas y al
final tendré que cerrar el negocio!
—Aunque sea una fruta estropeada —suplicó el vagabundo—, no he comido nada
desde hace días.
El mercader salió de detrás de su mostrador y gritó:
—¡Lárgate antes de que pierda la paciencia!
Pero terció un guardia bonachón que estaba de servicio en la plaza. Compró una
pera y se la dio al desgraciado. Éste esbozó una sonrisa y dijo, haciéndole seña de que
le siguiera:
—Ven, para agradecértelo yo también voy a ofrecerte peras. ¡A ti y a todo tu
regimiento!
—Pero ¿qué dices, viejo loco? ¿Cómo podrías comprarlas?
—No es necesario pagarlas. ¡Las cogeré de un árbol!
—Pero ¿dónde está tu árbol?
—¡Aquí dentro!
El mendigo mostró la fruta que tenía en la mano, le dio un mordisco y extrajo una
pepita.
—Aquí está, no queda más que dejarlo crecer. ¡Ve a buscarme una pala y un poco
de agua caliente y verás, dará frutos antes de la puesta del sol!
El guardia llamó a unos compañeros que pasaban por ahí, e hizo repetir sus
palabras a aquella especie de tonto del pueblo. En medio de la hilaridad general, le
prometieron al mendigo que le procurarían lo que pedía. Un guarda regresó al poco
con una pala, otro con un hervidor, ¡y toda una multitud de curiosos siguió al loco
para ver qué tonterías soltaría aún!
El vagabundo se detuvo en medio de la plaza, cavó un agujero, plantó la pepita y
la regó con el agua hirviendo. Inmediatamente, ante la boquiabierta asamblea, ¡de la
tierra asomó un brote que empezó a crecer a ojos vista! Se formó un tronco, se
ramificó, las ramas se cubrieron de hojas y de flores. Éstas se abrieron y de ellas
crecieron decenas de peras que se hincharon, tan radiantes y perfumadas como las del
tenderete de aquel tacaño mercader. Éste, por lo demás, se había unido a la multitud,
dando codazos también, con la esperanza de beneficiarse de la distribución general
que el mendigo había iniciado tras recoger las peras de su árbol. ¡No hay beneficio
pequeño! Además, nuestro comerciante se arrepentía de no haberse puesto de entrada
a bien con aquel extraño vagabundo que tenía más de un truco en su bolsa de mago.
¡Hubiera debido tener más en cuenta su gorro de taoísta totalmente ajado! Pensó
también que, por otra parte, tal vez no fuera demasiado tarde para invitarle a su mesa
y sonsacarle un secreto tan jugoso.
Pero el mendigo, una vez repartidos todos los frutos, reclamó un hacha. Le
trajeron una y aguardaron, pendientes de sus gestos, a ver qué hacía con ella. Cortó el
peral por la base y, con paso tranquilo, abandonó la plaza, arrastrando el árbol tras de
sí. Franqueó la puerta del oeste y desapareció por la carretera en medio de una nube
de polvo que borraba la huella de sus pasos.
El gran comerciante no intentó alcanzarle. Regresó a su tienda con las manos
vacías, ya que nada recibió en el reparto general. Encontró entonces llorando a su
dependiente, quien le explicó que la pirámide de peras había desaparecido
misteriosamente del tenderete. ¡De ahí provenían, pues, los frutos sabrosos y
sustanciosos que aquel maldito taoísta había repartido con tanta generosidad!
Todo lo demás era ilusión. Y al tacaño le sobrevino a causa de esto una ictericia.

Aprender a cabalgar sobre el viento

El joven Yin Sheng había oído decir que Liezi había penetrado los misterios del Tao y
podía cabalgar en el viento. Deseoso de averiguar el secreto del viejo maestro,
consiguió ser admitido entre el reducido número de sus discípulos. Pero varios meses
después seguía sin recibir enseñanza alguna. El maestro Lie no le había dirigido la
palabra ni una sola vez, ni siquiera le había agraciado con una mirada.
Entonces, un día, el discípulo abordó al sabio y le mendigó una palabra de verdad,
una palabra que le pusiera en la Vía. Liezi no le respondió nada y siguió su camino.
Al día siguiente, Yin Sheng fue a despedirse con un mohín de disgusto. El
maestro Lie le dejó marchar sin decir nada.
El discípulo regresó varias semanas después.
—¿Qué significan todas estas idas y venidas? —preguntó Liezi.
—Estaba irritado contigo, Maestro, pues no me has dado la más mínima
enseñanza aunque hace varios meses que estoy en tu escuela. Pero he reflexionado: te
pido humildemente perdón y te ruego que me ilumines sobre tu conducta.
—Eso está mejor —prosiguió el sabio—. Siéntate y escucha cómo me enseñó mi
Maestro a mí. Transcurrieron tres años de completo silencio, durante los cuales mi
boca no osó pronunciar una sola palabra, hasta que mi Maestro se dignó echarme una
mirada. Entonces empecé a hablar, teniendo buen cuidado de no emitir ningún juicio
sobre las cosas y los seres. Después, al cabo de cinco años, mi Maestro me dirigió
una sonrisa. Desde ese día, fui perdiendo poco a poco la costumbre de juzgar
mentalmente, ya no sabía distinguir entre el bien y el mal, la belleza y la fealdad, la
afirmación y la negación. Y al cabo de siete años, mi Maestro finalmente me invitó a
sentarme sobre su estera para hacerle una pregunta. No me respondió más que con un
gesto. Meditando ese gesto acabé siendo incapaz de percibir la diferencia entre lo
interior y lo exterior. Luego, al cabo de nueve años, mi Maestro me dirigió una
palabra. En ese preciso instante, mi espíritu se quedó paralizado y tuve la impresión
de que mi cuerpo se disolvía, de que mi carne y mis huesos se licuaban. Y fui
arrebatado por un soplo de aire, como una hoja caída del árbol, como una brizna de
paja.Y Liezi estalló de repente en una risotada atronadora.
—¡Y tú, que ni siquiera has pasado un año junto a tu Maestro, ya desearías
cabalgar en el viento! Tu cuerpo está demasiado lleno de deseos, tu espíritu, de
impaciencia, ¿cómo podrías moverte en el Vacío?

Tigresa blanca y Dragón de jade

La bella Tai Yin Nu aceptó, por piedad filial, casarse a los diecisiete años con el
hombre que sus padres le habían elegido, un tabernero rico y patán. El matrimonio
fue un desastre. Pese a su buena voluntad, ella no logró amar a su marido, y menos
aún que él la amara, aun cuando le gustaba tenderse sobre ella. Como si hubiera
quedado contaminado por los pilares de su establecimiento, en unos años se convirtió
en un borracho impenitente, uno de esos que cada noche se desahogan con su mujer.
La sonrisa de su hijo era el único consuelo de Tai Yin Nu, y el único regalo que su
marido le había hecho nunca.
Al cabo de diez años de matrimonio, al tabernero se lo llevó la cirrosis. Para
sobrevivir con su hijo, su viuda tuvo que llevar sola la taberna. Muchos hombres la
rondaban como abejorros en torno a una flor. Pero ella ya no quería a ningún hombre.
La taberna de la hermosa viuda siempre estaba a rebosar, y los clientes le
quitaban demasiado tiempo y energía. Agotada, se volvió irritable, incluso con su
hijo. Éste sufría por el hecho de ser rechazado por su madre y, un buen día, como si
quisiera llamar su atención, enfermó. Los médicos de los alrededores no supieron
encontrar el remedio, y el estado del muchacho empeoró de día en día. Desesperada,
hizo venir a un adivino que le aseguró que el niño no estaba poseído por un espíritu
maligno, pero que su mal era poderoso y podría ser fatal si no se atajaba a tiempo.
Según el Yi Jing, había que actuar con rapidez. Le aconsejó que fuera en busca de Tai
Hsuan Nu, la Dama de los Grandes Misterios, la Inmortal que vivía con sus
discípulos en la montaña.
Tai Yin Nu confió su hijo a su madre, cerró el establecimiento y tomó el camino
de las nubes. La taoísta sin edad la recibió en su santuario cavernario donde
preparaba a los candidatos al renacimiento espiritual en el vientre de la montaña. La
Inmortal miró a la bella atormentada con sus ojos penetrantes y, sin siquiera
preguntarle, le dijo:
—Tengo las hierbas que se necesitan para detener el mal, pero el niño no sanará
verdaderamente más que cuando su madre haya restablecido en sí misma las
condiciones de la armonía.
Luego la invitó a quedarse unos días para hablarle del Tao y darle consejos
prácticos para cultivarlo. Finalmente ofreció a su visitante una mezcla de plantas y un
ejemplar del Tratado de las Cinco Joyas. Cuando la acompañó hasta la entrada de la
gruta, la animó a seguir la Vía y la exhortó a regresar para recibir más instrucciones.
La nueva adepta recuperó la paz interior, y su hijo, la salud. Contrató a una camarera
para que le ayudara en la taberna y consagró tiempo a practicar los ejercicios taoístas
y a estudiar el libro, sin desatender a su hijo. Tai Yin Nu regresó con regularidad a la
caverna de la Inmortal para profundizar su comprensión de la Vía.
Un día, la Dama de los Grandes Misterios le dijo:
—Es inútil que regreses. Nuestros caminos se separan aquí. Pronto abandonaré
este mundo. Encontrarás a un nuevo maestro.
Tres días después, un hombre extraño entró en la taberna de la hermosa viuda.
Sus prendas descoloridas y raídas eran las de un vagabundo, pero sus finos rasgos y
sus gestos delicados delataban al letrado. Permaneció largo rato bebiendo a pequeños
sorbos un licor suave mientras observaba a la dueña del establecimiento. Ella quedó
subyugada por la luz negra de su mirada, que sabía encontrar el camino de su alma y
hacer saltar los cerrojos de su corazón. ¿Era ese hombre tan distinto de los demás?
¿Era también él un adepto? Quiso salir de dudas y, en el momento en que él tenía que
pagar la cuenta, retuvo a la camarera y fue en persona a reclamarle cinco monedas de
cobre, lo cual era demasiado caro por un vaso de licor. Él las sacó del bolsillo sin
pestañear y las colocó sobre la mesa de manera que formaran el diagrama de los
cinco elementos. Ella le preguntó si sabía contar. Él sonrió y respondió:
—Al norte, el Agua: uno. Al sur, el Fuego: dos. Al este, la Madera: tres. Al oeste,
el Metal: cuatro. Y en el centro, la Tierra: cinco.
Ella prosiguió:
—Cuentas bien. ¿Qué camino sigues?
—Estoy sobre la pista de una Tigresa blanca.
—Y yo sobre la de un Dragón de jade.
—Entonces, ¡quizá nos hemos encontrado! ¿Cómo te llamas?
—Tai Yin Nu, la Dama del Gran Yin. ¿Y tú?
—Yo soy Tai Yang Zi, el Maestro del Gran Yang.
Y se rieron con ganas. Luego ella le invitó a su cuarto de meditación, pues tenían
muchas cosas que contarse. Uno y otra habían encontrado a su maestro.
Permanecieron juntos, compartieron sus secretos, se ayudaron mutuamente en su
búsqueda. Se entregaron con frecuencia al juego del Tallo de Jade y del Loto rojo,
practicando así la condensación del Soplo del Dragón. Los taoístas afirman que dos
hornos unidos uno al otro activan más la transmutación alquímica que hace inmortal.
Dicho de otra manera, se amaron, eso fue todo. Y ¿acaso el amor no es el Tao de
la eterna juventud?

El sabio y el adivino

Liezi estudiaba desde hacía varios años con el venerable Hu. Un día le hizo una visita
y le dijo:
—Maestro, vengo a despedirme. Me he encontrado con un sabio que está más
adelantado que tú en el camino del Tao. Voy a ir a estudiar con él.
—Bueno, muy bien —contestó el viejo Hu con un fulgor divertido en la mirada
—. ¿Y quién es ese gran sabio?
—Se llama maestro Ji. Es adivino y mago. ¡Posee grandes poderes: cura a los
enfermos, puede ver el futuro, puede incluso predecir el día y la hora de nuestra
muerte!
—¡Maravilloso! Me encantaría conocer a ese gran maestro y aprovecharme yo
también de su saber. ¿Puedes presentármelo?
Al día siguiente, Liezi regresó a casa de su maestro con el famoso adivino, que
llevaba todos los avíos de su función: un gorro adornado con espejos, una capa
amarilla bordada con trigramas, una espada mágica.
Tras la entrevista. Liezi acompañó al mago en su camino de vuelta. Éste le dijo:
—Tu maestro está muy enfermo. Si no recibe la asistencia adecuada, no pasará de
esta semana. Volveré mañana para probar un tratamiento cuyo secreto obra en mi
poder. Pero no estoy seguro del resultado, pues su estado es muy preocupante.
Liezi regresó corriendo junto al maestro Hu para repetirle, muy alarmado, las
palabras del adivino.
Al viejo sabio le sacudió una gran risotada y dijo:
—Sólo manifiesto lo que deseo mostrar. Le he escondido mi energía vital y me
cree en el umbral de la muerte. ¡Esperemos hasta mañana y tu mago tendrá una
bonita sorpresa!
Cuando a la mañana siguiente el adivino entró en casa del viejo Hu, dio un grito y
huyó corriendo. El sabio dijo entonces a su discípulo:
—¡Alcánzale y pregúntale qué le ocurre!
Liezi corrió tras el mago y le rogó que le explicara su actitud. Éste, temblando de
pies a cabeza, balbuceó:
—No comprendo, nunca he visto nada parecido… Ayer estaba moribundo, y hoy
me ha parecido ver un dragón que iba a lanzarse sobre mí. Era terrorífico.
Liezi regresó junto a su maestro para repetir las palabras del adivino. Y el
venerable Hu levantó el liquen de sus cejas y suspiró:
—Me he mostrado ante él en el estado de unión perfecta con el Tao, el Gran
Vacío, el Origen insondable de todo. ¡Y a tu famoso maestro le ha entrado vértigo!


Antídoto

La suegra y su nuera vivían bajo el mismo techo. Desde el principio, las dos mujeres
no podían soportarse. Con el tiempo, acabaron por detestarse. La vieja, de carácter
muy desabrido, hacía uso de sus prerrogativas de anciana y tiranizaba a su hija
política. La espiaba sin cesar, acechando la más mínima ocasión para hacerle
reproches: la limpieza estaba mal hecha, la sopa no lo bastante caliente, el arroz
demasiado cocido, iba maquillada como una prostituta, ¡de todo le decía! El marido,
cobarde como la mayoría de los hombres en esta situación, se cuidaba mucho de
tomar partido.
La vida de la joven se había vuelto intolerable y sentía un odio sin límites por su
verdugo de suegra. Decidió hacerla desaparecer con discreción, recurriendo a la
magia o al veneno. Una de sus amigas de la infancia, en quien tenía plena confianza,
le aconsejó que fuera a consultar a una anciana muy sabia en materia de plantas
medicinales, drogas y sortilegios. Vivía en una cabaña de ramas, a algunos li del
pueblo, en el fondo de un estrecho valle.
La solitaria llevaba un vestido de paja de arroz trenzado. Una abundante melena
plateada escondía la mayor parte de su rostro. Sin manifestar la menor emoción,
escuchó la siniestra demanda. Cerró los ojos largo tiempo y por fin contestó:
—En materia de veneno, hay que ser prudente, no precipitar en absoluto las
cosas. Conviene emplear pequeñas dosis para no dejar huellas, no atraer las
sospechas. Voy a darte una mezcla de hierbas tóxicas que actúan muy lentamente.
Para activar su efecto, deberás masajear a tu suegra dos veces al día. Pero, para que
acepte ese tratamiento, primero echarás diez gotas de esta preparación en su comida.
Estará enferma unos días. Cuando el médico del pueblo la haya auscultado sin
encontrar remedio alguno, manda a buscarme. Entonces daré mi prescripción.
La chamán le entregó un frasco y le reclamó una considerable suma de dinero a
cambio de sus servicios.
El plan se desarrolló como estaba previsto. La anciana de la montaña fue llamada
junto a la cabecera de la suegra. Prescribió una tisana y masajes dos veces al día
durante un mes. Enseñó a la nuera cómo darlos.
Por la virtud de los masajes cotidianos, la suegra se distendió, y su carácter
mejoró. Las dos mujeres se acercaron, sus energías se armonizaron. Al cabo de
quince días, se habían vuelto como madre e hija, unidas por un verdadero afecto. A la
nuera le asaltaron los remordimientos. El veneno administrado desde hacía dos
semanas tal vez hubiera obrado ya de forma irreversible. Corrió hasta la cabaña de la
maga para pedirle un antídoto.
La anciana levantó la maraña de su cabellera con los peines de sus dedos,
mostrando así un rostro iluminado por una magnífica sonrisa.
—No te preocupes, hija mía, la tisana es inofensiva. Incluso es beneficiosa. Todo
se ha desarrollado tal como yo lo había previsto. La práctica del Tao nos enseña a
transformar lo negativo en positivo.
Fue como una revelación para la joven. A partir de ese día volvió a visitar con
frecuencia a la anciana de la montaña para seguir sus huellas por los senderos de la
sabiduría. Luego la sucedió como médico de los cuerpos y de las almas.

El premio de la compasión

El príncipe Meng Sun estaba de caza con algunos cortesanos. Acorralaron a una
cierva y a su cervatillo. Los cazadores iban a atraparlos cuando, en el último
momento, la madre se les escapó saltando por encima de un arroyo fangoso, y huyó
entre los matorrales. Su pequeño dudó un instante en seguirla. Impetuoso, el príncipe
brincó como un tigre sobre el cervatillo y consiguió capturarlo. Se lo confió, no sin
disimular una sonrisa de satisfacción, a Tsinn Xi Ba, uno de los miembros de su
séquito, para que lo llevara al palacio. Mientras éste le ponía al animal una cuerda al
cuello para poder tirar de él, el príncipe volvió a montar a caballo y tomó el camino
de regreso con el resto de su escolta.
Unas horas después, el príncipe hizo venir a Tsinn Xi Ba para preguntarle cómo
estaba el cervatillo y en qué parte del parque lo había puesto.
El cortesano se prosternó tres veces rostro en tierra y, sin levantar la cabeza,
contestó:
—Que Su Alteza le conceda su perdón a su miserable servidor. ¡He dejado que el
gamo se escape!
—¿Cómo es posible?
—La cierva nos siguió y, pese al peligro, vino a lamer a su pequeño. No tuve
corazón para separarlos y solté al cervatillo.
El príncipe golpeó con el puño el brazo de su asiento y, fuera de sí, exclamó:
—¡Has desobedecido mis órdenes! ¡Qué insolencia! Quedas desterrado de mis
Estados. ¡Lárgate cuanto antes!
Tres meses después, el príncipe hizo regresar a Tsinn Xi Ba del exilio para
confiarle el puesto de preceptor.
A un cortesano envidioso, que se asombraba de que recompensara así a aquel
impertinente que le había desobedecido de manera descarada, el príncipe le contestó:
—Si tuvo compasión de un cervatillo, la tendrá sin duda de mi hijo. ¿Y acaso ese
noble sentimiento no es el más preciado que se puede transmitir? Además, ¿acaso no
dijo el venerable Lao Tse: Ser sabio es conocerá los hombres, ser humano es
amarlos?…

La sombra del cerezo

A la salida de una localidad, a orillas de un lago que bañaba el pie de una montaña
serena, se encontraba delicadamente colocada, en su joyero de verdor, una casa
grande y bonita. Estaba hecha con un basamento ocre de sillares y levantada con
tabiques de madera con amplias aperturas primorosamente trabajadas. La rodeaba un
agradable vergel, cercado a su vez por una tapia baja de ladrillos encalados y cubierta
con tejas rosas barnizadas. Era la residencia de un viejo comerciante regordete a
quien su sentido de los negocios le había asegurado un desahogo más que
confortable.
Dentro del jardín, en los límites de la propiedad, había un cerezo de edad
respetable que dispensaba una sombra generosa. En verano, huyendo de la
chicharrina de su casa, al ricachón le agradaba descansar allí, abanicado por la brisa.
Apreciaba particularmente el momento en que la sombra pasaba por encima del muro
de su propiedad para estirarse hasta la orilla del lago. Allí permanecía tumbado largas
horas, mecido por el murmullo de las aguas y el canto de los juncos, cautivado por
los reflejos de las montañas en el espejo del lago.
Pero un día de canícula, cuando el mercader cruzaba el pórtico para encontrarse
de nuevo con la sombra de su amado cerezo, ¡se llevó la desagradable sorpresa de ver
a alguien tumbado en su lugar! Sólo podía tratarse de un extranjero, ya que nadie de
los alrededores habría tenido semejante osadía. Su emplazamiento estival era
conocido y respetado por todos, y a nadie le hubiera favorecido contrariar a este
notable poderoso.
El viejo ricachón apostrofó al desconocido:
—¡Márchate! ¡Ése es mi sitio!
—¿Tu sitio? —preguntó el extranjero levantando la cabeza, coronada por un
moño burdamente anudado. Pero ¿no es éste un lugar público?
—¡Tal vez! —prosiguió el comerciante—. ¡Pero es la sombra de mi cerezo! Me
pertenece.
El hombre, con el aspecto y el atuendo de un aventurero, se incorporó con una
sonrisa socarrona y dijo:
—¡Bueno, en ese caso, véndemela y podré permanecer en ella!
Y sacó su bolsa, haciendo tintinear el metal que contenía.
Esa música tan familiar y tan querida para el rico mercader tuvo por efecto
detenerle en su impulso y hacerle reflexionar. ¡Nunca habría pensado en la
posibilidad de comerciar con una sombra, una materia tan inconsistente, impalpable,
inaprensible! La idea le pareció divertida. Y él sabía que una de las reglas de oro de
los negocios es que no hay beneficios pequeños. Cegado por su codicia, legendaria en
toda la comarca, aceptó el trato, no sin antes fijar el precio de la sombra en diez taeles
de plata. ¡Una suma modesta pero considerable tratándose de un bien que, por lo
general, no se vende! Había hecho el negocio del día. El viajero no regateó, pero
pidió que el acto de venta se pusiera por escrito en la forma debida, y por duplicado.
Entusiasmado con la ganga, el viejo ricachón volvió a su casa y regresó enseguida
con papel, tinta y su sello. Se cerró el negocio, y la venta de la sombra se pagó al
contado.
En esta orilla del lago no había otro árbol, y el mercader regresó a su jardín,
donde se contentó con la sombra de un albaricoquero. No era tan fresca como la del
cerezo ni tampoco franqueaba el muro para que él pudiera contemplar el paisaje. Pero
el avaro se acostó allí con la sonrisa de quien ha hecho un buen negocio. Sobre todo
porque el desconocido, de paso sin duda, se habría marchado en unos días. ¡Pensó
incluso que tal vez podría volver a vender la sombra a otro imbécil!
Cuando las nubes empezaban a sonrosarse como las mejillas de una virgen al
cruzarse con un chico guapo, el rico mercader vio de repente al aventurero franquear
su pórtico. Temía que el otro, sin duda desengañado, viniera a reclamarle su dinero.
¡Menos mal que había un contrato escrito! El aventurero le hizo un gesto amistoso
antes de sentarse con descaro en el jardín. Abrió entonces su bolsa y sacó algo de
comer. A grandes zancadas, el dueño del lugar se precipitó para expulsar a aquel
fresco de su propiedad.
—Sólo te he vendido la sombra del cerezo, pero no mi vergel. ¡Lárgate
enseguida!
—¿Dónde crees que estoy sentado precisamente? —preguntó el extranjero—.
Fíjate bien, estoy en la sombra del cerezo, que ahora se encuentra aquí. Me la has
vendido, es propiedad mía.
Atónito: el viejo ricachón dio media vuelta, entró en su casa y cerró tras de sí
dando un portazo. Al cabo de media hora, el aventurero estaba sentado bajo el
porche, allí donde la sombra del cerezo se proyectaba en ese momento.
Al crepúsculo, el mercader casi se ahogó de rabia cuando vio al inoportuno
franquear con su talla imponente la ventana del salón para venir a sentarse en un
sillón donde la sombra había elegido domicilio. El viejo conminó al latoso a
abandonar el lugar, le amenazó con hacer que sus sirvientes lo expulsaran. Pero el
otro desplegó tranquilamente el contrato, lo volvió a leer en voz alta y declaró que
llevaría el caso a los tribunales y reclamaría daños y perjuicios si no podía gozar de
su propiedad.
Vencido por este argumento tan apreciable, el ricachón se batió en retirada a su
habitación, donde se encerró y esperó a que la noche apagara la sombra del cerezo.
Pero era una noche de luna llena. La sombra del cerezo se coló a través de la persiana
de papel en la habitación de la joven concubina del mercader. ¿Acaso la sombra rozó
su lecho, su piel de satén? La historia lo insinuaría sin afirmarlo, y el viejo ricachón
tampoco habló de ello, quizá demasiado sordo para haber oído nada concreto…
El tejemaneje duró varios días. Por la mañana, el aventurero estaba
indefectiblemente en la habitación de la joven concubina porque el sol naciente
proyectaba en ella la sombra del cerezo… El caso es que el viejo mercader, al borde
de la ictericia, acabó por llevar él mismo el asunto a los tribunales, alegando un uso
abusivo del derecho de propiedad. El juez encontró el caso muy embarazoso,
jurídicamente interesante e infinitamente delicado. Dejó el caso visto para sentencia.
La historia tampoco dice si este magistrado pertenecía a la raza de los hombres
honrados, de los justos que impiden que el mundo bascule completamente hacia el
caos, o si era, por el contrario, uno de esos funcionarios corruptos tal vez
decepcionados de no haber recibido nada notable de aquel viejo rácano. Su sentencia
estimó finalmente que el acto de venta era absolutamente válido, que el derecho de
propiedad era imprescriptible y sagrado. Le dio la razón al propietario de la sombra y
condenó al ricachón al pago de las costas, así como a una multa considerable cada
vez que impidiera al otro gozar de su propiedad.
A la mañana siguiente, con la muerte en el alma, el tacaño abandonó su bonita
propiedad a orillas del lago, en medio de la hilaridad general de sus vecinos, para ir a
habitar a una casa que poseía en el centro de la ciudad.
El aventurero se instaló en la bella residencia abandonada. Al cabo de diez años
de ocupación se convirtió legalmente en su propietario. En cuanto a la joven
concubina sobre la que se habría posado la sombra del cerezo, el viejo mercader la
abandonó entre los muros de su antigua casa, ante la insistencia, al parecer, de la
arpía de su mujer titular, quien, poniendo como pretexto la incuria manifiesta de él,
habría tomado las riendas de los asuntos del hogar. Y el nuevo dueño de la casa del
borde del lago no tardó en desposar a la encantadora compañera abandonada, para
gran alegría de ésta.
Y así fue como, vendiendo una sombra, que es como decir nada, por un puñado
de monedas de plata, que es como decir casi nada, nuestro hombre de negocios perdió
su casa y a su bonita concubina, una y otra compradas a precio de oro.
Más le habría valido frecuentar a los clásicos, pues en ellos se puede leerla siguiente
advertencia:
Aquél cuyo pensamiento no va lejos,
verá los problemas de cerca.


La píldora del Despertar

El prefecto Dong acababa de pasar la cuarentena cuando una fiebre maligna se lo
llevó en pocos días. La desgracia parecía ensañarse con su casa, pues su primera
esposa había muerto de parto el año anterior sin que el niño sobreviviera, y ahora él
dejaba a una joven y tierna belleza recién desposada. Con el rostro surcado por el
manantial de sus lágrimas, pasó ella velando el día y la noche, postrada junto al
cuerpo, doblemente ahogada por el dolor. Había perdido a un hombre poco común, de
una bondad y una virtud excepcionales. Se había marchado antes de que ella pudiera
darle descendencia. ¡No hay, en efecto, mayor desgracia para un chino que no tener
un sucesor que continúe el culto de los antepasados y no poder así contribuir a
mejorar el destino de éstos en el Otro Mundo!
Cuando los primeros rayos del sol se filtraban por las persianas, el cadáver dejó
oír unos gemidos. La joven viuda se despertó sobresaltada y lanzó un grito, alarmada,
creyendo vérselas con un fenómeno de posesión o algún maleficio. Ante los ojos
estupefactos de toda la gente de la casa que había acudido al completo, el cuerpo del
prefecto movió los labios y, en un murmullo, pidió de beber. Era efectivamente la voz
del dueño de la casa, sus entonaciones. Tras haber bebido un té de ginseng, el
mandarín resucitado se incorporó sobre su lecho de muerte y pidió que alguien
tomara notas, pues tenía un sueño muy extraño que contar. Aún vació la mitad de un
tazón de sopa, tras lo cual, cómodamente colocado contra los cojines, inició su relato,
entrecortando su narración con la degustación de algunos sorbos de potaje:
—Esta noche, en la tercera vigilia, una voz que venía del exterior me llamó por
mi nombre. Salí al porche pasando por encima del guardia que dormía a pierna suelta.
Vi entonces en el jardín a un desconocido, vestido de alto funcionario, de pie junto a
un carro, al cual estaban uncidos unos caballos cuyos blancos atavíos centelleaban
bajo el ojo frío de la luna. Me dijo que tenía una convocatoria oficial a mi nombre,
luego, con puño de hierro, me agarró por el brazo para hacerme subir al carro, que
acto seguido arrancó con la fuerza de una borrasca. Atravesamos el pórtico de la
prefectura, abierto de par en par, y circulamos en la oscuridad con una celeridad
infernal. Las sombras de los árboles danzaron a nuestro alrededor a una velocidad
vertiginosa, luego nos engulló una niebla lechosa, irisada por la luz del astro
nocturno. Los jirones de bruma se desgarraron contra las imponentes murallas que
circundaban una ciudad inmensa, al parecer, la capital de un reino lejano. Tras
bordear aquel muro tan gris como el hierro, llegamos ante una puerta color rojo
sangre. Estaba flanqueada por dos torres coronadas con estacas de las que colgaban
cabezas de muerto y pieles humanas recién desolladas que ondeaban al viento como
estandartes. Al acercarnos, ambos batientes se abrieron con un chirrido siniestro. La
ciudad estaba dividida en zonas por grandes arterias que delimitaban multitud de
barrios, palacios, templos y edificios oficiales. El carro se detuvo en el patio de uno
de ellos, y, tras haberme hecho subir una escalera monumental, mi guía me condujo a
una sala de audiencias donde estaban reunidos tres jueces.
»—¡Escribano —ladró uno de ellos—, tráeme el registro negro en la página del
llamado Dong, que ejerció la función de prefecto en el Imperio del Medio!
»Al cabo de un tiempo excesivamente largo, incluso desde una perspectiva
burocrática, la voz del juez desgarró el silencio:
»—Escribano, ¿qué ocurre? ¿Te has quedado dormido sobre el registro?
»—¡Le pido disculpas. Vuestro Honor, no encuentro mención alguna del llamado
Dong!
»El magistrado hizo un molinete con su larga manga, dejando entrever un tanto su
impaciencia, y prosiguió con voz condescendiente:
»—¡Da alguna muestra de iniciativa, amigo mío! Estamos perdiendo un tiempo
precioso. El tribunal está saturado en estos tiempos. Ve a buscar el registro rojo, el de
los casos disputados.
»El escribano trajo otro libro que se apresuró a hojear, y de repente exclamó:
»—¡Aquí está consignado, efectivamente! Dong, prefecto del Imperio del Medio.
Hombre virtuoso, de una compasión y una rectitud ejemplares. Caso muy poco
común en la administración de la dinastía actual. Hizo mucho bien a su alrededor,
ayudó a muchos sin hacer distinción por razón de rango o de riqueza. Muere a los
cuarenta años sin dejar descendencia.
»Los jueces hablaron en voz baja un momento, luego el presidente del tribunal
declaró en tono solemne:
»—Debe haber un error. Se trata sin duda de alguna negligencia de un funcionario
del registro civil del destino. ¡Qué injusticia! ¡Un hombre tan meritorio que muere en
la flor de la vida sin haber podido perpetuar su linaje! Esto constituye un mal ejemplo
para los demás seres humanos. No es en absoluto alentador para quienes desean hacer
el bien. Vamos a presentar un requerimiento ante Su Majestad Yan Lo. ¡Caso
siguiente!
»Me volví entonces hacia mi guía, que había permanecido a mi lado, para
preguntarle:
»—Disculpa mi curiosidad, pero ¿no será éste uno de los tribunales de los
infiernos? Si he comprendido bien, ¿estoy muerto, entonces?
»Puso su mano sobre mi hombro y me contestó con una amplia sonrisa:
»—No te preocupes, todo va bien. Tu caso está en buenas manos. Te ha tocado el
mejor de los veinticuatro tribunales infernales. Jueces íntegros y benevolentes. Como
estás en el registro rojo, el de los hombres virtuosos en situación irregular, y como no
se requiere ni papel moneda, ni incienso, ni libación alguna para influir en los
magistrados, tienes todas las posibilidades de regresar a casa.
»Entretanto, habían conducido ante el tribunal a un mandarín que llevaba el
atuendo bermellón y los discos de jade de un alto dignatario de la corte imperial.
»—Escribano —ordenó el juez—, instrúyenos sobre la identidad y el pasado
terrenal del acusado.
»El escriba abrió el registro negro y no tardó en leer la siguiente anotación:
»—Chen Li, ministro de Justicia del Imperio del Medio. Tras haber intrigado para
apartar injustamente a sus colegas con el fin de ocupar su lugar, se aprovechó de su
cargo para enriquecerse y extender su poder sin ningún escrúpulo. Culpable de
corrupción, raptos, falsos testimonios, lujuria, actos de tortura y condena de
inocentes. Muere en su cama sin manifestar el menor remordimiento.
»Los jueces deliberaron, y uno de ellos leyó la sentencia siguiente:
»—El llamado Chen Li, que ha deshonrado la sagrada tarea que le estaba
confiada por el Hijo del Cielo, es condenado a padecer a su vez todas las formas de
suplicio que ha infligido a sus semejantes. Será detenido durante cuatro ciclos
celestes en la cárcel nueve veces oscura de los Infiernos, a fin de purificar su espíritu
mediante los cinco elementos. A continuación, deberá reencarnarse en forma de
perro, de asno y, finalmente, en una familia miserable.
»El ministro protestó enérgicamente, proclamó su inocencia, alegó un error
judicial, berreó que deseaba recurrir, amenazó a los jueces. Unos guardias, demonios
con cabeza de caballo, de cerdo y de reptil, irrumpieron en la sala, ataron al furioso y
lo amordazaron. Uno de los jueces se dirigió entonces al condenado en los siguientes
términos:
»—Debes saber que todos tus actos y gestos han sido escrupulosamente anotados
en nuestros registros y que nada de cuanto acaece en el mundo de los seres humanos
se nos escapa. La lista de tus crímenes y delitos, muy larga por cierto, ha sido
verificada minuciosamente, de ahí que la instrucción de tu caso haya durado casi un
año. Debes saber igualmente que la justicia del Reino de las Tinieblas es implacable
pero imparcial. Todo mérito es tarde o temprano recompensado, toda falta es
indefectiblemente sancionada. Y para refrescarte la memoria y hacer que cesen tus
recriminaciones, que traigan el Espejo de la Verdad.
»Un asistente sacó de un cofre labrado un espejo de cuerpo entero donde el
condenado vio con pavor todos los odiosos crímenes de los que era responsable.
Luego, volteando una manga, el juez despidió a los guardias, que hicieron salir al
prisionero sin miramientos. En éstas llegó un mensajero. Era portador de un rollo que
entregó al presidente del tribunal, quien se apresuró a desenrollarlo. Tras hacerme una
seña para que me acercara, el magistrado declaró:
»—Su Majestad Yan Lo, rey de los Infiernos, ha hecho subir tu expediente hasta
las augustas manos del Emperador celestial en persona. Su Serenísima Grandeza, en
su gran benevolencia, ha decidido permitirte que regreses a tu encarnación anterior
para dos ciclos docenarios terrestres más, y te concede una digna descendencia.
El prefecto Dong, que relataba esta historia con una voz débil y temblorosa, se
pasó las manos sobre los ojos y murmuró esta última frase antes de caer en un
profundo sueño:
—Entonces perdí el conocimiento y al instante me desperté en mi cama.
Al cabo de unas semanas, la joven esposa del prefecto supo que estaba embarazada y,
un año después de la curiosa enfermedad de su marido, trajo al mundo a un niño
encantador que, al decir del adivino, portaba las señales de un elevado destino. Y en
memoria del extraño sueño de su padre, al niño se le llamó «Don del Cielo». El
prefecto Dong se aplicó a transmitir a su hijo el culto al estudio y a la virtud. Pero no
todas las cualidades son hereditarias. Pese a tener grandes dotes, Don del Cielo
desatendía a los clásicos y prefería frecuentar las tabernas, conchabándose con poetas
libertarios y jugadores incorregibles. Se mostraba impulsivo y arrogante, y no dudaba
en enfrentarse a su padre, que siempre acababa cediendo, como suelen hacer los
padres con un hijo largo tiempo deseado. El joven fracasó repetidas veces en los
exámenes de letrado, para gran desesperación de su padre. ¡Con el paso del tiempo,
ese Don del Cielo se había convertido en un auténtico regalo envenenado!
En cuanto al prefecto, fue víctima de su nobleza de alma. No supo hacer frente a
las maledicencias de sus colegas y cayó en desgracia. Destinado a un puesto oscuro
en una provincia periférica, tuvo que abandonar su tren de vida. Su hijo pródigo
acabó de arruinarle perdiendo sumas considerables en los garitos. Veinticuatro años
después de su singular resurrección, como se había anunciado en su sueño, el
funcionario Dong pasó definitivamente al otro mundo. Convertido en jefe de familia,
Don del Cielo intentó reformarse. Demasiado pobre para retomar sus estudios, buscó
trabajo, pero su mala reputación era tal que nadie quiso contratarle. Una noche de
insomnio, mientras recorría las calles presa de la desesperanza, se encontró a la luz de
la luna con un hombre de cabellos blancos que caminaba con un bastón y que tenía el
aspecto de un ermitaño taoísta. El desconocido le llamó por su nombre y, mirándole
fijamente con sus ojos impenetrables, le dijo:
—Tu padre, el prefecto Dong, me salvó la vida en otro tiempo. Mi nombre es Tan
Jin Xuan. Ve a la capital del Shanxi a visitar de mi parte a la familia Hoang. Buscan
un preceptor para su hijo. Allí encontrarás a una noble joven. Se llama Flor de Jade.
Yo soy su padre. Te está destinada y te traerá suerte. Sería para mí un gran honor que
aceptaras que ella compartiera tu estera.
Don del Cielo permaneció pensativo un instante, absorto. Luego buscó con la
mirada al anciano para darle las gracias, pero su benefactor había desaparecido,
engullido por la oscuridad del callejón.
El joven tomó el camino del Shanxi. Con la recomendación del anciano, fue
introducido en la adinerada familia Hoang. A ésta le extrañó, sin embargo, que se
hubiese encontrado con el viejo Tan, quien, desengañado de este mundo no
permanente, partió un día hacia alguna montaña sagrada, refugio de los Inmortales.
Puesto que no se tenía ninguna noticia suya, le creían muerto desde hacía mucho
tiempo. Y, por pudor, Don del Cielo no mencionó las últimas palabras del anciano
relativas a su hija Flor de Jade.
Pasaron los meses. El joven letrado, que no deseaba decepcionar a sus anfitriones,
se mostró sumamente respetable y muy serio en su tarea de preceptor. Ellos le tenían
en alta estima, y lo consideraban un yerno absolutamente apropiado para la joven de
la casa, que llevaba horquillas en señal de que era casadera. Se llamaba Fénix y
respondía plenamente a los cánones de la virtud y la belleza femenina de aquellos
tiempos pasados. Era dulce y vivaracha, paciente y solícita. Poseía la gracia del
sauce. Su piel era tan delicada y perfumada como la carne del melocotón blanco. Sus
labios eran un joyero de seda púrpura que realzaba el marfil exquisito de sus dientes.
Sus ojos brillaban como dos perlas negras del tesoro del rey Dragón de los Mares del
Sur. Los dos jóvenes parecían sentir una atracción recíproca y se llevaban a las mil
maravillas. Aunque los padres hacían insistentes insinuaciones, sin sobrepasar los
límites de la conveniencia, Don del Cielo hacía, sin embargo, oídos sordos.
Recordaba las palabras del viejo Tan en lo tocante a su hija. Una tarde, durante la
cena, mientras se mencionaba una vez más la cuestión del matrimonio con palabras
encubiertas, pero de manera insistente y muy explícita, el joven, que no deseaba
ofender a sus anfitriones, les confesó su secreto. Sus palabras desencadenaron una
carcajada general.
—¡Debes saber que Tan Jin Xuan es mi padre! Mi nombre de nacimiento es Flor
de Jade. Tras la ruina de nuestra familia, y la muerte de mi madre, mi padre,
demasiado pobre para educarme decentemente, me confió a su primo Hoang, que me
adoptó. Y para alejar la desgracia que se había abatido sobre los míos, me cambió el
nombre. ¡Nuestro matrimonio está, pues, predestinado!
Y en el día fausto calculado por el astrólogo se celebraron las nupcias con gran
pompa. Gracias a su nueva posición social, Don del Cielo pudo retomar sus estudios
y superar los exámenes. Obtuvo la mejor calificación en el grado de licenciado a
nivel provincial y se dirigió a la capital para probar suerte en el concurso del
doctorado mandarín. Ganó la prueba con las felicitaciones del tribunal y obtuvo un
puesto en el palacio imperial. Bien considerado por sus superiores, se promocionó
rápidamente, llamando la atención del Hijo del Cielo, quien no tardó en confiarle el
Ministerio de Justicia.
Todo fue tan rápido que la embriaguez del poder se adueñó de Don del Cielo. Su
antigua arrogancia afloró de nuevo, y estaba poseído por la sed de vengar el honor
familiar. Empezó a perseguir a los intrigantes que en otro tiempo habían calumniado
a su padre y a todos aquellos que tenían la audacia de divulgar sus locuras pasadas.
Hizo que los destituyeran, que los condenaran al exilio o a penas pesadas. Muchos se
vieron empujados al suicidio. Dado que el temor de los complots le atormentaba y
que aspiraba al puesto de Primer Ministro, mantenía una red de informadores y de
esbirros que actuaban en todos los ambientes, y que no dudaban en recurrir a la
corrupción, al chantaje y a toda clase de manipulaciones.
El joven ministro de la Justicia se había convertido rápidamente en un viejo zorro
de la política. Su influencia llegaba a todas partes, hasta al gineceo imperial. Estaba a
punto de obtener el puesto que codiciaba. Y para despistar, habilidoso en el manejo
de la retórica mandarina, hablaba con la más extrema humildad. Además, con la más
perfecta hipocresía, rechazaba todo signo de lujo demasiado aparente, fuera de los
exigidos por el protocolo, y multiplicaba ostensiblemente los actos de caridad y de
devoción.
Un día, un mendigo harapiento se presentó a la puerta del palacio de Don del
Cielo y solicitó audiencia. Los guardas lo echaron sin miramientos, pero el
pordiosero, al ver al ministro que cruzaba el patio para subir a su carro, se dirigió a él
de la siguiente manera:
—¡Oh, Don del Cielo, soy yo, tu viejo amigo! ¡Tus matasietes se niegan a
escucharme!
El dignatario se volvió hacia el pórtico, abrió los ojos e hizo seña a los soldados
de que expulsaran al intruso. Pero el pordiosero se desgañifó:
—¡Vaya, vaya, hijo del prefecto Dong, qué pretencioso eres! ¿Te niegas a recibir
a los viejos conocidos? ¡Una amistad tan profunda negada porque monseñor lleva
ahora un vestido de satén rojo y un cinturón de jade! ¡Eras menos orgulloso cuando
bebíamos codo con codo cantando poemas!
Pensando que se trataba de uno de sus antiguos compañeros de borrachera, y
queriendo evitar un escándalo, el Guardián de los Sellos del Imperio del Medio
ordenó a los centinelas que permitieran al pesado acercarse. Pensaba deshacerse de él
con unos taeles. Vio venir hacia él a un hombre singular que se apoyaba en un bastón
nueve veces torcido. Su rostro surcado por las arrugas, dominado por una frente
ampliada por la calvicie, ostentaba una perilla entrecana que tenía el aspecto de un
viejo cazamoscas. Llevaba un vestido descolorido y un gorro gastado, que portaba
torcido sobre la maraña de sus cabellos, donde el gris de los años se mezclaba con el
polvo de los caminos. Su Excelencia Don del Cielo se quedó un instante parado. Miró
con insistencia al intruso sin reconocerle, pero su mirada le recordaba vagamente
algo. El desconocido se echó a reír sarcásticamente y dijo:
—¡Qué propicio es este mundo fugitivo al olvido! Ahora tu existencia está en una
muy desafortunada situación. No estás cerca de entrar en nuestra querida patria. ¡Ya
lo creo que no!, ¡has tomado una pésima dirección! Puedes agradecerle a tu viejo
amigo que acuda en tu ayuda. Por fortuna, he encontrado el camino. Debo decir que
he consagrado dos tercios de esta vida a encontrarlo. Pero no nos quedemos aquí.
¡Los inspectores del Emperador de Jade podrían localizarme!
El extraño mendigo volvió la cabeza a derecha e izquierda, tomó al ministro por
el brazo y lo arrastró bajo el porche del palacio, luego prosiguió:
—Todo va bien, no están por estos parajes. Con este disfraz no me han
reconocido. Escucha, viejo hermano, debo decir que estoy arriesgándome en nombre
de nuestra gran amistad. Estoy infringiendo por ti un reglamento celestial. En
principio, no tengo derecho a ayudarte. Pero estoy impaciente por que despiertes a la
Realidad, saques la cabeza fuera del agua fangosa de las ilusiones y lleves a cabo tu
misión. De lo contrario, necesitarías varias vidas antes de que pudiéramos festejar de
nuevo juntos en el Banquete de los Inmortales. ¡Y allí arriba, sin ti, acabaría por
aburrirme!
El ministro dejó hablar a aquel extravagante individuo, tomándolo por un pobre
loco. No quería contrariarle, menos por temor a un escándalo que por compasión. El
original personaje sacó una cajita de su bolsa, con sus dedos mugrientos extrajo de
ella una perla bermeja y siguió diciendo:
—¿Ves?, la he elaborado para ti en mi horno alquímico. Es una píldora del
Despertar. Es del cinabrio más puro. Tómala, y el ojo de tu espíritu se abrirá.
Don del Cielo balbuceó una negativa educada. El otro exclamó:
—Eres demasiado necio. ¿Acaso tu espíritu está oscurecido hasta el punto de no
seguir el consejo de tu viejo amigo? ¡Venga, trágatela!
Y, aprovechando el rictus de aprensión que entreabría la boca del ministro, le
puso la píldora sobre la lengua. Ésta se disolvió inmediatamente, y su efecto no tardó
en dejarse sentir. Don del Cielo creyó que le había caído un rayo en la cabeza. Tuvo
la clara impresión de que dejaba de soñar despierto. Y todo se volvió claro, luminoso,
límpido como el cristal de roca. Supo quién era en realidad y qué había venido a
hacer aquí abajo. Reconoció a su amigo. Ambos se miraron y estallaron en una risa
estruendosa. Con lágrimas en los ojos, se abrazaron largo rato. Luego el ministro
tomó por el hombro a su viejo compañero y lo condujo a sus aposentos. Pasaron la
noche bebiendo y rememorando con nostalgia sus vidas en el Palacio de Jade, la
residencia más placentera de los Bienaventurados. Los frutos de la tierra, aunque
sabiamente destilados, no podían borrar el perfume sutil que la Ambrosía divina y los
Melocotones de la Inmortalidad habían dejado en lo recóndito de sus almas.
Don del Cielo y su amigo habían sido jóvenes Inmortales agregados al servicio
del Emperador celestial. El ministro era chambelán de la corte, el taoísta, escanciador.
Allí arriba, ambos se habían embriagado a menudo más de lo conveniente, y se
habían detenido repetidas veces a agasajar a algunas vírgenes celestiales, miembros
del séquito de la Emperatriz de Jade. Su servicio divino se había resentido con ello.
Indignado, el emperador los había exiliado de la morada de los Bienaventurados y los
había condenado a encarnarse en el mundo de los mortales con el fin de llevar a cabo
en él una tarea sagrada. Sólo volverían a ascender cuando la hubiesen concluido. El
chambelán tenía por misión aconsejar al Hijo del Cielo con el fin de restaurar el amor
a la virtud entre los funcionarios del Imperio del Medio. El escanciador debía guiar a
tres docenas de hombres hasta la unión última en el Tao. Este último había concluido
su labor y, antes de regresar al Palacio de Jade, había querido acudir en ayuda de su
amigo, que, contaminado hasta ese momento por el poderoso veneno de las pasiones
humanas, aún habría tenido que errar largo tiempo, de vida en vida, en este mundo
ilusorio.
Tras la visita del mendigo, Don del Cielo renunció a sus artimañas y desempeñó
dignamente su función. Apartando a los mandarines corruptos y combatiendo el
favoritismo y la ambición, consiguió levantar el edificio de la magistratura sobre los
cimientos de la integridad y el armazón de la equidad. Por puro mérito, sin intriga
alguna, fue nombrado Primer Ministro. Y conservó este puesto con el nuevo
emperador. Gracias a su influencia, el Imperio del Medio fue durante décadas un
santuario de justicia, de paz, de prosperidad. Y un soplo de armonía celestial hizo
brillar en él a los pintores, los músicos y los poetas. Don del Cielo había terminado
por hacer honor a su nombre. Había concluido su misión en una sola vida.
Así, el chambelán recuperó a su amigo y su función en la Corte celestial. Su aventura
terrestre había condensado en su espíritu algunas gotas de sabiduría y no tardó en
obtener la promoción. Según ciertos médiums, hoy sería ministro, y su esposa, Flor
de Jade, se habría reunido con él en sus aposentos estelares que dan a las orillas del
Río plateado, uno de los nombres chinos que designan la Vía Láctea.

Palabra de carretero

Un príncipe, experto letrado, había ordenado a su secretario particular que le leyera
un texto. La lectura tenía lugar en una habitación del piso alto, bajo la techumbre de
tejas abrasada por un sol canicular. La ventana estaba abierta de par en par. En el
patio, un viejo carretero reparaba una rueda. El maestro artesano dejó su martillo, se
enjugó la frente, subió por la escalera, hizo irrupción en la sala e interrumpió la
lectura con estas palabras:
—¿Qué es toda esa palabrería sobre el Tao?
—¡Silencio, pedazo de ignorante, son las palabras de los antiguos sabios!
—Entonces, ¿ya no están vivos?
—No, murieron hace mucho tiempo.
—Majestad, entonces no bebéis más que el poso de su sabiduría.
—¡Turres quien ha bebido, miserable patán, lamentable analfabeto! ¿Cómo te
atreves a venir aquí a importunarme? ¡Te conmino a que justifiques tus palabras, de
lo contrario tu cabeza irá a reunirse con tus talones!
El carretero frotó sus callosas manos la una contra la otra y dijo:
—Bueno, ¿sabéis, Majestad?, sólo pretendía compartir con vos el fruto de una
larga experiencia. Cuando hago una rueda, si voy demasiado despacio, el trabajo es
menos penoso, pero no es sólido. Si voy demasiado deprisa, la tarea realizada es más
rentable, pero es una chapuza. Necesito, pues, encontrar el ritmo justo en armonía con
el Tao. La mano debe ser guiada por el corazón. Esto no se puede aprender con
palabras. Puesto que no he conseguido transmitir mi arte a mi hijo, a mi edad todavía
estoy obligado a trabajar. ¡Lo que los antiguos sabios no pudieron transmitir en vida
está muerto, por eso digo que las palabras que vos bebéis no son más que el poso de
su palabra!
El príncipe ofreció un asiento al viejo carretero. Y cobró suma afición a hablar
con él cada día, saboreando el agua viva de su sabiduría, que tenía su fuente en la
caverna insondable del Tao.

El rumor

Zeng Shen era discípulo de Confucio. Había emprendido un viaje por el reino de Fei.
Acaeció que en este país, un hombre, que llevaba su mismo nombre, cometió un
asesinato.
Un vecino de la madre del discípulo, que regresaba de un viaje, entró en casa de
la anciana y le dijo:
—He oído que han detenido a tu hijo por asesinato.
Sentada ante su telar, la señora Zeng contestó sin interrumpir su labor:
—Imposible. Mi hijo es incapaz de algo semejante.
Un poco más tarde, una vecina asomó la punta de la nariz por la ventana:
—Al parecer, tu hijo ha matado a alguien.
Esta vez, la anciana dejó de tejer y no dijo nada.
Por la tarde, un desconocido preguntó a un transeúnte, ante la puerta de la casa:
—¿Es aquí donde vive Zeng Shen el asesino?
A la mañana siguiente, la madre de Zeng Shen había preparado su bolsa. Y partió
a toda prisa hacia el reinó de Fei.
Puedes detener a tiempo la mano que va a golpearte.
Pero la lengua que te acusa, ¿cómo detenerla?

Clarividencia

Al final de la dinastía de los Yuan, los ocupantes mongoles habían impuesto una ley
marcial draconiana para luchar contra las rebeliones que habían salpicado su
dominación. El yugo del extranjero era tan despiadado que en varias provincias del
Imperio habían estallado numerosas insurrecciones, desencadenando terribles
represiones. Pero los jefes de los rebeldes nunca habían llegado a unirse, y en
ocasiones se libraban combates fratricidas. China era víctima de una interminable
guerra civil que la recorría a sangre y fuego.
En aquella época conmocionada, vivía un adepto del Tao llamado Chang Chung.
Era un fisonomista y un adivino de gran fama. Uno de los jefes de la rebelión, el
general Shou Yuan Chang, fue a consultar al taoísta para conocer su futuro. Éste lo
examinó un instante echándole un vistazo y contestó:
—En estos tiempos inciertos, muchos son los que sueñan con expulsar a los
mongoles y subir al trono del Hijo del Cielo. Sólo uno de ellos es el elegido de los
dioses. Creo que eres tú.
—¿Qué te hace decir eso?
—Tienes la frente de un dragón y los ojos de un fénix. Son los signos de la
realeza. He tenido además una visión en la que tu principal rival, Shen You Liang,
recibía una herida mortal.
Finalmente, la observación de las estrellas anuncia una nueva dinastía y la paz
para China.
El general invitó al adivino a seguirle. Le necesitaba como consejero. Chang
Chung declinó su invitación. El visitante insistió, poniendo de relieve que era preciso
que le ayudara a poner fin a los sufrimientos de todo un pueblo. Por compasión, el
taoísta aceptó.
Chang Chung acompañó a Shou Yuan Chang en sus campañas militares, que
consistían principalmente en luchar contra el ejército de su rival Shen You Liang.
Los combates entre ambos bandos habían causado estragos durante varios días,
provocando terribles pérdidas de una y otra parte. El ejército de Shou Yuan Chang,
inferior en número, se encontraba en una posición adversa. El general hizo venir al
adivino a su tienda y le explicó que no tenía otra elección que batirse en retirada,
esperar refuerzos y contraatacar en un momento más favorable. Chang Chung el
taoísta contestó:
—Sería un grave error. Mantén tus posiciones hasta el anochecer, y mañana, al
alba, obtendrás la victoria.
—¡Es imposible! —exclamó el experimentado estratega—. No tenemos ninguna
posibilidad.
—Confía en mí. Ya te predije la muerte de tu adversario. Estará mortalmente
herido de aquí al anochecer. Mañana, su ejército estará desmoralizado.
Shou Yuan Chang confió en su adivino. Éste no era de esos hombres que dan
consejos sin aplicárselos a sí mismos. Además estaba muy interesado en anticipar el
final de esa guerra civil y de su cortejo de desgracias. Experto en artes marciales
interiores como lo son muchos taoístas, se lanzó, pues, a la pelea con su bastón como
única arma y su ciencia de esquivar como única coraza. Su ejemplo galvanizó a las
tropas, que resistieron hasta la caída de la noche.
A la mañana siguiente, al alba, el general Shou Yuan Chang irrumpió en la tienda
de Chang Chung para anunciarle que su predicción era errónea. El ejército enemigo
estaba en orden de batalla, listo para el asalto. El adivino cerró los ojos un instante y
contestó:
—Shen You Liang ya ha muerto. Lo veo muy claramente. Es posible que sus
lugartenientes hayan hecho creer al ejército que sólo estaba herido para no
desmoralizarlo. Envíame, pues, a parlamentar con él, y saldremos de dudas.
El Estado mayor enemigo se negó a que el taoísta negociara directamente con su
jefe. El taoísta sonrió y dijo:
—Sé que Shen You Liang ha muerto. Si os unís a Shou Yuan Chang, salvaréis
vidas humanas y os convertiréis en los generales del portador de los signos del Hijo
del Cielo. En caso contrario, nuestros heraldos están preparados para proclamar en el
campo de batalla que vuestro jefe no es ya de este mundo. Vuestras tropas se
desmoralizarán y sabrán que les habéis mentido. Perderán toda confianza en vosotros.
Impresionados, los comandantes enemigos se pusieron bajo la bandera de su
adversario, sellando de este modo la unidad de las fuerzas rebeldes.
Chang Chung el adivino ayudó en más de una ocasión al generalísimo de los
guerrilleros a tomar las decisiones oportunas que le aseguraron victorias decisivas
hasta la derrota final de los mongoles. Shou Yuan Chang subió al trono y fundó la
brillante dinastía de los Ming, que garantizó de forma duradera la paz y la
prosperidad en el Imperio del Medio.
El taoísta solicitó la autorización para retirarse lejos de la corte, pues estimaba
que su misión había concluido. El nuevo dueño de China no entendía la cosa así. Le
contestó que tenía necesidad de sus sabios consejos para dirigir los asuntos del Estado
y desbaratar los complots. Chang Chung insistió en su deseo de partir, volvió a pedir
su libertad, en nombre de su vieja amistad, alegando que deseaba seguir caminando
por la Vía, lejos de las intrigas de la corte. El emperador lo tomó a mal y decretó el
arresto domiciliario de su adivino, con prohibición de abandonar la capital. Esto no
hizo más que confirmar las premoniciones del taoísta, quien, como buen fisonomista,
había observado que la mirada y los rasgos de Shou Yuan Chang habían cambiado. Se
asemejaban cada vez más a los del tigre devorador de hombres. Veía también una
nube negra que nimbaba siempre su cabeza. Y el futuro confirmaría estos malos
presagios…
Tras algún tiempo de residencia vigilada, un oficial alarmado vino a advertir al
soberano de que el adivino había desaparecido misteriosamente. Este militar dirigía a
los guardias que escoltaban de manera permanente a Chang Chung con orden de no
dejarlo ni a sol ni a sombra. Pero mientras su palanquín cruzaba el más elevado de los
puentes que atraviesan el río, la escolta se percató de que había sido burlada. Furioso,
el emperador ordenó que se registraran las orillas río abajo, sin éxito, y luego mandó
fijar en todo el Imperio carteles de busca y captura del llamado Chang Chung, con su
retrato.
Un mes más tarde, un mensaje del gobernador de la provincia del Ganxu anunció
que el adivino había sido visto cruzando la frontera del oeste el día decimocuarto del
cuarto mes. Eso correspondía al día siguiente de su desaparición. ¡Y estaba a más de
tres mil li de la capital!
El futuro le dio la razón a la huida del taoísta. El emperador, como muchos jefes
de Estado, se volvió paranoico. Mandó ejecutar por alta traición a todos sus antiguos
compañeros, a todos aquellos que le habían ayudado a subir al trono.
Así son las cosas en el mundo de los poderosos.

El Tao de los caballos

El príncipe de Zhao tenía una pasión desmesurada por las carreras de carros. Durante
años, había tomado lecciones con su cochero, que era un maestro auriga de fama.
Pero cada vez que el príncipe competía contra él, llegaba el último, aun cuando
hubiese elegido para su tiro a los mejores corceles de sus caballerizas. Un día en el
que perdió una vez más ante toda su corte reunida, el señor bajó furibundo de su carro
y le dijo a su cochero:
—Te he ofrecido vestidos de brocado, piedras preciosas, jades de un valor
incalculable a cambio de tus servicios. ¡Pero tú, ingrato, todavía no me has enseñado
todos tus secretos!
—Majestad, no todo se puede comprar. No puedo venderos el Tao de los caballos.
—¿Qué quieres decir?
—Un buen cochero debe hacer el vacío en su mente para unirse con el soplo de
sus corceles. Cuando vais en cabeza, teméis que os adelante. Cuando vais detrás de
mí, no pensáis más que en adelantarme. Vuestra mente está siempre concentrada en
mí. ¿Cómo queréis, entonces, haceros uno con vuestros caballos, estar en armonía
con su Tao?

La cabeza o los pies

Un letrado que no había hecho carrera, aunque era muy erudito, tenía necesidad
urgente de un nuevo par de escarpines. Sus zapatos de gala estaban muy usados y
acababan de informarle de que pronto sería presentado al emperador, insigne favor
que esperaba desde hacía mucho tiempo y que sin duda le valdría alguna promoción.
Incluso esperaba recibir el honor de un empleo en la Ciudad prohibida. Sus asuntos
públicos y domésticos le tenían demasiado ocupado para ir personalmente a la tienda
del zapatero en la ciudad. Por tanto, tomó las medidas de sus pies, las anotó
cuidadosamente en una hoja de papel con indicaciones muy precisas acerca de la
forma, el material y el color deseados. Y confió el papel a un sirviente.
Nuestro mandarín recibió poco después la visita de uno de sus colegas. En el
curso de la conversación, éste, que tenía acceso al palacio imperial, no sólo le
informó de cuál era el último color de moda en la corte, ¡sino que también le aseguró
que el emperador detestaba el que él había elegido para sus escarpines! Alarmado, el
letrado quiso cambiar de inmediato el tinte de los zapatos que acababa de encargar.
Su mujer y todos sus sirvientes habían salido. El que había enviado tardaría aún en
regresar, ya que tenía otros recados que hacer. Como temía que el zapatero pusiera
rápidamente manos a la obra, y le cobrara la materia prima y el trabajo comenzado, y
como era bastante tacaño, decidió ir él mismo lo más deprisa posible para cambiar el
encargo.
El funcionario atravesó media ciudad, entró en el puesto del zapatero y le indicó
el nuevo color.
—Ya que está aquí, ¿sería usted tan amable de probarse este modelo para poder
apreciar cómo le queda? —preguntó amablemente el zapatero.
—¿Acaso mis indicaciones no son lo bastante claras? —se indignó el mandarín.
—Bueno, ¿sabe usted? —continuó el artesano—, no hay nada más delicado que
vestir un pie. Ninguno se parece a otro, el derecho es con frecuencia mayor que el
izquierdo…
—¡Escuche! —le cortó secamente su irritado cliente—. ¡Yo confío más en mi
cabeza que en mis pies, y de todas maneras no tengo tiempo!
Y volvió a salir con la misma brusquedad, dando un portazo.
A lo largo de su entrevista con el emperador, el mandarín tenía un aire muy afectado.

¡Hay que decir que sus flamantes escarpines le apretaban! El Hijo del Cielo lo
encontró poco locuaz y, sobre todo, demasiado poco afable para hacer de él un
cortesano.
La verdadera inteligencia consiste en
saber lo que uno sabe
y saber lo que uno no sabe.

El néctar de los Inmortales

Wang, que en chino significa «rey», era el nombre que llevaba de manera bastante
irónica un humilde campesino que sólo reinaba sobre su miserable choza y su pedazo
de tierra, en el valle del río Wei. Por más que se deslomaba en sus parcelas
pedregosas, que se escalonaban sobre la ladera de una colina, el sudor no podía
volver fértil una tierra ingrata. No todos los días saciaba su hambre y en ocasiones le
reprochaba al dios del Destino el haberle olvidado. Pero su corazón no estaba tan
seco como su tierra y en más de una ocasión compartió su escasa comida con un
vagabundo o con sus vecinos los gorriones.
Una noche en la que se había quedado dormido, exhausto, sobre su jergón, vio en
sueños a uno de esos gorriones a los que a menudo obsequiaba con algunas semillas.
El pájaro le decía que saliera al exterior para probar suerte, ya que los Ocho
Inmortales estaban atravesando el pueblo. Wang se despertó y sintió que un gorrión le
estaba picoteando la cabeza. Se levantó, corrió hacia la puerta y, en medio de la
bruma difusa que iluminaba un halo de luna, vio unas siluetas en la callejuela. Eran
ocho. Wang se puso su túnica, cogió su bastón, su bolsa, y se deslizó en medio de la
noche, sin hacer ruido, para cerciorarse de si el pájaro estaba en lo cierto o si se
trataba más bien de un grupo de bandidos, como le susurraba su instinto de
campesino. Alcanzó a los viajeros y los observó manteniéndose a una distancia
razonable. A través de la niebla creyó distinguir claramente a dos de los famosos
Inmortales fácilmente reconocibles: Zhang Guo Lao, que abría la marcha montado en
su mula blanca, y Li Tieguai, que iba cojeando detrás de los demás con su muleta de
hierro. Wang decidió seguirles discretamente con la esperanza de que le condujeran al
Reino de los Inmortales, donde los festines divinos se suceden en la despreocupación
de la eterna juventud.
Al llegar ante el río Wei, el viejo que marchaba en cabeza dijo a su mula:
—Venga, despacio, bonita, procura caminar ligera para no salpicar a nuestros
compañeros.
Y entonces Wang vio a la blanca montura cruzar el impetuoso curso de agua
rozando apenas con sus pezuñas la superficie de las ondas. Tras ella, otros Inmortales
caminaron a su vez sobre el río. Pero Li Tieguai, el mendigo cojo, llamó a sus
compañeros y, sin girarse, les dijo a gritos:
—¿Qué vamos a hacer con ese mortal que nos sigue?
He Xiangu, la patrona de las magas, le contestó:
—¡Si está preparado, pasará a la otra orilla; si no, se quedará en ésta! Hazle pasar
la prueba.
Li Tieguai hizo señas a Wang para que se acercara y le dijo:
—Para cruzar el río sin ahogarte, debes cumplir tres condiciones. La primera,
caminar sobre el agua mirando recto hacia delante y sin pensamientos impuros. ¿Te
sientes capaz de hacerlo?
Wang asintió con la cabeza. La perspectiva de entrar en el Reino de los
Inmortales le daba alas.
—La segunda condición: debes abandonar todo lo que posees, sin tristeza.
—¡Eso tampoco es difícil, sobre todo para mí, que no tengo gran cosa!
Y Wang arrojó al río su bolsa y su bastón.
El mendigo deforme abrió su cantimplora, rió sarcásticamente y dijo:
—La tercera condición es harina de otro costal. Debes beber un trago de este
remedio, que purificará tu cuerpo y lo hará tan ligero como una hoja. Tiéndeme el
hueco de tus manos.
Li el cojo vertió en las palmas del pobre campesino un líquido verdoso, viscoso y
nauseabundo. Wang quedó aún más sorprendido por cuanto esperaba beber uno de
esos legendarios licores divinos. Cuando acercó las manos a los labios, se le encogió
el estómago, y con una mueca de repugnancia dejó que la infame mixtura corriera
entre sus dedos y se limpió las manos en el río.
—Miserable —refunfuñó el sabio inválido—, has desperdiciado el preciado
Néctar de Inmortalidad que con tanto esmero y paciencia prepara la Reina Madre de
Occidente. ¡Qué sacrilegio! Te has quedado en las apariencias. No eres digno de
seguirnos.
—¡Te lo ruego —suplicó Wang—, dame otra oportunidad!
—Tu otra oportunidad —rió sarcásticamente Li el cojo— está en el hueco de tus
manos. ¡Haz buen uso de ella!
Y mientras el Inmortal desaparecía en la bruma, dando saltitos sobre la cresta de
las olas con su muleta de hierro, Wang se miró la palma de las manos. Brillaban en la
noche con un extraño resplandor, como dos lámparas de jade.
El campesino no tardó en descubrir el poder de sus manos. Aliviaban los dolores,
curaban las enfermedades. Eran manos de curandero. Hizo buen uso de ellas, se
convirtió en un médico famoso. Se enriqueció porque sabía hacer que los poderosos
le pagaran, pero hacía que los pobres se beneficiaran de ello. Se abstuvo de todo
pensamiento egoísta y practicó sin descanso la compasión, condiciones principales
para llegar a la otra orilla, la de los Inmortales. Afortunadamente para él y para sus
pacientes, ya que Li el cojo acudió en varias ocasiones, bajo la apariencia del más
lamentable de los mendigos, para probar el corazón de nuestro curandero haciendo
que le aliviara gratuitamente de sus dolencias. Y si Wang lo hubiese echado, habría
perdido de inmediato su poder.
Los méritos de Wang quizá le permitieran más tarde encontrar el camino de la
eterna juventud… En todo caso, quedó inmortalizado en la memoria de los chinos
con el nombre de Rey de los Dedos de Oro, y hay quienes le atribuyen la paternidad
de la acupuntura digital, más conocida con su nombre japonés, shiatsu. ¡Una manera
muy útil de hacerse inmortal!

La paciencia

Un joven letrado acababa de aprobar las oposiciones de mandarín. Antes de tomar
posesión de su primer destino oficial, organizó una fiesta con sus condiscípulos para
celebrar el acontecimiento. Durante la velada, uno de sus amigos, que ocupaba un
cargo desde hacía algún tiempo, le dio un consejo:
—Sobre todo, no olvides esto: la mayor virtud del mandarín es la paciencia.
El funcionario novato saludó respetuosamente al veterano y le agradeció
cordialmente esta preciada recomendación.
Un mes más tarde, durante un banquete, el mismo amigo le recomendó una vez
más que se esforzase mucho en la paciencia. Nuestro joven letrado le dio las gracias
con una sonrisa divertida.
Al mes siguiente, se cruzaron en los pasillos cubiertos con fieltro de un
ministerio. El veterano agarró por la manga al principiante, se lo acercó de un tirón y
le sopló al oído su sempiterno consejo. Contraviniendo la acolchada etiqueta que era
de rigor en los edificios oficiales, el otro retiró bruscamente su manga de seda y
exclamó:
—¿Me tomas por un imbécil o qué? ¡Es la tercera vez que me repites lo mismo!
Mientras un cortejo de dignatarios indignados se volvía, el mentor declaró:
—¿Ves?, hago bien en repetirlo. ¡Mi consejo no es tan fácil de poner en práctica!
Un momento de cólera es quemar en un instante
la madera acumulada desde hace mucho tiempo.

La antigua cítara

Entre las preciosas obras de arte que colmaban la sala del Tesoro imperial había una
cítara antigua que desde hacía mucho tiempo ya nadie se atrevía a tocar. Cuenta la
leyenda que antaño fue tallada en la madera del árbol Kiri, que fue, en tiempos
inmemoriales, el rey del bosque de Lungmen, un lugar rico en energía según los
maestros del Feng Shui. Su cabeza altiva dialogaba con el viento y las estrellas, sus
raíces profundas se nutrían del soplo del Dragón de la Tierra. El espíritu del árbol era
poderoso, y el instrumento que un mago lutier de los tiempos antiguos talló en su
madera era salvaje, difícil de domesticar. Muy pocos eran los músicos que
conseguían afinarla, y menos aún los que eran capaces de arrancarle sonidos
melodiosos. Huangdi, el mítico Emperador Amarillo, fue el primero en tocarla y
compuso con ella aires olvidados que, según dicen, podían alejar las nubes o traer la
lluvia. Durante los siglos que siguieron hubo todavía grandes maestros de música
capaces de hacer vibrar armoniosamente la cítara sagrada, como si ella los
reconociera. Pero, desde hacía varias dinastías, todos cuantos habían intentado tocarla
no habían sacado de ella más que sonidos discordantes y lamentables cacofonías,
señal, sin duda, de que la época de los músicos verdaderos había llegado a su fin.
A un emperador se le metió en la cabeza elegir a un nuevo maestro de música
recurriendo a la cítara que mandó exhumar de la sala de los tesoros. Deseaba saber si
existía alguien cuyo arte aún poseyera una onza de magia o si semejante talento no
era más que una leyenda de antaño. Mandó anunciar en todo el Imperio los términos
del concurso.
Pocos músicos se presentaron a las puertas del palacio, por miedo a quedar mal
ante el Hijo del Cielo en persona. Y los músicos de la corte se sometieron a la prueba
a regañadientes. En efecto, ocurrió lo que más temían: sólo consiguieron arrancarle al
instrumento chirridos, crujidos, chillidos, que hicieron desfilar sobre los augustos
rostros del emperador y la corte todo tipo de muecas. Los escasos maestros de música
procedentes de los cuatro confines del Imperio tampoco consiguieron alegrar a la
concurrencia.
Entonces le llegó el turno a un músico errante, uno de esos comediantes
andrajosos que tocaban para los pájaros de los pinares, los peces de los torrentes y los
peregrinos en el patio de los templos. Tomó la cítara, acarició largamente la caja de
resonancia como si intentara domesticar un caballo rebelde. Con una mano hizo
vibrar cada cuerda con un roce, con la otra las fue afinando con la sonrisa interior de
amante que contempla a su amada.
Una melodía fue ascendiendo lentamente, olas de notas cristalinas se alzaron y se
desvanecieron como el flujo y el reflujo del oleaje sobre la orilla. Pese a que era
otoño, un viento tibio empató a soplar en la sala. Exhalaba el perfume de los cerezos
en flor. Los rostros de la noble asamblea irradiaron una apacible alegría. Los músicos
presentes reconocieron el modo Kino, el de la primavera. De repente, la música se
aceleró y adoptó la tonalidad Zhi. Un viento cálido hizo resonar bajo las vigas el
canto de los grillos, los pulsos empezaron a latir a toda velocidad, los cuerpos
borbotearon de vida. Los dignatarios perdieron toda compostura, meciendo la cabeza
y balanceándose al compás, irresistiblemente arrastrados por el ritmo. Algunos se
levantaron y empezaron a bailar. La música se ralentizó y se apoyó en el tono You.
Un viento glacial silbó su endecha entre las columnas de mármol. Copos de nieve
revolotearon en la sala y se mezclaron con las lágrimas de nostalgia sobre los rostros
de la noble asamblea.
La cítara desgranó sus últimas notas, que resonaron largo tiempo bajo la
estructura. Luego se fueron fundiendo poco a poco en la vibración del silencio, que
en ese momento se había vuelto asombrosamente presente. Tras un tiempo que
pareció una eternidad, la voz del emperador hizo salir a la asistencia de su extraño
adormecimiento:
—Felicidades. Has triunfado allí donde todos han fracasado. Tú serás mi maestro
de música. Dinos tu nombre y cómo has adquirido el secreto de tu arte.
El músico errante esbozó una tímida sonrisa y dijo:
—Mi nombre es Peiwo, Majestad. En mi humilde opinión, creo que los demás
han fracasado porque querían que se oyeran sus propias músicas. Lo que yo he hecho
ha sido dejar que la cítara cantara los temas de su elección. Y sería incapaz de decir si
fue Peiwo quien tocó la cítara o la cítara quien tocó a Peiwo. Gracias a este
instrumento divino, he alcanzado por fin mi sueño de músico y ya no la necesito. Era
mi único objetivo al venir aquí.
Depositó la cítara al pie del trono y franqueó la gran puerta lacada en rojo y oro.
Cuando el emperador salió de su estupefacción, dio órdenes para que se diera alcancé
al maestro de música que había elegido para sí. Pero la bruma del otoño había
engullido su sombra.

Encender una vela

El viejo príncipe Ping, señor de la guerra durante los Reinos combatientes, le dijo al
anciano ciego que oficiaba en su corte como maestro de música:
—Me habría gustado mucho leer las palabras de los antiguos sabios, pero los
asuntos del Estado y los campos de batalla me lo han impedido. Hoy, con más de
setenta años, ¿no es demasiado tarde para empezar?
—Cuando anochece —respondió el músico— enciendo una vela.
El príncipe se asombró de esta respuesta en boca de un ciego. Se irritó:
—¡Te abro mi corazón y me contestas con una chanza!
Impasible, el maestro de música prosiguió:
—Cuando se puede estudiar en plena juventud, es el sol de mediodía. En la
madurez, la luz del crepúsculo. Y en la vejez, como dicen los antiguos sabios, ¡más
vale encender una vela que maldecir la oscuridad!

La liberación del espíritu

Cuenta la leyenda que Li fue, hace mucho tiempo, uno de los discípulos de Lao Tse
en persona, el patriarca de los taoístas. Li era un letrado de gran belleza, sumamente
elegante. Estaba bastante orgulloso de su persona, sobre todo de su cuerpo, cuya
eterna juventud conservaba con la gimnasia taoísta. Tenía, al parecer, mucho éxito
con las damas… Sus poderes eran grandes. Médico, herbolario y taumaturgo, sabía
preparar el elixir de los cinco elementos, remedio supremo, que siempre tenía a mano
en su cantimplora. El arte del viaje astral tampoco tenía secretos para él. Pero no
había alcanzado el grado más alto de realización espiritual, entorpecido sin duda por
cierto narcisismo, y por tanto aún no se había forjado un cuerpo inmortal.
En su ermita, el bello Li tenía un discípulo a quien solía confiar la tarea de velar
por su cuerpo cuando realizaba viajes astrales. Una tarde se acostó y le dijo a su
aprendiz:
—Mi espíritu va a levantar el vuelo hacia el monte Hua, donde va a tener lugar un
gran conciliábulo de Inmortales. Espero encontrar allí a mi Maestro y beber una vez
más el néctar de sus palabras. El viaje será largo y peligroso, pues tendré que cruzar
puertos ventosos infestados de demonios.
Si en seis días no he abierto los ojos, destruirás mi cuerpo. Ya no tendré entonces
ninguna posibilidad de regresar a él y no quisiera que un espíritu maligno lo
poseyera. Pero debes esperar hasta que los primeros rayos del sol apunten en el
horizonte, en la mañana del séptimo día, para encender la pira funeraria.
Durante la sexta noche, el hermano del discípulo vino a avisarlo de que su madre
estaba moribunda y lo había llamado a su lado. Debían apresurarse; sin duda no
pasaría de aquella noche. Al joven adepto le afligía la idea de llegar demasiado tarde.
Pensó que el espíritu de su maestro sin duda estaba prisionero en alguna parte o se
había extraviado. Pensó que ya no volvería. Como el alba estaba próxima, apiló leña,
depositó el cuerpo sobre la pira y le prendió fuego. Luego corrió a la cabecera de su
madre.
Justo antes de que los primeros rayos del sol llegaran a lamer la cima de la montaña,
el espíritu de Li sobrevoló la ermita. Cuando vio la hoguera incendiar la noche,
comprendió que sus restos se estaban convirtiendo en humo. Se dijo que era una
lección del destino, que de ese modo quedaba liberado de aquel cuerpo al cual había
estado demasiado apegado. Pero necesitaba encontrar otro para acabar su evolución
espiritual y alcanzar la inmortalidad. No quería perder los conocimientos adquiridos
en esta vida y que sin duda olvidaría si se reencarnaba por las vías naturales. ¡A veces
se requiere más de una vida para recordar lo que uno ya sabe! Debía encontrar un
cuerpo enseguida, antes de que sus poderes psíquicos se disolvieran. Y si no lo hacía
antes del alba, su espíritu perdería la fuerza para animar un cadáver aún caliente. Le
quedaba muy poco tiempo.
Buscó desesperadamente en los alrededores unos restos adecuados, pero no los
encontraba. ¡Algunos cuerpos estaban demasiado fríos y totalmente rígidos; otros
todavía no habían sido totalmente abandonados por sus propietarios! El horizonte
palidecía, al espíritu de Li le entró pánico. Finalmente percibió un alma que se
escapaba de su envoltura carnal. Se precipitó en el cuerpo. ¡Era el de un mendigo
deforme con un rostro simiesco!
Y fue en este cuerpo poco agraciado donde el espíritu del bello Li alcanzó su
objetivo. Así pues, como les gusta repetir a los sabios chinos:
¡Todos los hombres quieren verse libres
de la muerte.
pero no saben liberarse
de su cuerpo!
Ésta es la razón por la que uno de los Ocho Inmortales tiene la apariencia de un
mendigo cojo y jorobado. Se le conoce popularmente con el nombre de Li Tieguai, Li
el de la muleta de hierro. Es el patrono de los pobres y de los médicos.