Tremendo es el poder de este dios, ligado al mundo
del amor, donde acompaña y sirve a la diosa Afrodita. Eros es
poderoso y fugaz, y ha recibido muchas atenciones de los poetas
y los filósofos. Recordemos dos breves himnos, incluidos en
sendas tragedias clásicas. El primero en la Antigona de Sófocles
(vv.781-807), y el segundo en el Hipólito de Eurípides
(w. 525-532):
Eros, invencible en la batalla,
Eros, que sobre las fieras te precipitas,
que en las tiernas mejillas de las doncellas
pernoctas, y vas y vienes por las ondas del mar
y las agrestes guaridas de las fieras salvajes.
Nadie de ti puede escapar, ni entre los inmortales,
ni entre los humanos, efímeras criaturas.
Quien te posee, enloquecido queda.
El corazón del justo tú lo desvías
a la injusticia para su propia ruina.
Tú eres también quien suscitó
esta disputa entre gente de la misma sangre.
Vence, ya se ve, el deseo producido
por los ojos de una novia buena para el lecho;
ese deseo que se asienta entre los amos supremos
junto a sus leyes augustas, porque es
en su juego invencible la diosa Afrodita.
(Sófocles, ob. cit.)
Eros, Eros, que por los ojos
instilas el deseo, inspirando dulce deleite en el alma
de aquellos a quienes atacas.
Nunca te me muestres unido a la desdicha,
ni desacompasado acudas.
Pues ni el dardo de fuego ni el de las estrellas
es tan potente como el dardo de Afrodita,
que lanza de sus manos,
Eros, el hijo de Zeus.
(Eurípides, ob. cit.)
Eros personifica el impulso erótico, el anhelo amoroso que
irrumpe en el alma con fogoso ímpetu y arrastra a acciones descontroladas.
Es el amor pasión que penetra por los ojos e inflama
el corazón, como una herida de misteriosa e íntima flecha.
De ahí las imágenes que acompañan a su figura y, de ahí, también
su conexión con la divina Afrodita, diosa de la pulsión sexual.
Notemos cómo en ambos textos se subraya la profunda
unión entre ambos y cómo el dardo se les adjudica a uno y otra,
a Eros y a Afrodita. Ambos son invencibles en la batalla: aníkate
machan es Eros, amachos theós es la diosa. Pero esa batalla es
un juego erótico, porque juguetean ambos con el amante que
sufre esos dardos fulgurantes.
Ya hemos tratado de la magnífica gracia y la terrible fuerza
de la diosa del amor, y ahora conviene delimitar el dominio de
Eros. Que es un dios menos delimitado por la tradición mítica
antigua y con más papel en la poesía que en el culto religioso.
Lo cierto es que no es mencionado por Homero, mientras que
Hesíodo lo evoca en dos pasajes diversos, y con distinto énfasis.
Es en su Teogonia (w. 120-122), donde nos cuenta que surgió
entre los primeros seres divinos del mundo, después de
Gea, la Tierra primordial, y lo califica así: «Eros, el más hermoso
entre los dioses inmortales, el que produce desmayos, y somete
en el pecho la prudente voluntad y el entendimiento de
todos los dioses y los humanos todos». Ahí surge Eros entre los
poderes primigenios del Universo, a la par de Erebo, Noche y
Cielo. Es una fuerza cósmica, que encuentra su opuesto luego
en Eris, la discordia, surgida más tarde. Está en los orígenes de
las genealogías divinas, pero no tiene descendencia ni se aparea
con otro poder divino. Podemos suponer que mueve a los demás
como un furor genésico en el centro mismo del proceso
divino.
Ese papel está de acuerdo con el que le asigna la Teogonia
órfica, que revelaba que Eros surgió del huevo cósmico inicial
y dio origen a los demás seres divinos y luego, a través de las cenizas
titánicas, a los humanos. Recordemos un famoso pasaje
de las Aves de Aristófanes que nos ofrece una parodia muy clara
de esos textos mistéricos del orfismo: «El vacío, la Noche, el
negro Erebo y el ancho Tártaro existían y no había aún tierra,
aire ni cielo, cuando la Noche de negras alas puso en el seno
del Erebo un huevo huero. De éste nació, al pasar el tiempo,
Eros, objeto de deseo, refulgente en su lomo con alas, turbión
más rápido que el viento. Se unió Eros al vacío alado en el Tártaro
vasto y negro, y así dio el ser a nuestra raza y la sacó a la
luz primero. Pues no existían aún los Inmortales. Eros unió los
elementos más tarde, y sólo y al unirlos unos a otros nació el
Océano y el Cielo, nació la Tierra con la raza imperecedera de
todos los felices dioses» (Aves, vv. 693-702). El autor cómico
pone este remedo del mito cosmogónico órfico en boca de uno
de sus personajes, pero en su tono paródico conserva lo esencial.
Por otros fragmentos órficos sabemos que ese dios salido
del huevo tenía varios nombres, además de Eros, Fanes, Metis,
Protógono y Ercicefeo. Fanes-Eros se identificaban luego con
Dioniso y era devorado por los Titanes violentos para resurgir
después gracias a Zeus. Pero dejemos aquí esta revelación de la
secta órfica.
Flesíodo vuelve a nombrar a Eros en el nacimiento de Afrodita,
surgida de la espuma marina cerca de Chipre: « Allí la escoltó
y siguió el bello Eros e Hímeros, apenas ella hubo nacido
y marchaba hacia la familia de los dioses» (id., vv. 201-202).
Podemos recordar la representación de la escena en el cuadro
de Botticelli. Pero, ¿es éste el mismo dios primordial del comienzo
del mundo? Como acompañante y acólito de la diosa,
emparejado con el Deseo, Hímeros, parece una figura menor
y grácil, que los pintores representan como un bello adolescente
en el cortejo de la diosa. Como el Deseo y la Persuasión
(.Peithó) se integra en el séquito de Afrodita, como un daímon
menor a su servicio.
Pero conserva cierta independencia de la diosa, como se sugiere
en el Himno homérico a Afrodita. Eros e Hímeros pueden
herirla también a ella, como allí se relata en su enamoramiento
del bello Anquises. (Cierto es que allí se dice que ella sintió un
dulce deseo, glykys hímeros, a la vez que a él lo dominó Eros,
eros heile.)
Por otra parte, Eros no recibía culto en Grecia de modo
habitual. Con excepción de un pequeño santuario en Tespias
de Beocia, donde era adorado en forma de piedra negra. Luego
Platón colocó una estatua de Eros en la entrada de su Academia.
Contrasta con esa falta de liturgias las múltiples alusiones
al poder divino de Eros que encontramos en la literatura arcaica
y clásica, en los líricos y en los tragediógrafos y en los filósofos.
Es muy marcadamente Platón quien retoma esa tradición y
la discute en los varios discursos eróticos de su Banquete. Las
cuestiones un tanto tópicas sobre el poder de Eros y su figura,
si tiene o no alas, si es mejor entre seres distintos de carácter y
de sexo, etc., se plantean ahí, en ese marco ilustrado y amistoso,
con lucidez. Como un premio a la propia teoría de Platón,
puesta en boca de Sócrates que la cuenta como recibida de la
misteriosa sacerdotisa Diotima, trasciende todos esos tópicos
en una síntesis espiritual nueva.
Hay, por tanto, seis elogios de Eros a cargo de seis comensales
del simposio. Fedro y Agatón elogian el poder de tan gran
dios, el más antiguo para Fedro, el más joven según Agatón.
Pausanias y Erixímaco postulan dos Eros en correspondencia
con dos Afroditas; la Celeste (Urania) y la Popular (Pandemos),
y Pausanias refiere esa dualidad a las relaciones humanas,
y el médico Erixímaco a todos los seres de la naturaleza. Aristófanes
cuenta su mito: Eros impulsa a buscar la otra mitad, la
complementaria, del ser primigenio que Zeus escindió, explicando
que cada uno es sólo medio ser añorante de su otro medio
(que puede ser de sexo masculino o femenino, puesto que
caben ambas posibilidades). Para Sócrates-Diotima Eros es no
un dios, sino un genio intermediario que permite trasformar la
aspiración hacia la belleza y el bien, que todo hombre experimenta,
en un anhelo permanente de procrear en la belleza, en
este mundo sensible en el caso del cuerpo y en el espiritual en
el caso del amor del alma.
Es muy interesante que Platón exponga una nueva genealogía
de Eros, hijo de Poro (Poros) y de Penia (Penía), del Pode
río en recursos y de la Penuria, en una fascinante alegoría, que
explica los aspectos opuestos del amor, rico en recursos y siempre
mendicante, generoso y necesitado, un daimon o ser divino
intermedio entre la plenitud y la indigencia, siempre tenso y
alerta en busca del amado. Coincide Platón con la visión tradicional
de Eros en señalar que es, ante todo, anhelo pasional
hacia el otro, ansia amorosa que la distancia tensa y la nostalgia
potencia. En el mito del origen de Eros quiere explicar la ambigüedad
de su carácter, su audacia y su menesterosidad. Pero el
que Sócrates —portavoz de la lejana Diotim — pueda inventar
aquí una genealogía nueva, indica ya que no existía una versión
canónica sobre el origen de Eros. Muchos poetas antes lo hicieron
hijo de Afrodita, aunque con distintos padres. Así Safo lo
invoca como hijo de Afrodita y de Urano; Ibico, de Afrodita y
Hefesto; Simónides, de Afrodita y Ares; Eurípides, como hijo
de Zeus; Cicerón, como hijo de Afrodita y Hermes, mientras
que Píndaro, Baquílides y Apolonio lo consideran hijo de la
diosa, pero no mencionan al padre.
El relato alegórico de Sócrates encaja bien en el ambiente
ilustrado de la cena de Agatón, donde también el comediógrafo
Aristófanes ha contado otro mito sobre el origen del impulso
amoroso: el de los seres demediados que buscan a su mitad
perdida. Pero Platón no comparte a buen seguro la explicación
del cómico. Por el contrario, en la versión del impulso erótico
que da Sócrates se excluye que el eros tenga un objeto preciso
que pudiera colmar el ansia del amante. Eros se define como
tensión y anhelo del otro inequívocamente personal y que no
puede satisfacerse del todo en este mundo. Ese ansia de procrear
en la belleza no se apacigua en los cuerpos bellos, sino
que tiende a sublimarse en un afán de belleza inmortal. Platón
hablará luego del amor cósmico, ese amor divino «que mueve
el sol y las estrellas», según el verso de Dante.
De ahí que Platón, a la postre, deje de lado a Afrodita. La
diosa patrocinaba el acto sexual y los placeres derivados, pero
el eros platónico va siempre más allá, sin detenerse en lo afrodisíaco.
Es la sublimación de la pasión natural al servicio de lo espiritual.
En la imagen de la flecha fogosa con que hiere Eros, como
en el clásico dicho francés del coup de foudre, se expresa la fatalidad
del golpe que ese dios infiere. Muchas representaciones
poéticas hay en la literatura griega de ese efecto del flechazo.
Ejemplar me parece la escena que pinta Apolonio de Rodas en
el libro III de sus Argonáuticas al describir cómo el dios flechó
el corazón de la joven princesa Medea, al ver al héroe Jasón. En
las novelas griegas también suele ser la visión del otro la que
hechiza de golpe, como el ataque de una enfermedad súbita. El
joven o la joven es presa de una dolencia enfermiza que lo deja
sin fuerzas. Eros como nósos es un tópico del género en el alba
del romanticismo.
Pero los efectos del embate de Eros están ya descritos en la
lírica arcaica. Arquíloco y Safo inician una serie de metáforas
que llegan como tópicos manoseados por incontables poetas
hasta las novelas bizantinas. Eros es una «bestezuela dulciamarga
», un temblor que traba la lengua y da vértigos, un íntimo
escalofrío que causa desmayos, un vendaval que sacude el
alma, un frenesí que enloquece. Como Sófocles y Eurípides advierten,
Eros impone su ansia por encima de los deberes del
pudor y del respeto familiar. En su anhelo de poseer al amado o
la amada quiebra todo reparo. Si Afrodita apunta sobre todo al
placer sexual, Eros quiere más, e incluye la sexualidad, pero su
arrebato es personal y total, y por ello puede ser trágico y destructivo.
Esa distinción entre lo erótico y lo afrodisíaco la expresó
bien C. S. Lewis (en su libro The Four Loves, capítulo v) cuan
do escribe: Sexual desire, whithout Eros, wants «it, the thing itself
»; Eros wants the Beloved. Pero aunque la distinción entre
el territorio de Venus y el de Cupido está bastante clara, quedan
muchos roces. A veces Afrodita conduce a Eros y otras al
revés. Afrodita se integra en la sociedad mejor que Eros, pues
la pasión erótica es rebelde a toda norma social y arrastra a veces
a la muerte. (Véase el caso de Tristán e Isolda, aunque no
sean personajesgriegos.)
Platón, con su empeño filosófico, ha dotado a Eros de un
valor trascendente en su función de orientar el alma humana
hacia el cosmos divino, por encima del mundo sensible y de
sus bellas apariencias pasajeras, en ese anhelo espiritual capaz
de sublimar los impulsos eróticos nacidos del mundo
corpóreo. Por eso hay en él un evidente menosprecio de los
placeres de Afrodita, que se satisfacen con la sensualidad y la
belleza efímera. De algún modo vuelve así Eros en Platón a
mostrarse como el gran daímon de la Teogonia hesiódica, ese
dios primordial que impulsó la creación del cosmos universal,
aun siendo él un dios sin descendientes. Eros es la fuerza
divina que imanta el cosmos y eleva el alma hacia el Bien y
la Belleza última. Mueve el alma con fervor erótico hacia lo
divino.
Pero si para la especulación filosófica es seductora esa representación
platónica, no olvidemos que para la tradición iconográfica
y poética ha sido enormemente productiva la imagen
de Eros como un niño alado, dotado de un arco y unas flechas,
y una antorcha, pequeño dios juguetón, travieso, pícaró, indomable.
Es el hijo de Afrodita —que debe recurrir a él para que
intervenga en favor de los héroes, como en el enamoramiento
de Medea por Jasón en los Argonautiká y Dido por Eneas en la
Eneida—> un bribonzuelo divino, que puede multiplicarse en
las figuras de angelillos y angelotes, repetidos Erotes decorati
vos, en muchas pinturas y relieves. En el arte helenístico ese
Eros seductor que cabalga en la grupa de los centauros, y
acompaña en su séquito a Dioniso, y sufre la picadura de un
mosquito o alguna pequeña aventura, aparece sonriente y ubicuo.
Su nombre latino es Cupido, y en la literatura tardía tiene
a su vez amores con Psique, el Alma personificada en una bella
e ingenua muchacha, dispuesta a sufrir por mantener el amor
de su amado. (Así en el cuento maravilloso insertado en la famosa
novela de Apuleyo El asno de oro, en un bello relato donde
a Venus le toca el papel de dura suegra.)
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