miércoles, 3 de abril de 2019

SIRENAS: SEDUCCIONES Y METAMORFOSIS: Encuentros y desencuentros

1LAS SIRENAS Y ALEJANDRO MAGNO
Bajo el epígrafe de Mujeres híbridas de los confines del mundo Anna Caiozzo, hablando de las “Mujeres míticas y mediadoras en el Oriente medieval”, escribe:100
Entre las criaturas híbridas presentes en las cosmografías o novelas épicas, las mujeres marinas indican el deseo y la extrañeza carnal. Están representadas en el Iskandar Nama de Nizami donde Alejandro encuentra a las sirenas. Es en la segunda parte de su epopeya, el Iqbal Nama, el libro de la sabiduría, cuando Iskandar descubre en los confines del mar de China esas curiosas criaturas que perturban los sentidos y encantan a los hombres con sus voces. Los miniaturistas las presentan de maneras muy diversas, sea provistas de ninfas con aletas, como los hombres y mujeres de las cosmografías y como las describe Zuhri, sea como unas extrañas centauresas.
Las sirenas que se dejan ver por la noche, un tiempo consagrado a los secretos y los misterios, toman la apariencia de una revelación, hablan diferentes lenguas, encantan a los que las observan. Lejanas, misteriosas pero inteligibles, le revelan al hombre una parte del misterio femenino, esa cara inaccesible y extranjera que se les escapa siempre. El encuentro tiene lugar en efecto a lo largo del recorrido iniciático, el Iqbal Nama, que ve a Alejandro liberarse poco a poco de su estado de conquistador ávido de riquezas y poder para alcanzar el de un sabio rodeado de filósofos a quien le son revelados poco a poco los secretos escondidos, en suma, a través de la sirena, la ambivalencia de la condición femenina en el imaginario masculino, enlace entre este mundo y el otro, enmarcado por el mar, que es a la vez el océano de las tinieblas, límites geográficos y espirituales del mundo.
Este Alejandro, héroe mitificado y novelesco en el relato persa, disfruta así lo que no pudo disfrutar Ulises: una reunión deleitosa con las sabias y seductoras sirenas, venidas del misterio y sabedoras de secretos infinitos, y no solo dos, sino incontables. Las encontró en una misteriosa bahía, de noche, en la orilla sureña del mar de China. La escena está narrada en el extensísimo poema de Nizami donde Alejandro se presenta como el monarca ejemplar y perfecto, gran dechado no solo de valor guerrero, sino de sabiduría. Recuerda, en algo, al peregrino Ulises en su destino de recorrer el mundo y ver sus maravillas, pero más sabio y afortunado en su peregrinaje de extremados horizontes. Desde luego no eran tan peligrosas como las de la Odisea, ni tan lúbricas como las de otras versiones medievales. Tenían un resplandor y una voz maravillosa y sus refinados cantos y su música suscitan en Alejandro una profunda conmoción sentimental. Leamos el pasaje:101
De aquella bahía de aguas profundas se decía que era una costa fabulosa. Las muchachas del agua, bellas como el sol y la luna, acudían de noche a la ensenada, cantaban y jugaban. Y tan maravilloso era su canto que quien escuchaba su música perdía el sentido. Cantaban junto al mar canciones como nunca se habían cantado en ningún ritmo. Cada noche se reunía ese refinado coro ahí al pie del monte. Pero tan pronto como empezaban a sentir el aroma de la mañana, se zambullían de nuevo en las oscuras aguas.
Allí mandó el soberano al ejército alejarse unas millas de la costa, y cuando la noche desplegó el almizcle aromático y el cielo de estrellas abrió su cofre de alhajas, ordenó el rey a su timonel arribar allí y se fue con él sin tropas ni bagajes. En aquella ensenada donde todo brillaba, levantaron una tienda de campaña y vieron desde lejos surgir las sirenas del agua y refulgir como cuerpos celestes. Sus cabellos sueltos sobre su cuerpo derramaban un perfume de plata y cada una de ellas cantaba una melodía exquisita, de refinados tonos. Y cuando sus dulces sones penetraron en su oído, se le calentó el hígado y su sangre se revolvía agitada. Se echó a llorar largo rato a causa de esas músicas y voces y luego reía y se decía a sí mismo: ‘¡Qué enloquecido llanto! ¡Extraños son esos sones, altos y hondos, que a uno lo hacen a la vez llorar y reír!’. Y una vez que el rey hubo recobrado la conciencia de aquello, regresó al lugar de partida.
LA SIRENA QUE PREGUNTA POR ALEJANDRO
Una curiosa sirena pervive en una antigua leyenda griega, originada en una variante popular de un raro episodio de la Vida de Alejandro del Pseudo Calístenes, que tuvo larga difusión en la tradición oral, y que nos ha llegado como cuento popular en varias versiones. Según la más cercana al viejo texto (II 41), Alejandro en su marcha por tierras tenebrosas de Oriente, buscando el fin del mundo, pasó de largo junto a la fuente de la inmortalidad (o de la juventud); pero, a escondidas, del agua de esa fuente bebieron su hija y su cocinero, sin reservarle a él ni una gota. Al saberlo, el rey los maldijo, y la joven y el cocinero se lanzaron al mar y allí siguen viviendo bajo el agua. (En otras versiones Alejandro consiguió el mágico brebaje tras vencer a un dragón, y sus hermanas se la bebieron o derramaron y luego se convirtieron en criaturas del aire o en gorgonas o nereidas. No hace falta subrayar que tanto las hermanas como la hija –y el cocinero– de Alejandro son invenciones de la fantasía popular).
El cuento es muy conocido en el folklore griego moderno (y está atestiguado y recogido en libros de Lawson y Politis). Lo cuenta, por otra parte, P. Leigh Fermor en su libro de viajes titulado Mani102, al hablar de las gorgonas en la tradición popular griega (donde ya no son las feroces y feas diosas de la muerte, sino que acabaron por confundirse con las arpías, las nereidas y las sirenas). Cito unas líneas de su libro:
Las gorgonas han sufrido una metamorfosis marina: justo debajo de la cintura la carne se les lamina en escamas y, como sirenas, se les ensanchan las caderas, para luego ahusarse en una larga cola de pez… En los muros de las tabernas, en los mascarones de proa de los viejos caiques y en los broncíneos brazos de los marinos se las representa sosteniendo en una mano un barco y en la otra un ancla. Su hábitat principal parece ser el este del Egeo y el mar Negro. En esas aguas, hermosas y solitarias gorgonas emergen en medio de una tormenta en las Cícladas o en el Ponto Euxino, particularmente, por alguna razón, los sábados por la noche se aferran al bauprés de un caique y preguntan al capitán con voz resonante: ‘¿Dónde está el Gran Alejandro?’. El capitán ha de responder a voz en cuello: ‘¡Alejandro vive y reina! –añadiendo quizá– ¡Y mantiene la paz en el mundo!’. Con esto la gorgona desaparece y las olas ceden hasta quedar en calma.
En caso contrario, la sirena o gorgona, enfurecida, hace zozobrar el navío.
Esta extraña leyenda, muy difundida entre los hombres del mar del mundo griego –sigue escribiendo Leigh Fermor– aparece en las costas de Mitilene, en el libro de Venezis Eolia, en el hermoso poema de Seferis ‘Argonautas’, en una novela de Myrivilies, y hasta en un poema de Flecker, ‘Santorin’… Es notable que Alejandro Magno haya sido el único héroe griego que sobrevivió en el espíritu popular.
Y con honda razón: en esa tradición popular Alejandro se ha transformado en el héroe invicto en mil hazañas que se enfrenta, no solo a los inmensos ejércitos de los persas y a las tremendas marchas por países extraños, superando fabulosas distancias y desiertos, sino que como un redivivo héroe mítico a los más variados monstruos y maravillas del Oriente, y que, en su audaz desafío a los límites humanos, solo fracasa –de nuevo como un héroe de corta vida y larga fama– en la conquista de la inmortalidad.
2DANTE, ‘DIVINA COMEDIA’, CANTO XIX. UNA SIRENA FEA Y MENTIROSA
Dante no conocía la Odisea homérica, pero admiraba al protagonista griego de las famosas aventuras marinas, de quien tenía noticias por diversas fuentes latinas, y quiso evocar al héroe antiguo en su propio peregrinaje por el infierno y el purgatorio. Por eso se inventó el magnífico viaje final de Ulises, en una arriesgada y temeraria navegación por el Atlántico desconocido, y su estupenda y memorable muerte en un torbellino, lo que condujo su alma a aquel círculo infernal donde Dante y Virgilio lo encontraron, castigado por su audacia y metido en una bola de fuego. (Es en el Canto 26 del Infierno). Allí el propio Ulises les refirió ese último viaje por mar hacia el oeste, del que no supo nunca Homero. No es un pasaje tan conocido el del comienzo del Canto 19 del Purgatorio, donde Dante cuenta que vio –en sueños– a una sirena, muy distinta de las de la mitología por su horrible fealdad, y, por lo que cuenta,tremendamente embustera. Porque esa sirena le contó cómo Ulises –en contra de lo que contara el propio héroe en el poema de Homero– se dejó seducir por su canto y se apartó de la ruta hacia Ítaca.
Este relato nos ofrece, pues, un testimonio pintoresco en total contraste con la versión canónica del episodio.
En un camino por poco tiempo oscuro,
se me apareció en sueños una mujer tartamuda,
de ojos bizcos y pies torcidos, manca y descolorida.
[…] Después de que se hubo soltado a hablar,
empezó a cantar de tal manera que a duras penas
habría apartado de ella mi atención.
‘Yo soy –cantaba– yo soy dulce sirena,
que enloquezco a los marineros en medio del mar.
¡Tanto es el placer que produce escucharme!
Aparté a Ulises de su incierto camino
con mi canto, y a quien a mí se habitúa,
rara vez se aleja. ¡Tan a fondo lo atraigo!’.
Aún no había cerrado la boca,
cuando apareció a mi lado una mujer santa
y dispuesta a confundir a aquella.
‘¡Oh, Virgilio, Virgilio! ¿Quién es esta?’,
decía fieramente, y él acudía
con los ojos fijos solo en la mujer honesta.
Agarró a la otra, y por delante, le abrió el vestido
rasgándolo y mostrándome su vientre,
del que salía un hedor que me despertó. (vss. 7-33)
No solo la bella dama misteriosa, sino también un ángel acuden para proteger a Dante. Y, unos versos después, Virgilio define como “antigua bruja” (antica stregha) a la tremebunda y apestosa sirena, que aún en el Más Allá se jacta de su antiguo encanto:
‘¿Qué tienes, que solo miras al suelo?’,
comenzó a decirme mi guía
a poco de que el ángel nos dejara.
Y yo le contesté: ‘Me ha dejado lleno de dudas
la nueva visión que me atrae a sí de tal modo
que no puedo dejar de pensar en ella’.
‘Viste –me dijo– a aquella antigua bruja
por cuya culpa se llora en los recintos sobre nosotros,
y viste cómo el hombre se desliga de ella.
Bástete, y encamina tus pies hacia adelante.
Vuelve los ojos al reclamo de las esferas celestes
que hace girar el rey eterno sobre grandes ruedas’.
(vss.52-63)103
Tan curioso encuentro se presta a largos comentarios, pero no quisiera ahora extenderme mucho al respecto.104 Me parece muy sugerente la interpretación de A. Krass, en su ya citado libro,105 que relaciona la figura de esta perversa sirena con la literatura que busca el placer y el amor mundano, que pueden desviar a quien no tenga a su lado una virtuosa dama, un buen ángel y a Virgilio, que acuden a rescatar tan a tiempo a Dante en su raro sueño. Respecto a la figura de la sirena, “la antigua bruja”, tentadora diabólica, evidentemente se presenta como “un símbolo del placer y la vanidad del mundo”. Aquí hay que recordar cómo los padres de la iglesia habían visto a las sirenas como alegorías del placer sensual y rapaces prostitutas. (Krass cita, puntualmente, frases de escritores piadosos como Metodio, san Jerónimo, Paulino de Nola, Isidoro de Sevilla y Marbodio de Rennes, que Dante bien pudo haber conocido, y que están en la línea de otros que hemos citado al respecto).
Dante no estaba advertido, como Ulises lo había sido por Circe, del encuentro con la sirena. Retrocede aterrorizado cuando puede contemplar el vientre hediondo de la antigua hechicera, que no tiene aquí una figura de sirena alada. A ella se opone la figura del ángel y las palabras de Virgilio, que le empujan a proseguir su camino hacia el rey de los cielos. Ulises –nos queda la duda de si Dante lo supo bien– dejó atrás a las sirenas cantoras y prosiguió su arduo viaje hacia Ítaca, sin tantos apoyos como encontró Dante para su ascensión celeste. En fin, de nuevo una sirena reaparece, muy estropeada ya, para quedar vencida por un virtuoso héroe viajero.
3‘REENCUENTRO FINAL DE ULISES CON LAS SIRENAS Y LA MUERTE’ (1904). GIOVANNI PASCOLI
‘¡Sirenas, yo soy aún aquel mortal
que os escuchó, pero no pudo detenerse!’.
Y la corriente, silenciosa y suave,
siempre adelante impulsaba la nave.
Y el viejo vio que las dos sirenas
las cejas alzadas sobre las dos pupilas, miraban
frente a sí, fijadas en el sol o en su oscura nave.
Y sobre la calma inmóvil del mar,
alta y segura alzó él la voz:
‘¡Soy yo, soy yo, que vuelvo para saber!
Cuán mucho he visto, como vosotras me veis.
Sí, pero todo lo que yo vi en el mundo,
me devolvió la mirada y preguntó: ‘¿Quién soy?’.
Y la corriente, rápida y suave,
siempre adelante impulsaba la nave.
Y el Viejo vio un gran montón de huesos
de hombres, y pieles en torno renegridas,
junto a las sirenas, inmóvilmente tendidas
en la playa, como dos arrecifes.
‘Ya veo. Así sea. Que esta dura osamenta
acrezca ese montón. ¡Pero vosotras dos, habladme!
Decid una verdad, una sola para mí, entre el todo,
antes de que yo muera, de lo que yo he vivido!’.
Y la corriente rápida y suave
siempre adelante impulsaba la nave.
Y se erguían sobre el navío, altas las frentes,
con los dos ojos fijos, aquellas dos sirenas.
‘Me queda solo un instante. ¡Os lo ruego!
¡Decidme al menos quién soy yo, quién he sido!’.
Y entre los dos escollos se quebró la nave.
Estos versos forman la parte final del largo poema “L’ultimo viaggio”, que es el más largo de los reunidos por G. Pascoli (1855-1912) en su libro Poemi Conviviali. Ese poema, dividido en veinticuatro segmentos menores (es decir, tantos como cantos tiene la Odisea homérica) rememora con tono melancólico los episodios del viaje de Ulises. Y concluye con el naufragio ante la isla de las sirenas, aquí silenciosas, como dos altas esfinges de mirada fija. Es Ulises quien ahora las interroga, anhelando escuchar su voz, y preguntando por sí mismo. Pascoli menciona expresamente en su proemio las versiones sobre la muerte en el mar de Ulises en un último viaje hacia occidente, que cantaron en inolvidables versos Dante y Tennyson. La muerte del héroe es distinta a la que le profetizara en el Hades el adivino Tiresias. Su existencia concluye en una fatídica aventura. El héroe de Ítaca, impulsado por su afán de saber más y explorar el mundo no conocido, abandona su isla en pos de nuevos horizontes, en ambas versiones, con tremenda audacia. (También lo hará en la continuación de la Odisea escrita después por N. Kasantsakis). Con ese último naufragio paga Ulises la pena de su infinita inquietud y su afán de saber. Pascoli introduce –frente a Dante y Tennyson– la novedad de que no emprende esta segunda navegación hacia nuevos horizontes, sino que quiere repetir el antiguo itinerario marino, y pone rumbo a la isla de las sirenas para verlas y escuchar, en este segundo encuentro, su dulce y misteriosa voz sin escapar apresurado de ellas. Va a interrogarlas para saber la verdad sobre sí mismo, ansioso de conocerse al fin. Mas las sirenas no hablan. Silenciosas atisban, como esfinges mudas, su naufragio y muerte.
Los versos que he traducido proceden del segmento 23 del largo poema; el 24 cuenta cómo, tras nueve días y noches sobre las olas, el cadáver de Ulises llega ante la isla de Calipso, y la diosa, que le había amado hasta el punto de ofrecerle la inmortalidad si se quedaba a su lado, lo recoge y lo envuelve en sus largos cabellos y solloza por él. De las varias muertes fingidas de Ulises esta que imaginó Pascoli es la más triste y desolada. Tras el atónito silencio de las sirenas, sobre el cadáver del héroe vaga el desesperado llanto de la diosa.
Vale la pena recordar esos últimos versos del “Último viaje” de Ulises:
Nudo tornava chi rigò di pianto
le vesti eterne che la dea gli dava;
bianco e tremante nella morte ancora,
chi inmortale gioventù non volle.
Ed ella avvolse l’uomo nella nube
dei suoi capelli; ed ululò sul flutto
sterile, dove non l’udia nessuno:
–Non esser mai! non esser mai! più nulla,
ma meno morte, che non esser più!
4‘EL SILENCIO DE LAS SIRENAS’. FRANZ KAFKA
Conviene no olvidar el breve, inquietante y muy citado texto de F. Kafka (de 1917-1918) en que sugiere algunas variantes del relato mítico (como hizo también, por ejemplo, con el de Prometeo). El título con el que suele citarse, “El silencio de las sirenas” no lo puso él, sino su editor.
Para protegerse de las sirenas, Odiseo se taponó los oídos con cera y se hizo encadenar al mástil. Lógicamente, todos los viajeros antes que él (excepto aquellos a los que las sirenas atraían ya desde la distancia) podrían haber hecho algo parecido, pero todo el mundo sabía que hubiera sido en vano. El canto de las sirenas lo traspasaba todo, hasta la cera, y las víctimas de su seducción habrían hecho saltar, en su apasionamiento, las cadenas, el mástil y cualquier otra cosa. Sin embargo, Odiseo, aunque había oído hablar de ello, hizo caso omiso, y confiando plenamente en el puñado de cera y el manojo de cadenas, puso rumbo hacia las sirenas ufanándose ingenuamente de su truco.
Pero resulta que las sirenas tienen un arma aún más terrible que su canto: su silencio. Cabe imaginar, aunque nunca ha sucedido, que alguien pudiera escapar a los efectos de su canto; pero a los de su silencio jamás. Nada terrenal puede resistirse a la sensación de haber sido capaz de doblegarlas y a la consecuente soberbia, que lo arrolla todo.
Y, en efecto, cuando llegó Odiseo, aquellas formidables cantoras no cantaron, fuera porque creyesen que ante tamaño rival no había otra arma posible que el silencio, fuera porque, al contemplar la felicidad en la cara de Ulises, que no pensaba en otra cosa que la cera y las cadenas, se olvidaran por completo de cantar.
Sin embargo, Odiseo no oyó su silencio, si puede decirse así: creyó que cantaban, pero que él, al estar protegido, no las oía; al principio las vio por un momento arquear el cuello y respirar hondo, vio sus ojos arrasados en lágrimas y sus bocas semiabiertas, pero creyó que todo eso formaba parte de las arias que sonaban a su alrededor sin ser oídas. Pronto, sin embargo, su mirada se fijó en la lejanía y se tornó impermeable a todo aquello; fue como si las sirenas desaparecieran para él, y justo cuando las tenía más cerca, las perdió completamente de vista.
Mientras tanto, ellas, más bellas que nunca, se estiraban y contorsionaban, dejando ondear al viento sus estremecedoras cabelleras, extendían las garras abiertas sobre la roca, y ya no pretendían seducir, solo apurar hasta el límite el fulgor de los grandes ojos de Odiseo.
Si las sirenas tuvieran conciencia, habrían quedado aniquiladas, pero, al no tenerla, sobrevivieron, aunque, eso sí, Odiseo se les escapó.
Por lo demás, hay quien añade un detalle a esta historia. Se cuenta que Odiseo era tan astuto, tan ladino, que ni siquiera la diosa del hado podía penetrar en su interior, y quizá, aunque esto es difícil de entender para una mente humana, sí se dio cuenta de que las sirenas guardaban silencio, pero, para escudarse, fingió, de cara a ellas y a los dioses, lo que acabamos de contar”.
Kafka ignora aquí –por mero olvido o intencionadamente– detalles esenciales del texto homérico. En la Odisea Ulises no se taponó los oídos ni con cera ni de ningún otro modo, sino que, siguiendo las instrucciones de Circe, mandó que lo sujetaran al mástil para escuchar sin peligro a las sirenas. Es la maga Circe quien ha trazado ese plan que le permite –a él solo, como subraya el texto griego– escuchar el canto seductor y taimado. Y las sirenas se dirigen solo a él en su mensaje tentador. Circe le da la posibilidad de escucharlas porque (nos figuramos) sabe cuán curioso es el héroe, y si le dice “si tú quieres”, es sabiendo hasta qué punto Ulises lo deseará. Por lo demás, cuando Ulises les explica el plan a sus compañeros, con el mandato de remar sordos y obedientes, les dice “a mí solo Circe me ordenó escuchar su voz”. Que Ulises escuche a las sirenas es muy esencial en la Odisea: solo así puede informarnos bien de su misterioso atractivo.
Irónicamente Kafka juega con el poder del silencio y la reconocida pericia en mentir que acredita a Ulises. Pero taponarse los oídos además de quedar muy amarrado habría sido exceso de cautela. El canto de las sirenas no traspasaba, según Homero, los gruesos tapones de cera y ninguno de los remeros (que no estaban atados) sintió deseos de nadar hacia ellas. Claro que si ellas hubieran mantenido ese silencio kafkiano, no se habría podido comprobar la eficacia de esos tapones. Ulises y los suyos podían creerse que funcionaban, pero el silencio no provendría de ellos, sino que era real, llegaba de las propias sirenas que no cantaban en medio de la calma silenciosa del mar.
Pero es justo advertir que ese taparse Ulises los oídos no es un mero despiste del moderno autor checo, sino que tiene muy antiguos precedentes, como señala L. Spina.106 Ya Séneca en una de sus Cartas a Lucilio le aconseja taparse los oídos, como Ulises hizo con sus compañeros, para alcanzar la sabiduría. (El sabio sería aquí el sordo, no quien oye la voz de las sirenas). Y también en algunos moralistas cristianos, como Basilio de Cesarea o Paulino de Nola, es Ulises, ejemplo heroico del “arte de la fuga”, quien se tapona los oídos para escapar indemne al encanto de las voces tentadoras. Así lo dice un verso del Aretino: “al canto si stoppò gli orecchi Ulisse”, y también lo evoca así el docto Erasmo en varios pasajes.107
5‘EL ENFADO DE LAS SIRENAS’. BERTOLT BRECHT
Es bien conocido que el astuto Odiseo, al acercarse a la isla de las sirenas, se dejó amarrar al mástil de su vehículo, pero taponó los oídos de los remeros con cera, de tal modo que mediante la cera y sus ataduras pudiera seguir sin tristes consecuencias. A cierta distancia, como estaba planeado, al pasar remando ante la isla, vieron los sordos siervos a las tentadoras mujeres hinchar sus cuellos y a nuestro héroe retorcerse junto al mástil, como si intentara liberarse de sus ataduras. Sucedió pues todo según lo previsto y profetizado. Toda la antigüedad le creyó al muy astuto al respecto del éxito de su plan. ¿Voy a ser yo el primero en cuestionar el suceso? Me digo yo justamente esto: todo bien, pero… ¿quién –aparte de Odiseo– dice que las sirenas cantaron realmente, a la vista del hombre bien atado? ¿Es que iban esas poderosas y seductoras mujeres a derrochar realmente su arte con gente que no tenía ninguna libertad de movimiento? ¿Es eso la esencia del arte? Por eso quisiera más bien suponer que las gargantas que los marineros habían visto hincharse maldecían con toda su fuerza a aquel condenado y cauto provinciano, y que nuestro héroe componía sus retorcidas posturas, porque él, a fin de cuentas, se sentía muy a disgusto.
Seguramente Brecht había leído el relato de Kafka, cuando se lanzó también él a desacreditar la versión de Ulises, con esta sospecha de un canto de las sirenas insultante, muy distinto del que el héroe homérico, tan diestro en inventarse mentiras, contaba en el banquete de los feacios, a los que ya Luciano consideraba oyentes ingenuos y crédulos. Sin embargo, el punto de partida en el que uno y otro relato difieren estriba en esto: en la Odisea los remeros, curvados en sus bancos, no vieron ni avistaron a las sirenas. Y el taimado Ulises parece que tampoco. (Homero no dice nada de las figuras de las sirenas, y no sabemos cómo se las imaginaba). Solo su canto y su voz llegaron seductoras hasta el navío, en medio de la calma chicha que aplanaba el mar. A diferencia de lo que vemos que sucede con las sirenas posteriores, el encanto de las odiseicas no está en su belleza lúbrica, sino solo en esa melodía que insinuaba placeres de un relato inolvidable. Y canto y voz se fueron apagando a medida que el barco, a fuerza de remos, se alejaba.
6 LAS SIRENAS (DE ‘DESOLACIÓN DE LA QUIMERA’, 1962). LUIS CERNUDA
Ninguno ha conocido la lengua en la que cantan las sirenas
y pocos los que acaso, al oír algún canto a medianoche
(no en el mar, tierra adentro, entre las aguas
de un lago), creyeron ver a una friolenta
y triste surgir como un fantasma y entonarles
aquella canción misma que resistiera Ulises.
Cuando la noche acaba y tiempo ya no hay
a cuanto se esperó en las horas de un día,
vuelven los que las vieron; mas la canción quedaba,
filtro, poción de lágrimas, embebida en su espíritu,
y sentían en sí con resonancia honda
el encanto en el canto de la sirena envejecida.
Escuchado tan bien y con tanta pasión oído,
ya no eran los mismos y otro vivir buscaron,
posesos por el filtro que enfebreció su sangre.
¿Una sola canción puede cambiar así una vida?
El canto había cesado, las sirenas callado, y sus ecos.
El que una vez las oye viudo y desolado queda para siempre.
7 UNOS VERSOS DE T. S. ELIOT
Al final del largo poema “La canción de amor de J. Alfred Prufrock” (1917), el desolado y envejecido narrador evoca el canto lejano de las sirenas:
Envejezco… Envejezco.
Me podré pantalones blancos de franela, y pasearé por la playa.
He oído a las sirenas cantándose unas a otras.
No creo que me canten a mí.
Las he visto cabalgar olas mar adentro
peinando el blanco pelo de las olas echando atrás
cuando el viento sopla el agua hasta ponerla blanca y negra.
Nos hemos demorado en las cámaras del mar
junto a ondinas enguirnaldadas de algas, en rojo y pardo,
hasta que nos despierten voces humanas y nos ahoguemos.108
Piero Boitani comenta estos versos al final de su libro La sombra de Ulises:109
Prufrock sabe de sobra que dista mucho de ser el Odiseo de Homero: ante él las sirenas se cantan solamente ‘las unas a las otras’. No consigue, sin embargo, olvidar la visión romántica en que las marinas muchachas se lanzan a la alta mar abierta. Él, que lo ha conocido todo, al igual que las musas y las sirenas, añora la ilusión poética del pasado, la voz del viento, el vuelo libre sobre las olas. La seducción del mito no borra, empero, la conciencia de la realidad histórica y existencial: los hombres, acunados durante siglos por las fábulas, han vivido como en palacios subterráneos junto a las sirenas. Pero ahora unas voces humanas los despiertan y se ahogan. La lógica del mythos queda así invertida. Las sirenas cantan solamente entre ellas. La poesía es un sueño cerrado sobre sí mismo y sobre el pasado, hacia el que solo se puede sentir nostalgia. Las voces que nos llegan son las de nuestros semejantes, voces del presente que nos hacen naufragar, como al Ulises de Dante.

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