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lunes, 25 de marzo de 2019

EL RETRATO

(Tradición judía) 
Cuando Moisés libertó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto y cundió la noticia del milagroso éxodo las gentes se quedaron asombradas y atónitas ante el héroe que había podido llevar a término tal empresa. 
Y hubo un monarca árabe que no pudiendo sofocar su vivísimo deseo de conocer al hijo de Amram, envió al campamento de los hebreos un gran pintor, con encargo de que pintase el retrato del caudillo de la tribu de Jacob. Como le había sido ordenado, presentóse el artista en el campo hebreo, pintó la figura de Moisés y volvió a su señor con el lienzo. Llamó entonces el monarca a sus sabios y les encargó que del retrato desentrañasen el carácter y condición íntima del modelo y en sus rasgos faciales descifrasen el misterio de su poder. Cuando aquellos sabios hubieron contemplado la figura, dieron unánimes la siguiente respuesta: 
–Si hemos de decir la verdad, señor, a juzgar por lo que vemos, por fuerza tiene que ser ese famoso personaje un hombre de mala índole, altanero, codicioso y de violentos instintos; un hombre, en una palabra, en el que no resulta temerario recelar todas las depravaciones que degradan el alma humana. 
Con indignada sorpresa objetó el soberano: 
–¿Cómo? ¿Os estáis burlando de mí? ¿Ignoráis que de ese hombre admirable sólo se oyen elogios por todas partes? 
Asustados del reproche, trataron entonces augures y artista de justificarse humildemente, aunque no quisiesen reconocer ni los primeros ni el segundo que en ellos estuviese la culpa del error, porque los sabios suponían que a la impericia del pintor habría de achacarse la falsa representación de Moisés, mientras que el artista protestaba que el retrato era fiel y presumía incompetencia en los sabios. 
Mas como el rey no se resignase a la duda, resolvió trasladarse con su escolta de jinetes al campamento de los israelitas. Apenas lo hubo alcanzado, divisó ya de lejos el rostro de Moisés, el ungido de Dios. Sacó entonces el retrato, lo comparó con su arquetipo y ¡oh asombro!, aquella imagen era el trasunto mismo de su modelo. 
Maravillado el príncipe, llegó hasta la tienda del profeta, hizo una profunda reverencia y, abatiendo su rostro en tierra a los pies del gran caudillo, le refirió lo que le había sucedido con la obra de su artista. 
–¡Que tu indulgencia sea conmigo, poderoso señor! Sabe que antes de haber contemplado tu rostro daba por malogrado el trabajo del pintor; pero ahora que he tenido la dicha de conocerte, me persuado de que mis sabios, los que a mi mesa comen mi mismo pan, me han engañado y que su pregonada ciencia no pasa de pedantería falaz. 
–Pues en eso os engañáis, príncipe –contestóle Moisés–, que tanto vuestro pintor como vuestros sabios han sido sumamente sutiles y exactos en su obra. No olvidéis que si yo no fuese por natural condición de la índole que vuestros muy doctos sabios han logrado columbrar, poca ventaja le llevaría a un reseco zoquete, que, ciertamente, también está exento de vicios y pasiones. Sí, señor; no tengo por qué negaros que todas las taras y máculas que en mi retrato han sabido desentrañar vuestros sabios, han sido lastre de mi frágil naturaleza, hasta que la fuerza de mi voluntad ha podido ir borrándolas y señoreando las malas inclinaciones, de suerte que hoy las contrarías virtudes informan mi vida, formando como una segunda naturaleza. Este y ningún otro es el secreto de mi renombre, lo que os explica mi exaltación en los cielos y en la tierra. 


EN LA FUENTE

Solía nuestro maestro Moisés buscar con preferencia aquellos sitios en los que la soledad parecía propicia a sus soliloquios y a la comunicación con Jehová. Así descansaba un día, absorto en sus meditaciones, a la sombra de un árbol desde el que se veía, no lejos, una fuente, cuando divisó a un hombre que a ella se acercaba, apagaba allí -su sed y proseguía su camino, sin advertir que una bolsa se le había caído al inclinarse a beber y quedaba junto a la fuente. 
Al cabo de un rato, otro hombre llegó a la fuente y en ella se puso a beber también; mas éste vio la bolsa en el suelo y recogiéndola prestamente, con grata sorpresa, prosiguió asimismo su camino. 
Después de él, un tercer viandante hizo alto en la fuente, deteniéndose allí por buen espacio. 
Había, entretanto, el primer caminante notado la falta de su bolsa, y así, puesto a recordar, se dijo: 
–A buen seguro que se me habrá caído en la fuente cuando me agaché para beber. 
Con lo que desando rápidamente el camino, y como al llegar a ella viese que un hombre descansaba allí, le interpeló bruscamente: 
–¿Que es lo que haces aquí? 
–Me sentía fatigado y estoy descansando un poco –le contestó el desconocido–. He comido un bocado y bebido un sorbo en este sitio, y ahora iba a ponerme en camino otra vez. 
–Entonces tú tienes que ser el que ha encontrado la bolsa que aquí se me había caído –supuso el primero de ellos–. Nadie más que tú puede haberla hallado, ya que apenas hace unos instantes que la perdí. 
–Yo te juro, amigo, que no tengo tal bolsa –repuso el inculpado–, y no es justo que me imputes así tan fea acción. Si, como dices, hace poco tiempo que echaste de menos tu dinero, lo habrás perdido 
en otro sitio, que no aquí; búscalo, pues, por ahí. O, ¡quién sabe!, bien pudiera ser que ni siquiera lo hayas perdido; ¡anda, sigue tu camino y déjame en paz! 
En esto empezaron ambos a disputar agriamente y acabaron acometiéndose. Levantóse entonces el profeta con ánimo de separarlos, pero antes de que pudiese acudir, ya el perdidoso había dado muerte a su contendiente y emprendió la fuga. 
Conmovido se sintió Moisés al ver que aquel inocente había pagado con su vida una culpa ajena, y quedó asombrado de que el Todopoderoso consintiese la tremenda injusticia; por lo cual exclamó, dolido: 
–De tres iniquidades acabo de ser testigo, Señor. La primera es que hayas permitido que una persona perdiese sus bienes; la segunda, que hayas tolerado que quien ningún derecho tenía a ellos pueda disfrutarlos tranquilamente; la tercera, que no hayas impedido que un inocente pereciese en la contienda. Pero aún hay más, Señor; que sobre todo esto, todavía dejas que el perjudicado por la pérdida se convierta en un homicida. Dígnate, pues, omnipotente Señor, mostrarle a mi ruda inteligencia cómo se han de entender en esto los designios de tu providencia. 
Y Dios habló así a Moisés: 
–Así como tú presumes subversión en las normas de mi providencia, así se les antojan extrañas y sorprendentes a los hombres muchas cosas que yo dispongo: y es que no saben que todos tienen su fundamento y justificación. Pero no quiero que ignores que si bien ese hombre que perdió la bolsa era honrado, su padre había robado la cantidad que contenía. El que entonces hubo de perder su dinero era el padre del que ahora encontró la bolsa. Conque, lo que he hecho ha sido disponer modo de que el expoliado recobrase su herencia. Del que pereció en la reyerta tengo también que decirte que aunque fuese inocente del robo, no lo era de otra grave falta, que en cierta ocasión, hace ya mucho tiempo, le había quitado la vida al hermano de su matador; y como de ello no hubo testigos, quedó impune el crimen y sin vengar la sangre inocente que entonces derramó. 
Por eso le infundí a su matador de hoy sospechas contra él y lo entregué a sus manos. De esta suerte es como mi providencia dispone en el mundo muchas cosas que no siempre puede el hombre comprender. Secretos son mis caminos y muchas veces os acaecerá desconcertaros de ver cómo el malvado medra mientras el justo apura su vaso de aflicción.