Aladas y mortíferas, las míticas sirenas de la Grecia antigua eran hijas del río Aqueloo y de una de las musas (Melpómene o Calíope o Terpsícore). De su fluvial progenitor heredaron su afición a las aguas marinas –a la costa desde donde avizoran el paso de las naves– y de su madre divina el don del canto y la afición musical. No tiene mucha importancia decidir si preferimos como madre a Melpómene, como afirmaban Apolodoro y Eustacio; a Terpsícore, como dice Apolonio de Rodas; o a Calcíope, como anota el latino Servio, el comentarista de la Eneida. En los dos primeros nombres de las musas laten atractivas referencias al canto (melpein), y al placer (terpsis), el tercero evoca la “voz de bronce” que es un buen epíteto para una cantora que lanza su mensaje retumbante desde lejos.
Hay otras propuestas genealógicas, como la que ofrece el tardío orador Libanio, que cuenta que las sirenas nacieron de la sangre del Aqueloo, muerto por el heroico Heracles, caída sobre la fecunda Tierra. Así también en un pasaje de la Helena de Eurípides, la bella de Esparta las invoca como “vírgenes hijas de la tierra”. El erudito Plutarco, citando un pasaje de una tragedia perdida de Sófocles, las apellida “hijas de Forco”, un gigante primordial, hijo de Ponto y Gea (Mar y Tierra), arcaico y prolífico progenitor de variados monstruos.
Como se sabe, no son infrecuentes las variantes en las genealogías antiguas. Quedémonos con la relación filial de las sirenas con el formidable y divino río y una de las más venerables musas. Es la más tradicional y la que explica mejor algunos de sus rasgos. Podemos citar, sacados de textos diversos, algunos nombres de las sirenas: Aglaofeme, Telxiepia, Pisínoe, Parténope, Leucosia, Telxíope, Molpe, Aglaófono, Ligeia.1 Algunos aluden a la “voz”, el “encanto” o el “placer” de las formidables cantoras; pero no indican nada más. Las sirenas aparecen en grupo, dos o tres o cuatro; tal vez una canta y otra toca la flauta y otra la lira, pero no tienen rasgos que las distingan o las singularicen.
Las sirenas pertenecen al género de las terribles figuras femeninas, un tanto híbridas por su origen y su figura, que amenazan a los viajeros y combaten contra los héroes. Como las gorgonas, las harpías, las esfinges, y las erinnias, mantienen una oscura conexión con el Hades; y, en contraste con las musas y las nereidas, están asociadas al espanto.
El nombre seirén parece relacionarse con el de la “soga” (seirá)2 y las sirenas serían algo así como “las que atan” (como las harpías son, según una fácil etimología, las que “arrebatan”, y la esfinge, la “estranguladora”). Pero su lazo es la voz, o el canto y la música, con la que atraen y amarran, es decir, cazan y hechizan a sus presas.
En la iconografía funeraria la figura de la sirena pétrea se alza sobre las tumbas. “Cantoras de muerte”, que no sueltan a aquel al que han capturado con su encanto, y dotadas de alas, como sus congéneres, para subrayar su alcurnia divina, pero no sabemos que se sirvan de ellas para cualquier asalto.
ICONOGRAFÍA DE LAS SIRENAS. ALGUNAS CITAS
En las representaciones plásticas del imaginario mítico griego hay otras figuras femeninas parecidas a las sirenas, en representaciones pictóricas y relieves funerarios. Como ellas, son seres alados que traen augurios de muerte: las harpías y las esfinges.3
La mayoría de los griegos primitivos consideraban a las sirenas como mujeres-aves y las asociaban con aves como las que se posan en el aparejo de las embarcaciones del arte geométrico. Resulta a menudo muy difícil distinguirlas de las arpías, aunque es más probable que la arpía opere en solitario y las sirenas por parejas; la arpía es menos musical y le gustan más los muchachos muertos que los vivos. Cuando la sirena desarrolla más adelante patas palmeadas y la arpía conserva sus garras, se apartan de forma más señalada de su modelo egipcio común, el ba (el demonio o espíritu raptor del alma del difunto). Cuando no hay hombres que costeen su isla, las sirenas pueden aparecer representadas rollizas y deleitándose a sí mismas, haciéndose carantoñas entre sí; la sirena aparece algunas veces ensimismada, probándose un collar o mirándose en un espejo. La esfinge espera al lado de las arpías más jóvenes en el campo de batalla; como la sirena, señala la tumba; su función más generalizada en toda la Antigüedad clásica es la de actuar como un perro guardián: sobre una estela o pilar sepulcral, para castigar a quienes molesten a los difuntos. Los muertos son, pues, sus víctimas y sus amantes a la vez.
De todos modos, notemos que las arpías o harpías, con sus aires vampíricos y sus garras raptoras (en griego harpádso es “raptar” y harpe “garra”) son bastante más espantosas y violentas que las voluptuosas sirenas y, desde luego, más voladoras. Las sirenas se asientan en un preciso lugar, y en este rasgo se parecen más a las esfinges. Están “sentadas” en un prado florido en una isla (llamada, según Hesíodo, Anthemoessa, la “floreciente”) y no se alejan volando del lugar donde acechan y aguardan a sus presas. De su madre, una musa, les viene el don divino del canto y su prodigiosa voz (en contraste con los graznidos de las harpías y la letanía enigmática de la esfinge). Fueron acaso –como cuenta una variante mítica que veremos– al principio bellas compañeras de Perséfone antes de convertirse en siniestras pájaras canoras.
Podemos insistir en este aspecto de las sirenas, citando unas sugerentes líneas de Ana Iriarte:4
Al estudiar la figura mítica de las sirenas se tiende a distinguir las descaradas cantantes que asaltaron a los argonautas y a Odiseo con su insinuante voz, de las estatuas en forma de pájaro con rostro de doncella habitualmente presentes en las tumbas.
A principios del siglo XX, estas sirenas de las estelas funerarias fueron identificadas como representaciones de la concepción griega del alma en forma de daímon alado. En la actualidad muchos especialistas han renunciado a reconocer en las sirenas la figura del alma del difunto, aunque se admite, por lo general, que la evolución de esta idea del alma-pájaro habría originado toda una familia de genios fúnebres de la que, además de las sirenas, formarían parte las harpías, las esfinges, las keres y las erinias. Un grupo de figuras tan femeninas como virginales que, por otra parte, no cesan de reflejar la concepción –muy presente en el pensamiento griego– de la doncella como portadora de la muerte.
La representante por excelencia de esta idea de la muerte relacionada con la feminidad es Perséfone, soberana del Hades con la que las sirenas mantuvieron una estrecha relación desde la infancia. Apolonio de Rodas no es el único en aludir a los desenfadados agasajos que la niña Perséfone recibía de las sirenas. Ovidio también evoca a las sirenas como compañeras de la futura reina del Hades, cuando esta se complacía, al modo de las muchachas griegas, recolectando flores. Tanto Perséfone como las sirenas mantendrán por siempre su título de ‘doncellas’, pero esto no les evita experimentar el proceso de madurez y, de la misma manera que Perséfone es forzada a abandonar su despreocupado mundo de adolescente para convertirse en la sombría reina del Hades, las sirenas alcanzan la edad adulta convirtiéndose en letales seductoras de hombres.
Pues bien, la imagen de las sirenas como componentes del cortejo de Perséfone, que de forma tan explícita exponen los autores citados, se remonta hasta la época clásica, como permite comprobar la Helena de Eurípides. Cuando esta heroína se lamenta en la isla egipcia de Faros por las muertes que ella misma ha generado en la guerra de Troya, invoca a las sirenas como intermediarias directas de Perséfone y les pide que sean el eco de su treno para que este pueda alcanzar el mundo subterráneo, que reflejen su estado de ánimo para consolar a los que perdieron la vida por causa de la ilícita pasión que le inspiró el oriental Paris:
Jóvenes aladas,
doncellas hijas de la tierra,
sirenas, ojalá pudierais venir
a acompañar mis lamentos
con la flauta libia de loto,
con la siringa o con la lira,
respondiendo con lágrimas
a mis deplorables desgracias,
con sufrimientos a mis sufrimientos, con cantos a mis cantos.
Que se una a mis sollozos,
enviándome vuestra fúnebre música, Perséfone
y recibirá de mí a cambio, allá en sus moradas nocturnas,
el peán regado con lágrimas que dedico a los muertos difuntos.
(Eurípides, Helena 169-179).
Cantantes mediadoras entre los vivos que se disponen a celebrar a sus difuntos y estos últimos, las sirenas encuentran su lugar en el intersticio de los dos mundos. (Nótese que ya aquí las sirenas emplean instrumentos musicales: flauta y siringa o lira. Aquí no es ya su mensaje verbal, sino su fúnebre melodía lo que caracteriza su canto). En este espacio intermedio las doncellas–pájaro conviven con una serie de genios fúnebres dedicados a funciones específicas, pero con los que comparten la misión común de desplazarse entre la superficie de la tierra y el profundo Más Allá.5
Pero veamos ya, atentamente, el texto literario que introduce a las sirenas en la épica y luego resonará a lo largo de toda la tradición literaria europea.
LAS SIRENAS DE LA ‘ODISEA’
Fue Circe, la seductora y sabia hechicera, quien, al despedir al héroe y advertirle los riesgos futuros de su navegación, informó a Ulises de la peligrosísima emboscada de las sirenas:
En primer lugar, llegarás cerca de las sirenas,
las que hechizan a todos los hombres que se les aproximan.
A quienquiera que en su ignorancia se les acerca y escucha
la voz de las sirenas, a ese no le abrazarán de nuevo
su mujer ni sus hijos, contentos de su regreso a casa.
Allá las sirenas lo hechizan con su canto fascinante,
situadas en una pradera. Alrededor de ellas amarillea
un gran montón de huesos y renegridos y podridos pellejos humanos.
¡Por allá cruza a toda prisa! En las orejas de tus compañeros
pon tapones de cera melosa, para que ninguno de ellos las oiga.
En cuanto a ti mismo, si es que quieres escucharlas,
que te sujeten a bordo de tu rauda nave de pies y manos,
atándote fuerte al mástil, y que dejen bien tensas las amarras,
para que puedas oír para tu placer la voz de las dos sirenas.
Y si te pones a suplicar y ordenar a tus compañeros que te suelten,
que ellos te aseguren entonces con más ligaduras.
Después, cuando ya tus compañeros las hayan pasado de largo,
no voy a explicarte de modo puntual cuál será tu ruta,
porque debes decidirla tú mismo en tu ánimo.
En estos versos (Odisea XII, 40-58) recuerda el héroe narrador cómo la diosa le advirtió benévola una salida del terrible paso. Es Circe quien le sugiere el taimado recurso para escuchar el canto de las sirenas sin caer en sus fascinantes lazos: cruzar muy bien atado al palo del barco el espacio marino donde resuenan sus voces seductoras, y así llegar a sentir el placer de sus reclamos, único oyente de las voces femeninas en medio de los curvados y sordos remeros. El curioso Odiseo podrá gracias a esos lazos marineros gozar furtivamente del hechizo y escapar de él. (Recordemos que es muy hábil en eso de escapar de mágicos hechizos femeninos; se había librado bien de los de la misma Circe, con la oportuna ayuda de Hermes). No fue por tanto una idea de Ulises, sino un ardid sugerido por Circe para salir bien del apuro, un hábil truco de celebrada resonancia.
Lo cuenta él mismo algo más adelante (versos 155-200):
Entonces yo hablé a mis compañeros con ánimo afligido:
‘Amigos, no debe ser uno solo ni dos los únicos
que conozcan las profecías que me dijo Circe, divina entre las diosas.
Así que os las contaré para que, conociéndolas todos, o muramos
o tomemos precauciones para rehuir la muerte y el destino.
Primero, nos aconseja guardarnos de la voz y el prado florido de las sirenas.
A mí solo me permite escuchar su voz. Atadme, pues, con fuertes ligaduras,
para que me quede aquí firme, junto al mástil,
y se mantengan muy fuertes las amarras.
Y si suplico y ordeno que me desatéis, entonces atadme
más fuerte con otras maromas’.
Con semejantes palabras informé de todo a mis camaradas,
mientras que la bien construida nave llegaba a la isla de las dos sirenas.
Un viento propicio la impulsaba. De pronto allí amainó el aire
y sobrevino una calma chicha, y la divinidad adormeció las olas.
Los compañeros se levantaron y replegaron las velas del navío,
y las recogieron dentro de la cóncava nave y, manejando los remos,
sentados uno tras otro golpeaban el mar con las pulidas palas.
A mi vez yo rebané una gruesa tajada de cera
y la fui moldeando en pequeños trozos con mis robustas manos.
Pronto se iba caldeando la cera, ya que la obligaba también
la fuerte presión de los rayos de Helios, el soberano hiperiónida.
A todos mis compañeros, uno tras otro, les taponé los oídos con la masa.
Y ellos me ataron a su vez de pies y manos, erguido, al mástil,
y reforzaron las amarras de este. Y sentados a los remos
se pusieron a batir el mar espumoso con sus palas.
Pero cuando ya distábamos tanto como alcanza un grito,
en nuestro presuroso avance, a ellas no les pasó inadvertido
que nuestra rauda nave se acercaba, y emitieron su sonoro canto:
‘¡Ven, acércate, muy famoso Odiseo, gran gloria de los aqueos!
¡Detén tu navío para escuchar nuestra voz! Pues jamás pasó de largo
por aquí nadie en su negra nave sin escuchar la voz de dulce encanto
de nuestras bocas. Al contrario, siempre el viajero, deleitándose,
navega luego más sabio.
Sabemos ciertamente todo cuanto en la amplia Troya
penaron argivos y troyanos por voluntad de los dioses.
Sabemos cuanto acontece en la tierra prolífica’.
Así decían desplegando su bella voz. Mi corazón ansiaba escucharlas
y me puse a ordenar a mis compañeros que me destaran
gesticulando con mis cejas. Ellos se curvaban a los remos y bogaban.
Pronto se alzaron Perimedes y Euríloco y vinieron a sujetarme
más firmemente con las sogas. Y cuando ya las hubimos dejado atrás
y no oíamos ya ni la voz ni el canto de las sirenas,
entonces mis compañeros se quitaron aquella cera
con la que yo les había taponado los oídos y me libraron de las cuerdas.
Las misteriosas cantoras intentan atrapar a los viajeros con su canto “melífluo”, que a modo de mágico y viscoso lazo lanzan desde la costa rocosa donde se pudren al sol los restos de sus víctimas, anónimos incautos que pararon en su prado florido. Si el nombre de seirenes significó en su origen “las que ensogan y ligan”, esta vez les fallaron sus lazos: el prudente Ulises estaba muy bien sujeto por otros al mástil. Y sus ataduras le protegían, gracias al consejo de Circe, de las redes de fatal seducción que desplegaban en vano las musicales, seductoras y truculentas sirenas. (En este texto odiseico son solo dos, pero en las pinturas en cerámica de época arcaica y clásica aparecen pronto tres que a veces manejan instrumentos musicales).
Veremos luego algún otro relato de encuentro de héroes con las cantoras sirenas, pero de antemano advertimos que nadie más nos cuenta lo que ellas cantaban y prometían. Al respecto son muchos los comentarios; si bien no solucionan todas las preguntas. Ya el emperador Tiberio –según cuenta Suetonio– fatigaba a sus eruditos con su tenaz cuestión: “¿Qué cantaban las sirenas?”. La única pista fiable, repitámoslo, está en el pasaje homérico. (Aunque, según sabemos, Ulises no fue siempre un narrador veraz).
En todo caso, veamos algunos detalles significativos, como los que destaca muy bien G. Aurelio Privitera en su esmerado libro sobre la Odisea:6
Antes de que la nave apareciera, las sirenas callaban; apenas la avistan y piensan que Odiseo podía oírlas, prometen cantarle sus propias glorias. Ellas saben todo del pasado, pero nada del presente: ni siquiera advierten que Odiseo está atado y que sus compañeros no pueden oírlas.
La prueba impuesta a Odiseo es doble: Odiseo se enfrenta a un canto sobrehumano y se enfrenta a su propia historia. Se encuentra delante de un espejo. Ya Narciso se había mirado en una fuente y se había ahogado admirando su bella imagen en el agua. En cambio Odiseo huye. Y mientras huye, las sirenas lo saludan y lo celebran como uno de los más gloriosos guerreros iliádicos.
El episodio de las sirenas encaja en las serie de las etapas no mortíferas, sino hospitalarias: las sirenas invitan, y nadie muere en este episodio. Obviamente, una vez más la hospitalidad puede desviar del retorno y puede conducir a la muerte: [la invitación] puede revelarse incluso más devastadora que la de los lotófagos, la de Eolo y la de Circe. Para seducir en el país de los lotófagos servía la comida, en la isla de Eolo era un modo seguro y autárquico de vivir; junto a Circe era el amor; junto a las sirenas es el canto. Todas son etapas similares.
En efecto, las sirenas ofrecen su hospitalidad en la trampa de un placer exquisito. A diferencia de las musas, no inspiran a otros, sino que ejecutan su propia canción de relumbre épico, compuesta especialmente para deleite singular del viajero. Con acento claro y fervor iliádico interpelan “al muy famoso Ulises, gran gloria de los aqueos”, al que han reconocido. La trampa es sutil, pues se apoya en lo que saben que es el punto débil del héroe: el afán de saber, la curiosidad, que le ha llevado incluso hasta internarse en el Hades.7 Nunca tendrá Ulises otra oportunidad parecida: ellas lo saben todo y podrían contarle hazañas de Troya y noticias de su Ítaca y del mundo entero.8
La tentación es sutil y refinada. De no ser por las cuerdas que lo atan firmemente al mástil Ulises se arrojaría al mar –y se iría nadando hacia tan placentera muerte.
El hombre que las escucha se siente invadido de un placer tan intenso que olvida todo lo demás: se olvida a sí mismo, del hambre, la sed, la familia, el retorno, el futuro, la vida. Se queda inmóvil, se consume, y muere. El canto de por sí no es mortal: no mata. Odiseo lo escucha, atado al mástil, pero no muere. Muere quien se detiene, encantado y fijo en una letal inmovilidad.9
Tal vez valga la pena subrayar cómo placer y saber van unidos en la audición que ofertan las sirenas. Esa combinación es lo que caracteriza la tentación odiseica. La mención del “placer” o “deleite”, que en griego se expresa con el verbo terpein o el sustantivo terpsis, está tanto en la propuesta de Circe a Ulises: “si quieres escuchar deleitándote –terpómenos– la voz de las dos sirenas” (XII, 52), como en la de las propias sirenas (XII, 188): “Quien nos escucha, ese se va tras deleitarse –terpsámenos– y siendo más sabio”. Al deleite supremo contribuyen la melodía y el relato sabio (y conviene recordar cuánto apreciaban los griegos el canto épico del aedo; y eso se evidencia también en la admiración unánime con que escuchan sus anfitriones en Feacia la narración del astuto Ulises). Aquí el deleite está enlazado al saber; más tarde, o en otros casos, lo estará a un hedonismo más sensual y erótico.
Pero, además, el canto de las sirenas, como Circe advierte, tiene un componente de hechizo mágico, con el que ellas “encantan a todos los hombres”, “encantan con melodiosa voz” (thélgousin, repetido en versos 40 y 44).
Me gustaría insistir en esa relación entre el afán de gloria y la oscura muerte, citando unas líneas de J. P. Vernant:
¡Ven acá, ven a nosotras, Ulises tan famoso, honor de los Aqueos! (polúainos, mega kûdos Achaiôn), la misma fórmula que la Ilíada pone en boca de Agamenón cuando rinde homenaje a Ulises (Il. IX 673). Para seducir al navegante de la Odisea, apegado a la vida, zarandeado de prueba en prueba, las sirenas celebran ante él a ese Ulises que la Ilíada ha inmortalizado: el héroe viril, el macho guerrero cuya gloria, indefinidamente repetida de rapsoda en rapsoda, permanece imperecedera. En el espejo del canto de las sirenas Ulises se ve, no tal como se encuentra penando sobre el lomo del mar, sino tal como será una vez muerto, magnificado para siempre en la memoria de los vivos, transmutado de su pobre existencia actual de sufre pesares en el brillo glorioso de su renombre y del relato de sus historias. Lo que las mujeres sirenas hacen espejear en sus palabras de tentación, es la esperanza ilusoria, para quien las escucha, de encontrarse a la vez viviente en condición mortal a la luz del sol, y superviviente en gloria imperecedera en el estatuto de la muerte heroica…
Me parece más dudoso que ahí se perciba el ingrediente erótico que Vernant sugería en la llamada de las sirenas.
Su grito, su pradera florida (leimón es una de las palabras que sirve para designar el sexo de la mujer), su encanto, thelxis, las colocan sin equívoco en el campo de la atracción sexual, de la llamada erótica en lo que estas tiene de irresistible. Al mismo tiempo, ellas son la muerte y la muerte en su aspecto más brutalmente monstruoso: nada de funerales, nada de tumbas, la descomposición del cadáver al aire libre. Deseo en estado puro, muerte en estado puro, sin revestimiento social ni de un lado ni del otro.10
Algunos detalles más, con variantes.
Todo relato mítico se va enriqueciendo con nuevas variantes a lo largo de la tradición, y así ocurre con este motivo. El relato homérico nos ofrece la versión paradigmática del mismo (de igual modo, por ejemplo, como Edipo Rey de Sófocles resulta la mejor versión del mito de Edipo), pero hubo desde luego otras, que añaden algunos detalles.11 Así, cuando un mitógrafo quiere contarnos en breve resumen el famoso episodio le agrega alguna variante, cuyo origen literario es imposible ahora precisar. Así lo hace Apolodoro en su conocida Biblioteca mitológica (Epítome, 7, 18-19).
Después de haber estado con Circe, encaminado por ella se hizo (Odiseo) a la mar y costeó la isla de las sirenas: estas eran: Pisínoe, Agláope y Telxiepía, hijas de Aquelóo y Melpómene, una de las Musas. Una tocaba la lira, otra cantaba y la tercera tocaba la flauta, y así persuadían a los navegantes a demorarse. Tenían forma de pájaros desde los muslos. Cuando Odiseo navegaba cerca de ellas quiso escuchar su canto y, por consejo de Circe, taponó con cera los oídos de sus compañeros y les ordenó que a él lo atasen al mástil. Oyendo la invitación de las sirenas pedía que desataran, pero ellos lo sujetaron aún más y así continuó el viaje. Estaba predicho a las sirenas que morirían cuando una nave pasara de largo. Por eso perecieron.
Apolodoro es un docto compilador de mitos del siglo II de nuestra era, de quien no tenemos más datos que los que nos da en su útil tratado de mitología. Fue un mitógrafo bien documentado, un buen conocedor de la literatura anterior y de una prosa escueta y precisa. Al recontar el episodio introduce ciertas variantes: las sirenas son un trío musical; una canta, otra toca la lira y la otra la flauta, mientras que en Homero eran solo dos y no sabemos si disponían de algún instrumento aparte de la aguda voz; las tres tienen nombre propio; y son hijas del indiscutible río y de una musa (aquí Melpómene y no Terpsícore).
Tras el fracaso en atraer a Ulises las sirenas se suicidan, como parecía ser fatal. Cuando el monstruo fracasa, no le queda sino desaparecer. (Así sucede también con la esfinge de Tebas, cuando su enigma es resuelto por Edipo. También las Rocas Entrechocantes quedan fijas una vez que la nave de los argonautas cruza entre ellas sin quebranto).
Como se ve, el mito se enriquece con más noticias sobre el origen y destino de las misteriosas sirenas.12 En la Odisea son solo unas voces seductoras, pero nada se dice de sus figuras. No vemos a las sirenas, solo oímos su canto (y solo en ese texto sabemos que cantan para atraer a Ulises; pero parece probable que para cada navegante cantaran algo distinto). Ya en el poema de Apolonio y en los otros textos se nos dan más datos, de su familia y sus nombres y sus instrumentos. Aunque no se nos dice que nadie viera a las sirenas. Ellas no atraen con su aspecto –acaso hermoso, o espantoso–; son solo una trampa musical en la ruta aventurada de algunos héroes. Ya Eneas no las encuentra al cruzar el paraje donde velaban, según la tradición, en la costa napolitana camino del Lacio.
En la Eneida, V, 864-865, en efecto, se cuenta que Eneas al acercarse de las costas de Italia pasó con su navío por el paraje donde anteriormente ellas cantaban. (Ya se acercaban navegando a los escollos de las sirenas / antaño terribles y blancos de los huesos de muchos), pero pasa por allí ya sin encontrar a las mortíferas cantoras. Son solo un recuerdo en un paraje rocoso, que ahora se localiza en la costa meridional de Italia, cerca de Nápoles. (Para la localización más puntual cf. Estrabón, Geografía, I, 2, 12).13
EL ENCANTO DE LAS SABIAS SIRENAS
Solo en los versos de la Odisea homérica se nos cuenta cuál era el reclamo del cantar de las sirenas, su anuncio para pescar a incautos navegantes.14 Está muy claro ahí que lo que brindan, según lo que oyó Ulises, es una inagotable información, ya que, como hijas de las musas, poseen un saber universal de primera mano, y en concreto sobre las más recientes hazañas de los héroes en Troya. El reclamo resulta irresistible para Ulises, al que salvan sus amarras. Nos conviene, para contrastarlo con posteriores versiones de tales hechizos, atender a los rasgos precisos de su seductora propaganda. Citaré unas líneas de uno de los mejores comentaristas de la tradición del tema, W. B. Stanford:15
Lo que ocurre en este preciso encuentro devino una de las más famosas historias en la literatura europea y una rica fuente de interpretaciones alegóricas y simbólicas: pero precisemos la naturaleza de la tentación de las sirenas. No se fundaba en ningún tipo de propuestas amorosas. Sino que las sirenas ofrecían información sobre la guerra de Troya y conocimiento de ‘cualquier suceso acontecido sobre la fértil, vasta tierra’. Traducido a la prosa actual, las sirenas garantizaban un universal servicio de noticias a sus clientes, una atracción casi irresistible para el griego típico, cuyo mayor deleite, como observan las Actas de los Apóstoles, era ‘contar o escuchar alguna nueva noticia’.
Ya Cicerón, en De Finibus, V, 18, 49, al comentar el episodio desde una perspectiva ética y estoica, elogia a Ulises por su resistencia a esa tentación que apunta a su más íntimo anhelo, el deseo de saber, la cupiditas discendi, y subraya cómo esta era una trampa preparada especialmente para él. Y lo glosa muy bien W. B. Stanford: “Su interpretación es esencialmente griega en su espíritu. A un romano (pero Cicerón no lo dice) las sirenas le habrían ofrecido probablemente poder y gloria, los reinos de este mundo. Para un griego más sensual que Ulises el hechizo o la novedad de la música de su canto podrían haber sido suficiente encantamiento. Sin embargo, como Cicerón subraya, “Homero vio que la tentación apropiada para un hombre como Ulises sería la oferta de nuevo conocimiento, la promesa de que cualquiera que se parara junto a ellas llegaría más sabio a las costas de su patria, tras saciar su anhelo con las variadas noticias de las musas (Post variis avido satiatus pectore musis / doctior ad patrias lapsus pervenerit oras)”.16
Podemos sospechar, como ya Ateneo de Náucratis comentaría muy sagazmente –en su Banquete de los eruditos, I, 14– que las sirenas, como los mejores aedos, le cantaban a cada uno lo que especialmente le atraía: “Las sirenas cantan igualmente a Odiseo el tema que más le va a deleitar y lo que se adecua a su ansia de gloria y su mucha sabiduría” (y cita, como ya hacía antes Cicerón, los versos de la Odisea). Algo parecido ya lo había sugerido Jenofonte –en Memorables, II, 6, 11– que hace comentar en un interesante diálogo a Sócrates:
–Los encantamientos que las sirenas cantaban a Ulises, como has oído a Homero, empezaban así más o menos:
‘¡Ven aquí, ea, ilustre Odiseo, gran gloria de los aqueos!’.
–¿No es este el encantamiento, Sócrates, con el que las sirenas retenían a la gente, de tal manera que no podían escapar ya de ellas los que eran encantados?
–No, solo cantaban así para los que se afanaban por la virtud.
–¿Quieres dar a entender que hay que encantar a cada uno con palabras tales que al oírlas no vaya a creer que el recitador se está burlando de él?
Recordemos, de paso, una alusión platónica al encantamiento por la promesa de saber más, que leemos en un pasaje del Banquete (216a), cuando Alcibíades compara la atracción de las palabras de Sócrates con la de las sirenas:
Por la fuerza, pues, –dice Alcibíades, al hacer su elogio, apasionado e irónico–, me alejo huyendo con los oídos tapados, como si de las sirenas se tratase, para no envejecer aquí sentado a su lado.17
Es decir, el cantar de las sirenas parece ser “a la carta”. A otros les cantarían otras cosas. A cada navegante lo atraerían con un reclamo distinto, según sus propias preferencias, que ellas adivinan. De momento, como vemos, sin ningún cebo erótico. Ni Ulises ni los suyos pudieron verlas. No supieron si eran hermosas o esas extrañas pájaras de las imágenes posteriores. Y tampoco, al parecer, las vieron ni las oyeron muy bien los argonautas.
Pero, a pesar de lo muy enteradas que se pretendían las hijas de las musas, en esta ocasión no se dieron cuenta a tiempo de que Ulises pasaba bien atado y llevaba a los remeros sordos con los oídos bien taponados, así que se desgañitaron cantando en vano. Lo sabían todo del pasado y quizá del futuro, pero les quedaba un cabo suelto. El éxito de la aventura corresponde a los consejos de la sabia Circe, la hechicera amiga, que no solo procuró la sordera de unos y la seguridad del héroe atado al mástil, sino que ofreció a Ulises, al curioso Ulises, la posibilidad de oír el melodioso canto a bajo coste.
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