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sábado, 16 de marzo de 2019

Curupí, amante

Una mujer se halló sola de noche y perdida en el bosque. Rompió a
llorar. Atraído por sus llantos, apareció Curupí. Le preguntó:
-¿Por qué lloras, linda muchacha?
Ésta se hincó ante él, suplicante:
-¡No me devores, Curupí! Soy viuda. No tengo más que a mi madre
vieja. Si yo muero, ella morirá de hambre.
-Ven a mi casa -respondió Curupí-. Te juro que no te haré ningún
mal.
La mujer aceptó. A la mañana siguiente, en la puerta del albergue
de Curupí, halló un gran canasto con tapires, ciervos, pecaríes, agutíes
y tayasú güirás.
Después Curupí la acompañó hasta la salida del bosque, la despidió
besándole la mano, y le dijo:
-No temas por tu madre. Cada vez que necesites comida, búscame en
la selva. No tienes más que tocar esta flauta -y le dio una flauta rústica.
La mujer se dirigió a su choza, contenta, pero al llegar la vio habitada
por otras gentes.
-¿Y mi madre? -preguntó.
-¿Y tu madre? -le respondieron-. Tú la abandonaste y se murió de
hambre.
-Pero si yo he estado sólo una noche fuera de casa.
-¡Qué dices! ¿Una noche? Hace un año que saliste. ¿Dónde has estado?
Seguramente con Curupí, mírate los pies.
Y la mujer vio que tenía ella también los pies para atrás, como
Curupí.
Desesperada, echó a correr hacia el bosque...
No se volvió a saber más de ella.

Curupí, el enano

El enano Curupí, que tiene sus pies hacia atrás, sorprendió a un cazador
extraviado que dormitaba bajo un árbol y le pidió:
-Dame tu corazón, tengo hambre.
El cazador le dio el corazón de un mono que acababa de matar. Lo
devoró Curupí y dijo:
-Está bueno.
-Entonces -dijo el cazador-, debes darme el tuyo ahora.
Curupí, ingenuamente, tomó su hacha y se dio un golpe para abrirse
el pecho. Cayó. El indio lo observó bien y, dándole por muerto, se
alejó, alegre.
Pasó más de un año. Una noche se le ocurrió al cazador que los
dientes de Curupí le servirían para hacerse un collar, y se dirigió al sitio
donde lo dejara muerto. Allí lo encontró, siempre tirado. Levantó su
hacha el hombre y dio un golpe en la quijada del monstruo para hacerle
saltar los dientes. Pero lo único que consiguió fue despertarlo, porque
Curupí es inmortal; su muerte es un sueño más o menos largo. Se levantó
Curupí, y dijo al hombre:
-Gracias, amigo, por haberme despertado. Te pagaré el servicio que
me has hecho regalándote esta flecha que no yerra tiro; pero no cuentes
nada a tu mujer, porque ella lo contará a otros y en cuanto lo sepa otro
hombre, te costará la vida. ¡Adiós!
Se fue Curupí, y el cazador probó su flecha en un urubú que pasaba
volando. Tiró casi sin apuntar y el urubú cayó herido en el corazón.
Alegre, corrió a su casa y contó a su mujer lo sucedido, recomendándole
el secreto. La mujer, a la mañana siguiente, aunque pidiendo
secreto, lo contó a otras mujeres y éstas a sus maridos...
Cuando la mujer del cazador volvió a su choza, halló a éste muerto:
tenía la flecha de Curupí clavada en el corazón, y no pudieron arrancársela
de él, a pesar de que lo intentaron los hombres más fuertes de la tribu.

Morotí y Pita (mito guaraní)

Morotí y Pita se amaban: y si él era esforzado, el más esforzado y
audaz de los guerreros de la tribu, ella era la más gentil y hermosa de
las doncellas. Pero no estaba en los designios de Ñandé Yara, el Gran
Espíritu, que fueran felices. Inspiró una mala idea a la joven: acicateó
su coquetería.
Una tarde, al caer del crepúsculo, en que varios guerreros y doncellas
se paseaban por las orillas del Paraná, Morotí dijo:
-¿Quieren ver lo que es capaz de hacer por mí este guerrero? ¡Miren!
Y, diciendo tal, sacóse uno de sus brazaletes y lo arrojó al agua.
Después, volviéndose hacia Pita, le dijo:
-¡Lo quiero!
El esforzado y fuerte Pita, buen guerrero guaraní y, como tal, excelente
nadador, se lanzó al agua en busca del brazalete. Pero esperaron
inútilmente que apareciera.
Morotí y sus acompañantes, alarmados, comenzaron a dar gritos...
En vano todo: el guerrero no aparecía.
La desolación corrió pronto por la tribu, lloraban y lamentábanse
las mujeres, en tanto los ancianos hacían conjuros para que volviese el
desaparecido.
Sólo Morotí, muda de dolor y arrepentimiento, ajena a todo, no lloraba
siquiera.
El hechicero de la tribu, Arandú, explicó lo que ocurría. Dijo Arandú
con la certeza de quien todo lo hubiese visto:
-Pita es ahora el prisionero de I-cuñá-Payé, la hechicera. Hundido
en las aguas, Pita se ha visto preso por la propia hechicera, y conducido
a su palacio. Allí, Pita ha olvidado toda su vida anterior; ha olvidado
a Morotí, y se ha dejado amar por la hechicera, por eso no vuelve. Es
necesario ir a buscarlo. Se halla ahora en la más rica de las cámaras del
palacio de I-cuñá-Payé. Y si el palacio es todo de oro, la cámara donde
ahora Pita se halla en brazos de la hechicera está fabricada con diamantes.
Bebe olvido en los labios de la hermosa I-cuñá-Payé, que tantos
guerreros nos ha robado. Por eso Pita no vuelve.
-¡Yo lo buscaré! -exclamó Morotí-, ¡Yo lo buscaré!
-Tú debes buscarlo, sí -dijo Arandú-, Tú eres la única que puedes
rescatarlo del amor de la hechicera. Tú eres la única, si en verdad lo
amas, que puedes con tu amor humano vencer el amor maléfico de ella.
Morotí se ató a los pies un peñasco, y arrojóse al río.
Toda la noche esperó la tribu la aparición de ambos jóvenes: llorando
las mujeres; cantando los guerreros; haciendo conjuros vencedores
del mal los ancianos.
Con los primeros rayos de la aurora, vieron flotar sobre las aguas
las hojas de una planta desconocida: era el irupé. Y vieron aparecer una
flor hermosa y rara, tan grande, bella y aromosa como nunca vieron
otra flor sobre la Tierra. Sus pétalos eran blancos los del centro y rojos
los del exterior. Blancos como era el nombre de la doncella desaparecida,
Morotí; rojos como el sacrificado guerrero: Pita.

El sol rojo (guaraní)

Igtá, llamado así por sus excelentes condiciones como nadador, era
un joven pescador de la tribu de los mocoretás. Estaba enamorado de la
doncella Picazú y había resuelto unirse a ella. Los padres consintieron,
y el anciano tuyá de la tribu consultó a la Luna. Esta se mostró de acuerdo,
pues según dicho brujo y las antiguas creencias, aquella claridad de
la Luna era signo de aprobación. Pero Igtá tenía que demostrar que era
digno de una compañera y para ello debía someterse a cierta prueba.
La prueba consistía en arrojarse a las aguas de la laguna, nadar un
largo trecho y regresar con presas. Había que estar seguro de que ninguna
pareja se uniría en contra de la voluntad del dios Tupá. El Gran
Espíritu expresaría su descontento llorando.
Si llovía la noche de la unión, era que Tupá lloraba, y entonces la
pareja debía ser echada de la tribu para que fuera a vivir a la isla habitada
por quienes se unieron en contra de los deseos del dios. Si ambos
eran buenos nadadores, la habitarían en cuerpo; si se ahogaban, la habitarían
en espíritu. Pero, de cualquier modo, aplacaban al Gran Espíritu
y evitaba su terrible venganza.
Igtá, nadador excelente, y pescador desde la niñez, salió triunfante
de la prueba: nadó la distancia exigida y regresó con abundante pesca.
La noche siguiente comenzó la ceremonia del casamiento. Alrededor
de una hoguera, la tribu bebió y danzó sin descanso hasta el alba. Confiando
siempre en que alguna nube no ocultase la Luna, porque en tal
caso ello significaba que la unión no era del agrado del Gran Espíritu.
Ya al amanecer y en medio del regocijo general, la tribu acompañó
a los desposados hasta la que sería su choza; pero Igtá y Picazú no
eran felices: ellos aún ignoraban la opinión de Tupá. Y pronto la supieron,
porque comenzó a llover: Tupá lloraba y ¡ay de la tribu, si permitía
que Igtá y Picazú siguiesen entre ellos! Debían huir, entregarse a
las aguas, condenados a habitar la isla desde donde no se volvía jamás.
Y los dos jóvenes, siguiendo la tradición, se arrojarían a las aguas
en presencia de toda la tribu, que los injuriaría para aplacar el disgusto
del Gran Espíritu.
Todo aquel día lo habían pasado en ayuno, oyendo las maldiciones
del tuyá intérprete de los augurios de los dioses y de los odios humanos.
Al siguiente día, después del llanto de Tupá, Igtá y Picazú se echaron
al agua.
Al poco rato, Picazú dio muestras de cansancio. Mas Igtá, buen nadador,
ayudó a su compañera. Ya habían nadado largo trecho; eran ya una
mancha que se movía en la quietud de las aguas... Casi era seguro que
se salvarían, y como se amaban, serían dichosos aun en la isla maldita.
Pero Ñautí, en otros tiempos desdeñado por Picazú, y ahora ávido
de venganza, lanzó la primera flecha. Otros guerreros lo imitaron, y los
amantes, tal vez heridos, desaparecieron de la superficie. Pero en aquel
punto el Sol, que ya se hundía, tomó un intenso color rojo, que se esparció
por el horizonte. La sangre de ellos lo había teñido.
Y desde entonces, el Sol, antes de perderse en el horizonte, se llena
de sangre.

Tupá, dios conciliador (mito guaraní)

Si Añá era el genio del mal, Tupá era el genio del bien. Tupá, después
de enseñarle a los guaraníes la agricultura, se retiró a vivir al Sol,
y desde él presidía las acciones de los hombres.
Tupá creó los animales y los bosques; y pasaron muchísimas lunas
antes de que creara a los hombres. Los hizo al fin, y les dio la inteligencia
con que se adueñaron de los bosques, y con los que vencieron a las
más feroces bestias.
Pero hubo una región boscosa a la que aún no habían llegado los
hombres. I-Yara, ser sobrenatural que servía a Tupá en sus relaciones
con los humanos, llevó a éste un trozo de tierra de esa región. Y Tupá,
amasándola, le dio las formas de dos figuras humanas y las encendió
de vida con chispas del Sol. Así aparecieron hombres en aquella región
en que aún no existían. De estos dos hermanos aunque de color OMÉfVi
ya que de tierra estaban hechos, uno tenía la piel más roja y el otro tfláN
blanca. Recibieron por esto los nombres de Pita (rojo) y Morotí (blanco).
Hechos los hombres, Tupá encargó a I-Yara que amasase dos muje*
res hermanas, a fin de darles compañeras con quienes ellos prohijasen.
(...)
Ambas parejas vivieron en las selvas, alimentándose de los frutos
de los árboles; en paz primero, amándose y procreando... Mas he aquí
que cierta vez Pita, del choque de dos piedras, descubrió el fuego; y
otra vez Morotí, obligado a defenderse del ataque de un pécari, hubo de
matarlo, y se le ocurrió echar al fuego su carne. El olor que de ella se
desprendía le pareció apetitoso. Y la comió y la hizo gustar a su mujer
e hijos, y a los hijos y mujer de su hermano. A partir de entonces, desdeñando
los frutos de los árboles, se dieron a la caza; y como no podían
rivalizar ni en ligereza ni en fuerza con ciertos animales, inventaron la
lanza y el arco.
Pita y Morotí, con sus mujeres e hijos, vivieron de la caza; pero no
ya en paz como antes vivían. La disputa por las presas echaron a los hijos
de ambos hermanos unos contra otros; Pita y Morotí riñeron, y poco
faltó para que las armas que inventaron contra los animales las usaran
para luchar entre ellos. No llegaron a tanto, pero se dividieron, alejando
también a sus hijos y mujeres.
Y así fue como los hombres hermanos, a quienes Tupá creara para
vivir unidos, se vieron separados por la codicia.
Tupá, entonces, pensó en castigar a ambos hermanos por no haber
sabido mantenerse en paz y unidos. Fácil le hubiera sido al omnipotente
aniquilarlos, enviarles algún mal terrible; prefirió dejar un ejemplo que
perdurara por todos los siglos y se presentase así a los hombres venideros
para recordarles que deben vivir en paz y unidos.
Y fue así: una tormenta pavorosa azotó pór tres días y tres noches la
selva donde habitaban Pita y Morotí con sus descendientes. Aterrados,
todos se guarecían bajo los árboles, enceguecidos por la luz de los relámpagos,
ensordecidos por el rugir de los truenos y espantados por el
detonar de los rayos. Al fin de los tres días pasó la tormenta, apareció el
Sol, y de él los asombrados hombres vieron bajar a I-Yara en la figura
de un enano con luenga barba blanquísima.
I-Yara llegóse a muchas tribus y les ordenó que lo siguieran. En
silencio y amedrentados los hombres le siguieron. Llegaron así a una
abra del bosque, y allí I-Yara les habló:
-Tupá, nuestro padre, está irritado contra vosotros, porque os habéis
separado. Hermanos sois e hijos de hermanos; nunca debíais haber reñido
entre vosotros. Tupá me envía para uniros de nuevo. ¡Pita! ¡Morotí!
¡Abrazaos! -ordenó I-Yara.
Abrazáronse ambos hermanos y allí, en presencia de sus descendientes
amedrentados, fueron perdiendo las humanas formas, compenetrándose
el uno con el otro hasta ser sólo un cuerpo. Y este cuerpo
fue un tronco, y de éste salieron ramas, y de las ramas hojas y flores.
Y estas flores fueron de color rojo morado primero y después, antes de
marchitarse y caer, tomaron un color lila que fue debilitándose hasta
ser blanco: Pita el rojo y Morotí el blanco daban su colorido a estas
flores.
Así nació el arbusto llamado azucena del bosque. Nació del anhelo
de Tupá, el Creador, de que los hombres, sus criaturas, permanezcan en
paz, fraternalmente.

El árbol izapí (mito guaraní)

La joven india Izapí era muy hermosa. Era tan hermosa que, ante
ella, los guerreros más valientes de la tribu ponían los trofeos arrebatados
al enemigo en cruentos combates. Pero Izapí no respondía al amor
de ninguno. La bella Izapí no podía amar, pues era fría y dura de corazón.
Era indiferente al amor y al dolor, por eso la llamaban «La que no
ha llorado jamás». Y era cierto, pues nunca nadie la vio llorar.
Muchas fueron las desgracias que sufrieron los suyos. Una vez creció
el río Uruguay: arrasó las chozas y ahogó a multitud de niños y
mujeres. Todos clamaban al cielo, desesperados ante tanta desdicha. Y
también lloraban los más aguerridos hombres de la tribu, pero Izapí no
lloraba: seguía mirando indiferente hacia el horizonte con sus hermosos
ojos negros.
Algunos pensaban que Izapí era la causa de aquella desventura, y un
mago propuso someterla al martirio para obligarla a llorar. Decía que si
la hermosa joven lloraba, la desventura de la tribu se trocaría en dicha.
Pero el viejo Rubichá, su padre, que la miraba con gran ternura, la
protegía de la cólera de todos. Cuando se enteró de la idea del mago,
ciego por la ira, mandó matarlo. Y aun con su propia mano lo hubiera
matado, si éste no hubiera logrado huir.
Otras desgracias llegaron a la tribu: en un combate contra los feroces
guaycurines19, la tribu se dispersó por los montes; cayeron en poder
1,1 Hombres de una tribu bárbara que atacaban a algunas tribus guaraníes. (TV. del E.)
del enemigo las más bellas doncellas, y hasta los más bravos guerreros.
Una hermana de Izapí, hermosa como ella, pero de corazón blando y
destinado a ser una adivinadora (cuñá-taí), cayó asimismo prisionera
del jefe enemigo. También su hermano, el más fuerte y valiente guerrero
de la tribu, destinado a sustituir a su padre, fue encontrado agonizando
en los hierbazales.
Después de esto, la tribu quedó reducida a unas pocas mujeres y un
puñado de guerreros. Con ellos estaba el anciano Rubichá, mudo de
dolor y rabia. Decidieron refugiarse en la selva. Junto a su padre marchaba
Izapí, indiferente como siempre. La anciana cuñá-taí de la tribu
consultó de nuevo los astros, utilizando talismanes y sortilegios, luego
sentenció:
-Para desviar la malaventura que nos persigue, es preciso que Izapí
llore.
Pero ¿cómo hacerla llorar? ¿Cómo hacer llorar a la indiferente?
¿Cómo sacar agua de la roca?
Ni siquiera la cuñá-taí, con su decantada ciencia, podía hacer el milagro.
Se hacía necesario que el dolor se probase en el propio cuerpo de
Izapí. Mas ¿cómo hacerlo si su padre la protegía con amor ciego? Pero
el viejo Rubichá murió.
Cierto día en que Izapí iba silenciosa por un camino, se encontró
con una arrugada viejecita. La voz de la anciana, quebrada por los años
y el dolor, le rogó que le cogiese algunas ramas y le hiciese un haz para
llevárselo a su choza, donde su nietecito moría de frío.
Izapí, indolente y desdeñosa, no ayudó a la anciana, quien se postró
de rodillas y le suplicó llorando, con voz desfallecida. Pero la doncella,
ciega, sorda, siguió su camino.
Más adelante, se le acercó una mujer todavía joven, con un niño en
los brazos. La mujer estaba muy pálida, lloraba... Un dolor grande le
rompía el corazón. De rodillas le pidió a Izapí unas hierbas para salvar
al hijo.
Izapí conocía de hierbas y del lugar donde encontrarlas, y hubiera
podida traérselas con sólo desviarse un poco del camino; pero, como
siempre, ajena al dolor, siguió andando.
Mas sólo pudo caminar algunos pasos, porque una fuerza misteriosa
la obligó a detenerse para oír la voz de la cuñá-taí de la tribu que invocaba
a Añá.
-¡Añá, haz que esta mujer fría, que no se ha compadecido de una
abuela ni de una madre, no sea nunca ni abuela ni madre! ¡Añá, haz
que esta mujer que nunca ha llorado, llore siempre, viva eternamente
llorando...! ¡ Añá, haz que esta mujer, cuya resistencia al llanto ha sido
la causa de tantos males, viva siempre haciendo el bien a los demás con
su interminable llanto...!
Izapí no oyó más, porque desde la primera palabra de la cuñá-taí
había ido, poco a poco, perdiendo su forma humana hasta quedar convertida
en árbol.
Desde entonces crece en las selvas tropicales este árbol, de cuyas
hojas se desprende un abundante rocío que refresca el aire. El izapí es
la doncella que llora siempre en beneficio de los demás, pues al hombre
cansado que llega junto al árbol sus lágrimas lo refrescan.

El ave chajá (mito guaraní)

Yací, la Luna, al bajar a la Tierra, suele tomar la forma de una mujer.
Lo hace para poder observar de cerca la actuación de los seres humanos,
y así saber cuál es el bueno y cuál es el malo. Luego le informa al
dios Tupá lo que ha visto, y lo que se merecen el uno y el otro.
En una calurosa tarde, Yací, acompañada por un gracioso niño, descendió
al mundo de los hombres. Largo rato caminaron por la selva;
pero la sed los torturaba, sobre todo al niño. Ya se sabe que cuando la
Luna o cualquier divinidad adquiere la forma humana, sienten las mismas
necesidades que los seres humanos.
Siguieron caminando, y Yací descubrió a dos muchachas lavando en
un arroyo. Se les acercó y les pidió agua, pero ellas se la negaron. La
Luna se alejó, aunque el niño lloraba por la sed.
No anduvo mucho Yací, porque las dos muchachas la llamaron
para darles el agua: se la brindaban en una calabaza. La Luna, Yací, se
aproximó, probó pero no la pudo beber, porque las jóvenes para burlarse
le daban agua enjabonada.
Yací, muda de espanto, levantó los ojos al cielo: pedía el castigo de
Tupá para las dos muchachas. De pronto, apareció un ayurú, que era el
mensajero celestial.
El ayurú habló a la Luna:
-Allí hay un manantial -y señaló una fuente que acababa de brotar
entre los árboles.
Bebió primero el niño; mientras el ayurú increpaba a las azoradas
jóvenes:
-Y para ustedes, malvadas, he aquí el castigo de Tupá -y diciendo
esto, las jóvenes fueron perdiendo la forma humana hasta convertirse
en aves. Una de ellas intentó hablar; pero sólo alcanzó a decir:
-¡Cha-já!
De esta manera se alejaron chillando.

El origen del pájaro urutaú (mito guaraní)

Un poderoso cacique guaraní se había establecido tranquilamente
con sus parciales no lejos del Iguazú. Pero como no hay en este mundo
felicidad completa, la que le había producido su victoria se veía turbada
por las inclinaciones amorosas de su hija.
Ñeambiú, que así se llamaba ésta, se había enamorado de un prisionero
de su padre; un gallardo mocetón tupí, de nombre Cuimbaé, que
correspondía apasionadamente al amor de la joven.
Y estas relaciones, que a los dos enamorados les parecía la cosa más
natural y agradable del mundo, al cacique y a su mujer les producían la
mayor contrariedad. El cacique y su esposa no querían ni siquiera pensar
en que Ñeambiú pudiese separarse de ellos, y mucho menos para
casarse con un hombre que pertenecía a la raza de los tupíes, sus enemigos
de ayer. Hasta tal punto llevaban su oposición, que varias veces dijeron
a su hija que antes querían verla muerta que casada con Cuimbaé.
La bella Ñeambiú vivía, por todas estas cosas, cada día más sola
y afligida. A sus padres no les podía contar sus penas, porque precisamente
eran ellos quienes las causaban con su incomprensión. Y a
Cuimbaé, su amado prisionero, no lo podía ya ni ver, por la estrecha
vigilancia que le habían puesto.
Cansada así de vivir sola se decidió un día a completar su soledad
con la de los montes. Y se escapó de su casa.
Alarmado el cacique, al echar de menos a su hija, acudió inmediatamente
a ver a Cuimbaé, sospechando que la joven se hubiera fugado de
acuerdo con él. Pero se equivocó. El infortunado prisionero recibió con
mucha pena la noticia y expresó sinceramente su extrañeza. Luego dijo:
-Yo soñé que una mujer muy fiera, que representaba la desgracia, se
había llevado a Ñeambiú a los montes del Iguazú, donde mora entre los
animales, que ni la atacan ni huyen de su presencia.
-¡Al Iguazú! ¡Al Iguazú! -ordenó entonces el desconsolado cacique-,
¡Al Iguazú, a buscar a mi hija, que se la ha llevado caaporál
Y los vasallos salieron hacia el Iguazú, a librar a Ñeambiú de las
garras de caaporá, un ser fantástico que, con monstruosa figura humana,
unas veces de hombre y otras de mujer, habita en los montes y hace
desgraciados para toda su vida a los que tienen la desdicha de mirarlo.
La chillería de los ipecúes, unos pájaros que alborotan mucho cuando
ven gente, movió la curiosidad de la fugitiva que, para ver qué sucedía,
salió del monte donde se había metido. Y como los hombres que
venían en su busca ya estaban cerca de aquel lugar, no tardaron en descubrirla.
Con las razones más persuasivas y el tono más cariñoso, trataron
todos de convencerla de que debía regresar al seno de su familia. Pero
por más que se forzaron, no consiguieron hacerla salir del estado de
indiferencia en que había caído.
El dolor había quemado sus sentimientos, y la pérdida de la esperanza
había dejado sin sentido su vida. Sorda a los requerimientos de
los enviados de su padre, les volvió la espalda e internóse de nuevo en
el monte.
Ante el fracaso de los emisarios, las amigas de Ñeambiú determinaran,
a una sola voz, ir en busca de la fugitiva. Quizá ellas, con solicitud
más cariñosa, lograran lo que no habían conseguido los que sólo habían
ido a cumplir un mandato.
Pero como éstos, las amigas de la infeliz y trastornada joven volvieron
desconsoladas. Sus súplicas resultaron también completamente
ineficaces. Ñeambiú ni respondía palabra, ni daba muestras del menor
sentimiento.
La desdicha de Ñeambiú parecía irremediable.
Consultóse entonces, como se hacía siempre en casos tales, al adivino.
Era Aguará-Payé, un indio tan sagaz como su nombre Aguará, que
quiere decir zorro. Aguará-Payé cogió dos enormes mates o calabacines
llenos el uno de infusión de hierba del Paraguay y el otro de chicha y
se los tomó. Al punto hizo unos visajes horribles y cayó como muerto.
Vuelto en sí al cabo de un largo rato, dijo:
-Ñeambiú ha perdido para siempre la sensibilidad y el habla. Abandonad
la empresa.
-¡No! -contestaron los padres de Ñeambiú-. No; antes morir que
abandonarla.
Y se marcharon todos hacia el Iguazú.
Comprendiendo que Ñeambiú necesitaba una profunda sacudida
que reavivase su sensibilidad, simularon la muerte de varios amigos,
pero no obtuvieron el resultado esperado. Después le anunciaron la
muerte de sus propios padres y tampoco lograron convencerla. Entonces,
como último recurso, le dijeron a Aguará-Payé, que contemplaba
la triste escena:
-Haz que sienta.
Obedeciendo Aguará-Payé, se adelantó pausadamente y le dijo a
Ñeambiú:
-Cuimbaé ha muerto...
La desgraciada joven lanzó un lamento que estremeció todo el bosque
y desapareció.
Fue un lamento tan triste y amargo que traspasando de profundo
dolor a los que habían acudido a aquel lugar, los dejó convertidos en
sauces.
Al poco rato, volvió Ñeambiú transformada en el ave que llaman
urutaú y se posó en la rama más deshojada de aquellos sauces, para
llorar eternamente su desventura.
Éste es el origen del urutaú, pájaro cuyo canto parece un dolorido
lamento de mujer.

El origen de la paloma blanca (guaraní)

Entre los actuales guaraníes, y después entre los gauchos del litoral,
sus descendientes, la niebla es el aliento del caballo de Añá. Este caballo
se lo imaginaban blanco y salido de las honduras de la laguna Iberá,
matriz de todo lo misterioso en aquellas comarcas.
Tupá creó primero la naturaleza y después los seres animados.
Antes que la primera pareja humana los hollase, los solemnes bosques
se extendían junto a las claras aguas; y aromaban los aires graciosas
flores policromas antes que mujer alguna pensara engalanarse con
ellas.
Tupá, al fin, decidió poblar aquellas soledades, e hizo el primer
hombre y la primera mujer; pero como para amasarlos cogió arcilla
de las márgenes de un río, los hizo oscuros. De aquí su sorpresa cuando
vio que otro Dios había hecho un hombre y una mujer blancos. E
intentó hacerlos. No pudo. Disponía de troncos de árboles y de oscura
arcilla, material del que salían seres oscuros. Para embellecerlos les
dio, en cambio, los más hermosos, los más vivos, los más variados
colores. Así obtuvo el verde yacaré, el pintado yaguareté, la rosada
tuyuyú, el pomposo guasá, la policroma panambí, la ocre yarará,
hasta el reluciente ivirá kitijha... Pero Tupá no quedó contento; le
molestaba que otro Dios hubiese podido hacer criaturas blancas. Y se
obstinaba en poseer una criatura semejante. Añá, picaro y sagaz como
es, vaya a saber valiéndose de qué artimañas, consiguió llegarse hasta
la tierra de los hombres blancos y robarles una doncella que regaló a
Tupá.
Con esa cuñá-morotí (mujer blanca), hizo Tupá un ave blanca, dulce
y buena: fue la paloma. Y Tupá quedó satisfecho.
Echó a volar la paloma entre aquellos bosques solemnes y oscuros,
a las márgenes de aquellos ríos caudalosos y azules, y no viendo un
solo ser blanco, tuvo vergüenza de su blancura. Se sentía fea en medio
de aquellos seres oscuros o multicolores. Y lloró. Desde entonces la
paloma gime siempre, melancólicamente: «¡U, u, u, u...!».
-Hazme negra como el cuervo; hazme un tenebroso urubú -rogó la
infeliz.
Tupá no accedió. Su blancura lo llenaba de orgullo, ¿cómo habría
de quitársela?
La desventurada paloma se fue a llorar a lo más profundo de la selva.

El origen de la luciernaga (mito guaraní)

En la inmensa región que se extiende desde el Paraná al Uruguay,
en la parte comprendida entre los arroyos Yabebirí al Guñapirú, existen
maravillosos resplandores, que en las noches se mueven lentamente en
fantásticas procesiones luminosas.
Todos saben que es el isondú, que vaga por los montes para castigar
a los envidiosos. En su origen, fue un apuesto joven que habitaba en
aquella vasta tierra de frondosa vegetación y de fértiles tierras. Este
mancebo, de conducta intachable y de generoso corazón, atraía con el
conjunto de sus perfecciones a todas las doncellas del país, que se enamoraban
perdidamente de él. Olvidando que existieran más hombres en
el mundo, no volvían a querer mirar a ningún otro, porque los encontraban
despreciables comparándolos con aquel prototipo de belleza y
virtud.
Los demás hombres, sintiéndose despreciados se llenaron de coraje
hacia él y se reunieron, tratando de buscar una solución a aquel problema.
De nada tenían que acusarle, porque no había cometido ningún
desafuero, ni podía ser culpable de su perfección física: habían intentado
que cayera en el vicio; pero se habían estrellado ante su temple
heroico. Sin embargo, decidieron eliminar, fuera como fuera, a aquel
ser perfecto que desviaba hacia él los corazones de todas las cuñás
(doncellas).
Todos los caria-í (jóvenes), amarillos por la envidia, resolvieron
matarle, y, apostados una noche de luna tras de los árboles del bosque
por donde él tenía que pasar, esperaron a que llegara y le sorprendieron
por la espalda, cayendo sobre el indefenso joven y asestándole veintidós
puñaladas en todo su cuerpo, por cuyas heridas brotaban chorros de
sangre, que empaparon la tierra, hasta dejarle exangüe. Pero antes de
exhalar su último aliento, vieron los mozos, aterrados, que el cuerpo del
mancebo se transformaba en un pequeño insecto de maravillosos resplandores,
saliendo una misteriosa luz por cada una de las heridas que
había recibido. En la herida del corazón se formó la cabeza del gusano,
que emitía una fantástica luminosidad roja, como un rubí.
Los asesinos, asustados ante el prodigio marcharon apesadumbrados
de su crimen, y tuvieron que contemplar durante todas las noches
de su vida aquel resplandor siniestro que les recordaba su maldad y
torturaba sus conciencias, no volviendo a recobrar jamás la calma.
Desde entonces, grupos inmensos de isondúes pueblan de un fantástico
resplandor, durante las noches, el bosque, convirtiéndolo en un
paraje encantado...
Al coger un isondú o gusano de luz, se ve que tiene once lucecitas
a cada lado de su cuerpo, que son vestigios de las veintidós puñaladas
recibidas; la luz roja de la cabeza es el corazón de aquel hermoso joven
que despertó los celos de los demás hombres.

viernes, 15 de marzo de 2019

El origen de las estrellas (mito guaraní)

Dos mujeres salieron a recoger maíz. Como la cosecha era poca, pidieron
ayuda a un joven que pasaba. Éste, aprovechando la ocasión, llenó
también su bolsa. Al llegar a su casa, dio el maíz a la abuela para que
le hiciese tortas, que comió alegremente con sus amigos. Terminado el
festín, pensaron que la abuela podría contar a sus madres lo que acababan
de hacer, y decidieron cortarle la lengua.
Realizado esto, aterrados de su acción, se dispusieron a huir. Llamaron
un piodudu, al pájaro picaflor, y le encargaron que subiese una
cuerda y la atara al cielo. Lo hizo así el pájaro y los muchachos empezaron
a trepar por ella. De pronto aparecieron las madres y también
comenzaron a subir, en busca de sus hijos. Éstos ya habían llegado al
cielo, y el ladrón de maíz, que iba el último, cortó la soga. Las mujeres
cayeron.
En castigo, los muchachos fueron condenados a permanecer para
siempre en el cielo, con los ojos fijos en la Tierra, buscando a las madres.
Esas brillantes pupilas son las estrellas.

jueves, 7 de marzo de 2019

Mitologíaguaraní :El génesis

C a p í t u l o 1
En el que se da noticia de la figura de Tupã y de la forma en que inicia la
creación.
Iluminado por su propia luz, Tupã, en medio de las tinieblas primigenias, pensativo, busca la
manera de crear la luz. Su rostro es grave, mas en su mirada un destello azabache habla del
encuentro inminente con la creación.
Su cuerpo de coloso, antes reposado, comienza a tensar cada uno de sus músculos con un
rayo de luz. Viste una túnica que cae, fresca, sobre su cuerpo divino al que la luz de su alma
le ha otorgado el dorado color de las futuras mieses.
Tupã se levanta, atrae hacia sí lo más oscuro de esas tinieblas y condensa la esencia entre sus
manos. Sus pies, levemente separados, se apoyan con firmeza en la oscuridad. Su mirada se
proyecta con rectitud hacia lo que vendrá, sostenida por el firme eje de la nariz, recta y
soberbia.
Tupã extiende sus manos hacia el infinito, las abre, y de ellas, el resplandor nace con la
fuerza de los futuros huracanes inundándolo todo.
Tupã ha construido su morada para la eternidad. Ha creado la luz que le era propia, y ahora
los astros brillan al pasar, bailan descubriendo sus encantos. Ahora, Tupã se deleita en la
contemplación.
C a p í t u l o 2
En el que Tupã descubre a Arasy y la nombra Madre de los Cielos.
De la contemplación al descubrimiento tan sólo hay un paso. Tupã observa con agrado las
consecuencias de su obra y descubre, aún con más agrado, la presencia de otro ser que es
gracias a su creación. Allí está, invisible y con todos sus encantos.
Tupã siente que el alma se le sale del cuerpo y va al encuentro de la maravilla que sus ojos
contemplan.
Arasy levanta su mirada y es como si levantara el universo entero, y al bajarla nuevamente
cae como caen las sábanas que se tienden sobre el lecho para una noche de bodas. Esa
mirada de suave pelaje ha lanzado sus dardos de la luna al sol, desde sí misma al centro de la
Creación.
Arasy, envuelta en su cabellera nace a nuevas sensaciones. Es el mismo Creador el que la ha
visto con su túnica aérea, sus pies de sólido nácar sosteniendo las columnas que enmarcan
los finísimos escalones que conducen a las mieles de la eternidad. La ha visto y la ha
elegido.
–Arasy –dice Tupã ahora– y su voz recorre en un susurro enamorado y azul todo el universo.
La ha nombrado y eso es suficiente para que ella sea ahora madre del azul eterno, Madre de
los Cielos.
C a p í t u l o 3
En el que el Poeta, iluminado, ofrece su palabra en un canto de amor.
Tupã la siente dueña de sí mismo, se siente prenda y le ofrece el Reino de los Cielos.
–Reina serás en tu reino– dice Tupã, y Arasy, vestida de blanco lunar, de rodillas agradece al
Creador por la luz que la alumbra.
Y esa misma Luz Precursora se monta a la voz del poeta que rige este universo para
hablarnos con otra palabra de los magníficos sucesos:
–«Tupã y Arasy,
Almas gemelas,
Solos en la Luz donde antes reinaban las Tinieblas.
Hijos de la luz:
El Creador y la Madre de los Cielos.
Ella se descubre a sí misma sobre la blanca superficie lunar.
El descorre los velos del Dios que es y la desea
Tupã, Luz creadora
Arasy, Luz de la mirada, sola luz
Una dentro de la otra,
fiesta de la luz y del amor
Una dentro de la otra,
Una con otra,
Una desde la otra,
Una hacia la otra,
Una sumada a la otra,
Una proyectada en la otra: amor.»
C a p í t u l o 4
En el que se da detalles a ciencia cierta acerca de las bodas de Tupã y Arasy y de la actitud
de los Dioses de tierras lejanas.
El Poeta corre las cortinas del lecho nupcial. En medio de la Creación misma acontecen las
bodas de Tupã y Arasy. Los astros, únicos testigos del compromiso eterno. Los astros se
desatan de sus órbitas. Este momento de desobediencia les es permitido por única vez, pero
la historia sabe que no será la última. El poeta se sube a su cisne y déjase volar por el espacio
interminable. Las estrellas dejan caer sus brillantes pétalos ante el hecho que sucede. El
pacto infinito ha sucedido. Tupã levanta con fuertes brazos el liviano cuerpo de Arasy y
avanza a través del Universo, y es como si un jaguarete avanzara a plena luz sin que nadie
pueda advertirlo. Con ese silencio, con esa osadía, Tupã y Arasy que ahora son uno avanzan
hacia su dorado lecho. Planetas lejanos se emborrachan con el desequilibrio del amor por un
momento y luego vuelven a sus cauces. Meteoros errantes se detienen y sobrevuelan la fiesta
olvidándose de sus recorridos inciertos. Cometas de larguísimas cabelleras trazan dibujos
bellísimos en la lejana oscuridad celebrando las bodas. El universo todo se tambalea. Se
escucha un galope alejándose, son los Jinetes del Apocalipsis que huyen de la Vida. El amor
ahuyenta a la Muerte. La Noche se vuelve Día y el Día Júbilo sorprendido en toda su
desnudez. Quetzatcoátl envía las plumas del Quetzal como ofrenda. Desde el Olimpo, Zeus
ordena a sus hijos participar de las celebraciones. Mercurio, el de los pies alados, es el
enviado de Júpiter, Venus bendice la unión con sus encantos. Vesta ayuda a encender el
fuego de este nuevo hogar. Los Dioses todos observan la más colosal de las bodas, la más
sencilla, la más ardiente. Un tigre azul guarda las puertas de la récamara rugiendo cada
cierto tiempo para que se sepa que vela el dulce sueño de los Dioses, el colibrí lanzarelámpagos
envía sus brillantes colores en sutiles rayos que se convierten en pequeños soles.
El cabure’i desconociendo su futuro de escondrijos oscuros ofrece una dulce serenata
nocturna. Pero en medio de la fiesta hay alguien que se esconde tras las sombras de los
comensales del firmamento, alguien que por ahora no empaña la celebración...
C a p í t u l o 5
En el cual Tupã y Arasy deciden bajar a la Tierra.
A la mañana siguiente, pasada la embriaguez de la boda, Tupã y Arasy con un brillo nuevo
sobre sus cuerpos contemplan el Universo azul.
–Allí está –dice Arasy señalando una esfera celeste que se mueve no lejos de los Reinos de
Tupã– Esa puede ser la morada de nuestros hijos.
Tupã la atrae hacia su cuerpo blandamente y la mira con ternura.
–Bajemos a ver –responde
Allí van. Unidos en la luz, dejando a su paso una estela de perfumes azules. Satélites divinos
giran alrededor de la Tierra. La perfecta anatomía de los valles y cerros de Areguá con sus
llamaradas verdes los ha encandilado.
Descienden.
Ahora están en la cima del cerro.
C a p í t u l o 6
Momento culminante en el cual Tupã y Arasy crean todas las cosas de la Tierra.
Tupã y Arasy se abrazan y del abrazo surgen las aguas de los mares.
Se besan y de sus besos fluyen los ríos que bañan y alimentan las selvas vírgenes.
Una mirada, y a sus pies, parte del valle encantado se llena con las aguas encantadas del lago
Ypakarai, y todas las aguas de la Tierra se llenan de peces.
Se toman de las manos y, del contacto, una bandada enorme de todas las especies de aves
escapa en busca de sus propios cielos.
Dan un paso hacia las aguas y de las plantas de sus pies los animales terrestres, a toda
carrera, comienzan a buscar los sitios de sus moradas.
Las golondrinas buscan los lugares más altos para hacer sus nidos.
Formando una larguísima y pesada tropa, los elefantes, panteras, cebras, jirafas, leones,
gorilas, rinocerontes, leopardos, búfalos, tigres, ciervos, ñus, mandriles, cocodrilos e
hipopótamos trotan sobre las azules aguas del océano en busca de la sabana y las selvas
africanas, lugares que apañarán sus andanzas.
Parte de la gran familia de los pumas y jaguaretes salen en busca de las grandes tierras del
norte que los asilarán entre sus montañas vigilados en su camino y desde lo alto, por la
penetrante mirada de las águilas imperiales.
Los grandes cóndores prefieren seguir la trayectoria de kuarahy y avanzan hacia los picos
más altos del mundo en vuelos altísimos sobre la cabeza de las llamas y los guanacos.
Los jurumi, los mborevi, los tagua, los jakare, los aguara, los ciervos de los pantanos, los
karaja, los ka’i, los flamencos, las garzas, las cigüeñas, los koati, los gua’a, los mua, los
guasu, los carpinchos, las nutrias, los kure ka’aguy, los ñandu, todos ellos y muchos más se
sienten con un apego especial a estas tierras y saludan a los que parten con sus voces
múltiples, con sus carreras y vuelos, orgullosos de sus colores...
Los osos polares, los pingüinos, las focas, las ballenas y los lobos marinos marchan al sur y
al norte buscando los fríos vientos polares, seguidos de cerca por albatros y gaviotas que
vuelan bajo, muy cerca de las olas en un romance eterno.
C a p í t u l o 7
Momento en que Tupã, insatisfecho, decide crear al hombre y a la mujer.
Tupã está satisfecho, pero mira a su alrededor y siente que aún falta algo.
Siente la necesidad de recrearse a sí mismo.
Se recoge sobre sí mismo a orillas del lago.
Entre sus manos la arcilla primigenia que se hace barro y masa con el zumo del ka’a ruvicha,
con la sangre del yvyja’u, con la sensible carne de las hojas de la sensitiva, con los
movimientos del cuerpo del ambu’a, con el agua del manantial que surge entre las verdes
piedras.
La materia de la creación suprema ya está lista.
Tupã moldea dos figuras.
Las hace a imagen y semejanza de sí mismo y de Arasy.
La creación está a punto de completarse.
El tiempo se detiene.
Las dos figuras, hechas con esa mezcla divina están expuestas a la luz de Kuarahy, la luz de
la vida. Todos los seres del planeta observan. La respiración contenida. Ni un solo aliento se
escucha. El silencio es total cuando Tupã y Arasy les infunden el soplo de vida.
El hombre y la mujer han sido creados.
El uno para vivir con la otra.
La historia está por comenzar.


C a p í t u l o 8
En el que Tupã y Arasy dan nombre al hombre y a la mujer y brindan sus sabios consejos a
la pareja primigenia.
El hombre y la mujer, recién creados se arrodillan frente a sus creadores. El Universo entero
exhala el aliento contenido y comienza a girar nuevamente. Todos los animales continúan su
recorrido, las olas de los mares vuelven a bañar las playas.
Tupã pone la mano sobre el hombro del hombre y le dice:
“Desde hoy, todas las cosas que fueron creadas estarán a tu servicio. Te llamarás Rupave,
padre de la raza americana. Cumplirás tu misión respetando todas las cosas de la Tierra.
Procrearás con la mujer que ha sido creada de la misma mezcla y que dejo a tu lado.
Buscarás tu propia felicidad. Te alimentarás de las hierbas y de los animales que he puesto
en este reino. Serás el conductor de este pueblo, y este pueblo será fuerte y noble. Nunca
olvidarás que existen el bien y el mal. Para recordártelo siempre, he puesto en el Universo a
Angatupyry, espíritu del bien y a Tau, espíritu del mal. En el equilibrio de sus fuerzas
encontrarás guía para todos los actos de la vida. La presencia de Tau te obligará al esfuerzo y
de esa manera comprenderás el valor de todas las cosas. La presencia de Angatupyry
compensa la maldad de Tau y su fuerza te sacará de las enfermedades y te ayudará a resolver
los tantísimos problemas de la existencia”.
De la misma manera, Arasy puso la mano sobre el hombro de la mujer y le dijo:
“Como has nacido a mi imagen y semejanza, te impongo por nombre Sypave, madre de la
raza americana. Tendrás el privilegio de ser madre de los primeros habitantes de la Tierra.
Procrearás con el hombre que ha sido creado de tu misma mezcla. Cuidarás de tus hijos y de
la Tierra. Guardarás especialmente el fruto de arasa que aquí te entrego y que enriquecerá a
tu reino.
Luego Tupã entregó las semillas del mbokaja a Rupave y le dio muchos y buenos consejos
sobre cómo vivir en amor y pacíficamente.
Les dijo Tupã en tono grave: “Ha llegado el momento en que deberán comenzar la vida en
éste que será el reino de ustedes para la eternidad. A partir de ahora deberán amarse y
reproducirse indefinidamente. De la misma manera, deberán amar a los hijos que nazcan de
su amor, infundiéndoles el respeto a los mayores, a la Tierra y al equilibrio de todas las cosas
que en ella nacen, crecen y mueren. Cuando llegue la hora, ustedes, que llevan en su sangre
la sangre de esta tierra, deberán volver a ella. De esa manera podrán volver a vivir, porque
cubiertos sus cuerpos en la profundidad de la tierra las plantas se alimentarán de ellos y los
animales, a su vez, de las plantas. De esa forma podrán estar en todos lados, viendo las
maravillas que no hayan alcanzado a contemplar durante la vida. Cuando enfrenten a la
muerte por vez primera, háganlo con calma, pues la vida continuará eternamente. Pueden
tomar de la tierra cada cosa que hay en ella siempre que la necesiten. Los árboles, los frutos,
las plantas todas y los animales están para servirles. Pero, si acaso destruyeran sin necesidad
alguna cosa, recibirán un castigo por ello. Recuerden siempre que, quien arrebate la vida a
un hermano, no podrá dormir en paz por el resto de sus días. Con el tiempo y con el esfuerzo
de ustedes les descubriré los secretos con los cuales podrán labrar la tierra y hacer brotar las
simientes para que el espíritu de cada uno de los integrantes del pueblo que habrán de
formar, se aplaque y sosiegue. El trabajo es un buen consejero. Y disfrutarán el doble cuando
los frutos de las plantas que plantaren estén maduros”.
Más tarde Tupã anunció la llegada de los karaiete diciéndoles:
“Un día llegarán a estas tierras unos hombres extraños. No serán dioses de nadie. No deben
dejarse engañar. Serán diferentes en el color de su piel, en sus costumbres, en su figura, en
su modo de hablar. No los rechacen ni los tomen por dioses. Serán hombres que vendrán de
tierras lejanas y después de su llegada muchos cambios habrá en estas tierras. Marcarán el
destino futuro. Muchos vendrán a quedarse entre ustedes. Deberán respetarlos y exigirles
respeto. Llegarán bogando en las aguas, en brazos del viento y ansiosos de ver la Tierra.”
C a p í t u l o 9
En el que se cuenta de la forma en que Tupã y Arasy abandonaron la Tierra.
Dicho ésto Tupã y Arasy abandonaron la Tierra y en ese mismo momento los tajy, los
jacarandá y los chivatos se cubrieron de flores; y los frutos de los naranjos, los pomelos, los
mangos, las papayas y los aguacates, maduros y enormes pendieron de las ramas de sus
árboles. La hierba de los prados se transformó en un manto verde, aterciopelado por
deliciosas fragancias. Los sonidos de la naturaleza en un in crescendo maravilloso llenaron
todos los rincones de la creación. Los peces saludaron dando saltos fuera del agua y
haciendo divertidas cabriolas en el aire, para luego volver a sumergirse. Los aguara corrieron
en círculos alrededor de los samu’u que florecían una y otra vez borrachos de aromas
celestiales. Los koati intentaban graciosas reverencias formados en una fila interminable.
Los jakare latigaban las aguas en la orilla formando abanicos que el sol transformaba en
pequeños arco iris. Las anacondas se enroscaban suavemente en las ramas de los árboles
prestándoles el tramado de los colores de sus pieles. Era la gran fiesta del agradecimiento
después de la gran fiesta de la cración. La luz se hizo más potente y clara y el cielo más azul
en clara señal del regocijo de Tupã y Arasy.
Rupave y Sypave se miran a los ojos.
En ellos está esa luz de los cielos.
En ellos está la savia del ka’aruvicha y la esencia de la tierra.
No están solos.
El amor los ha despertado.
Rupave y Sypave se abrazan tiernamente y se entregan al amor sobre la hierba.
C a p í t u l o 10
En el que se cuenta acerca de los hijos que procrearon Rupave y Sypave.
Tres hijos varones y muchas hijas mujeres fueron el fruto de aquel amor primigenio. El
primero fue llamado Tume Arandu, el segundo llevó por nombre Marangatu y el último de
los varones fue llamado Japeusa y se decía de él, que había nacido de pie.
Entre las muchas hijas mujeres que procrearon, cuatro se destacaron por sus bondades y
fueron: Guarasyáva, incomparable nadadora; Tupinamba, mujer de una resistencia física
notable, Yrãséma, a quien llamaban «murmullo de las aguas» porque poseía el don de la
música y el canto; y por último Porãsy, mujer de singular belleza, la más bella entre las
bellas.
C a p í t u l o 11
En el que se dan datos ciertos acerca del semblante y las cualidades de cada uno de los
principales hijos de Rupave y Sypave.
Criados todos en los parajes de la colina de Aregua, los hijos de Rupave y Sypave vivieron
su infancia en armonía y felicidad. Convivían con los animales de quienes se habían hecho
amigos y de quienes aprendían los secretos de cada especie. Amaban la naturaleza que Tupã
y Arasy les habían dejado en herencia y crecían físicamente tanto como en sabiduría.
Tume Arandu, el primogénito, se destacó siempre no sólo por su paciencia para descubrir y
aprender los secretos de la naturaleza, sino por su calma y sus medidas palabras. Sus
hermanos lo escuchaban frecuentemente cuando él se sentaba sobre alguna piedra a orillas
de los arroyuelos que abundaban en la región. Entonces él hablaba despacio, como midiendo
el efecto de cada una de sus palabras. Desde siempre tuvo una gran ascendencia sobre todos
sus hermanos. Su contracción al estudio de las plantas –podía pasar horas observando los
efectos de una hierba en los animales– no le impedía desarrollar una fortaleza física que
infundía respeto en todos. A una señal de Tume Arandu sus hermanos se reunían a su
alrededor para escucharlo.
Sus ojos claros y su mirada aún más traslúcida, hablan de su enorme bondad. Sí. Ocupa el
espacio ahora, Marangatu, segundo de los hijos varones. De elevada estatura y delgado en su
contextura física, Marangatu fue un virtuoso de la bondad. Jamás alzó la voz y siempre
estuvo dispuesto a dar antes que a recibir. Frugal en el comer y austero en todas las cosas
materiales, Marangatu vivió para los demás porque era la única forma de vivir para sí.
Nació de pie, al revés que todos sus hermanos. El errático destino de Japeusa lo conduciría a
un final prematuro. Inquieto y vigoroso, Japeusa anduvo equivocándose frecuentemente y
sin encontrar el verdadero sentido de su vida.
Por su habilidad se diría que está emparentada con los peces, por su belleza, que es una
verdadera sirena. Guarasyáva conoció cada arroyo, cada laguna, cada río, surcándolos con su
ágil cuerpo de nadadora. De bella nadadora. No hubo secretos en el agua para la esbelta
muchacha de larguísima cabellera negra.
Lejos de imaginarse que de su nombre nacería una raza, Tupinamba, corre y recorre los
alrededores de su pueblo. Investiga. Sube a los cerros. Trepa a los árboles para husmear el
horizonte con su mirada. Contempla los valles y luego va hacia ellos. Tupinamba nunca se
agota. Se suma a cada cacería codo a codo con los hombres de la tribu. Toda hecha de fibras.
Flexible y fuerte.
Yrãséma, en cambio, es una joven reposada. Ha encontrado en la música a su compañera
ideal. La guitarra está siempre entre sus brazos. La guitarra y su voz arrulladora que
envuelve en un perfume exquisito a quien la escuche.
La más pequeña de las hermanas mujeres es Porãsy. Aún está lejos de suponer el sacrificio al
que se entregará. Pero porta sus armas a simple vista: su belleza sin par no tiene parangón en
nuestra raza. De ella se valdrá para salvar a a su pueblo.
He aquí los hijos de Rupave y Sypave.
Con sus bondades y sus maldades, con sus luces y con sus sombras, viviendo tranquilamente
en el paraje de las colinas de Areguá.
Aliados con la naturaleza cada uno hace el trabajo que le corresponde.
C a p í t u l o 12
En el que se narran los hechos que llevaron a la muerte a Yrãséma.
Todo el día se ha escuchado en los alrededores del majestuoso lago la susurrante voz de
Yrãséma. Su canto ha sido constante, y los animales y las plantas y los hombres han caído
bajo su hechizo.
Ya es noche en la aldea y sin embargo Yrãséma continúa cantando sin pausa.
Nada se mueve cuando su armoniosa voz se escucha.
Corre el sonido como corren los arroyos de esta tierra.
Es tarde ya cuando la bella joven se llama a silencio recogiéndose en su hamaca de plumas.
Su madre viene a verla cuando ya duerme.
Yrãséma se revuelve inquieta en su lecho. Respira mal. Su madre le toca la frente. Yrãséma
sufre calores fuertísimos. Hierve en medio de la calma de la noche estrellada que está
llegando a su fin. Sypave se sienta a su lado y tomándola de una mano vela las últimas horas
del sueño de su hija. Cuando los primeros resplandores comienzan a mover la vida del
monte, Sypave despierta al inquieto Japeusa y lo envía junto al lago, a buscar hojas de agrial
y cáscaras de inga. Pero el destino ya estaba escrito y Japeusa, en lugar de las plantas que su
madre le había pedido, junta hojas de ka’atái, de ortiga y frutos de naranja agria con lo cual
prepara un brebaje que da de beber a su hermana Yrãséma, cuyos excesos en el cantar han
provocado una descomunal hinchazón de garganta y le han enronquecido la voz. Poco
tiempo después de beber el preparado de su hermano, Yrãséma siente que su garganta se
cierra cada vez más hasta que al fin expira.
Muere como mueren las plantas a las que el agua no les ha llegado.
Muere suavemente, como si ella misma fuese el suave arrullo de sus cantos pasados.
Muere sin mancha.
Muere virgen.
Cierra los ojos sobre el recuerdo de sus dulcísimos cantares.
La consternación es general.
Japeusa conciente de su equivocación huye de la aldea.
Los habitantes del poblado forman un círculo alrededor del cuerpo sin vida de Yrãséma. Es
la primera vez que contemplan la muerte de un igual.
Incrédulos rodean el cuerpo con flores mágicas. A su alrededor van posando diferentes
objetos con el único fin de revivir a la muerta. Hierbas. Frutas. Amuletos. Ramas.
Esperan que una mariposa multicolor se pose sobre la cabeza de la niña y le devuelva la
vida.
Esperan sin darse por vencidos.
Esperan sin levantar los ojos del cuerpo sin vida.
Esperan cantando en un susurro.
Esperan que se levante y siga cantando.
C a p í t u l o 13
En el cual Tume Arandu explica el sentido de la muerte a su tribu.
Tume Arandu, en medio de la perplejidad general, hace una señal con sus manos y toda la
tribu se calla. Tume Arandu tiene algo que decir, y lo dice así:
“Estamos todos rodeando el cuerpo sin vida de Yrãséma y nos resistimos a creer en su
muerte. Es la primera vez que uno de nosotros se queda sin aliento. Así lo han querido Tupã
y Arasy. Pero para que no estemos negando su muerte con nuestros cantares, debemos llevar
el cuerpo de mi hermana al sitio donde encontrará reposo. Tupã ha ordenado que todo
hombre que muere debe ser puesto en un profundo pozo hecho en la tierra. Ha dicho que
cada uno de nosotros tendrá, a su hora, su propio tyvy.
En la tierra está nuestro origen y a la tierra hemos de volver.
Enterremos a Yrãséma y ya verán que Tupã es sabio.
Cuando pasen unas cuantas lunas nadie se acordará de la muerta. Pues cuando los despojos
de los muertos se hayan mezclado con la tierra, pasarán a vivir la Vida Elemental y sentirán
todo lo que la tierra siente. Sí, la tierra es un ser vivo, y su sangre es el agua y su aliento es el
aire.
A aquellos que piden venganza, les digo que no debe extrañarles el error que ha cometido mi
hermano Japeusa. Todos tenemos un destino que debe cumplirse inexorablemente y aunque
nos opongamos. Japeusa no hizo más que responder a sus instintos erráticos. Ustedes saben
que nació al revés de todos nosotros y no debemos esperar que se comporte como nosotros.
Es por este motivo que pido clemencia para mi hermano y para los que como él estén
cumpliendo su destino inexorable”.
C a p í t u l o 14
En el que se cuentan los sucesos acaecidos en el entierro de la joven Yrãséma.
El cuerpo de Yrãséma fue puesto cuidadosamente en una urna de barro.
Flores y frutas le acompañan en el interior del cántaro.
Así colocado, su cuerpo parece estar a punto de hacer sonar la guitarra y comenzar a cantar.
Lleva para la eternidad sus más hermosos vestidos.
Sus hermanos ya han escogido el lugar donde enterrar el cuerpo de Yrãséma: ha de ser bajo
un guayabal de altísimos árboles y frutas doradas.
Luego de depositar la urna en el fondo de la fosa, toda la tribu forma un círculo en derredor
y entona las canciones que cantara Yrãséma, rindiéndole así un postrer homenaje al arrullo
de su voz encantada. Ahora Sypave, su madre, toma entre sus manos un poco de la tierra
removida y la deja caer dentro de la fosa. Imitándola, todos hacen lo mismo hasta que
terminan por cubrir el agujero.
Japeusa está aquí.
Ha llegado para la ceremonia del entierro de los restos de su hermana; él mismo ha sido el
causante de su muerte.
Japeusa está aquí y la tribu, con indignación, grita en su contra y pide que se le aplique el
duro castigo de la muerte.
Sypave se interpone entre la furia y su hijo.
Es hora de cederle la palabra a Sypave.
La tribu calla y espera.
“Tupã nos ha dejado muchas enseñanzas, pero la más importante de ellas es aquella en la
que nos señala claramente que no debemos arrebatar la vida a nadie. Dejemos entonces que
sean nuestros propios dioses quienes apliquen el castigo a Japeusa. Ellos sabrán hacerlo
mejor que nosotros. Nadie que haya matado a un hermano, aunque sea por equivocación
puede tener la conciencia tranquila. Dejemos en paz a Japeusa, que bastante tiene con su
conciencia.”
Japeusa se aleja nuevamente.
La tribu entera murmura.
Japeusa ante la mirada de todos se arroja a las aguas del río y desaparece.
C a p í t u l o 15
En el que Jahari sueña con la muerte de Yrãséma, y corre a su lado para protegerla.
Sobresaltado por una horrible pesadilla, Jahari despierta.
El cuerpo entero bañado en un sudor frío. Se sienta en la hamaca. Los pies en tierra.
En su extraño sueño, la voz del gua’a que él mismo obsequiara a Yrãséma, repetía «Jahari,
Yrãséma ha muerto», una y otra vez repetía la frase el gua’a.
Jahari no cree en las supersticiones, pero la aparición del gua’a y su frase han sido una
imagen tan clara...
Jahari corre como el ñandu.
Salva los obstáculos del camino con la fuerza del amor.
Jahari tiene miedo. Lo siente en el cosquilleo que eriza sus cabellos.
La aldea ya está cerca.
Jahari es impulsado por el miedo, por la desesperación. Corre. Un silbido es lo único que los
árboles y las plantas y los arroyos escuchan cuando pasa el joven a toda velocidad.
C a p í t u l o 16
En el que la tribu descubre el castigo que Tupã y Arasy han impuesto al infortunado
Japeusa.
Mientras Jahari corre, en la aldea la tribu busca infructuosamente el cuerpo de Japeusa. Las
aguas del río se lo han tragado. Pasan los días. El sol y la luna, una y otra vez han iluminado
las tierras del reino de Rupave y Sypave.
Una mañana, cuando el sol despunta en el oriente, Marangatu descubre un esqueleto sobre la
arena de la playa. En cuclillas escruta los huesos y entre los huesos, adherido al esqueleto, un
animal extraño, de piel ósea comienza a moverse. La tribu rodea a Marangatu que observa en
calma. El extraño animal despega sus patas de las costillas del esqueleto y comienza a andar
hacia atrás. Los aldeanos gritan todos a una vez: “¡Japeusa, Japeusa!”. El cangrejo se aleja
por la arena dejando las huellas de sus duras patas.
La tribu entierra el esqueleto en la arena y todos se alejan del lugar.
No cabe duda de que Tupã y Arasy han castigado a Japeusa transformándolo en cangrejo y
obligándolo a andar hacia atrás para toda la eternidad.
Japeusa ha sido convertido en cangrejo y los cangrejos desde hoy se llamarán, para este
pueblo, japeusa.
C a p í t u l o 17
En el que Jahari se entera de la muerte de Yrãséma, canta su canción y muere de amor.
Agitado por la larguísima carrera, Jahari llega a la aldea.
“¡Yrãséma!” llama a viva voz, acongojado.
Toda la tribu, que ya ha comenzado a olvidar la desgracia, lo mira compasivamente.
Jahari, percibe las miradas y unas lágrimas cargadas de pena resbalan por sus mejillas. Corre
hacia la habitación de Yrãséma. Sypave va a su encuentro. El gua’a que anda cerca confirma
la frase de sus sueños con estridente voz: “Yrãséma ha muerto”.
Las lágrimas de Jahari corren por la aldea.
Suben a todas las cosas que pertenecieron a Yrãséma. Las recorren, las acarician con su
profunda tristeza, llenan los cántaros donde la joven guardaba el agua fresca. Resbalan en la
curva de su hamaca y juntas forman un torrente que se encamina a la tumba de Yrãséma.
Allí, riegan la tierra aún blanda y refrescan las flores que la tribu ha depositado. La tristeza
de las lágrimas de Jahari, su humedad infinita hace que las flores revivan.
Jahari junto a la tumba.
Jahari desconsolado.
Jahari todo el día y toda la noche llorando por su amada, de rodillas frente a la tumba.
En su mente las horas de felicidad:
Cuando escuchaba a lo lejos el arrullo de la suave voz de Yrãséma. Cuando embelesado por
los rasguidos de su dulce mbaraka reposaba durante horas a su lado. Cuando ambos se
prometieron amor eterno en aquel atardecer sembrado de estrellas fugaces y de deseos.
Cuando con regocijo Yrãséma recibió el gua’a que ahora ha anunciado su muerte. Tantas
horas de paz, encanto, dulzura y felicidad. Tantas horas de amor entre ambos...
Jahari canta junto a la tumba:
Ya que nos has de estar junto a mí,
murmullo de las aguas,
ya que tu voz se ha apagado en este mundo,
arrullo de los vientos,
ya que la noche ha cegado tu mirada,
luz de los trinos,
ya que no podré abrazar tu cuerpo en este mundo,
oh Tupã, oh Arasy,
oh luz, oh cielos,
ya no quiero estar en este mundo sin Yrãséma.
Llévenme a visitar a mi amada.
No bien hubo terminado su letanía Jahari se desploma sobre la tumba de su amada y allí
queda muerto. La tribu en medio de un silencio que lo cubre todo, cava una fosa junto a la
tumba de Yrãséma y sepulta al amante desconsolado que así se funde para siempre con su
amada virgen.
C a p í t u l o 18
En el cual se cuenta cómo la calma de la tribu es interrumpida por el desmedido deseo de
Tau.
Desde aquella mañana de silencios en que Jahari fue sepultado, la calma reina en la aldea.
Tume Arandu continua descubriendo misterios en las hierbas que crecen en el valle,
Guarasyáva se hace dueña de los secretos de los animales del agua. Porãsy, en su reinado de
belleza y hermosura pasea por los montes hablando con los pájaros. Tupinamba sigue
conquistando cerros con su fuerza inigualable. Marangatu cuida a su unigénita con infinita
bondad y ella, Kerana es el apodo de la hija única de Marangatu, ella duerme. Kerana, bella
como sus tías, está en la flor de la adolescencia, sus ojos tienen el brillo del movimiento de
las aguas cuando juegan con el sol. Sus delicadas manos existen sólo para las caricias. Su
boca tiene la consistencia de la carne de las papayas maduras. Sus piernas han sido torneadas
por el agua y los vientos con infinita dulzura.
Kerana, la suavísima dormilona.
Kerana, la joven más codiciada de toda la tribu.
Todos disfrutan de los escasos momentos en que la dormilona deja su hamaca para pasearse
por la aldea, pero aún nadie imagina la desgracia que su belleza encierra para ella y para toda
la gente que está a su lado.
Desde lo más oscuro de las sombras nefastas, Tau, el espíritu del mal, observa a la niña.
La observa con deseo.
La observa con pasión lujuriosa.
La observa para encontrar los puntos débiles y atacarla.
La quiere para sí y está dispuesto a todo para conseguirla.
El espíritu maligno se decide ahora a atacar. Para aparecer en la tierra convierte su
repugnante cuerpo en el de un joven apuesto y elegante. Vestido como un extranjero acierta
a pasar por la aldea donde Kerana duerme sus dulces sueños. Lleva entre sus manos un flauta
mágica que hace sonar junto a la hamaca de Kerana. La niña despierta y ve al joven. Nunca
antes había visto un joven tan hermoso. El genio maléfico sonríe grotescamente para sus
adentros, pero en el exterior de su ingenioso disfraz la sonrisa es casi celestial y la mirada
suavemente acariciadora. Kerana, hechizada por la música, la mirada y la sonrisa, lo escucha
con placer. Más tarde el joven sigue su camino dejando extasiada a Kerana. Pero la
estrategia del espíritu maligno es observada con detenimiento por Angatupyry, el espíritu del
bien. “¡No te será fácil!” piensa para sí Angatupyry.
La calma de otrora ya ha sido rota. Aunque en apariencias todo esté como entonces, en los
cielos ha comenzado la lucha.
C a p í t u l o 19
En el cual Angatupyry interviene y Tau lo enfrenta.
Kerana duerme y sus sueños son ocupados por una única imagen, la del joven que pasó
como pasa la suave brisa, dejándole un placentero recuerdo.
Pero Tau le tiene preparadas otras trampas a la niña hija de Marangatu. Dos días después de
su primera aparición vuelve con el sonido de su flauta mágica a despertar a Kerana. La niña
ahora lo escucha embelesada. Ya no es sólo música lo que trae el joven desconocido. Ahora
conversa con ella. Le cuenta historias maravillosas. La enamora.
Angatupyry observa las visitas de Tau que ahora se hacen diarias.
Un paseo por el monte.
El obsequio de una mariposa de radiantes colores.
Miradas de pasión.
Angatupyry decide intervenir.
Primero siembra la duda en la niña. Le hace soñar sueños escandalosamente repugnantes. En
sus pesadillas, Kerana ve como el joven apuesto y tierno se transforma en un horrible
monstruo, se transforma en el mismísimo Tau. Pero la innata ingenuidad de Kerana la lleva a
contar sus pesadillas al joven. Cuando Tau se entera de los sueños cae en la cuenta de que es
acosado por Angatupyry y decide enfrentarlo. Como tantas otras veces, Tau y Angatupyry se
han de trabar en una lucha sin tregua. Eligen como escenario los grandes campos cercanos a
las colinas de Areguá.
C a p í t u l o 20
En el que se relata la lucha extraordinaria entre el espíritu del bien y el espíritu del mal.
La lucha es fragorosa. Durante seis días con sus noches se han debatido los espíritus
contrapuestos cruzándose en furibundos encuentros cuerpo a cuerpo. Lanzándose llamaradas
de odio.
Kerana ha dormido esos seis días completos sin levantarse ni abrir los ojos.
Tau y Angatupyry, trenzados en recio combate, continúan ahora la lucha. Una vez más
Angatupyry está venciendo. Tau extenuado trata de evadir las feroces embestidas del espíritu
del bien. Una vez más el bien triunfará sobre el mal.
En su lecho, Kerana comienza a tranquilizarse.
Tau se va retirando de sus sueños.
Angatupyry sonríe viendo casi vencido a su eterno enemigo.
Tau muerde el polvo de la derrota. Rueda por el campo una y otra vez tratando de esquivar
los arrestos de Angatupyry. Su monstruoso cuerpo herido y dolorido ya no da para más, está
a punto de retirarse del combate. Ya es el séptimo día de lucha y Tau se ve a merced de su
enemigo, pero con el último aliento invoca al dios del valor. Lo invoca sabiendo que él
también puede morir para siempre jamás con esa súplica.
“Pytãjovái, ayúdame a vencer”, gime desde el suelo Tau.
“Pytãjovái, ayúdame”, repite con desesperación viendo avanzar a Angatupyry.
Un viento de fuego frena el ataque de Angatupyry. Tras las llamas se escucha la horrenda
carcajada de Tau. Pytãjovái ha escuchado los ruegos del malvado y se ha presentado en el
campo de batalla con todas sus armas. No crecerá más el pasto donde el aliento del dios del
valor ha sido expulsado. Angatupyry yace moribundo. Tau se levanta y mira altivo con sus
ojos cargados de maldad. Kerana despierta de pronto. Marangatu que ha estado observando
el largo sueño de su hija intenta hablarle pero la niña le pide que la deje sola y sube a lo alto
de un árbol desde donde escruta el horizonte. Tau, convertido nuevamente en el apuesto
joven se dirige hacia ella sin oposición alguna.
C a p í t u l o 21
En el cual se cuenta cómo Tau rapta a Kerana y la maldición de Arasy.
Kerana escucha el sonido de la mágica flauta del joven que le ha hecho perder la cabeza.
Hechizada, baja del árbol y corre por el monte al encuentro del mágico sonido. Fundidos en
un largo abrazo los jóvenes se saludan. Tau, desde su disfraz de ingenuo, por primera vez le
habla con lascivia. Le habla de sus deseos más recónditos. Se desenfrena haciéndola
protagonista de los placeres carnales que él imagina. La niña pretende resistirse pero Tau,
conducido por sus propias ansias, se muestra ante ella con toda su fealdad convirtiéndose de
pronto en el terrible monstruo que es. Grita Kerana y toda la tribu acude a su llamado. Tau se
aferra a su presa y huye enceguecido. Nadie puede detenerlo. Lo ven alejarse llevándose
consigo a la bella Kerana.
Tau conduce a la niña a su inaccesible morada y la persuade de intentar escaparse.
“No lo intentes, morirás si pretendes irte”, le dice con su voz de trueno.
Tau, a partir de entonces sacia su sed de placer en el joven cuerpo de Kerana.
Sometida, la niña llora desconsoladamente y su llanto enfurece aún más al terrible espíritu
del mal. “No seré tuya jamás” grita Kerana cada vez que el monstruo la posee, pero el grito
es apagado por los ensordecedores gruñidos de Tau.
La tribu implora, clama, pide a Arasy que interceda para lograr el milagro de rescatar a
Kerana. La indignación y el estupor han invadido a las gentes que ahora piden un castigo
ejemplar para el raptor desalmado. Arasy escucha los ruegos y maldice a Tau, lo maldice
para toda la eternidad y maldice a toda su descendencia.
C a p í t u l o 22
En el cual se informa de los alumbramientos de Kerana, fecundada por el espíritu del mal,
de las características de sus siete hijos y del terrible dolor de la joven.
Siete lunas han pasado desde aquel día aciago en que Kerana fue raptada por el malvado.
Siete lunas han observado pálidas de espanto la desesperación de la niña. Ahora Kerana está
dando a luz. Ella espera un niño, pero la maldición de Arasy le ha hecho engendrar un
monstruo. Kerana da a luz un horrible monstruo de siete cabezas. Siete de cabezas de perro
cuyos ojos despiden llamaradas. Siete cabezas de perro y un horrible cuerpo de lagarto. En el
futuro será conocido como Teju Jagua. Siete cabezas de perro que le condenan a la inacción.
Su ferocidad fue aniquilada por deseo de Tupã y, contrariamente a su horrenda figura, se
alimenta solamente de frutas y de la miel que su futuro hermano menor, Jasy Jatere le lleva
hasta su escondrijo.
Kerana, asediada permanentemente por Tau, parió un hijo cada siete lunas. Todos
sietemesinos. Todos fenómenos deformes. Todos malvados.
El segundo hijo del mal vio la luz con la forma de una gran sierpe con cabeza de loro y un
descomunal pico. Su bífida lengua, roja como la sangre. Su piel escamosa y veteada. Su
cabeza emplumada. Su mirada maléfica. Se le conoce con el nombre de Mbói Tui, ronda por
los esteros y protege a los anfibios. Adora la humedad y las flores. Se lo puede identificar sin
verlo pues lanza terribles y potentes graznidos que se escuchan desde tantísimas lejanías.
Kerana, abrumada por la pena, apabullada por el incontrolable Tau, carcomida por la certeza
de estar engendrando monstruos capaces tan sólo de hacer el mal. Dolida porque su cuerpo
es el artífice que está dando forma a un ejército terrible, pare su tercer hijo:
Se le conocerá en el mundo de los hombres con el nombre de Moñái 66 y tal como su
antecesor inmediato, su cuerpo es el de una enorme serpiente. Posee dos cuernos rectos e
iridiscentes que funcionan como antenas. Sus dominios son los campos abiertos. Sube a los
árboles con gran facilidad y se descuelga de ellos para cazar a las aves con las que se
alimenta, a quienes domina con el hipnótico poder de sus antenas. Es por ello que también se
dice que es el señor del aire. Moñái protege el robo y lo fomenta. Ladrones y sinvergüenzas
aún hoy lo invocan en sus fechorías.
En su cuarto período de gestación, Kerana siente que al fin hay algo de humano en su
vientre. A los siete meses, como ha ocurrido con todos sus hijos anteriores, pare a un niño de
dorados cabellos y piel muy blanca, pero el niño ha nacido con un bastón áureo en su mano
derecha. Una leve presión sobre su varita mágica y el niño, al que llaman Jasy Jatere,
desaparece volviéndose invisible. El niño horroriza a su madre desapareciendo y
apareciendo en lugares increíbles. Jasy Jatere será el duende que en las siestas, escudado en
su figura de niño, asediará a las jóvenes y a las niñas que se animen a salir solas,
conquistándolas y poseyéndolas con los poderes de su mágico bastón. Dominará a las abejas
y de ellas obtendrá la miel con la que se alimentará, cuyos restos lleva hasta la cueva donde
vive su hermano mayor, Teju Jagua.
Kerana no tiene consuelo. Ya hace más de dos años que se encuentra presa del espíritu del
mal y Kerana sigue contando los días. Su radiante cuerpo de otrora se ha deformado debido a
los maltratos que ha recibido en forma constante por parte de Tau.
Ahora Kerana da a luz al quinto engendro del mal. Su figura se parece en mucho a la de Tau,
En sus rasgos agudos. En su piel oscura, en el cabello de alambre y la boca grande.
Se le conocerá por su nombre: Kurupi, que llenará de temor a las jóvenes.
Y también se le conocerá por su principal característica física: un enorme y larguísimo pene
que lleva enrollado a la cintura. Sus ataques a las mujeres solas que se aventuran por la selva
serán mucho más furibundos y crueles que los de su hermano Jasy Jatere. En esos casos
Kurupi viola y mata a sus víctimas. Pero su mayor diversión es raptar a las vírgenes, quienes
desparecen misteriosamente para regresar encintas y listas para parir a los siete meses. Los
hijos de Kurupi, sin embargo, mueren al séptimo día de un extraño mal 1.
Kurupi domina a los animales silvestres y no abandona nunca la selva donde reina con el
poder de su sensualidad, excepto para raptar a sus víctimas.
Cansada y desilusionada. Entregada y mustia, Kerana da a luz a su sexto hijo. Una vez más
sietemesino. Una vez más monstruoso. Se le conocerá con el nombre de Ao Ao. Posee la
facultad de reproducirse solo y vive en una gran manada en las zonas más inhóspitas de
cerros y montañas. El Ao Ao se alimenta de carne humana y vive persiguiendo a las gentes
que se aventuran por los cerros. La única manera de salvarse de la manada es trepando a un
pindo. Cualquier otro árbol en el que se refugien los perseguidos será desarraigado por sus
terribles garras y derribado en poco tiempo pero al parecer, el pindo posee algún hechizo
contra la ferocidad de estos monstruos. El Ao Ao es cuadrúpedo pero cuando ataca se para
en dos patas. Sus poderosísimas garras y su cabeza feroz nos recuerdan a un oso, pero su
cuerpo es como el de una oveja y bajo esa apariencia logra que las gentes se acerquen sin
temor2 .
El séptimo alumbramiento de Keraná fue tan terrible como los seis anteriores. Esta vez, de
su vientre, nació una criatura totalmente contrahecha. Su cabeza, semejante a la de un perro,
deja ver una larga hilera de filosos dientes de diferentes tamaños. Sus orejas son pequeñas e
impuestas en la parte superior del gran cráneo. Su cuerpo esmirriado y seco, sus
extremidades mitad humanas, mitad garras le dan un aspecto desgarbado. Se le conocerá con
el nombre de Luisõ.
Luisõ habita en los campos santos y se alimenta de los cadáveres que allí desentierra. Se le
puede escuchar en las noches de luna llena, cuando emite sus lastimeros y aterrorizadores
aullidos trepado a las lápidas de las tumbas 3.
Luisõ fue el último alumbramiento de Kerana.
Tau, parece concentrarse ahora en alimentar el malvado espíritu de su prole y se olvida de la
doncella. Vejada y arruinada la pobre Kerana duerme cada vez más para evitar las lágrimas,
infructuosamente, pues hasta en sueños llora...


C a p í t u l o 23
En el cual el Jahari gua’a se da a conocer como enviado de Tupã y revela el secreto de la
hierba mágica a Tume Arandu.
Dejemos por un momento la maldición de Arasy, que se está cumpliendo en toda su
extensión mientras Tau se regocija con los genios del mal que ha engendrado. Dejemos por
un momento la expansión del mal, los espíritus, los fenómenos y las gentes.
Vayamos ahora hasta el lugar donde se encuentra Tume Arandu.
A orillas de una aguada luminosa, el sabio investiga las hojas de unas plantas pequeñas que
allí crecen. Una voz extraña y chillona lo sobresalta: “Tengo algo que decirte” dice la voz.
Recuperado del susto inicial, Tume Arandu alza la vista y no ve sino al Jahari gua’a que está
posado en una rama cerca de allí. El ave lo mira y repite la frase: “Tengo algo que decirte”.
Tume Arandu se acerca y le ofrece el dorso de la mano a la manera en que un aficionado a la
cetrería lo haría con su halcón. El gua’a se posa sobre el brazo de Tume Arandu y le habla al
1 El extraño mal al que se refiere el texto es el tétanos. Dice Rosicrán en Nuestros Antepasados: “Tupã dispuso
que a los siete días de nacer se les descompusiera el ombligo, acabando por fallecer del mal de siete días
(tétano).”
2 Es evidente la relación existente entre el Ao Ao y el “famoso” lobo con piel de cordero que aparece en
numerosos escritos de la literatura de todos los tiempos.
3 El Luisõ, llamado también en guaraní Huicho, es la versión local de el lobizón u hombre lobo que tanto abunda
en la literatura fantástica de gran parte del mundo y que se ha convertido en un mito universal.
oído.
A juzgar por las expresiones de Tume Arandu, pues desde aquí no podemos oir lo que le está
diciendo, debe ser algo asombroso. El gua’a habla sin parar y Tume Arandu expectante, lejos
del paisaje que le rodea, absorto, escucha las maravillosas palabras del ave. Luego, con el
gua’a en el hombro cual un pirata, se dirige hacia el otro lado de la aguada y se pierden por
un estrecho camino entre los árboles del monte.
El secreto le ha sido revelado.
Tal como lo había dicho Tupã, los esfuerzos de Tume Arandu han merecido la develación
del secreto. Tume Arandu ya conoce la hierba mágica, el ka’aruvicha, la hierba portadora de
la eterna juventud. Pero también conoce cuáles son las condiciones para utilizarla.
Restricciones severísimas acarrea el uso del ka’aruvicha, restricciones que de ser violadas se
pagan con la propia vida. El hombre que haya bebido la infusión de ka’aruvicha y cometa el
angaipa, será hombre muerto. Pero si se mantiene casto, mantendrá su juventud, será
inmortal, gozará siempre de buen humor, será sabio y estará a salvo de toda enfermedad. En
cambio la mujer que la beba se fortalecerá, procreando de mejor manera y sin dolores de
parto.
Tume Arandu prepara la infusión.
Él mismo ha de beberla y ha de dársela a sus hermanas y al gua’a, maravilloso instrumento
de Tupã, que ha partir de ahora no se separará de Tume Arandu ni un solo instante.
C a p í t u l o 24
En el cual se da noticia del estado de cosas promovido por los hijos de Tau.
A los siete años, los fenómenos alcanzan su apogeo.
Sus fechorías constantemente atormentan al pueblo. Los frecuentes raptos de las doncellas
que lleva a cabo Kurupi. Las violaciones. Los robos y saqueos de Moñai. Los ultrajes de los
cementerios de Luisõ. Las escandalosas travesuras de Jasy Jatere. Las salvajes persecuciones
de la manada de Ao Ao y sus ritos antropófagos. Los graznidos de Mbói Tui. la terrible
mirada de fuego que se esconde en la cueva de Teju Jagua inspirando temor y supersticiones.
Moñai acumula el producto de su pillaje en Yvytykuápe.
Nadie se atreve a cruzar los montes por temor a Kurupi.
Los cerros son el imperio de la ya famosa manada de Ao Ao.
El cementerio se transforma en lugar de miedo y terror por obra de Luisõ.
El atrevimiento de los cazadores que buscan sustento en los esteros es castigado con la
muerte por Mbói Tui, el protector de los anfibios.
Muertes, ultrajes, robos y violaciones predisponen a los habitantes de la tribu a pelearse unos
con otros. A matarse entre hermanos. Las familias se atacan unas a otras. Se incendian las
aldeas.
El mal, propagado por el triunfo de Tau, impera en las tierras que Tupã bendijo aquel día
primero. Ahora los hombres se arman, se matan, prefieren el vandalismo a la bondad. La
semilla del mal está instalada en toda la tribu.
Es en este momento de confusión y furia es cuando la calma y sabiduría de Tume Arandu
aparecen para decir basta. El sabio convoca a los avare y a los más renombrados miembros
de la tribu para que le acompañen al Ñemono ongáva de Atyha pues tiene algo importante
que decir, algo que solucionará los problemas actuales.
C a p í t u l o 25
En el cual se habla de la reunión del pueblo en la Asamblea y de las resoluciones que se
tomaron para acabar con el vandalismo desatado por los fenómenos.
Aquel día el pueblo estuvo reuniéndose desde muy temprano, deseoso de escuchar las
palabras de Tume Arandu. Cuando todos estuvieron atentos, el sabio les dirigió un breve
pero clarìsimo mensaje de amor, de unidad y de compañerismo. Lo hizo con palabras
sencillas, las más difíciles de pronunciar en esas ocasiones. Lo hizo apelando al sentimiento
común y dejó en todos y en cada uno de los asistentes la semilla de la bondad y la esperanza.
Luego, en una sesión secreta, se reunió con los notables de la tribu y les dijo:
“No les digo nada nuevo contándoles que estamos viviendo un tiempo en el que la muerte se
impone sobre la vida. La tristeza ocupa el lugar que antes estaba reservado a la alegría. El
odio es el sentimiento que reemplaza al amor. La sangre corre con más fuerza que el agua de
nuestros arroyos. El agua cristalina de la vida se enturbia en las oscuras cloacas de la muerte.
Es evidente que de esta forma nos encaminamos directamente a la desaparición total. Hemos
de hacer algo.”
Tume Arandu hizo una larga pausa y luego continuó ante el azorado silencio de todos los
notables de la tribu:
“He de revelarles un gran secreto.”
Todos intercambian miradas y asienten con la cabeza.
“Tupã ha enviado un mensajero a través del cual está con nosotros todo el tiempo, dándonos
las indicaciones para que terminemos de una vez y para siempre con los males que nos
azotan.
Hélo aquí, el Jahari gua’a se ha revelado como mensajero de Tupã.
Se sirve Tupã de él, como instrumento para estar a nuestro lado. Sus palabras me han
inspirado un plan para destruir a los siete fenómenos y con la ayuda de una de mis hermanas
podremos llevarlo adelante.
Ha llegado la hora del fin para los siete hermanos. Ya no tienen escapatoria. Debemos
aprovechar este momento. Tau ha marchado hacia Ruapehu y no podrá intervenir. Si
logramos acabar con ellos haremos retroceder a la maldad que tiende su manto sobre todos
nosotros.”
Un pesado e incómodo silencio se forma cuando Tume Arandu calla.
”Si estamos de acuerdo en seguir el plan que Tupã nos dicta, he de marcharme para preparar
a mis hermanas e iniciar las acciones”.
Los asistentes con la mirada clavada en el piso responden con su silencio. El miedo y la
incredulidad han ganado su voluntad, pero no pueden impedir que el valor de Tume Arandu
y de sus hermanas se interponga a la maldad.
Tume Arandu se levanta y se marcha.
C a p í t u l o 26
En el cual Tume Arandu pide la colaboración de sus hermanas.
Ya en la aldea, Tume Arandu hace llamar a sus tres hermanas y les pide que se sienten
alrededor del fuego que él mismo aviva con una rama.
Guarasyáva, Tupínamba y Porãsy, más luminosas que el mismo fuego, iluminan el lugar con
su extraordinaria belleza.
Tume Arandu les habla ahora de la juventud.
Les revela el secreto del ka’aruvicha.
Les cuenta los prodigios del Jahari gua’a. Les habla de la constante preocupación de Tupã
por su pueblo y al fin, les cuenta el plan para exterminar a los siete monstruos.
“Yo iré a matarlo –dice, poniéndose de pie Porãsy– Engañaré a Moñái y escaparé de sus
fauces sin un sólo rasguño, pero si Tupã desea el sacrificio, allí estaré para morir por mi
pueblo”.
Porãsy, altiva extiende su mirada más allá del círculo familiar que la rodea y gira alrededor
de los reunidos. Está ansiosa por comenzar su tarea.
La misión no le asusta. Todo lo contrario, le infunde valor. Porãsy aspira el aire renovado de
la tarde que va cayendo del otro lado del río. Llena sus pulmones más que de aire, de valor y
coraje. Porãsy ha decidido ser la protagonista y así será.
C a p í t u l o 27
En el cual nos enteramos de cómo Porãsy llega hasta la caverna de Moñái y lo convence de
reunir a sus hermanos.
Aún no sale el sol y Porãsy ya parte hacia la gruta donde Moñái vive y acumula el producto
de su rapiña. Camina sola en medio de la oscuridad de la selva. Conoce cada tramo como la
palma de su mano. Cada latido de cada ser vivo se convierte a su paso en un aliado que
exhala su fuerza para acompañar a la joven. La menor de las hermanas de Tume Arandu
marcha, y en sí misma acumula todos los deseos de la tribu, de la selva, de los cielos y de los
ríos. Todos quieren verse libres de la maldad que por tantos años han soportado.
Porãsy avanza.
Cuando se aproxima al cerro Kavaju 79, en cuya gruta descansa el monstruo, Porãsy redobla
los cuidados. Su andar ahora es imperceptible. Es como una sombra que se adentra en la
cueva. Tan sólo un lejano resplandor delata la existencia de una antorcha de fuego prendida
en las paredes de la gruta.
Porãsy entra sin hacer el menor ruido.
Porãsy sabe que Moñái, aún dormido no tardará en advertir su presencia.
El fétido olor de la caverna mal iluminada, como una alimaña, se desliza y pretende cubrir a
la joven, pero el poder de los aromas de la selva repelen la podredumbre y la niña se
mantiene incólume. Moñái mueve su largo y viscoso cuerpo. Sus cuernos se iluminan con
cada movimiento.
De pronto levanta la cabeza y sacando su bífida lengua, con voz de trueno dice:
“¿Quién eres, qué haces aquí?”
“He venido a verte. Tanto se habla de tus hazañas. Tanto se habla de tu agilidad. Tanto se
habla de tu valor. Tanto que me he enamorado y decidí venir a verte para decírtelo, Moñái”,
contesta la joven.
Desconcertado el monstruo se arrastra hasta un lugar desde donde ver mejor la hermosura de
Porãsy. Sus calientes bufidos dejan salir nubes que se adivinan blancas en la penumbra de la
cueva.
“Dices que han llegado hasta tí los cuentos de mi agilidad y de mis hazañas y de mi valor”.
“Así es”.
“Y dices que te has enamorado de mí”.
“Así es”.
“Entonces estarás dispuesta a ser mía ahora mismo”.
“Para eso estoy aquí, pero es mi deseo, antes de vincularnos, conocer a tus hermanos y
celebrar nuestras nupcias junto a ellos”.
Moñái, obnubilado por la suprema belleza, gira alrededor de la niña haciendo zigzaguear su
largo y escamoso cuerpo. La desconfianza siembra su semilla en la naciente mañana que
extiende sus primeras luces en la boca de la gruta.
Moñái piensa.
En sus iridiscentes cuernos la luz va y viene de arriba a abajo. Sin embargo, el deseo pesa
más que la duda en esa extraña balanza que se mueve en el tenebroso interior de Moñái. Sus
ojos son el reflejo de la cueva en la que habita y en ellos no hay lugar para otra cosa que no
sea la extrema belleza de Porãsy.
Moñái ahora habla:
“Sabrás que Teju Jagua, uno de mis hermanos, no puede salir de su cueva a raíz de su
deformidad, pero si realmente me amas, como dices, entonces podemos partir de inmediato
hacia Jaguaru 80 y celebrar la boda en aquel lugar”.
El plan de Tume Arandu comienza a andar.
La partida hacia Jaguaru, prevista por el sabio, es inminente.
Porãsy responde de inmediato y sin dudar:
“Comprendo perfectamente y si ése es tu deseo, partiremos de inmediato”.
Sin ningún recaudo la bestia parte hacia Jaguaru acompañado de la bella Porãsy.
Allá van.
Ella elegante y hermosa.
Él reptando y avergonzado de andar así a la luz del día, pero ansioso de poseer a la que reina
sobre la belleza de la tierra.
C a p í t u l o 28
En el cual se cuenta la boda de Moñái y Porãsy en Jaguaru.
Han pasado diez días desde aquella mañana en la que Porãsy llegó a la primera cueva, la de
Moñái. Ahora está en la segunda caverna, la que sirve de habitación al temido e inofensivo
Teju Jagua. Ha esperado la niña durante días junto al deforme de siete cabezas. Al fin Moñái
ha regresado con el resto de sus hermanos.
Ahora están todos reunidos.
Porãsy ataviada con un vestido de niebla y cascadas, sabe que está llegando el momento en
que su actuación debe ser totalmente convincente. Ante su ojos, como nadie los ha visto
antes, están los siete hermanos: Kurupi, Jasy Jatere, Moñái, Teju Jagua, Mbói Tui, Luisõ y
Ao Ao. La postal es terrorífica pero todos están extrañamente alegres. Corre la chicha y
beben los monstruos monstruosamente.
Fuera de la gruta es noche cerrada.
La luna es la gran ausente a la fiesta.
Tume Arandu y los suyos rodean el cerro en silencio.
La trampa se prepara y el fin está cerca.
Adentro, la grotesta fiesta fulgura a la luz de las antorchas. Los monstruos tórnanse toscos y
bamboleantes en medio de las tinieblas del alcohol. Porãsy espera el momento para actuar.
Observa a los siete hermanos. Observa la borrachera sabiendo que su tribu espera una señal
suya para actuar.
Momento culminante: Porãsy cree llegado el momento e intenta escapar.
Alcanza la puerta y está a punto de salir.
Desde afuera ya empujan la gran piedra que cubrirá la entrada.
Moñái advierte el movimiento y, como un rayo, saliendo de la penumbra envuelve con su
cuerpo de serpiente el frágil cuerpo de la niña tirándola nuevamente al fondo de la caverna.
Sus fauces abiertas desmedidamente para lanzar un grito aterrador: “¡Traición!”. El grito de
la furia de Moñái. El grito desesperado de Porãsy: “¡Cierren la gruta, ya no puedo
salvarme!”. La tribu clausura la entrada y el fuego exterminador comienza a alzarse en el
cerro.
C a p í t u l o 29
En el cual se narra la ascensión de Porãsy a los cielos.
Un enorme faro. Una antorcha gigante que enciende el día en el centro mismo de la noche.
La tribu en ronda alrededor del cerro. Caminan tomados de la mano. Cantan opacando los
terribles gritos de los siete hermanos monstruosos.
Tume Arandu de espaldas al fuego.
El poeta busca el rostro del sabio y advierte rodando en sus mejillas dos perlas traslúcidas.
Porãsy se ha sacrificado. El sabio despeja de su mente las imágenes de su pequeña hermana
en manos de los monstruos. Deja salir las terribles imágenes convertidas en pequeñas
lágrimas.
Arden los monstruos consumiéndose en el fuego.
Arde Porãsy y su pequeño cuerpo ingresa en la transformación final.
Espíritu de mua el espíritu de Porãsy, luminoso y claro se concentra sobre sí mismo.
Cerca de la madrugada la tribu entera presencia la ascensión de una luz pequeña e intensa
que desde entonces llamaron Mbyja Ko 81. También desde entonces, Tupã destinó al
espíritu de la pequeña Porãsy a alumbrar la aurora de todas las mañanas de la historia.
C a p í t u l o 30
En el cual nos enteramos del destino que tuvieron los siete monstruos lejos de la faz de la
tierra.
Siete días y siete noches estuvo el cerro bajo el mar de fuego, alimentado con ahínco por
toda la tribu. Al fin, los siete maléficos ascendieron a los cielos convertidos en siete
pequeñas estrellas que hoy conocemos como la constelación de Las Pléyades o Las Siete
Cabrillas. La tribu les dio el nombre de Eichu y aún hoy se les conoce con aquel nombre.
Consumidos los horribles cuerpos de los monstruos y purificados sus espíritus, descansan
para siempre en el alto cielo.
Cuando la luz del octavo día despeja los últimos restos de la densa humareda Tume Arandu
abre la gruta. El viento se lleva para siempre las cenizas y la tribu vuelve a respirar la brisa
límpida que Tupã legara en el principio.
C a p í t u l o 31
En el cual se transcribe la canción que el Poeta dedica a Porãsy.
El contento y la grande alegría que la tribu toda siente ahora, liberada del tormento y del
miedo provocado por los maléficos, se ve empañada por el sacrificio de Porãsy. Lloran sus
antiguos pretendientes. Lloran sus hermanas. Llora en silencio el sabio Tume Arandu. Llora
la selva y los ríos y el aire de la tarde y los pájaros del monte. Es el dolor de haber perdido a
la que reinaba sobre toda la hermosura del mundo. Y el dolor se expresa con lágrimas
dolientes.
Llora el poeta y enhebra las lágrimas de toda la tribu en su fina pluma, para bordar con
palabras un canto de alabanza y alegría que borre las lágrimas y aleje el dolor.
La voz del poeta al fin logra expresar su canto y dice:
La naturaleza se expresa gozosa
cuando tu apareces, estrellita hermosa.
Blanca flor del alba, tan buena tú fuiste
que al querer salvarnos quemada moriste.
Hija de Arasy, perlita del cielo,
tu fresco rocío llega desde el cielo.
Lágrimas de niebla cargadas de esencias,
las flores se abren ante tu presencia.
Oh bella estrellita, cuando asoma el día
al mirar tu brillo nos das alegría.
De tu viaje eterno hallamos consuelo
al saber que eres mimada del cielo.
Y si las heladas blanquean los campos
tu luz refulgente tòrnase un encanto.
Tú eres del cielo la estrella encantada,
has nacido hermosa y eres venerada.

C a p í t u l o 32
En el que se narra la vuelta de Tau y su furia vengadora.
Pasaron los días y la calma pareció retornar a la tierra. Los hombres se esforzaron por hacer
las paces y olvidar sus rencores. En muchos sitios se encendieron fogatas que representaban
el fin del odio y de la guerra. La rapiña y las pillerías iba desapareciendo poco a poco. La
primavera con su esplendor comenzaba a hacer brillar a las plantas de la selva que
restallaban de aromas y colores.
Una mañana en que la maravillosa orquesta de la creación se aprestaba a dar inicio a las
primeras notas del gran concierto primaveral, de improviso el cielo se vistió de negro. El sol
que había comenzado a tender sus aúreos rayos palideció y quedó atrapado más allá de la
densísima capa de nubes borrascosas que avanzaron desde el oriente precipitándose con
furia.
Tau estaba de regreso.
Lo supo antes que nadie Tume Arandu a través del gua’a.
Lo supo la tribu porque de inmediato recrudecieron la violencia y las rencillas.
Lo supo el monte sobre el cual un viento destructor se abatió con la fuerza de mil huracanes
dando por el suelo con ramajes floridos y pudriéndolo todo.
Lo supo el río cuyas aguas se vieron encrespadas contra su voluntad y lanzaron miles de
peces muertos a las orillas.
Tau rugía en lo alto del cerro y Kerana lloraba desconsolada.
Tau prometía venganza y la venganza se iniciaba con esa arrolladora tormenta que no sólo
agitaba el exterior de la tierra sino que encendía los fuegos más oscuros de los espíritus de
los habitantes de la aldea.
Desde entonces un tiempo difícil se inició en aquellos parajes.
Tau descendió del cerro y a toda carrera fue en busca del artífice de la la destrucción de sus
hijos. Fue en busca de Tume Arandu sin pensar que éste ya lo estaba aguardando.
Tau corre atraviesa los montes y en un tris se encuentra junto a una laguna donde el sabio se
está bañando. Tau, fuera de sí, lo convoca con su grito vengativo. Tume Arandu gira sobre sí
aún metido en el agua y mira fijamente a Tau. Lo mira con calma. Lo mira con fiereza. Lo
mira de una manera única e inconcebible.
Tau, avergonzado, huye del lugar.
El sabio nuevamente le ha tendido una trampa.
Lo ha empayenado.
El poder del ka’aruvicha nuevamente ha dado resultado sobre la abominable maldad de Tau.
En su huida Tau se encuentra frente al Ita Oñeangecháha y ante la visión de su propia
imagen desencajada y furibunda empaña con su aliento la piedra lisa y brillante y sobre ella
dibuja una pata de ñandu en señal de amenaza y maldición a la generación de Tume Arandu.
C a p í t u l o 33
En el cual se cuenta la triste muerte de Kerana.
Nadie sabe ahora el paradero de Tau. Todos saben que se toparán con él sembrando cizaña.
Las habladurías sobre sus maldades corren una tras otra de aquí para allá. La discordia y el
mal son sembrados paciente y ardientemente por Tau en todos los rincones de la tierra. Los
males se multiplican como nunca antes. El caos es ahora mayor que cuando los maléficos
hermanos organizaban sus parrandas. Tau va de correría en correría, de la selva a los montes,
de los montes a los poblados, de los poblados a los ríos, de los ríos a las islas y su maldad no
parece tener fin.
En lo alto del cerro Jaguaru, Kerana continúa con su amargo llanto.
No puede parar.
Sus lágrimas son incontenibles.
Nadie que la viera ahora diría que esa mujer flaca, pálida y desgarbada fue hace apenas unos
años una joven hermosa y soberbia, admirada por toda la tribu.
Su cabello antes radiante ahora está hecho jirones, mechas revueltas sobre una cabeza en la
cual su rostro demacrado provoca lástima y espanto.
Kerana llora.
Llora por su amargo destino.
Llora por haberse dejado engañar.
Llora por haber parido aquellos siete monstruos.
Llora por sí misma y por su tribu.
Llora hasta que la fuente de sus lágrimas se agota y al fin, desfalleciente, se deja caer sobre
sí misma dando un último suspiro.
Kerana ha muerto y en el sitio de su muerte un pequeñísimo surgente deja correr un hilo de
agua para toda la eternidad 4.
C a p í t u l o 34
En el cual se narran la historia del gran incendio que decidió a Tupã a imponer un gran
castigo para los hombres.
Convertido en innumerables personajes Tau recorre todos los lugares donde es posible
sembrar la semilla de la maldad. Así, hoy es un extranjero bondadoso que se detiene a pedir
un poco de agua y al rato se encuentra en otro punto distante, transformado en un alegre
joven que munido de extraños instrumentos es capaz de ejecutar melodías encantadoras. Más
tarde se transforma en un hombre pendenciero que provoca peleas entre hermanos y después
es un habilidoso nadador que llega al poblado a través del río desde remotas tierras.
El engaño es una constante y en todos los lugares donde aparece siembra, de una u otra
4 Narciso R. Colmán refiere que en la cumbre del Cerro Jaguaru existe un surgente muy pequeño que filtra un
hilo de agua que evoca las dolientes lágrimas de Kerana.
forma, la discordia y provoca las rencillas.
Pero al fin este papel también aburre a Tau y decide hacer una gran maldad.
Decide vengarse destruyendo la creación.
Tau prepara su poderosa fuerza y, valiéndose de la ausencia de su eterno contrario,
Angatupyry, decide incendiarlo todo.
Imagina ahora Tau las llamas del incendio y a medida que las imagina las llamas van
naciendo en distintos lugares de la tierra. Primero son débiles y pequeñas pero ocupan
lugares estratégicos. Los hombres y las mujeres de la tribu en sus distintas aldeas apagan con
facilidad los primeros brotes. Pero el sol se hace cada vez más insistente sobre los pastos
secos y las llamas comienzan a reproducirse a gran velocidad.
El fuego se propaga.
Ahora las llamas son de la estatura de un hombre.
El fuego avanza, crece, se multiplica.
Tau ríe con sonoras carcajadas. Tau ríe y su risa se transforma en más y más llamas que
alimentan el fuego enloquecido. Un mar enorme y rojo comienza a arrasar las aldeas. Los
hombres huyen. Abandonan a sus ancianos. Dejan a los niños librados a su suerte.
Grandes lenguas de fuego empujadas por el rojo aliento de Tau se elevan hasta la altura de
los árboles más altos. Allá van. Indestructible, el monstruo ígneo galopa con ferocidad
consumiendo en esa carrera las bellezas de la creación. Entre el crepitar de los vegetales, se
escuchan los rugidos desesperantes de las fieras, los gritos de los monos y los alaridos de
hombres y mujeres que son alcanzados por el fuego.
El gran incendio divierte a Tau que se llena de regocijo.
Han pasado las horas y Tau se echa a descansar sobre las llamas.
Entonces las llamas, como un caballo al que su montura ha dejado libres las riendas, aflojan
su loca carrera. Todavía corren pero ahora ya no son acicateadas por nadie.
Siete días han de pasar hasta que los poquísimos sobrevivientes del infierno dejen de sentir
el fluir del fuego cerca suyo. Un gran desierto chamuscado, desde el cual brotan pequeños
hilos de humo elevándose impasibles hacia el cielo, ha quedado luego del gran siniestro.
A pesar de la desgracia, la desunión y las discordias se multiplican nuevamente.
No hay paz para la tribu y Tupã decide desde su trono poner fin a tanta crueldad.
Señales y mensajes terroríficos serán dados desde el alto cielo y será muy pronto.
C a p í t u l o 35
En el cual se cuenta cómo Tupã dio instrucciones a Tume Arandu y cómo éste las llevó
adelante.
Ahora Tume Arandu lo sabe todo. Posándosele sobre el hombro, el gua’a le ha hablado con
la voz de Tupã y le ha indicado el camino a seguir de ahora en más.
“La furia de Tupã es grande y para dar un corte a las horribles visiones a las que los hombres
lo han estado sometiendo, Tupã ha llamado a Tupã Amaru, el padre de las aguas, y le ha
ordenado que azote la faz de la tierra con una lluvia larga y torrencial que todo lo cubra”.
Esas fueron las primeras palabras del gua’a, pero no fueron las últimas.
“Es voluntad de Tupã que Tume Arandu construya un ygarusu para hacer frente al diluvio y
que junto a sus hermanas Tupinamba y Guarasyáva navegue en él hasta que las aguas
desciendan. Es menester que Tume Arandu guarde todo esto en el más absoluto secreto.
Tume Arandu y sus hermanas serán el punto de partida de una nueva generación más pura y
obediente, Tupã proveerá que así sea”.
El resto de los dichos del gua’a se referían a las mismas cosas repitiéndolas una y otra vez
con el fin de que todo salga tal cual Tupã lo había mandado.
Ahora ya lo sabe.
Tume Arandu se adentra en el bosque.
Elige el árbol con el cual construirá el ygarusu.
Ahora se le ve concentrado en su trabajo. Debe hacerlo solo y con sus propias manos. Esa es
la condición que Tupã le ha impuesto.
Tume Arandu asegura el árbol con una multitud de cuerdas antes de intentar cortarlo. Ha
puesto en práctica un ingenioso sistema de poleas por el cual cuando el árbol caiga quedará a
un metro del suelo en forma horizontal. Hachas y herramientas de extraña forma utiliza el
sabio en la construcción que avanza día tras día. De la misma manera avanzan los callos en
las manos de Tume Arandu que se van haciendo más y más diestras en el arte de construir
embarcaciones.
Han pasado ya diez días y Tume Arandu da los últimos toques al ygarusu.
C a p í t u l o 36
En el cual se intentan explicar los raros fenómenos de la víspera del Yporu
El plazo de Tupã se ha cumplido y la crueldad sigue siendo una constante en las aldeas de la
tribu, violencia, muertes, riñas, disputas, sangre...
El sol de la tarde, en su curva descendente, moja su figura de hostia dorada en aquella sangre
y se tiñe de rojo. Se vuelve oscuro y su arrebolada cabellera se hace más perceptible al ojo
humano.
Las llamas que le son propias se mueven constantemente en un aletear que nada bueno puede
anunciar. Como si sangrara, el cielo azul también comienza a teñirse de rojo oscuro.
Giran en círculos los lobos buscando morderse la propia cola. Se desespera toda la fauna del
monte. Los animales corren sin ton ni son. Comienzan a sentir que ya no son dueños de sí
mismos. Desde los más feroces hasta los más insignificantes gritan y tiemblan con furia y
miedo.
Los hombres de cada aldea, temerosos, hacen las paces con sus enemigos.
Las guerras llegan a su fin cuando los guerreros, amedrentados por los signos del cielo,
rompen sus flechas y las entierran en el monte.
Va cayendo la tarde y todo parece encendido.
Cada cosa y cada ser vivo es una brasa al rojo, una llaga.
Cuando la oscuridad de la noche mata esa visión sanguinolenta, una cerrada lluvia de
estrellas se desata sobre la región. Los nativos buscan refugio y los que no lo encuentran son
víctimas del nerviosismo de las fieras que los devoran en un abrir y cerrar de ojos.
Nadie entiende bien que está sucediendo pero todos saben que el fin se acerca.
En el posento de los dioses Arasy, ante el arrepentimiento que observa en los hombres, pide
clemencia a Tupã y le implora que levante el castigo. Pero Tupã, severo y serio se limita a
contestar que aplazar la pena capital es imposible.
En medio del nerviosismo general la noche va pasando.
Cerrada y misteriosa.
Sin luna y ciega pasa la noche.
Tume Arandu conduce a sus hermanas hasta el sitio del bosque donde ha escondido el
ygarusu y dentro de él comienzan la tensa espera. Tume Arandu les habla entre tanto de los
designios de Tupã y de las horribles cosas que tendrán que ver inexorablemente cuando
ocurra el Yporu.
La mañana despertó imponiendo el mismo miedo que su antecesora.
El sol, la morada de Tupã, no mostró su alegre y tibio rostro como siempre lo hacía.
Vendaba sus ojos un jaguaveve. Evidentemente Tupã no deseaba contemplar lo que habría
de acontecer.
C a p í t u l o 37
En el que se cuentan los hechos que acontecieron cuando el Yporu se descargó sobre la
tierra.
Ahora el sol, con los ojos vendados, desaparece por completo.
Nubes que parecen seres vivos se abalanzan enturbiando el cielo. Como fieras hambrientas
avanzan dándose las unas contra las otras y provocando el mismo estrépito que haría una
manada de millones de rinocerontes. No son nubes negras. Son nubes de un color
indescriptible. Son nubes del color de la muerte.
El aire se enrarece. Apesta a cucarachas muertas. El cielo está cubierto por una gran
osamenta que se desplaza como si estuviera viva.
Miedo y desconcierto son uno solo en los rostros de los nativos. El gran monstruo de la
destrucción los mira de frente y no hay nadie que pueda detenerlo.
Los relámpagos caen como enormes flechas partiendo en dos los árboles más añosos de la
tierra y levantando humaredas salvajes. Pedazos de nubes espesas como un caldo grisáceo y
mortal se precipitan a tierra dejando cráteres informes en la roca de los cerros.
Un viento pesado se levanta arrancando el follaje ya marchito de los árboles. Un hálito
caliente que provoca quemaduras a su paso y mata con sus caricias demoníacas. El cielo se
desploma.
Es el fin.
Comienza a llover.
Con una furia contenida el agua se deja caer sobre la tierra. El agua forma lanzas aceradas
que no mojan, en primera instancia perforan y se clavan en la tierra para luego derretirse por
la fuerza de más y más lanzas que caen unas sobre otras. Entonces el agua comienza a
cubrirlo todo. Entonces la sangre de los muertos brilla sobre la superficie del agua. Entonces
los vivos huyen hacia las zonas más altas con desesperación. Entonces el ygarusu de Tume
Arandu y sus hermanas boga al garete en ese mar que comienza a formarse de cuya
superficie se levantan olas tan altas como los cerros. Olas furiosas. Los hombres, las
mujeres, las bestias trepan buscando las cumbres. Se muerden, se rasguñan, se devoran entre
sí. La ley del más fuerte es la que talla en este momento. Serpientes gigantescas estrangulan
a los jaguarete, los jaguarete devoran a los nativos y los llevan entre sus fauces. Los nativos
se matan entre sí y clavan sus lanzas ora en los cuerpos calientes de las bestias, ora en las
laderas de los cerros para ayudarse a trepar. El desconcierto es total. Cada quien toca la
música de su propia salvación. Cada quien lucha por su vida a su manera y sin embargo
todos sienten que la condena les alcanzará por igual. Tume Arandu, sentado en el fondo de la
embarcación se tapa el rostro con ambas manos. Más allá de su sabiduría, más allá de la
inmortalidad de que le ha provisto la yerba mágica, el ka’aruvicha, Tume Arandu no
soportaría el espectáculo de la destrucción total. Sólo el poeta puede contarnos lo más
terrible. Y así lo hace:
Todo canto que canta al exterminio
habla a la vez con la santa voz del niño
que con el fin, nace, y al comienzo,
comienza a andar a tientas en las aguas
donde se queman, sagrados, los inciensos.
Mas la luz sagrada ha de brillar
y la vida renacerá en la tierra
que sagrada fue desde el comienzo
y bendita en las palabras de Tupã.
Cae la noche y las aguas rugen. Las olas, ágiles como venados, saltan a bordo del ygarusu
inundando el fondo del gran bote. Ahora son frescas estas aguas. Se alejan de la muerte. Se
acercan a la vida. La muerte es un recuerdo apenas. Las aguas lo cubren todo. La tierra ha
desaparecido por completo. El Yporu, la sentencia sagrada, se ha cumplido. Tupã Amaru ha
cumplido con su misión y, mientras se retira a su morada, deja órdenes de que las lluvias
prosigan sin descanso hasta el aburrimiento.

C a p í t u l o 38
En el que se cuenta el fin del Yporu y los primeros acontecimientos en las tierras nuevas.
Los tripulantes de aquel gran bote construido por Tume Arandu no logran recordar el tiempo
que duraron las lluvias. Tupã les quitó el sentido del tiempo. No hubo más que una sola
penumbra. Ni la negrura de las noches, ni la claridad de los días.
Pudo haber pasado una sola jornada o una eternidad.
Lo único cierto es el agua que todo lo cubre y nada ha dejado en pie, excepto el ygarusu, que
boga pequeño en aquella inmensidad de agua que se extiende hasta tocar los cielos en todas
las direcciones.
Ha dejado de llover y ahora una niebla densa acompaña el avance del ygarusu que parece un
espectro deslizándose sobre la calma y el silencio aún cargados de misterio.
Días más tarde, disipada la bruma, una fresca brisa riza apenas las aguas.
El gua’a, que acompaña en el ygarusu a los tres sobrevivientes, les anuncia que ya no lloverá
y que las aguas comenzarán a bajar lentamente. Tume Arandu y sus dos hermanas divisan en
la claridad del primer día los picos de ciertos cerros sobre los cuales se han salvado algunos
animales. Sabremos más tarde, por boca del poeta, que aquellos animales fueron los que
conformaron luego la fauna guaranítica.
Meses después las aguas dejan al descubierto la tierra.
Tume Arandu, sus hermanas y el gua’a descienden del ygarusu y se adentran en los montes.
Los árboles llenos de algas y vestigios de la vida acuática los saludan con sus perfumes
vegetales. Todo es nuevo para ellos. El paisaje no difiere mucho de lo que ya conocían pero
ahora sienten un particular respeto por la naturaleza.
Al fin y al cabo la naturaleza es Tupã y Tupã es la naturaleza.
Los pocos pájaros y animales que, acurrucados en las cimas de los montes, lograron salvarse
del diluvio ahora aparecen saludando con sus cantos y sonidos al hombre sabio y a sus dos
hermosas hermanas. Anduvieron este primer día con cautela los hermanos. Esperaban una
indicación de Tupã, una señal, una palabra, y miraban de reojo al gua’a que no habría el
pico.
Piensan y avanzan los tres hermanos cuando al salir del monte hacia un claro amplio y verde
advierten la presencia de dos hombres que están sentados junto al fuego.
Tume Arandu, con el gua’a sobre el hombro, se acerca a ellos adelantándose a sus hermanas.
Los hombres, altos y vigorosos, se ponen de pie y saludan a Tume Arandu y a sus hermanas
Guarasyáva y Tupinamba. Karaive y Mahory, dijeron llamarse los hombres que, por otro
lado eran jóvenes y fuertes. Ambos invitaron a Tume Arandu y a sus hermanas a sentarse
alrededor del fuego y les contaron su historia.
Karaive y Mahory habían sido pobladores de la luminosa Halánte 90, la ciudad más
hermosa de un gran país que se ubicaba en medio del mar. Halánte también había sido
devorada por las aguas y los dos hermanos se salvaron providencialmente al encontrar un
pequeño bote que abordaron y en el cual resistieron el diluvio.
Tume Arandu al ver su condición de marítimos apodó a Karaive con el sobrenombre de
Paragua y a Mahory con el sobrenombre de Amaraso, los cuales perduraron en el tiempo.
Con esos nombres se les conoció para siempre. Con esos nombres descubrieron muchísimos
años después el lugar donde antes se alzaba Halánte, pero esa es otra historia y el poeta se las
contará cuando llegue el momento.
Tume Arandu se retiró a realizar sus meditaciones a una bella zona del bosque y los cuatro
jóvenes entablaron una amistosa relación. Descubrieron arroyos que cantaban una música
nueva y pájaros que ya conocían de antes, jugaron con ellos. El sol brillaba en lo alto como
nunca antes y el amor se hizo presente. Tiempo más tarde Amaraso casóse con Tupinamba y
Paragua con Guarayáva. Tupinamba y Amaraso decidieron partir hacia las tierras del norte y
se asentaron cerca de un gran río que sería conocido como Amazonas. Guarasyáva y Paragua
procrearon cerca de otro gran río que se encontraba hacia el poniente y que sería conocido
como Paraguay.
Muchas historias ocurrieron entre aquel momento y la llegada de los Karaiete que Tupã
había anunciado a Rupave y Sypave aquel día primero. Muchas historias extraordinarias y
magníficas. Pero esas historias merecen otro sitio pues hasta aquí podemos decir tan sólo que
Tupinamba fue madre de la raza Tupi y Guarasyáva madre de los Guaraní. Dos tribus
poderosas fueron los Tupi y los Guarani, con sus características propias y con sus
semejanzas. Entre ambas cubrieron casi todo el continente y ambas tribus escribieron, como
protagonistas, una historia fabulosa hasta que llegaron a estas tierras los Karaiete y el terror
se instaló durante mucho tiempo entre los nativos.