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sábado, 16 de marzo de 2019

El origen del petirrojo (mito de los indios norteamericanos)

Era el gran deseo de un cazador ambicioso que su único hijo obtuviera
un poderoso espíritu guardián.
Cuando llegó el día indicado para la ceremonia del ayuno del muchacho,
le dio instrucciones para que fuera valiente y supiera comportarse
bien, con espíritu viril. Entonces llevó el muchacho al se-ra-lo, o
cabaña del vapor, que está separada de las otras y que contiene piedras
muy calientes sobre las cuales se vierte agua fría hasta que la cabaña se
llena de vapor.
Cuando estuvo en ella el tiempo necesario, el muchacho salió y se
lanzó a las aguas frías de un río. Este proceso se repitió dos veces.
Y después su padre lo acompañó a una cabaña secreta escondida en
las profundas sombras de una floresta, que había sido expresamente
preparada para él, y allí se echó sobre una estera tejida por su madre,
y se cubrió su cara con un paño. Después de esto, el padre se retiró
prometiéndole volver cada mañana. Y así comenzaron los nueve días de
ayuno para el muchacho.
Durante ocho días el padre se presentó cada mañana en la cabaña
para darle coraje a su hijo de modo que resistiera el severo ayuno. El
octavo día las fuerzas del joven fallaron y ya no se podía mover siquiera.
Sus miembros tenían la rigidez de alguien que está a punto de
morir.
En la mañana del día noveno, el muchacho dijo a su padre:
-Mis sueños no son buenos; los espíritus que me visitan no son favorables
a tus deseos. Permíteme romper mi ayuno, y en otra ocasión
trataré de ayunar de nuevo. No tengo fuerzas para resistir más.
-Hijo mío -le replicó el padre-, si tú rompes ahora el ayuno todo se
perderá. Has perseverado valientemente hasta aquí. Sólo un poquito de
tiempo te falta. Algún otro espíritu vendrá a ti... Resiste, mi muchacho,
un poquito más.
El hijo cubrió su rostro otra vez y quedó sin moverse hasta el día onceno,
en que volvió a repetirle a su padre, con voz muy débil, su deseo
de romper el ayuno.
-Mañana -le dijo el padre- vendré temprano y te traerá comida...
Silencio y obediencia era todo lo que le quedaba por hacer al muchacho.
Parecía un muerto. Solamente observándolo muy de cerca se
conocía que respiraba.
El día se hizo noche y la noche día y el tiempo no existía para él.
Llegó la mañana del duodécimo día y el padre vino con la comida prometida.
Al acercarse a la puerta de la cabaña, el padre oyó voces, como si
alguien estuviera hablando. Se detuvo y miró a través de una rendija
y vio a su hijo sentado y pintándose el pecho y los hombros mientras
hablaba consigo mismo.
-Mi padre me ha destruido, no ha hecho caso de mis peticiones.
Pero yo seré feliz para siempre porque he sido obediente con él más
allá de mis fuerzas. Mi espíritu guardián no es el que yo deseaba, pero
es piadoso y me ha dado una nueva forma.
En ese momento el padre entró en la cabaña, gritando:
-¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡No me abandones!
Pero el muchacho, mientras su padre hablaba, se transformó en un
bello pájaro, el o-pe-che (el petirrojo de pecho encamado), y voló a lo
alto de la cabaña, y desde allí dijo a su padre:
-No lamentes mi cambio, seré ahora más feliz que lo que sería si
fuera un hombre. No te daré el orgullo de ser un guerrero. Pero te alegraré
con mi canto y te produciré la felicidad que siento. Me hallo ahora
libre de los sufrimientos de la raza humana. Mi comida me la darán
los bosques y mi camino será el aire.
Al decir esto, abrió sus alas; salió volando.

viernes, 15 de marzo de 2019

El agua de la vida

Una legión de guerreros indios viajaba por extrañas tierras. Sufrían
los bravos de grandes hambres; y si no hubiera sido porque uno ellos
tenía una copa cuya agua nunca se agotaba, hubieran muerto todos de
sed. Mientras más bebían de la copa, más agua había en ella.
El gran poder del agua de la copa será dicho enseguida.
El dios Cin-au-av murió y todo su pueblo lo lloraba. Su hermano
poseía una copa de tan maravillosa magia, que las aguas que contenía
curaban al enfermo y levantaban al muerto.
Cin-au-av yacía muerto. Su hermano vino y lo roció del agua mágica.
Y el muerto inmediatamente se levantó, y dijo:
-¿Por qué me perturbas? Yo tenía una bella visión de montañas,
arroyos y praderas, llenas de cañas y panales de miel...
A pesar de sus palabras, Cin-au-av tomó la copa y bebió de su agua.
Cuando cesó de beber, se acabó el agua de la copa.

La creación del diablo (mito de los indios de América del Norte)

Cierta vez el Gran Espíritu se ocupaba en hacer una criatura de
maravilloso tamaño, la cual era objeto de gran curiosidad por los pequeños
manittos que lo visitaban a menudo. Pero más curiosos fueron
los duendes puckwudjinnies y los nibanabas (que eran enanos que se
vanecían), los cuales encontraban gran diversión escondiéndose de-
< de sus orejas y subiendo por su espalda. A veces le entraban por la
ua y se sentaban en sus dientes. Estos tontos pensaban que el Gran
píritu no los veía, completamente absorto en su trabajo. Pero el Gran
píritu puede ver todas las cosas; él ve a través de las criaturas que ha
¡cho. Con dolorosos esfuerzos creaba a su animal, pero le salía muy
ande para su gusto. El Gran Espíritu estaba confuso, pues no quería
irle la vida a una criatura de tanta fuerza, y concluyó por dejarlo como
í encontraba. Lo llevó a una islita y lo colgó por su cabeza y por su
ola; pero una parte del cuerpo se sumergió en el agua.
Después de esto el Gran Espíritu se distrajo haciendo criaturas pejuefluN,
pero ul notar que no eran tan atractivas para los puckwudjinnies
/ los nibanabas, les quitó la vida y echó sus restos junto al gran animal
juc no había terminado. Pero ocurrió que una gran cantidad de extrañas
líguras, de fea» formas, se escondieron en el lugar de los fragmentos,
donde estaba el gran animal, lugar al que llamaron Roncommon, y que
era una gran caverna.
Un día el Gran Espíritu se fue a la isla y moldeó dos piezas de barro
e hizo dos grandes patas, como las patas de las panteras. Metió sus pies
dentro de ellas y quedó muy satisfecho porque podía andar con paso
ligero y sultarín, y correr sin hacer el menor ruido.
Sacó entonces sus pies, y continuó su trabajo fabricando dos largas
piernas. Las hizo caminar, y viendo que andaban rápidamente les
fabricó un cuerpo redondo al que cubrió con escamas como las de los
cocodrilos. Pero tal figura se doblaba hacia adelante. Entonces el Gran
Espíritu cogió una serpiente negra, se la metió en el cuerpo y lo colgó
de un arbolito cercano, con lo cual no solamente mantuvo el cuerpo
derecho sino que esto le permitió agregarle una fuerte cola. Entonces el
Gran Espíritu le construyó los hombros anchos y fuertes, como los de
un búfalo, cubriéndolos con pelo y haciéndole el cuello corto y grueso.
Todo esto lo había construido rápidamente y sin pensarlo mucho, pero
cuando llegó a la cabeza, reflexionó largo tiempo.
Cogió una bola de barro y trabajó en ella con mucho cuidado. La
bola quedó ancha y baja. Y acordándose de las travesuras de los puckwudjinnies
y de los nibanabas que habían hecho huecos y túneles en
la cabeza del anterior animal, concluyó por hacerle los ojos como los
de las langostas para que la criatura pudiera ver hacia todas partes. La
frente la creó ancha y baja, y en las quijadas puso dientes de marfil,
‘ — ... v fuertes, con agallas encada lado de ellas.
La nariz era como la de los cuervos. Con un moño grueso como el del
puercoespín, le hizo la cabellera.
Entonces el Gran Espíritu descansó y miró la horrenda criatura que
había hecho: los ojos remolineaban, las quijadas se abrían y se cerraban,
el pico aparecía agudísimo. El Gran Espíritu se hallaba entristecido.
En ese momento se aproximó la noche y una tempestad se levantó.
Gruesas nubes oscurecieron la Luna y el viento sopló furiosamente sobre
la isla. Las bestias del bosque rugían y los murciélagos revolaban
por doquiera. Una pantera se aproximó y con una pata en alto se inclinó
ante la imagen y le olió las patas que eran como las suyas. Un cuervo
llegó también y acometió al pico de la imagen, pero el Gran Espíritu lo
apartó. Entonces vinieron un puercoespín, una lagartija y una serpiente.
El Gran Espíritu veló su rostro por muchas horas mientras la tormenta
se mantenía rugiente.
Pensó después que lo semejante atraía a lo semejante y pensó en las
nuevas criaturas que podría hacer. Y reflexionó en ello durante algunos
días. Vio después un murciélago volando sobre la imagen; lo cogió y
puso sus alas sobre la cabeza de la imagen. Desde entonces el murciélago
duerme con la cabeza hacia abajo. Pero el Gran Espíritu lo mató y le
arrancó las alas solamente para utilizarlas en la imagen.
Entonces siguió trabajando con la cabeza. Le hizo la barbilla y los
labios, de manera que cuando la imagen tuviera vida pudiera sonreír.
Solamente la faltaban los brazos, y se los creó, con bellas manos.
La imagen ya estaba terminada, pero el Gran Espíritu no se hallaba
contento con ella. Pensaba que no debía haberle hecho las manos. ¿Y si
al darle vida estas manos se rebelaban contra él?
Al fin, decidió llevar la imagen al fuego, para que sus rojas llamas la
lamieran. Pero el fuego no da la vida. Su aspecto entonces era terrible.
Sus ojos de langosta parecían carbones encendidos y las escamas que
cubrían su cuerpo brillaban con una luz feroz.
El Gran Espíritu abrió un costado de la imagen pero no entró en ella
a verla por dentro. Le ordenó que caminara alrededor de la isla para observar
sus movimientos. Entonces puso un poquito de vida en ella; pero
no la llevó al fuego. Y vio que la criatura de tan terrible aspecto podía
sonreír de tal modo que esto apagaba su fealdad.
La observó detenidamente. Después decidió que una criatura hecha
con pedazos de tantas bestias no debía vivir.
Tomada esta decisión se fue al lugar de los fragmentos, a la caverna
de Roncommon, y allí la echó. Pero al Gran Espíritu se le había olvidado
quitarle la vida que había dado a la imagen. La caída de la imagen
fue muy grande, y quedó en el suelo inmóvil por un largo tiempo, entre
las creaciones que había rechazado el Gran Espíritu.
Después de unos días ocurrió que el Gran Espíritu escuchó un gran
ruido en la caverna de Roncommon, y mirando hacia allí pudo ver que
la horrible imagen se había sentado y trataba de poner en orden los
fragmentos de las criaturas desechadas.
Llegó entonces a la caverna de Roncommon y le cerró la boca con
grandes rocas. El ruido se hizo mayor. Y al cabo de unos días la Tierra
comenzó a temblar, y un humo caliente comenzó a salir de ella.
Por primera vez en su vida al Gran Espíritu se le había olvidado
quitar la vida a una imagen desechada y echada a la caverna. Entonces
se fue a Roncommon para observar el resultado de su error. Iba acompañado
por millares de pequeños manittos aterrorizados.
Cuando llegaron a la caverna, de pronto se elevó un enorme surtidor
de arenas y piedras, y el cielo se oscureció por el polvo que revolvían
furiosos vientos. El fuego barría las tierras y las aguas eran elevadas a
grandes alturas por el viento.
Acobardados, los manittos escaparon cuando la imagen, con un
gran estruendo, salió de la caverna. La vida había crecido dentro de
ella, alimentada por el fuego. Cada criatura terrenal que la viera comenzaba
a temblar y a gritar mientras corría para esconderse. Los manittos
desaparecieron de la isla. Mientras escapaban iban gritando:
¡Matchí manitto! ¡Matchí manitto!
Así se originó el Espíritu del Mal.

La creación del hombre por el coyote (mito de los indios de america Del norte)

Después que el coyote hubo creado el mundo y los seres inferiores,
quiso crear al hombre, para lo cual convocó un consejo de animales.
Escogieron para reunirse un lugar despejado en el bosque, donde se
sentaron formando un gran círculo.
■' No siempre se ha podido identificar exactamente el grupo étnico al que pertenece
cada mito recogido en esta antología. En esos casos, nos vemos obligados a prescindir
de ello y señalar la región geográfica donde fueron colectados. (N. del E.)
El león presidía. A su derecha se sentó el oso pardo y próximo a
éste, el oso castaño. Así, de esta manera, se fueron unos tras otros, hasta
colocarse el último el ratoncillo, que se sentó a la izquierda del león.
Éste fue el primero en hablar y declaró que deseaba un hombre con
una potente voz, semejante a la suya, con la que asustaría a todos los
animales; además debería estar cubierto de piel, tener largos colmillos
y fuertes garras. Respecto al color, opinaba que debía ser de un tostado
semejante al suyo.
Entonces lo interrumpió el oso pardo:
-Esto es ridículo. ¿Por qué debe tener el hombre una voz como la
vuestra? Opino que el hombre debe ser de gran fuerza y moverse rápido
y en silencio, sin hacer el menor ruido.
El ciervo aseguró que él no estaba de acuerdo con aquello. El hombre,
según su manera de pensar, debería tener buenas astas sobre la
cabeza, semejantes a las suyas, para poder luchar. También daba mucha
importancia a los ojos y oídos, que deberían tener la sutileza de los
suyos.
-Nada de eso -protestó la oveja-. El hombre necesita unos cuernos
como los míos, con los cuales pueda topar contra su presa, y no las
complicadas astas del ciervo, que se le engancharían en todos los matorrales.
A continuación tomó la palabra el coyote y declaró que en la vida
había oído decir tantas tonterías. Él era, sin duda, superior a todos los
animales allí congregados, y, por lo tanto, le correspondía hacer el
hombre a su semejanza, pero más perfecto aún que él mismo. Tendría
cuatro patas, cinco dedos y una cabeza con ojos, oídos y nariz. No le
parecía mal que tuviese una voz como la del león; pero no sería necesario
que rugiese.
Entonces el león ordenó al coyote, que paseaba nervioso, que se
sentase en su sitio y cesase de hablar.
El oso pardo prosiguió:
-Encuentro que el coyote ha hablado acertadamente en lo que se refiere
a la forma de los pies, pues esto le permitiría permanecer derecho
fácilmente; por lo tanto, los pies del hombre deberían ser, poco más o
menos, como los del oso.
El coyote subrayó después la ventaja que tenían los osos al no tener
rabo. Él sabía por experiencia que no servía más que de refugio a las
pulgas. También habló de las ventajas que tenían los ojos y oídos de los
ciervos, quizá mejores que los suyos, y de las que tenía el pez, a quien
siempre había envidiado por la desnudez de su cuerpo. El pelo de los
animales era una pesada carga, y, por lo tanto, él deseaba ver al hombre
libre de pelo, con poderosas uñas, tan largas como las de las águilas.
Por último, reconoció que no había en la reunión, a excepción de él,
un animal capaz, por su ingenio, de hacer al hombre. Y al decir estas palabras,
levantó su hocico y miró a los reunidos con un aire importante.
El castor se levantó para dar su opinión:
-El hombre debe tener una ancha y gruesa cola, con la cual deba
arrastrar fango y arena.
-Todos los animales habéis perdido el sentido -dijo la lechuza, gruñona-.
Ninguno de vosotros desea ver al hombre con alas, y yo no comprendo
qué podría hacer sobre la Tierra un hombre que no las tuviera.
El topo aseguró que estaban todos locos. El pensar en un hombre
con alas era el mayor disparate, porque estrellaría su cabeza contra el
cielo; además, sus ojos se quemarían con la proximidad del Sol. Sin
ojos, en cambio, podría horadar la tierra y ser tan feliz como él.
Finalmente, el ratoncillo levantó su chillona voz:
-Yo haría al hombre con ojos, de manera que pudiera ver el alimento
que lleva a la boca; pero nunca debería arañar la tierra.
Todos los animales discrepaban entre sí. El Consejo estaba sumido
en el mayor desorden; nadie ocupaba su puesto, y, al fin, empezaron a
luchar unos con otros. El coyote intentó huir; pero en ese momento la
lechuza se abalanzaba sobre él, mientras el castor le arañaba la quijada.
El león y el oso pardo luchaban como fieras.
Pasado un largo rato, cuando comenzaban a desfallecer, agotados
por la lucha, cada animal se sentó y empezó a trabajar, para hacer al
hombre de acuerdo con sus propias ideas. Tomaron un terrón de tierra
y comenzaron a moldearlo. Pero el coyote lo hacía según lo había descrito
en el Consejo.
Era muy tarde cuando se habían puesto a trabajar, y así, la noche
llegó antes de que hubiesen terminado su modelo. Empezaron a bostezar,
y pronto todos los animales se retiraron a descansar. Uno sólo
continuaba laborando afanosamente: el coyote, que permaneció así sobre
su modelo durante toda la noche. Muy temprano, y antes de que los
restantes animales despertasen, el coyote terminó su obra y le dio vida.
Al levantarse los demás, vieron con sorpresa que el hombre había sido
hecho por el coyote.

jueves, 14 de diciembre de 2017

La conquista del fuego

Era en aquellos lejanos días en que los hombres entendían el
lenguaje de los animales, y en que el astuto coyote gris era el
buen amigo del indio.
En una tribu vivía un muchacho joven, de duras piernas ágiles
y mirada penetrante e inquieta.
Vivía en la tribu, pero saltaba en los bosques, subía a los picos
y vadeaba los ríos junto con su inseparable coyote, compañero
en el sueño y en la caza.
Muchas veces se habían detenido a mirar cómo los hombres
atrapaban los peces entre las grietas de las rocas del río, y cómo
las mujeres desenterraban frescas raíces cavando la tierra con
afiladas piedras. Era en los largos y tibios días del verano.
Pero al llegar el invierno, las gentes corrían entre la nieve,
huyendo del frío enemigo, y se hundían desoladas en el fondo oscuro
de las cavernas.
El muchacho miraba con duro gesto pensativo la angustia de
su pueblo, miserable y sin defensa bajo el cielo helado.
-Tú -le dijo al coyote- no sientes los cuchillos del frío, porque
tienes la piel peluda y gorda, pero ellos tiemblan y mueren.
Dime, amigo mío, tú que diriges mis pasos en la caza; dime
qué podría yo hacer para que mi pueblo no sufra tanto.
Nada dijo el coyote, y aquella noche no durmió junto a su
amigo. Y no volvió a su lado hasta pasados muchos días con
sus noches largas.
Habló entonces el coyote:
-Yo sé lo que tienes que hacer, pero es más difícil que todo
cuanto tú has hecho hasta ahora.
-Dímelo. Yo puedo hacer todo lo que no sea imposible.
-Tendrás que ir a la Montaña de Fuego a robar un poco de
aquella lumbre y traerla a tu pueblo.

-Y ¿qué es el fuego?, ¿qué es la lumbre? -preguntó el muchacho.
-El fuego es hermoso como una flor roja, pero no es una flor;
corre por entre la hierba y la devora como una bestia, pero no
es una bestia; es feroz y cruel y, sin embargo, si se le hace una
cama entre piedras y se le entregan ramas de árbol para que
pueda comer, es un hermano bueno que acaricia el aire y a los
hombres y las cosas con grandes y brillantes lenguas calientes.
Si consigues traerlo, tu pueblo podrá tener el calor guardado,
como si guardara un pedazo de sol.
-Sí, yo traeré ese fuego. Ayúdame -dijo el indio.
Fue primero a pedir a los ancianos de la tribu cien mozos fuertes
y de pies ligeros. Y todos se pusieron en marcha, guiados
por el coyote, hacia la Montaña de Fuego.
Al final de la primera jornada dejaron en un sendero al más
débil de los corredores. Allí tendría que descansar y esperar.
Cuando terminó el segundo día de camino, se quedó también otro
mozo a la espera. Y así fueron quedándose, uno por cada día,
durante cien días de camino. El muchacho de duras piernas ágiles
y el coyote se quedaron solos en la última etapa del viaje.
Atravesaron llanos, treparon por los montes y, al fin, llegaron
junto al río grande que corre sobre arenas doradas al pie de la
Montaña de Fuego.
La montaña llegaba hasta las nubes y tenía en la cima como
una gran sombrilla de humo espeso. Por la noche los espíritus del
fuego corrían y danzaban por las laderas como grandes llamas,
y el río grande brillaba como si se hubieran incendiado sus
aguas.
El coyote le dijo al muchacho:
-Espérame aquí. Voy a traerte un pedazo de lumbre de la
montaña. Espera alerta y preparado. Yo llegaré ya rendido y tú
tendrás que seguir corriendo, pues los espíritus del fuego te
perseguirán.
Comenzó a subir el coyote por las laderas de la montaña, escondiéndose
detrás de las piedras, pero los espíritus del fuego lo
descubrieron y, al verlo tan flacucho y sucio, se burlaron de su
aire inofensivo.
Pero al llegar la noche, cuando los espíritus comenzaron sus
juegos y sus danzas en grandes llamas, el coyote se apoderó de
una gran rama ardiendo y huyó con ella, montaña abajo, rá-
pido y recto. Las llamas corrían tras él con ruido de fieras encendidas.
Vio el muchacho descender al coyote en la noche lo mismo
que una estrella que huye en el cielo. Los espíritus del fuego
lo seguían como un río de lumbre. Se acercaba la chispa brillante
.. .
i Se acerca ! . . . j Ya llega ! . . . Allí está. El valiente animal
cae al suelo, anhelante y sin fuerzas. Coge rápido el muchacho la
rama encendida, y corre, ¡ corre ! . . . Los espíritus del fuego hechos
llamas corren fieros tras él, pero el muchacho corre y va
como una saeta hasta llegar al primer corredor que aguarda
con la mano en alto para recibir la antorcha. Y parte con ella,
veloz como una flecha lanzada por el arco. Y pasa así la antorcha
de mano en mano, sin detenerse. Y los espíritus del fuego persiguen
furiosos la llama robada, hasta las montañas de nieve,
que ya no pueden franquear . . .
Siguió la luz en el aire, pasando de mano en mano de los corredores,
y era amarilla y bella en el día, como un trozo de sol,
y era en la noche maravillosamente roja.
Llegó la antorcha al último hombre y de él a la tribu, y allí le
hicieron los hombres un lecho entre piedras en medio de la caverna,
y la alimentaron amorosamente con ramas secas.
Desde entonces las gentes se alegraron al amor de aquella
lumbre, enemiga del frío. Y el noble muchacho indio fue ya por
todos conocido como el valeroso conquistador del fuego.
También el coyote, desde entonces, puede mostrar por siempre
la marca de su acción generosa, pues hasta sus descedientes
ha-n conservado en 6us flancos la piel amarillenta y como tostada,
en recuerdo de su brava hazaña.