He aquí un mito cuya
formación podemos rastrear a través de una serie de textos y
ver cómo la leyenda —sobre un personaje de existencia real—
ha dado lugar· en una tradición continua a sucesivas reinterpretaciones
literarias, y cómo esa figura mítica se ha elaborado
intelectualmente hasta convertirse en uno de los grandes símbolos
del hombre occidental, inquieto y fatalmente «fáustico».
(Fausto está desengañado de su saber especulativo y de la pura
teoría y siente el ansia de recuperar el tiempo pasado en sus
estudios, y de cambiar el mundo y de emular al Creador mediante
la técnica y la magia.) Fue O. Spengler quien en su libro
La decadencia de Occidente (1918) quiso oponer el carácter e
impulso «fáustico» de la civilización europea moderna al talante
«apolíneo» del mundo antiguo clásico, como el rasgo más
destacado de nuestra modernidad.
Pero en la configuración de ese mito de Fausto, que deja
una muy numerosa estela de libros y ensayos de toda clase a
lo largo de más de cuatro siglos, podemos destacar algunas
obras que nos parecen decisivas o, al menos, de impronta
profunda en esa tradición. Señalemos cuatro hitos muy bien
conocidos: la anónima Historia von Doctor Johan Fausten
(Francfort, 1587), la Tragical H istory o f D octor Faustus de
Christopher Marlowe (representada ya en 1594, impresa en
1605), el Fausto de Goethe (Primera parte en 1808, Segunda
pa rte en 1832) y, finalmente, el Doctor Faustus de Thomas
Mann (1947).
Pero hay cientos de ensayos y una serie variada y amplísima
de composiciones varias sobre esa figura enigmática y emble
mática de las ansias del espíritu moderno, especialmente en
Alemania, pero también en muchos otros países y lenguas. (El
largo artículo de E. Frenzel en su Diccionario de argumentos y
el de A. Dabezies en el Dictionnnaire de P. Brunei pueden dar
una idea de los más importantes de ese progresivo repertorio.)
Junto con Donjuán y Carmen es Fausto uno de esos personajes
que pronto adquieren, a partir de un texto literario, una riqueza
semántica que trasciende en mucho sus orígenes. Pero
tiene una significación más intelectual que esos otros mitos
modernos, y además incorpora luego en su leyenda (a partir de
la obra de Goethe sobre todo) unas figuras secundarias de profundo
interés, como son el diablo Mefistófeles, la ingenua
Gretchen o el fantasma de la bella Helena, de inolvidable perfil
mítico.
El núcleo más antiguo de la trama mítica lo proporciona la
figura de un tal Johan o Georg Faustus, que vivió entre 1480 y
1540 en las ciudades de Wittemberg, Erfurt e Ingolstadt, y
tuvo una fama rara en los círculos universitarios de estas ciudades
alemanas. Practicaba ciertas ciencias de notable prestigio
en la época: la medicina, la astrologia, la alquimia y también la
charlatanería a juzgar por sus contemporáneos. Se contaba de
él que era un experto en artes mágicas y que había ejercido la
nigromancia, junto con la profecía, en la ciudad de Cracovia.
También había intentado practicar el vuelo en Venecia. Al final,
tuvo una muerte súbita y borrascosa; fue degollado o se lo llevó
el diablo en forma de perro.
De esas cábalas sobre su figura nació el libro popular sobre
su vida y andanzas, un anónimo Volksbuch, que se editó en
1587 en Francfort y que tuvo una asombrosa difusión. En él se
cuenta cómo, ya en Cracovia, acordó un pacto con el diablo
Mefistófeles; durante veinticuatro años el demonio le ofrecería
cuanto deseara para cumplir sus aspiraciones terrenas, luego se
quedaría con su alma para siempre. Ocho años de placeres y
estudios mágicos en Wittemberg, luego otros ocho de viajes
peregrinos y suntuosos, en los que con sus artes mágicas asombra
a todos, incluidos el Papa y el Emperador, luego el retorno
a la ciudad de Wittemberg, donde conjura al fantasma de la bella
Helena de Troya, con la que se casa y tiene un hijo, para concluir
su vida agitada con una patética muerte entre terrores y
una confesión inútil.
La leyenda aumentó pronto con nuevos episodios, pero ahí
está ya lo esencial de la silueta mítica de Fausto. Es un aventurero
cínico y maestro en saberes oscuros, en magia y ocultismo,
que mediante un pacto con el demonio (el diablo Mefistófeles)
logra colmar sus deseos, a costa de su condenación eterna. Podemos
advertir ciertos precedentes, como los magos Cipriano
o Teófilo, en la tradición medieval de los pactos diabólicos, y
ecos de figuras del Renacimiento, como Paracelso, por ejemplo.
Pero en Fausto esos rasgos se combinan para constituir un
personaje mítico peculiar. Sus rasgos inconfundibles son, como
indica E. Frenzel, «su orgullo de sabio, la ambición y el ansia
de poder del intelectual, cuyo anticristianismo no se expresa ya
solamente en el pacto satánico, sino también en su unión con la
Helena de la antigüedad clásica, o sea pagana, que actúa como
instrumento del infierno».
El gran dramaturgo isabelino Christopher Marlowe supo
refundir el argumento de esa biografía fabulosa y popular en
una tragedia barroca con un impresionante trasfondo religioso.
De nuevo cito a E. Frenzel: «Marlowe ajustó el déstino de
Fausto a un ritmo visiblemente dialéctico, en el contraste del
ángel bueno y el ángel malo, de la Biblia y la magia, del arrepentimiento
y el pecado, de escenas trágicas y cómicas. Marlowe
destacó el latente titanismo de Fausto y la oscura melancolía de
Mefistófeles, convertido casi en compañero de desgracias, creó
el grandioso monólogo inicial del cuarto de estudio y terminó
con la condenación inevitable, cuya proximidad es anunciada
por las doce campanadas del reloj. El coro final lamenta la
terrible caída del hombre arrogante».
Hubo mucho otros intentos dramáticos de recrear a Fausto.
Puede recordarse el eco de la figura semejante del mago
Cipriano en El mágico prodigioso de Calderón (1637), pero la
perspectiva católica imprime aquí un rumbo distinto a la trama.
Puede mencionarse que Lessing redactó dos bocetos dramáticos
para un Fausto que no desarrolló, pero cuya originalidad
estaba en su salvación final. Luego, en la época del primer
romanticismo alemán la figura del ambicioso y melancólico nigromante
sedujo la imaginación de varios poetas. Pero todos
los esbozos románticos quedaron a la sombra de la espléndida
recreación de Goethe.
A Goethe pronto le atrajo la leyenda, que iba a obsesionarle
hasta su muerte. Ya en 1790 compuso un fragmento poético
sobre el mito. Pero no fue hasta 1808 cuando publicó su Fausto.
Frimera parte, que completaría con una segunda veinticinco
años más tarde (1832), en el último período de su larga vida.
Hay grandes diferencias entre una y otra (pero la riqueza de
sus argumentos desborda cualquier resumen que podamos
hacer ahora). La primera es la de los inolvidables diálogos del
sabio escéptico con su fámulo Wagner y con el refinado Mefistófeles
y el encuentro y el amor con Margarita (Gretchen) de tan
triste final. La segunda ofrece un simbolismo más complicado,
con su evocación de varias figuras de la antigüedad clásica,
como el fantasma de Helena y con la cabalgata del tropel turbulento
de máscaras y espíritus de la noche de Walpurgis. La
obra concluye con la salvación de Fausto, a quien su eterna inquietud
y su ansia de acción, siempre insatisfecha y superadora
del egoísmo, y su anhelo de progreso nunca saciado en el pía
cer, le salvan de la trampa de Mefistófeles. Dios ha ganado la
apuesta al final.
Entre los numerosos Faustos posteriores nos limitaremos
a destacar la novela tardía de Thomas Mann. Su Doktor Faustus
refleja menos el personaje goethiano que el mago desdichado
del libro popular del XVI. El protagonista no es aquí un
sabio melancólico y ansioso de acción y placeres, sino un músico
que aspira a realizar una obra genial y pacta con el demonio
para lograr así su objetivo artístico. Thomas Mann ofrece
la narración de la vida del compositor Adrian Leverkühn a
través de la pluma de un fiel compañero y admirador, que relata
con simpatía sus desventuras. Es un artista genial y a la
vez un enfermo condenado. Mediante el pacto diabólico consigue
crear una obra nueva, pero se ve alejado de la vida, solitario,
sin amor, amargado, destinado a la locura. En su perfil
vital han visto algunos un reflejo del destino de Nietzsche.
Este trágico Fausto resulta, por otra parte, un símbolo de la
peripecia del pueblo alemán, al que sus ambiciones le llevan a
la propia destrucción en una extraña fatalidad. La visión pesimista
del Fausto de Mann contrasta fuertemente con la del
ilustrado Goethe, y ese contraste es muy significativo. Recuérdese
la fecha de la novela, 1947, y la perspectiva que el
exiliado escritor podía tener sobre el destino de Alemania por
entonces.
Hay, pues, por debajo de la figura mítica de Fausto diversos
actores que representan con acentos históricos varios su^drama
simbólico: el Fausto renacentista y barroco es el audaz ÿ cínico
nigromante que desafía, orgulloso de su saber, el orden divino,
en el pacto con Mefistófeles. El Fausto romántico está sediento
de conocimientos, de amor, con un anhelo infinito y un ansia
de cambiar el mundo que se corresponden a una imaginación
nueva, que acude al diablo para desafiar el orden cerrado de
una realidad aburrida y gris. Pero, en Goethe —que, en el fondo,
no creía ni en demonios ni en un más allá cristiano y, sin
embargo, insufla vivacidad a esos temas parodiados—, se salva
al final por su espíritu inquieto y altruista. Porque el civilizado
Mefistófeles, el limitado espíritu de la negación, no puede domar
su anhelo de infinito con los placeres propuestos. El Fausto
de Thomas Mann es, en cambio, el artista que, por alcanzar
los fines de su genio enfermizo y egoísta, se arriesga fatalmente
a la soledad, la condenación y la locura. Es el más melancólico
y desesperado de todos los que tomaron esa máscara de sabios
y pactaron con el diablo.
Pero recordemos que, como ya señaló Spengler, el mítico
Fausto, o «lo fáustico», persiste en formas diversas en el hombre
ansioso del progreso técnico y de la voluntad de poder, o
persistía antes de que fuera mecanizado y progresivamente estupidizado
por sus propias invenciones tecnológicas. ¿Qué
diablo le propondría ahora un pacto?
No hay comentarios:
Publicar un comentario