Siete en total, entre los varones y las hembras, con la excusa de pasar a ser
los padrinos de los siete días de la semana, por necesidades meramente
litúrgicas, fueron los primeros hijos habidos de la unión del Cielo y la Tierra, de
Urano y Gea, lo que les convierte en precursores de las divinidades estables, de
la docena olímpica que se hizo famosa. Si consideramos su atribución por
Eurinome a los astros (a los siete cuerpos celestes conocidos entonces),
tendremos que hablar de las siguientes parejas, pues así se unieron los
precursores: Tela e Hiperión fueron adscritos al Sol: Febe y Atlante pasaron a
estar bajo la advocación de la Luna; Dione y Crío fueron a Marte; Metis y Ceo
fueron asignados a Mercurio; Temis y Euremídonte, a Júpiter; Tetis y Océano
quedaron en Venus; Rea y Cronos, finalmente, pasaron a cuidar de Saturno.
Como se puede comprobar, Titánidas y Titanes empezaron estando junto a sus
creadores, en la cima de la organización mitológica, pero su carrera en el poder
fue breve, al ser pronto superados y vencidos por los olímpicos, un grupo de
deidades bastante más dotadas de las cualidades idóneas para regir en el destino
de lo que fueron ellos. En una de las muchas organizaciones de Titanes que
podemos conocer en la mitología clásica, nos aparece Océanos como el primero
y principal de los Titanes, aunque hay autores que también ponen a la cabeza del
grupo a Cronos, el último de los Titanes; Tetis fue una Titánida, hermana de
Océanos y esposa suya; tenemos también a Hiperión, a Crío y a Ceo, que ya
hemos nombrado antes, pero no faltan autores que añaden los nombres de
Foroneo y de Japeto, padre a su vez de Titanes tan esenciales para la mitología
en su totalidad, como lo fueron Prometeo, Epimeteo, Atlas y el malhadado
Menecio. En el grupo de las Titánidas, dentro de esta anterior organización,
debemos también poner entonces a Febe, que fue esposa de su hermano Ceo y
madre de Leto y Asteria; a Tela, que casó asimismo con un hermano, con
Hiperión, y fue madre de Helios, Selene y Eos; a Euribie, esposa, según la
costumbre, de su hermano Crío y madre de Astreos, Palas y Perses; a Temis, a
Mnemosina y a Rea, madre, con su hermano Cronos de los dioses olímpicos, los
que habían de matar a su padre (infanticida y parricida él también, todo hay que
decirlo) y sucederle en el poder, los que tampoco rehusarían el innoble papel de
parricidas: Hestia, Deméter, Hera, Hades, Posidón y Zeus.
COSAS DE GIGANTES
Los tres Gigantes de cincuenta cabezas y cien brazos, los Hecatonquiros
Briareo, Coto y Giges, forman una especie aparte. Estos seres monstruosos eran
también hijos de Urano y Gea, los primeros que nacieron de su matrimonio con
un aspecto semihumano y fueron aliados de los olímpicos —con los Cíclopes—
en su lucha por el poder frente a Cronos y los suyos. Al final, los Hecatonquiros
terminaron sus días como guardianes de los Titanes apresados en el Tártaro y,
desde ese poco honroso nombramiento, la historia de esos tres tan fabulosos
seres se pierde para siempre, tal vez sea el precio a su traición o el triste fin de
todos los carceleros, pero es lo único que se puede decir de la suerte que
corrieron. Otros Gigantes, los veinticuatro Gigantes sin más apellidos ni datos
extraordinarios, aparte de su tamaño y corpulencia, fueron los poderosos y
semimortales seres legendarios que aparecieron al principio de los tiempos; eran
las deidades de la primera generación, junto con los Titanes y Titánidas. Su
naturaleza era muy peculiar, porque, a pesar de ser deidades, también eran seres
mortales, aunque sólo podían morir si eran atacados conjuntamente por un dios
y un hombre, eran un nutrido grupo de terribles luchadores y horripilante
aspecto, peludos y con piernas en forma de serpiente, nacidos, según se cuenta,
de la sola voluntad y poder de la diosa Gea. Sabemos los nombres de algunos,
de trece, para ser más precisos, porque nos los han dejado escritos en sus relatos
Apolodoro e Higinio, y estos nombres son: Alcioneo, el jefe de ellos; Eurito,
Porfirión, Clitio, Efialtes, Mimante, Agrio, Palante, Anclado, Toante, Polibotes,
Hipólito y Gratión. También se suele hablar de Pronomo como el atacante de
Hera, sustituyendo o complementando a Porfirión, que fue otro o el mismo
atacante que se señala en los escritos de los clásicos.
LA GIGANTOMAQUIA
La batalla final entre dioses y Gigantes, la Gigantomaquia, que iba a
adornar los frontones de los grandes templos, como homenaje imperecedero a
los triunfadores, no fue nada sencilla. Estaba en juego el poder, el
mantenimiento del dominio sobre la creación y no podía esperarse del vencedor
sino la derrota total, la muerte, o el castigo eterno. Los Titanes ya habían sido
arrojados de la gloria olímpica y estaban sometidos a prisión, bajo la atenta
vigilancia de los Hecatonquiros. Ahora los Gigantes debían decidir la historia;
era a ellos a quienes correspondía definir el futuro, aparte del hecho de su
necesidad de vengar la afrenta cometida a sus ex compañeros de creación, los
infelices Titanes. Su plan era sencillo: deberían atacar por sorpresa a los
olímpicos, confiando solamente en su fuerza y en su número. Con palos y
piedras se lanzaron en tropel los Gigantes y no era nada fácil la defensa, ya que
los atacados debían aliarse en parejas de dioses y de humanos para poder
derribarles y acabar con ellos, con la agravante de que se conocía la existencia
de unas hierbas silvestres que podían convertir en inmortales a los Gigantes. Así
que, a la vez que se luchaba denodadamente por cerrarles el paso, Zeus partió a
recorrer la tierra, quitando del medio toda hierba de ese tipo que encontró,
amparado en la penumbra de una larga y artificial noche que se decretó desde el
Olimpo, para que el dios supremo tuviera la ventaja del tiempo a su favor.
Privados de la inmortalidad y a la luz del nuevo día, los asaltantes empezaron a
sentir el poderío de los enemigos aliados, con la ubicua presencia de Heracles
rematando a los Gigantes que los dioses y las Parcas derribaban o herían. La
lucha se decantó rápidamente a favor del grupo del Olimpo y los últimos
supervivientes huían desesperadamente, mientras los dioses lanzaban toda clase
de armas arrojadizas, hasta montañas enteras, o trozos de las cercanas islas sobre
ellos, acabando de una vez por todas con quienes pudieron gobernar los destinos
del universo.
UNA BREVE REFERENCIA A LOS CICLOPES
Con respecto a los tres primeros Cíclopes, a los padres de aquellos que
después aparecen en los grandes relatos, como es la aventura de Odiseo, este con
señalar que se trata de unos seres también de gran tamaño y pavoroso aspecto,
con un único ojo sobre la frente, hijos de Urano y Gea, posteriores a los
Gigantes, aunque algún que otro clásico disienta de ese orden, generalmente
aceptado como bueno. Digamos, asimismo, que los Cíclopes eran habitantes de
las profundidades, no por gusto, sino por la sucesión de condenas impuestas por
Urano, por Cronos y por Zeus, ya que todos pedían ayuda en su momento a los
Cíclopes y después, sin que se explique por que se hacía eso con ellos, volvían a
ser arrojados al Tártaro. Si hubiera una razón para este extraño comportamiento
de todos los dioses hacia los tres extraños seres, habría que pensar que, además
de laboriosos constructores (recordemos las llamadas construcciones
"ciclópeas") y de esforzados herreros de la fragua volcánica de Hefesto (ellos
realizaron el prodigioso casco de la invisibilidad que llevaba Hades, el arco, las
flechas y el carcaj de Artemis y los rayos que lanzaba Zeus), eran gente
soberbia; gente quizás excesivamente orgullosa de su poder y prestigio, por eso,
precisamente, serían postergados repetidamente a la oscuridad de las entrañas de
la tierra, y así hasta que fueron injustamente abatidos por las flechas de Apolo,
una acción que estuvo a punto de ser la causa de que Zeus dictara para él una
condena de por vida al Tártaro, aunque la intercesión de los demás olímpicos
evitó que esto sucediera. Los tres primitivos y desgraciados Cíclopes
respondían, y muy literariamente, a los nombres de Urges, o el relámpago;
Brontes, o el trueno, y Estéropes, o el rayo, atributos que fácilmente explican
cómo debía ser una de sus apariciones, bien fuera de uno de ellos por separado,
o en pavoroso grupo, aunque no sirvan para hacernos comprender la verdadera
causa de su inacabable persecución.
LOS VIENTOS Y SUS PERSONALIDADES
Tifón, las Arpías, Boreas, Céfiro, Escirón, el rey Eolo, Euro, Noto, etc.,
todos ellos son nombres mitológicos de dioses de los vientos más huracanados o
de las brisas más apacibles. Es un grupo de divinidades unidas por su
adscripción, pero se trata de una serie de personalidades totalmente dispares;
estas deidades griegas de los vientos no son nada similares entre sí, ni siquiera
son remotamente parecidas por sus características, o por sus efectos. De Tifón se
ha escrito que fue el mayor de los monstruos jamás conocidos, Gea, que había
parido por sí sola a los Gigantes, esta vez fue al Tártaro a buscar marido y,
naturalmente, del ayuntamiento con el averno no se podía esperar otra cosa que
no fuera un horrible monstruo. Tenía, como sus hermanastros los Gigantes,
piernas formadas por racimos vivientes de serpientes; pero el parecido con ellos
terminaba allí; sus brazos eran tan largos como el monstruo deseara y, en lugar
de dedos, lucía cabezas de serpiente. De colosal estatura y por demás alado,
Tifón llegaba hasta las esferas celestes y su cabeza no era sino la de un
gigantesco burro, pero con la salvedad de que de su boca enfurecida podía salir
una tremenda erupción volcánica, mientras que sus ojos abrasaban todo con su
mirada colérica. Y no se crea que esta descripción es exagerada; hasta los
mismos dioses del Olimpo huyeron despavoridos al verle aparecer y no pararon
hasta llegar al otro lado del mar, a Egipto, en donde casi todos, desde Zeus a
Hera, decidieron tomar apariencias animales, mientras resolvían cómo librarse
del terror de aquella espantosa aparición. Menos mal que Palas Atenea, la más
sabia de las divinidades, supo mantener la dignidad que los otros habían
olvidado. Ella supo herir a sus colegas en el olvidado amor propio y consiguió
de ellos la reacción adecuada. Zeus dejó de ser una asustada cabra y volvió a
tiempo de demostrar a Atenea (y demostrarse a sí mismo) que no era un cobarde,
lanzándose él y lanzando sus invencibles rayos contra Tifón, al tiempo que se
abalanzaba sobre el monstruo, golpeándole ferozmente con la misma hoz con la
que terminó en otros tiempos con la vida y el imperio de su padre Cronos.
CASI EL FIN DE ZEUS
Y el ataque fue valiente. Tanto que estuvo a punto de costarle la vida a
Zeus, cuando Tifón le apretó fuertemente con sus serpenteantes formas hasta
hacerlo desvanecerse. Zeus le cortó los tendones de las manos y los pies,
convirtiendo al otrora Zeus en un indefenso pelele, como dicen que hacen los
grandes simios con sus vencidas víctimas. Más no terminó allí el combate,
puesto que Zeus fue arrastrado hasta una sima de la Cilicia, la cueva llamada
Coriciana, que estaba destinada a ser su prisión a perpetuidad, ya que el
prisionero, aunque fuera el dios más poderoso, ahora estaba condenado a la más
absoluta inmovilidad, y sus tendones, como botín de guerra, habían sido
escondidos aparte, dentro de una bolsa hecha con la fuerte piel de un oso pardo.
Al cuidado de la bolsa estaba la dragona Delfine, una centinela muy peligrosa,
pero no tanto como para amilanar a Pan, quien se dejó caer ante ella al tiempo
que daba uno de sus más pavorosos alaridos. Pan logró su objetivo al momento;
la dragona perdió de vista la bolsa durante un tiempo suficientemente largo
como para que Hermes, el más rápido de los olímpicos, pudiera llegarse hasta
ella y arrebatara los tendones, sin que su vigía tuviera opción a darse cuenta de
la hábil combinación de los dos dioses ante sus mismos ojos. Con los tendones
recuperados, Pan y Hermes sólo tuvieron que ir en busca de Zeus y pronto
dieron con él. Debe decirse que hay quien atribuye a Cadmo, el fundador de
Tebas, la maniobra y el salvamento de Zeus. Pues bien, fuera quien fuese el que
lo hizo, lo que no deja de ser cierto es que a Zeus le reinjertaron los arrancados
tendones, y el dios se puso de nuevo en marcha, regresando de inmediato al
Olimpo, en donde preparó su carro de guerra, para lanzarse en persecución de su
enemigo, más que dispuesto a darle la última lección al bestial Tifón. Lo
persiguió por toda la Tracia, lanzándole sus rayos y acosándole sin cesar.
Finalmente, en Sicilia, Zeus dio el golpe de gracia al monstruo, al arrojarle el
monte Etna, que quedó convertido en presidio y volcán, puesto que de él salen,
de cuando en cuando, las llamaradas y las erupciones que emanan de las
entrañas del prisionero, recordándonos así a todos los humanos quién está
encerrado en su interior.
MEJORES VIENTOS
Las Arpías fueron, al menos en su origen, unas deidades auxiliares de
Posidón; ellas eran los vientos que salían de las tormentas marinas. El rey Eolo,
guardián de la cueva de los vientos y manipulador de su fuerza y violencia, por
personal encargo de Zeus, no fue, en Grecia, la divinidad del viento que luego
sería en Roma, pero sí hubo otras famosas deidades de los vientos, como lo
fueron los cuatro personajes asignados para personificar los cuatro vientos de los
cuatro cuadrantes, los dioses vientos del norte, del sur, del este y del oeste. Sus
nombres eran, respectivamente: el frío Boreas, el cálido Noto, el templado Euro
y el irregular Céfiro. Eran los hijos de Eos, la diosa de la Aurora, y de Astreo,
Titán e hijo de Titanes. Boreas tenía bastante mal genio, baste recordar su
intento de asesinato a la gentil Ninfa Pitis, en la pugna que sostuvo con Pan por
lograr su amor de la manera que fuese, Céfiro, aparte de arropar a Afrodita en su
nacimiento, engendró con la Arpía Podarge los briosos y rápidos caballos de
Aquiles. Céfiro casó con la Ninfa Cloris, pero no le fue muy fiel, ya que le
arrebató las islas Afortunadas. Noto y Euro no tuvieron la importancia de sus
compañeros y apenas se les menciona, o se habla de hechos de interés, de los
que ellos fueran protagonistas. En Roma, estos cuatro vientos recibieron los
nombres de Septentrio, Auster, Vulturnus y Favonio, gozando del respeto debido
a su condición y de un culto muy piadoso, ya que los dioses de la meteorología
eran personalidades a quienes convenía contentar y tener a favor, para bien de
los agricultores, quienes preferían confiar en ellos y en su buena voluntad, como
único medio conocido para la salvaguarda de los campos, del ganado y de las
cosechas.
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