Zeus, ya se ha dicho, fue el tercero de los hijos de Cronos y Rea y el más
importante de todos. Ya su nacimiento fue crucial, al estar marcado por la lucha
entre la decisión de su madre, de salvarle la vida a toda costa, y la obsesión de
su padre por devorarle, para evitar, infructuosamente, la profecía de sus padres,
los dioses Urano y Gea, de que sería uno de sus propios hijos quien terminaría
por arrebatarle el trono. La sucesión en el reino de los cielos ya había conocido
episodios de lucha a muerte entre padres e hijos, a pesar de estar en sus
comienzos, en el mismo principio de la mitología. En la segunda generación, el
mismo Cronos se había levantado en armas, utilizando la ayuda de sus hermanos
rebeldes, los Cíclopes, para derrocar a su padre. Una vez lanzado al combate
parricida, llegó la hora de enfrentamiento entre padre e hijo y Cronos no había
dudado en humillar al vencido, castrando implacablemente a su padre de un
golpe certero con una hoz de pedernal. Naturalmente, el consejo de su padre no
cayó en saco roto y Cronos decidió terminar con los hijos que le fuera dando
Rea, comiéndose sus cuerpos para estar seguro de que eran ellos los que
desaparecían del divino horizonte.
Deglutidos por Cronos Hestia, Deméter y Hera, los tres primeros hijos de la
celestial pareja, Rea puso al recién nacido Zeus en manos de su madre Gea y
ésta llevó al niño hasta un lugar seguro. Para eludir el acoso de su marido, tomó
una piedra, que envolvió como si de un bebé se tratara, entregando el fardo a
Cronos. Sin pensarlo dos veces, éste se tragó a la pretendida criatura, pero el
ardid no resultó, ya que Cronos siguió, tras haberse dado cuenta de la treta,
buscando al hijo que debía devorar por su seguridad, para evitar ser derrocado
en el futuro por él.
ZEUS EN MANOS DE LAS NINFAS
Tras pasar por Creta y el monte Egeo, el niño fue entregado a tres ninfas,
Adrastea, Amaltea e Io, se hicieron cargo de él y por ellas fue criado. Amaltea se
encargó de amamantarlo, personalmente o con ayuda de una cabra, cosa que no
queda clara, ya que el mito varia con los tiempos y con los autores, pero sí es
seguro que esa maternidad por delegación fue ejemplar, y la prueba está en que a
Amaltea, su hijo de leche Zeus siempre la recordó y honró especialmente.
El niño Zeus estaba protegido por las tres ninfas, quienes lo situaron en una
cuna pendiente de las ramas de un árbol; tal emplazamiento servía a las mil
maravillas para ocultar su presencia, ya que no estando ni en la tierra ni en el
cielo ni en las aguas del mar, difícilmente podría dar con él su obcecado padre,
que tenía —necesariamente— que hallarlo en alguno de esos tres planos, de
acuerdo con la tradición.
Pero no estaban solas las ninfas, les acompañaban otros hijos de Rea, los
Curetes, quienes protegían como guerreros la vida del niño y, con el estrépito de
sus armas y escudos, evitaban que se filtrase el llanto de la criatura, marcando su
presencia en la cueva de Dicte, lo que hubiese dado al traste con todo el
complicado plan de seguridad montado por Rea.
ZEUS SE CONVIERTE EN RIVAL DE CRONOS
Creció el hijo escondido hasta hacerse todo un gentil muchacho; pero no
era su programa el de hacerse un hombre por su cuenta, antes tenía que realizar
su parte en la tragedia, ese papel tan de dioses y héroes de la leyenda, el de
vengador de sus devorados hermanos. Con la ayuda de Rea, el buen mozo entró
al servicio del padre, como copero de su confianza; en su copa puso el brebaje
preparado para el dios déspota e infanticida y éste vomitó la piedra que fingió su
cuerpo, y, tras ella, a sus tres hermanos.
Estaban todos los hermanos resucitados y reunidos y ese era el momento de
hacer una alianza para terminar con el poder de Cronos. Zeus debía encabezar la
lucha y, puesto que tan bien había librado su batalla, él les conduciría contra el
viejo y odiado Cronos, quien nombró al gigante Atlante como jefe de sus
huestes. Diez años habría de durar tan singular guerra; diez años en los que no
parecía decantarse la victoria hacia ninguno de los bandos enfrentados.
Gea, la Madre Tierra, que ya había sido esencial en la operación de
salvamento del niño Zeus, fue quien decidió la suerte final. Comunicó a Zeus la
clave estratégica: liberar a Cíclopes y gigantes de su cárcel del Tártaro. Los
Cíclopes habían sido prisioneros en el Tártaro, por rebeldía ante Urano y
después fueron liberados por Cronos para que lucharan de su lado en la nueva y
definitiva batalla contra Urano. Tras ganar el combate, Cronos decidió quitarse
del medio a tan poderosos y aguerridos aliados y los volvió a arrojar a la prisión
sin esperanza del Tártaro. Zeus, matando a la carcelera Campe, apoderó de las
llaves y puso en libertad a los tres Cíclopes, y a los tres gigantes de los cien
brazos, pero —además— recibió el regalo del rayo, mientras que su hermano
Hades recogía el yelmo de la invisibilidad y Poseidón su tridente. Con el casco
puesto, el invisible Hades pudo llegar hasta Cronos, quitarle las armas y esperar
a que se acercara Poseidón, amenazador con su tridente. Cuando Cronos trataba
de defenderse del amagado ataque de Poseidón, Zeus atacó con el rayo y dio con
Cronos por los suelos. A su vez, los tres gigantes de los cien brazos se lanzaron
contra los Titanes, y el ejército enemigo se dio a la fuga y el único resistente,
Atlas, salvó la vida, pero quedó condenado a sostener el Universo todo sobre sus
hombros, por el resto de la eternidad.
EL HIJO DE CRONOS SE HACE CON EL PODER
Finalmente, con el Titán máximo abandonando el cetro en manos de sus
hijos, terminada la cruel batalla, como debe toda lucha sin cuartel entre padres e
hijos. Se había cumplido la venganza contra el padre cruel, que era el fin
buscado inevitablemente por los conjurados hermanos, y Zeus repartió sin
vacilar la gloria y el poder con sus hermanos, de manera que a él le quedó el
amplio campo de los cielos, mientras que mar y mundo subterráneo pasaban a
ser feudos indiscutidos de Poseidón y Hades.
Al dios de los cielos no le apetecía tener el poder total, sino la felicidad
máxima, y ahora gobernaba el mundo un triunvirato armonioso, y fraternal, era
llegado el momento de las otras páginas de la vida legendaria de Zeus, sus
andanzas de hombre atractivo y de dios tan alegre como incansable en sus
pasiones.
GANADA LA BATALLA, ZEUS DEJA LA GUERRA
Pero aún es pronto para hablar de los amores de Zeus. Es una parte más
larga, al que llegaremos tras tratar de su estampa, del aspecto que nos ha llegado
traído por escritores o por representantes de la figura humanizada del dios. Se
sabía fuerte y los escritores que le dieron la palabra le hacían vanagloriarse de su
fuerza, pero no le preocupaba tanto ser el primero como mantener su libertad por
encima de otras consideraciones. A veces se presentaba como la suprema ley,
otras se convertía en animal de aspecto pacífico para pasar inadvertido y rematar
su hazaña. Es el dios contradictorio, grandioso y humanamente débil, por eso es
el primero e indiscutido rey del Olimpo, al que se le perdonan sus desmanes
frente a sus mayores o sus múltiples consortes y parientes ascendientes o
descendientes, a más de sus correrías con todas las doncellas que se quería
ocultar de su divina pasión de amante.
EL ROSTRO DE ZEUS
Zeus siempre ha sido retratado de un modo favorable, no por casualidad,
sino por propios méritos. Es un dios atractivamente simpático, al que resulta
fácil adorar y mucho más fácil es comprender que sea querido por los artistas: es
un dios encantador, fuerte, pero lleno de debilidades en contraposición a otros
muchos de su categoría, pero del grupo que está situado en el lado oscuro del
relato, en el eterno papel de personajes temibles, que representaban la ira, el
castigo, la muerte o el dolor, Zeus, por el contrario, a pesar de ser un dios del
rayo y el trueno, es grande por su poder, pero adorable por su inclinación al
amor jugosamente carnal, a la pasión irregular en la duración pero no en la
intensidad. Es un ser poderoso y magnífico, pero al que le gusta jugar limpio y
en igualdad de condiciones —es un decir— con las más hermosas mortales o
con las soberbias compañeras del Olimpo. Cuando cae en un renuncio, Zeus
trata de huir de la situación con cierta dignidad y con mucho más humor, y eso
tiene que hacerlo repetidamente, a medida que sus egregias esposas descubren la
infidelidad y recorren los cielos para tratar de reprenderlo o echarle en cara su
comportamiento desleal y hasta grosero cuando tienen que enfurecerse con él
por sus gustos tan rastreramente terrenos.
Dios en el cielo y amante infatigable, desvergonzado y tramposo en el
suelo, Zeus es una personalidad atractivamente deseable. Con el pincel o el
cincel, no cabe la menor duda de que el artista haya querido poner en su figura
todo lo que de apetecible tiene su grado y su leyenda. Tronando en las alturas o
amando en Creta, el dios es una admirable forma de poder, la perfecta
combinación de rey y amante, algo que los hombres han deseado alcanzar,
aunque sólo fuera en parte, a lo largo de los siglos y de los milenios, sin
lograrlo, porque es tarea que han pintado especialmente para los dioses, y los
dioses han de quedar —por fuerza— lejos del alcance de los logros humanos.
ROMA ADOPTA AL VIEJO ZEUS
Con los romanos en el timón de la historia, Zeus se instaló en el Imperio
con el nombre de Júpiter. Para estar a la altura de la imagen hegemónica del
latino guerrero victorioso, Zeus se subió a una cuadriga, transformado en un
JÚPITER conductor de cuatro caballos blancos, los más airosos, poderosos y
perfectos del establo celestial. Era ya el hijo del devorador Saturno, el hermano
victorioso de la guerra contra el malvado padre y sus cómplices, los Titanes,
junto con el Neptuno de los mares y el Plutón de los abismos. Como los
romanos eran, sobre todo, prácticos y utilitarios, pusieron a este dios del rayo y
el trueno como patrón de los elementos y a él se recurría para asegurarse de que
los meteoros no se desbocasen contra los campos imperiales, de modo que la
lluvia llegase a tiempo y con la moderación necesaria para el crecimiento
mesurado del grano, la fruta y la uva, mientras que el rayo, la nieve o el granizo
no se salieran de su calendario, sin poner en peligro el trabajo de los piadosos y
afanosos agricultores romanos.
Al igual que Zeus en la Acrópolis, Júpiter era el centro de la vida en su
tierra de adopción, presidiendo desde el Foro romano la vida civil y religiosa del
más grande imperio jamás habido. Su popularidad era incontestable, tenía todas
las notas precisas para ser el primero interpares, por su galanura y su trayectoria
en la Hélade natal. Con los avances de Roma en nuevas tierras, Júpiter fue
abrazado para su causa —en legal matrimonio de Estado— a las diosas de
primera línea de los países conquistados o aliados y ganando de paso las
características más destacadas y todas las mejores virtudes de los dioses
asimilados por el creciente poder de la ecléctica máquina política y militar
latina. Poco a poco, Júpiter reunió los mayores tesoros físicos y las mejores
cualidades de todos los panteones locales, rápida e inteligentemente asimilados
por los vencedores que querían, más que vencer, convencer a los nuevos
súbditos imperiales, demostrando su aprecio por las religiones del lugar, que
quedaban situadas a la altura de su dios primero. Con cada una de esas uniones
se incrementa la dote del dios, pero también se iba haciendo más compleja su
figura, ya que debía asimilar las costumbres y los lazos familiares de los dioses
absorbidos; tal vez por eso, Júpiter redobla su fama de amante, convirtiéndose
en el esposo legal o ilegal de tantas diosas, ninfas, o semidivinidades,
emparejamientos que no son más que verdaderos matrimonios de Estado para
contentar a las parroquias locales de cada dios y mejorar la gobernabilidad del
Imperio. Los romanos, prácticos antes que nada, toman a Júpiter como dios y
como embajador, y la combinación les resulta más que eficaz.
LA VIDA AMOROSA DE ZEUS/JUPITER
Zeus, aburrido en su Olimpo eterno, se deja caer sobre doncellas
apetecibles, y lo hace con imaginación y alegría, apareciéndose como un cisne
enamorado y tierno, como una lluvia de fino oro o como un brioso toro, por no
extendernos en demasía. Los hijos habidos de tan raras uniones deben quedar
clasificados de manera específica, para separarlos de los legítimos habidos
dentro del marco olímpico y legal. Para conocer mejor a Zeus/Júpiter, hemos de
establecer con orden sus múltiples relaciones: tendremos que ver su matrimonio
con Leto o Letona; otro con Deméter; otro más con Hera, que era también,
aparte de esposa, hermana del dios del cielo; más los celebrados con Maya y
Dione. Pero no podríamos olvidar los contactos habidos con Io, con Dánae, con
Alcmena, con Egina, con Leda, con Europa, con Semele, con Antíope, con
Calisto (que era hermosa ninfa, a pesar del equívoco que pueda despertar su
nombre entre nosotros), con Climena, con Menalipa, con su hija Afrodita, con
Juno, con Eurinome, con Mnemosina, con Ceres, con su otra hermana Temis,
etc. En muchas ocasiones, como acabamos de comentar, estas uniones no nacían
del deseo del dios, sino de la conveniencia del Estado romano y el dios Júpiter
tenía que plegarse a ellas para congraciarse con los nuevos súbditos
incorporados al Imperio, aunque ahora vamos a referirnos sólo a los amores
clásicos, por así decirlo.
Y, ya que hablamos de matrimonios y/u otras románticas uniones, debemos
dar una mínima relación de hijos habidos, legión por numerosos y maraña por
complicaciones genealógicas. Zeus/Júpiter era un dios, por sobre todas las cosas,
que tuvo mucho poder y todo el tiempo de la eternidad para enamorarse
repetidamente, pero también era hombre desarmado, cuando sus esposas legales
le sorprendían en una aventura y tenía que inventar excusas y tratar de salir del
paso con la máxima dignidad, si eso era posible, o escabullirse del lío familiar,
sin que se le pueda tachar de juego sucio, ya que no se escudaba en su divinidad
a la hora, no por habitual menos complicada, de intentar salir airoso del trance
doméstico.
EL LARGO HISTORIAL MATRIMONIAL Y FAMILIAR
Afrodita: La diosa por excelencia del Olimpo, hija de Urano —de la
espuma que surgió de lo que un día fueran atributos viriles del dios, tras la
amputación sufrida a manos de Cronos— o hija de Zeus y Dione, en otro mito
anterior y menos sangriento que el primero.
Alcmena: Zeus se convirtió en el vivo retrato de Anfitrión, esposo de
Alcmena y rey de Tebas, para poder usurpar como marido la compañía de la
gentil reina Alcmena. La treta funcionó a la perfección, y de tal amor surgió
nada menos que Heracles, el Hércules de los romanos, el más poderoso héroe de
la antigüedad, el héroe que fue capaz de realizar los más prodigiosos trabajos,
que se le impusieron como pruebas sucesivas.
Antíope: La hija del rey Nicteo de Beocia. Para esta ocasión Zeus se hizo
pasar por un modesto pero erótico sátiro y el encantamiento hizo el oportuno
efecto. No hay que confundirla con su homónima Antíope, reina de amazonas y
esposa del gran Teseo.
Calisto: Diana, la diosa cazadora de los romanos, hija de Júpiter, tenía en
alta estima a la gentil ninfa Calisto, pero Juno no compartía esta opinión y, como
esposa celosa de Júpiter, convirtió a la muy bella ninfa en osa; Júpiter,
conmovido, hizo que la madre y el hijo de su unión pasaran a ocupar un puesto
privilegiado en el cielo, como Osa Mayor y Osa Menor.
Ceres: Ceres es la Deméter de los latinos, hija de Saturno y Cibeles y, por
tanto, hermana de Júpiter. Los lazos de sangre no evitaron que surgiera un
apasionado amor entre ambos.
Climena: Una esposa más de la larga lista de matrimonios del alegre Zeus,
con quien tuvo a Atlas, aquel gigante condenado a soportar el peso de todo el
firmamento sobre sus espaldas.
Dánae: La historia de la seducción de Dánae es una de las más hermosas
del abultado historial del dios transfigurado. Dánae era hija del rey de Argos, de
Acrisio, quien había sido avisado por un oráculo de que seria muerto por su
propio nieto. Para intentar —vanamente, como es lógico— torcer la voluntad del
destino, decidió poner fuera de toda posibilidad de galanteo a su hija. Así hizo,
encerrándola en una torre de bronce, o en una cueva, según las distintas
leyendas. Zeus, excitado sin duda por la dificultad, se transformó en una sutil
lluvia de oro y consiguió su propósito, engendrando al buen Perseo quien, a la
postre, sería causante involuntario de la muerte de Acrisio, al lanzar la jabalina,
que, en lugar de probar la fuerza y destreza del joven, afirmaría el poder de los
oráculos y la inexorabilidad del destino, utilizándole a él como un simple
vehículo mortal de las decisiones del Eterno.
Deméter: Diosa de la agricultura en el panteón griego, como lo fue Ceres
en el romano, esposa de Zeus, además de hermana del Dios y de otra de sus
esposas, la celosa y vengativa Hera, Deméter representa el culmen de la unión
(permitida siempre a los dioses y a los héroes) incestuosa por excelencia.
Perséfone, la Proserpina de los romanos, nació de este amor.
Dione: Una ninfa hija de Urano u Océano y Tierra o Tetis, de quien se
enamoró en su día Júpiter ardientemente y dio paso a otra grandiosa y gozosa
divinidad, Venus, nacida de su seno en algunas de las versiones latinas, que
preferían tener a la diosa de la belleza y el amor tenida en un romance, antes que
verla como surgida por accidente de una castración del padre por el hijo.
Egina: Otra ninfa, esta nacida de un río de Beocia, del Asopo. Júpiter tuvo
que ingeniarse un nuevo aspecto para eludir la celosa vigilancia del padre,
pasando a ser una llama, tan ardiente como su pasión por la hermosa niña. El
amor se dio a conocer de la manera más natural, en forma de dos varones: Eaco
y Radamanto. Tras la pasión y la correspondiente maternidad, Júpiter se portó
como un caballero, haciendo que la ninfa tomara la forma de isla para evitar el
inminente castigo de su airado y decepcionado padre.
Eurinome: Otra madre de hijas famosas, Eurinome tuvo a las tres Cárites
(las tres Gracias para los latinos), Eufrosina, Talía y Aglaya, con la incomparable
ayuda de Zeus. Ella, nacida de la unión de Océano y Tetis, hermana —por tanto
— de Dione, según buena parte de las leyendas, consiguió la felicidad eterna
con esta unión amorosa.
Europa: El rey Agenor de Fenicia estaba muy orgulloso de la belleza y de
los muchos dones de su hija Europa, tanto que Zeus debió enterarse y eso fue el
acicate o la mínima excusa, que apenas necesitaba el fogoso dios para lanzarse a
conseguir el objetivo femenino del momento. Convertido en toro, Zeus
arremetió contra el grupo de jóvenes doncellas que rodeaban a Europa en su
baño y pudo hacerse con la hermosa joven, a la que montó en su lomo y llevó
hasta la isla de Creta. En la isla mediterránea, tras haber cruzado las aguas de un
modo poco convencional, Zeus y Europa vivieron apasionado romance y de esta
unión nacerían tres hijos: Minos, Sarpedón y Radamanto, quienes serían jueces
de los infiernos.
Hera: Celosa y poco amiga de bromas extraconyugales, puesto que Hera
debía llevar a rajatabla su personalidad oficial de divinidad del matrimonio,
Hera ocupa un lugar preferente entre las grandes esposas de Zeus, de quien
también fue hermana, puesto que no sólo está unida en matrimonio, sino que se
convierte en la mujer inquisitiva por excelencia, persiguiendo al veleidoso
marido sin tregua: descubriéndole en todas sus infidelidades y sacándole los
colores cuantas veces haga falta. Zeus y Hera se casaron en un mes de
Gamelión, según dice la tradición, y ese era el mes invernal y matrimonial por
antonomasia de los matrimonios en la Grecia clásica, al menos en palabras de
Hesíodo, quien era más preciso, ya que apuntaba al día cuatro del mes como día
perfecto para el himeneo, sin duda porque habría averiguado, con rigor, que tal
sería la fecha del desposorio de los dioses, de ese matrimonio con la diosa del
matrimonio, y esposa tan exigente para un dios tan libertino, pero animador de
las tertulias y compadreos del Olimpo.
Io: Inaco era otro rey de Argos, como lo fue Acrisio, el padre infortunado
de Dánae. También como él, Inaco tuvo la mala fortuna de contar con la
bendición de una hija hermosa, tanto que Zeus terminó por enamorarse de ella y
hacerla amante. Hera, que no estaba dispuesta a ser la comidilla de los cielos, se
propuso interrumpir los devaneos de su marido con la terrenal belleza y el dios
pergeñó una idea de las suyas para ocultar las formas comprometedoras de la
gentil princesa, que pasó a ser vaca. Terminado el encanto de la aventura, Zeus
dejó la vaca a un gigante, a Argos, para que se ocupase de la criatura y siguió su
camino habitual. A pesar del desprecio celestial, los griegos fueron subiendo de
categoría a la hermosa Io, y terminaron por hacer de ella una deidad de la Luna,
en paralelo con otras mitologías, especialmente con la egipcia, que gozaba de
merecida fama y consideración. De este amor nació Epafo.
Juno: Juno es la versión romana de Hera. Con ella como patrón, los latinos
hicieron también a una de las esposas principales de Júpiter, hija de Saturno y
Cibeles, deidad de primera línea de los cultos públicos y celosa inquisidora de
las ausencias sin justificar de su infiel y divertido marido, el colosal amador
Júpiter, rey del rayo, del trueno y, sobre todo, de la pasión rápida y espectacular.
Leda: Leda estaba casada con Tíndaro, rey de Esparta, y su matrimonio
discurría con normalidad y sin sobresaltos. Al menos, hasta que se presentó ante
la bella Leda un no menos hermoso cisne. La joven esposa se dejó embelesar
con la graciosa ave, que no era otra cosa que un zoomórfico disfraz del rey del
carnaval erótico, el siempre agudo y astuto Júpiter. De nuevo, Júpiter obtuvo en
su romance el éxito deseado y de esa unión la pareja no tuvo hijos, sino huevos:
cuatro, para ser más exactos, y estos huevos se abrieron para dar vida a Castor y
Pólux por los varones y a Helena de Troya y Clitemnestra.
Letona: Esta divinidad, hija de un titán —Ceo— y de la buena Feba,
también tuvo amores con Júpiter, y esos amores clandestinos y fuera del estricto
círculo olímpico fueron motivo más que suficiente para que la celosa y airada
Juno la emprendiera contra Letona. La rivalidad se hizo famosa y terminó por
convertirse en nota definitoria por excelencia de la atractiva dama Letona.
Maya: Una de las siete hijas de Atlas, de esas pléyades que eran nietas del
mismo Zeus. Sin reparar en detalles de parentesco, Zeus tuvo relaciones íntimas
y satisfactorias con Maya y, desde luego, una legendaria descendencia, el gran
Hermes. Maya, con sus hermanas, fue perseguida por el gigante y guerrero
Orión y se salvó del acoso al ser convertida por el Cielo, con sus hermanas, en
estrella, formando el grupo que mantiene para siempre el nombre de Pléyades.
Esta Letona fue también conocida con el nombre de Leto, nombre compartido
con un dios de la luz y la verdad, encarnado en el Sol.
Menalipa: Otra ninfa más en las noches románticas de Zeus. Con ella tuvo
el divino rey de los cielos un hijo también con atributos meteorológicos como él:
Eolo, divinidad de los vientos.
Mnemosina: Como su nombre hace suponer, Mnemosina era la diosa de la
memoria, hija de Urano y Gea, los dioses fundadores de la gran dinastía
mitológica olímpica, y tía de Zeus por parte de padre y madre, ya que Cronos y
Rea eran hermanos de Mnemosina. De la unión nacieron las nueve Musas, las
maravillosas deidades protectoras de las artes: Calíope, de la elocuencia y la
épica; Clío, de la historia; Erato, de la elegía; Euterpe, de la lírica y la música;
Melpóneme, de la tragedia Talía, de la comedia; Terpsícore, de la danza; Urania,
de la astronomía, y Polimnía, del canto sagrado.
Semele: Hija de Cadmos, un rey de Tebas que sembró a sus propios
súbditos, utilizando como semilla propicia los dientes de un dragón. Con
Semele, Zeus tuvo a un simpático y popular dios de la vegetación y, sobre todo y
antes que nada, del vino y su euforia, Dioniso (el Baco de los romanos), del que
siempre su madre estuvo orgullosa, pues la salvó de las tinieblas del Averno y la
transportó al Olimpo, cosa que su poderoso amante Zeus no hizo o no quiso
hacer.
Taigeta: Una dulce y bonita Pléyade, hija de Atlas y Pleyona, hermana de
Alción, Astérope, Celeno, Electra, Maya y Mérope, con la que Zeus mantuvo un
romance pasajero, dentro de su habitual coqueteo con estas deidades menores,
más mortales que divinas, pero con características sumamente atractivas a los
ojos de los humanos y de los divinos miembros del Olimpo. También esta pasión
tuvo su fruto: Amidas, el héroe de Laconia.
Temis: La hermana mayor de Cronos, padre de Zeus; tía y segunda esposa
de nuestro dios y madre de divinidades temibles por su implacabilidad con los
pobladores de la tierra, al llegarnos la hora final. Temis es también la diosa de la
justicia y responsable de todas las leyes y normas laicas y religiosas que todos
los humanos hemos de cumplir para vivir en armonía con los dioses y con
nosotros mismos. Temis es la madre de las Horas y de las Parcas.
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