martes, 2 de abril de 2019

Los tres deseos

Hermann Hesse

Un hombre le dijo una vez a su mujer:
—Dios comete una gran injusticia contra nosotros al hacernos vivir en tan mísera
pobreza. Si esto no cambiara hasta mi muerte, preferiría matarme yo mismo. Nuestra
pobreza me duele tanto que no sé qué hacer, y estoy lleno de pesar y de ira. No
recuerdo haber pecado jamás contra Dios o contra ti. O tal vez hayas cometido algo
contra Dios; entonces dímelo, para que te ayude a hacer penitencia.
Pero la mujer contestó que jamás había hecho nada en lo que él no hubiera
participado.
—Entonces —dijo el hombre—, por cierto que no sé por qué Dios nos sustrae
todos los honores y bienes, pero créeme, si lo queremos bien, seguramente nos
concede lo que ansiamos. Por eso estemos atentos y pidamos con fervor día y noche,
que sin duda nos brindará grandes bienes y buena ventura.
La mujer estuvo bien de acuerdo, pues también ella prefería una muerte pronta a
un largo pesar. Así pues rezaron, velaron y ayunaron esforzadamente y sin dilación, y
no se cansaron hasta que Dios finalmente les envió un ángel que se le presentó al
hombre y le dijo:
—¿Por qué pides riquezas? Si debieras ser rico, hace tiempo que Dios te habría
hecho justicia y te habría dado riquezas, como lo hace con aquéllos que han llegado a
ser muy ricos. Soy el ángel que debe protegerte, pero tu necedad destruye mi obra y
sólo me causa pesares.
Entonces el hombre repuso:
—Dios me ha hecho violencia en que yo sea tan pobre, y seguiré rogándole hasta
que haga mi voluntad.
—Bien —dijo entonces el mensajero celestial—, como no nos crees ni a Dios ni a
mí, se te concederán todos los bienes de la tierra, para que pruebes tu suerte con ellos.
Si de todos modos luego empobreces, la culpa será sólo tuya. Tendrás el poder de tres
deseos: tus tres primeros deseos se volverán realidad. Y aunque vivieras mil años
tendrías más que suficiente; ahora prueba si la riqueza tiene ganas de vivir contigo.
—Ea, pues soy rico —dijo el hombre y entró de prisa adonde estaba su mujer.
—Mujer mía —le dijo—, nuestra indigencia ha terminado, más de lo que hemos
pedido. Tenemos concedidos tres deseos que se cumplirán. Aconséjame, pues, qué
sería lo mejor que puedo pedir. ¿Qué te parece una gran montaña de oro y una
muralla alrededor, para que el ganado no pueda tocarla? ¿O un armario lleno de
buenas monedas que nunca sean menos, por más que me sirva de ellas o que deje
hacerlo a otros?
Replicó entonces la mujer:
—Oigo que viviremos en la abundancia y que no necesitaremos ahorrar. Por eso
haz lo que te pido y déjame uno de los deseos a mí, que con los otro dos creo que
tienes más que suficiente. Sabe Dios que también he doblado mis rodillas para rezar,
y si Dios nos ha hecho bien no lo ha hecho menos por mis oraciones que por las
tuyas. Por eso no sigas oponiéndote y concédeme el deseo que me corresponde.
—Lo tendrás —contestó él—, pero cuida de desear algo bueno.
—Quiera Dios —dijo ella de inmediato— que mi cuerpo lo cubra el vestido más
hermoso que se haya puesto jamás mujer alguna en este mundo.
Apenas pronunciado el deseo, se cumplió.
—¡Funesta mujer! —exclamó el hombre—. ¿No podrías haber vestido a todas las
mujeres tan bellamente? Pero jamás has sido amiga de nadie y tienes un alma
mezquina. ¡Que el vestido se te meta en el vientre, si eres tan insensible, y que por
una vez te satisficieras con él!
En seguida su palabra se hizo verdad: el vestido se metió dentro de la mujer, en su
estómago. Entonces ella comenzó a gritar terriblemente, pues se sentía más que mal,
y siguió gritando cada vez más fuerte. Al oírla los vecinos, acudieron de todas partes
y preguntaron a qué se debía la gritería. Entonces les contaron lo sucedido y que el
hombre la había llevado a ese estado. Esto llenó de ira a sus amigos, y vociferando y
amenazando le rodearon y le dijeron:
—Libera a tu mujer, que si no lo pasarás mal.
Luego desenvainaron sus cuchillos y querían matarle. Al ver el hombre que su
mujer sufría y que sus amigos le amenazaban, no le quedó opción:
—Que Dios la redima —exclamó— para que esté sana como antes.
Entonces cesaron los dolores, y todo quedó como antes. Así los tres deseos
habían tenido un vergonzoso final, y los dos siguieron pobres como siempre lo habían
sido. El hombre, a quien se le echó la culpa, se convirtió en objeto de escarnio y de
burla de todo el mundo y tanto se mofaron de él, que al final murió de amarga
angustia.

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