Es sabido que Zeus tuvo otro de sus apasionados romances con una Ninfa
de la que hasta ahora no parece que se haya hablado mucho, la muy dulce y
admirable Cálice. De esa fugaz y —se supone— satisfactoria unión nació el
bello Endimión, un ser legendario que se convertiría en rey de Elide por la
fuerza de las armas. El poderoso héroe que se hizo con el territorio, tras vencer
al anterior monarca, a Climeno, se instaló en su nuevo reino y vivió allí,
felizmente casado con Cromia, fue padre de cuatro hijos, tres varones y una
chica: Paeón, Epeos, Etolo (que es quien nos interesa más de todos ellos) y
Euridice. Pero, aparte de su familia oficial, y sin que nada tuviera que ver su
voluntad con ello, Endimión tuvo nada menos que cincuenta hijas con Selene,
una diosa que no pudo resistir el inmenso atractivo del hijo del que Zeus estuvo
tan preocupado en crear con esmero, y lo adormeció para ella, para que siempre
permaneciera tan joven y hermoso como cuando ella lo descubrió por vez
primera, a la luz de su personalidad lunar, durmiendo solo en una cueva del
monte Latmos. Con su desaparición del mundo de los vivos, el trono quedó
vacío y los cuatro hijos pugnaron por ocupar el codiciado puesto, ya que nada
había escrito sobre la sucesión del rey de Elide. Al final, y tras una carrera que
sirvió de arbitraje, Epeo se quedó con la corona y los otros tres buscaron fortuna
en otras lides. Para Etolo, que se había dedicado, al parecer, a las carreras como
afición atlética, la suerte fue compleja, ya que tuvo que ser un accidente, arrollar
a los espectadores de una competición, lo que motivase que Etolo, que entre la
multitud de personas que había al borde de su camino, había tenido la fortuna, o
infortuna, de atropellar y llevar a la tumba a la hija de Foroneo, Apis, en esa
carrera de carros que se celebraba dentro de los actos fúnebres por Azán, en la
extraña prueba que el destino exigía para ponerle a la cabeza de otro reino. Y fue
así, ya que el involuntario culpable fue expulsado del país y enviado al norte del
golfo de Corinto, a las tierras que eran de un rey poco conocido, al que decían
llamar Doro. Pues bien, Etolo, por la razón que fuera, razón que a nosotros nos
es totalmente desconocida, se enfrentó con ese rey Doro y los suyos y se hizo
con el poder en la tierra ajena, en su lugar de destierro, dándola su nombre, para
que ya quedase afirmada su posesión. Su reino se llamó desde ese momento, y
para el resto de los días de los humanos, Etolia.
ENEO Y ALTEA
Eneo fue otro famoso rey del territorio de Etolia, concretamente de la
ciudad de Calidonia. Fue un soberano legendario, sobre todo porque de él se
cuenta que introdujo, por mediación de Dionisos, la vid y el vino en Grecia, que
es tanto como decir en el mundo; este regalo de Dionisos también puede estar
relacionado con lo que se dice que hubo entre el dios y la esposa de Eneo, pero
fue un hombre que no tuvo mucha suerte con su vida, ya que estuvo no muy
felizmente casado con Altea, si nos atenemos a lo que se nos cuenta sobre las
complejas relaciones de los cónyuges entre sí, a la aventura de Altea con
Dionisos, y a las menos explicables reacciones de uno u otro de ellos con
respecto a sus tres hijos. Ambos vivían, naturalmente, en su ciudad de Calidonia
y eran un matrimonio situado en otro tiempo distinto al de Etolo. De este
matrimonio nacieron tres hijos, todos con esa rara mezcla de desgracias y dones
que da la miología de un modo tan singular. Veamos: el primero, Toxeo, no vivió
mucho, ya que Eneo decidió matarlo personalmente, sin vacilar ni un segundo,
para escarmentarlo por su falta de delicadeza con la tradición de la ciudad y con
sus intereses militares, puesto que Toxeo se había puesto a juguetear sobre las
amuralladas defensas de la ciudad y, lo que el padre no pudo soportar, terminó
por dar un salto sobre el foso que la rodeaba, lo que debió ser interpretado como
un desprecio a las escasas posibilidades estratégicas de la fortificación y una
mala forma de animar a los enemigos del reino al ataque. El segundo, Meleagro,
fue un guerrero que alcanzó la inmoralidad, pero tuvo un fin trágico, en el que
su madre tuvo bastante que ver, ya que ella misma se encargó de maldecirlo y
hacer que sus días terminasen en los infiernos. La muy bella Deyanira también
fue una famosa hija del matrimonio, al menos nominalmente, puesto que se
afirmaba que más bien era el fruto de la unión de Altea con Dionisos, aunque
Eneo no la desdeñara como hija. Deyanira terminaría siendo —por la fraternal
intercesión de Meleagro, cuando se encontró en el infierno con el héroe— la
esposa de Hércules y protagonista de muy célebres historias y, cómo no, otro
personaje justamente marcado por la tragedia.
ATALANTA Y MELEAGRO
A la fuerza hay que mezclar la vida de Meleagro, hijo de Eneo y Altea, con
la de Atalanta, la doncella aventurera y altiva. Y hay que mezclarlas, porque el
mito de una y otro es el mismo y uno solo. Pero antes de llegar a ese encuentro,
habrá que hacer constar que Meleagro, a la semana de su nacimiento, recibió la
visita de las Parcas. Su madre, la reina Altea, fue informada de que existía una
posibilidad cierta de tener un hijo inmortal y la fórmula de esa inmortalidad era
muy sencilla, bastaba con evitar que un leño no se consumiera en el fuego. Altea
hizo lo aconsejado; se fue al hogar, sacó el citado leño de allí y lo guardó con
toda clase de precauciones, para evitar que nadie lo volviera a echar al fuego por
equivocación. Ahora podía estar segura de que su segundo varón iba a compartir
la suerte de los dioses para la que había sido elegido. Y Meleagro creció y se
convirtió en un apuesto mozo y en un extraordinario guerrero, de excelente
destreza y puntería con la lanza. Meleagro fue, ademas, un muchacho bueno,
correcto y disciplinado, pero nada de eso importaba para ser seleccionado por
los dioses como víctima propiciatoria de un olvido de su padre, un pequeño
descuido ritual de Eneo, quien no se dio cuenta de que olvidaba el culto de
Artemis al realizar sus ofrendas habituales de la nueva cosecha, de que no
incluía a la diosa de los bosques entre los beneficiarios de los primeros frutos
recogidos. Quien sí se percató del olvido fue Helios, el vigía solar, que
aprovechó la ocasión para ir con el cuento a la implacable diosa Artemis. Ni
Eneo ni ningún mortal podría haber supuesto que la diosa iba a enfurecerse con
él de aquella manera tan terrible como lo hizo y que, además, su furia iba a ser la
causa del sufrimiento eterno de su único hijo superviviente. Aunque parezca
cruel Artemis, recordemos que no lo fue menos Eneo al juzgar implacablemente
al primogénito Toxeo, castigándole con pena de muerte por su juego infantil, y
no sintiendo tampoco ningún remordimiento al ejecutar la sentencia con sus
manos.
ARTEMIS MANDA UN JABALI A ENEO
Pues bien, Artemis decidió castigar al rey de Calidonia enviándole un jabalí
impresionante que arrasara sus campos y masacrara el ganado, sin perdonar ni
siquiera a los pastores que lo cuidaban, o a los pobres labradores que trabajaban
las tierras de Etolia. Y todo porque de esos campos y de esos animales de Etolia,
su rey nada había recordado apartar y ofrecer específicamente a la furibunda
Artemis, mientras que al resto de los olímpicos sí les había llegado su
correspondiente turno ritual. Eneo, aunque no llegaba a comprender la razón de
la súbita y devastadora presencia animal, desconcertado al ver lo que estaba
sucediendo en su reino tras la inesperada llegada de la sorprendente bestia a sus
tierras, hizo todo aquello que solían hacer los reyes de las leyendas antiguas:
buscar al voluntarioso cazador que estuviera dispuesto —por su honor— acabar
de una vez por todas con el azote del maldito jabalí, prometiéndose al triunfador
de la peligrosa misión poco más que el honor de ser reconocido como singular
cazador de la aterrorizadora fiera. Y ese prometido reconocimiento real era tan
sólo un trofeo, de pequeño, si no insignificante, valor material, ya que se trataba
de otorgar como prueba del éxito ante el endemoniado adversario, el derecho a
que el cazador arrancase y guardase para sí la piel y los colmillos del animal
cazado. Lo que no se presentaba como una cuestión de gran envergadura, más
bien podría parecer una llamada de auxilio ante la impotencia del rey y de sus
súbditos, iba a constituirse en la causa primera de una terrible desgracia, ahora
ya anunciada, para el buen Meleagro.
LA AVENTURA DE ATALANTA
En efecto, muchos fueron los cazadores de renombre que se presentaron a
la llamada del angustiado rey Eneo. Todos parecían estar tremendamente
interesados en convertirse en protagonistas de ese combate con el feroz jabalí.
Los cronistas nos hablan de Castor y Pólux, de Jasón, de Teseo, de Néstor, y de
muchos más nombres de personajes célebres. Pero quien más nos interesa es la
altiva y virginal Atalanta, una doncella especialmente dotada para la caza, hija
no querida de Yaso y Clímene, abandonada por su padre (con la connivencia
supuesta de la madre) por no ser el varón tan deseado. Artemis se apiadó de la
niña y envió a una osa para que la amamantara y cuidase de ella hasta que se
hiciera lo suficientemente grande como para poder empezar a moverse por su
cuenta.
Más tarde, unos cazadores dieron con la criatura y la acogieron entre ellos.
Con esa compañía, la jovencita se convirtió también en cazadora, como sus
tutores y como la propia diosa Artemis, que fue quien hizo posible que
continuase con vida la abandonada Atalanta. La joven era muy hermosa y
atractiva, pero bien sea que, al estar bajo la férula de Artemis, o por conocer cuál
había sido la vergonzosa actitud de su padre, se había convertido asimismo en
una inflexible virgen, y no dejaba que ningún pretendiente se acercase ni
remotamente a ella, lo cual se iba a convertir en pieza esencial de su mito,
puesto que esta afianzada aversión hacia los varones fue la causa de todo lo que
posteriormente iba a convertirse en su leyenda. Pero, volviendo a la llamada de
Eneo, Atalanta también fue una de esas personalidades que se trasladaron a la
corte de Eneo para ofrecerse como cazadores del jabalí (precisamente enviada
por su protectora Artemis). La presencia de la joven no fue demasiado bien
recibida por alguno de los bravos varones, que no veían con buenos ojos tal
rivalidad, máxime sabiendo que Atalanta les podía dejar muy atrás en la pugna
por alcanzar la gloria, pero el rey y, sobre todo, su hijo Meleagro, que quedó
prendado de la hermosura de la cazadora, aceptó de muy buena gana su
participación y la caza dio comienzo.
LA CAZA DEL JABALI
Antes de empezar la expedición, Eneo festejó la presencia de tantos nobles
y famosos paladines y, durante nueve días, en su palacio colmó de agasajos a los
asistentes a la cacería. Meleagro, su sucesor, que estaba ya casado con una tal
Cleopatra, hija de Idas, seguramente por razones de Estado, no pudo evitar
enamorarse apasionadamente ante la preciosa visión de esa única y excepcional
mujer presente, a la que se denominaba "el orgullo de los bosques de la
Arcadia", sin darse cuenta de que no podría jamás alcanzar correspondencia en
el sentimiento de la adusta doncella, porque ella había decidido, con la
rotundidad de los antiguos seres legendarios, no tener jamás comercio carnal con
hombre alguno. Y la cacería empezó con Meleagro pendiente sólo de los gestos
y movimientos de la cazadora, mientras que ésta, en su deseo de ser más y más
cada día, sólo estaba pendiente de alcanzar y derribar a su presa. Pero la primera
jornada no fue nada pacífica; Hileo y Reco, dos centauros cazadores que se
habían incorporado a la partida, decidieron atacar primero a la bella Atalanta,
pensando que con su fortaleza y experiencia, fácilmente podrían hacerse con la
virgen, más aún cuando los dos iban a actuar emparejada mente, de modo que
uno sujetaría a la joven mientras el otro la poseía a su antojo, y el segundo
disfrutaría igualmente de la ayuda del primero cuando llegase su turno. Atalanta
pudo darse cuenta a tiempo de sus intenciones y les dejó acercarse, al tiempo
que simulaba aprestarse para dar alcance al jabalí. Cuando estuvieron lo
suficientemente cerca, Atalanta disparó dos flechas casi simultáneamente:
Hileno y Reco alcanzados por los mortales dardos, dejaron de existir en un
instante y Atalanta, impávida tras haber rechazado el ataque, siguió como si
nada hubiera sucedido, con la idea puesta en hacerse con el trofeo prometido por
Eneo.
EL JABALI A TIRO
Por fin se dio caza al jabalí, acorralado ahora entre Atalanta, Meleagro,
Anfiarao, Néstor, Peleo, Jasón, Ificles, Telamón, Anceo, Teseo, Euritión y otros
más. El jabalí mató e hirió a tres o cuatro de sus perseguidores; puso en fuga a
Néstor y terminó siendo acosado por un grupo que se cerraba desordenadamente
sobre él. Ificles, el hermanastro de Hércules, lanzó su lanza y apenas acertó con
el animal, pero lo hizo mejor y antes que el resto de sus atolondrados
compañeros de cacería, ya que hasta Jasón falló en su tiro. Atalanta aprovechó la
ocasión y, tensando su arco y apuntando con precisión, consiguió ser quien
primero clavase una flecha en el jabalí, aunque fuese en la oreja del animal, nada
más. El jabalí salió corriendo del lugar, no sin haberse llevado por delante a
Anceo. Pero también había recibido otro flechazo más certero de Anfiarao. La
confusión era atroz, los presuntos cazadores se habían herido y hasta matado
entre ellos mismos, como sucedió con Euritión, que fue muerto por un error de
Peleo en la confusión que siguió a los primeros instantes. Finalmente, Meleagro
acertó con una flecha al jabalí, justo de modo que pudo aprovechar su
desfallecimiento, acercarse a él y rematarlo con su lanza. Acto seguido, el joven
enamorado desolló a la bestia y se fue con la piel hacia Atalanta, declarando que
era ella quien debía recibir el trofeo, puesto que ella era quien primero había
herido a la presa. La decisión de Meleagro levantó ampollas entre los presentes.
A todos les había preocupado desde el principio la competencia de Atalanta y
ahora Meleagro les humillaba doblemente, ya que el vencedor cedía
desinteresadamente su premio y, lo que era aún peor, hacía público el triunfo de
la mujer cazadora, pasando por encima de ellos y de su honor de hombres
afamados.
LA INESPERADA DISCUSION POR EL HONOR
Había ya quien decía que la primera herida, aunque hubiera sido mínima,
era la producida por el tiro de Ificles, el hijo de Anfitrión y Alcmena. También
decía el arrogante Pléxipo, tío de Meleagro por parte de su madre, que él, como
pariente de mayor categoría, debería ser el receptor de aquella piel que Meleagro
rechazaba, mientras que su otro tío, hermano menor de Altea y Pléxipo, insistía
en que el honor debía recaer en Ificles, por las razones que ya se habían
expuesto de ser el causante de la primera sangre derramada. La estéril y
vergonzosa discusión siguió subiendo de tono, llevada ahora por las voces de los
tíos del cazador que había preferido donar el trofeo a su amada, sin que se
hubiera planteado la posibilidad de contemplar tan bochornoso espectáculo.
Meleagro, no pudiendo aguantar por más tiempo la necia perorata de sus tíos,
que no querían darse cuenta de su homenaje de amor hacia Atalanta, ni tenían
tan siquiera la dignidad de dejar de reclamar lo que él, como vencedor, había
legítimamente cedido, mató a sus tíos sin pensarlo más, zanjando violentamente
el altercado, recordando a todos que él era, además del único triunfador, el solo
heredero de la corona de Calidonia. Pero Meleagro había matado a los hermanos
de su madre y ésta no era tampoco una persona que perdonase. Como su marido
Eneo, Altea no dudaba en anteponer sus principios de rango sobre la condición
paterno—filial y lo maldijo al instante, arrojando al fuego el leño que guardaba
desde la infancia como garantía de la inmortalidad del hijo. En otras versiones
del mito, se afirma que Meleagro, ahora blanco de odio de otros hermanos de
Altea y Pléxipo, vio como éstos se lanzaban contra Calidonia, aprovechando que
había quedado proscrito por su madre y no podía alzarse en armas para
defenderla. El ataque fue tan sangriento que Cleopatra exigió a su marido que
abandonase su reclusión y se lanzara contra los asaltantes. Así lo hizo, matando
a los otros tíos restantes, y casi poniendo en fuga a la tropa enemiga con su
actuación al frente de las fuerzas de la ciudad. La rebelde reacción de Meleagro
aumentó en mayor medida el odio de la madre hacia él. Altea, ahora dispuesta
por propia iniciativa a darle una lección mortal al hijo, u ordenada por las Parcas
a actuar de esta forma, sólo tenía que hacer una cosa: sacar el leño de su
escondrijo y arrojarlo al fuego. Eso fue lo que hizo, y con el leño crepitando en
la chimenea, de igual manera se consumía la vida de Meleagro, hasta quedar
acabado, y sus enemigos pudieron hacerse con el control de la situación, al
quedar el oponente sin jefe y encontrarse todo listo para la toma de la cuidad.
Esta versión de la leyenda dice que la parricida Altea, horrorizada por ver el
resultado de su ira, decidió quitarse la vida, colgándose hasta morir. La casi
olvidada esposa Cleopatra, sintiéndose también culpable de la muerte de
Meleagro a manos de las artimañas de su madre Altea, por haberle ella inducido
a salir de proscripción y a tomar las armas entonces prohibidas, también siguió
este camino del suicidio por estrangulamiento.
ATALANTA VENCEDORA
Por fuera de la cuestión final había quedado Atalanta, quien se retiró de la
cacería y sus postrimeras con la piel del jabalí (y con los colmillos seguramente,
aunque nadie se moleste en contarlo), sin recordar ni por un momento a aquel
Meleagro que había perdido la vida por amor hacia ella. El padre de Atalanta, el
despegado e incumplidor Yaso, estaba ahora orgulloso del valor y quería
compartir la fama de su hija antes por él repudiada. Atalanta, que debía querer
caer en gracia a quien le echara de su lado, fue al palacio paterno, a recibir el
desconocido cariño familiar. Yaso quería que su hija fuera como las demás
criaturas de su sexo y para ello nada más normal que buscarla un marido y
hacerla formar familia. Atalanta, que no parecía estar dispuesta a perder el recién
conquistado afecto de Yaso ni su terca virginidad, no le contradijo, sino que
introdujo una cláusula mínima en la búsqueda de pareja: se casaría
inmediatamente con el hombre que la ganase en una carrera a pie, pero si el
pretendiente no era capaz de ganarla, ella con sus manos lo mataría. Conviene
aclarar que pesaba sobre la joven cazadora una admonición anterior del oráculo
de Delfos, que la advertía que el matrimonio para ella significaba
automáticamente la condena a ser transformada para siempre en un animal
salvaje. Sin saber nada sobre la maldición délfica, pero encantado de tener a
Atalanta dispuesta a obedecerle en sus deseos, aceptó Yaso la idea del premio o
castigo propuesta por esta hija tardíamente recuperada. Se puso en conocimiento
de todos los jóvenes griegos la posibilidad de acceder a la mano de Atalanta y se
comunicaron también las condiciones de la selección. Los imprudentes
aspirantes a la retadora mano tampoco escasearon: pronto empezaron a
producirse carreras entre pretendientes varios y la obstinada chica.
LA VICTORIA DEL ORACULO
Como es natural, al hablar de pretendientes, al hablar de más de uno, que
sería el definitivo, se supone que el resto de los contendientes caían fulminados
a manos de la extraña dama, y así era, ya que la aliviada corredora los remataba
con su lanza sobre el terreno de su derrota, contenta de haberse librado de la
maldición del oráculo de Delfos y después de haberlos vencido sin demasiado
esfuerzo, pues hasta se cuenta que a todos les daba unos pasos de ventaja al
comienzo de la carrera, segura de su victoria y añadiendo un nuevo toque de
desprecio hacia los hombres. Y así, victoria tras victoria y muerte tras muerte,
Atalanta vio pasar los días y los años. Hasta que llegó a palacio un tipo muy
distinto de competidor, el joven Melanión, hijo de Anfidamante (otros muchos
autores dicen que este personaje definitivo fue Hipómenes, hijo de Megareo).
Sea quien sea, lo que sí se sabe es que él tenía la ayuda inestimable de Afrodita,
diosa del amor y de la belleza, que le había entregado tres manzanas de oro para
la prueba, tal vez porque, dada su adscripción a la pasión y a la entrega amorosa,
no podía soportar a las rígidas y frías doncellas vocacionales. Se estableció la
fecha de la carrera, que parecía destinada a ser una de tantas, y nadie daba ni un
ápice a favor del varón. Pero, en cuanto comenzó la prueba mortal, Melanión o
Hipómenes, quien fuera, fue dejando caer una tras otra las tres manzanas de oro,
de modo que, sin cesar de correr, tentaba a la joven. Atalanta, por su parte,
aburrida de competiciones y con el deslumbramiento que se supone que las
joyas producen en cualquier mujer, se detuvo tres veces para recoger las
manzanas. Cuando se quiso dar cuenta, había perdido por primera y última vez
la carrera y debía cumplir su parte del trato, cosa que hizo sin rechistar y más
bien encantada de poder gozar, de una vez por todas, de las delicias del amor. Y
tanto fue su amor que, un día mucho más tardío, en otra jornada de caza, sintió
la pareja renovados anhelos de amarse y así lo hicieron, pero dentro de un
templo de Deméter o de Zeus, buscando cobijo a su sombra. El dios o la diosa
titular del recinto se enfureció con lo que se consideraba sacrilegio, y del cielo
descendió el castigo (como siempre, sólo el mal viene de arriba) en forma de
transformación de la pareja en leona y león, puesto que se creía entonces que los
leones no se apareaban entre sí, ya que debían hacerlo con leopardos.
Seguramente, por ignorancia de los olímpicos y los clásicos, Atalanta—leona y
su marido Hipómenes, o Melanión—león, debieron seguir disfrutando
ampliamente de una pasión regular y satisfactoria.
TIDEO, HIJO DE ENEO
Eneo se casó, después del suicidio de Altea, con Peribea, o tal vez fue con
su propia hija Gorgé con la que tuvo a Tideo. La juventud de este hijo de Eneo
fue turbulenta; unos dicen que porque fue abandonado por su padre, otros
porque tuvo que salir de Etolia por causa de una pendencia. El caso es que llegó
a la corte de Adrasto, rey de Argos, y allí fue recibido como hijo y recibió a
Deípile, una de sus dos hijas en matrimonio (la otra, Argia, fue otorgada a
Polinices). Tideo después se dirigió a Tebas, formando un grupo que se
conocería como los siete de Tebas, para reclamar de Eteocles el trono en favor
de su hermano mellizo Polinices, con el que había acordado —e incumplido—
turnarse en el trono de la ciudad. Eteocles no quiso escucharlo y Tideo desafió a
los campeones de Tebas a duelo, venciéndolos uno a uno, hasta acabar con todos
ellos. Mientras, a las puertas de la ciudad, los siete jefes de Argos se colocaron
frente a las puertas de la muralla, esperando la orden de iniciar el asalto.
Eteocles consultó al sabio Tiresias sobre qué decisión debía tomar y el adivino
contestó que el sacrificio de un príncipe sería el remedio necesario para evitar
que Tebas cayera en manos de los argivos. Meneceo, hijo de Creante, se
sacrificó por la ciudad y el combate empezó, con Zeus del lado de los tebanos y
Atenea apoyando a Tideo. Muertos los jefes de Argos, incluido el valeroso
Tideo, y muertos también los capitanes de Tebas e igualadas las agotadas
fuerzas, Polinices retó a su hermano Eteocles a un combate decisorio que
resultaría tan estéril como lo había sido el enfrentamiento armado anterior; en
ese combate final los dos hermanos murieron.
LA DESVENTURADA VIDA DEL HEROE DIOMEDES
Tideo había tenido con Deípile a Diomedes, un digno sucesor suyo que
empezó su vida pública arremetiendo contra los hijos de Agrio, usurpador del
reino de Etolia, para vengar la afrenta hecha a su abuelo Eneo. Tras su prueba de
coraje, y habiendo ya contraído matrimonio con Egialea, Diomedes se embarcó
para la campaña de Troya, en dónde destacó por su arrojo, convirtiéndose en uno
de los personajes más importantes del largo asedio, llegando a herir a Eneas en
combate, a enfrentarse con el propio Odiseo, a alcanzar a Afrodita con su lanza,
a entrar en Troya en solitario para conseguir robar el sagrado Paladio del templo
y, finalmente, a ser uno de los valientes que consiguieron entrar en la ciudad,
escondido dentro del famoso caballo de madera, abrir las puertas a sus
compañeros y terminar con los nueve años de resistencia de Troya. De vuelta al
hogar, se encontró con que su esposa Egialea le había sido repetidamente infiel y
vivía con Cometo. Todavía no satisfecha, o tal vez movida por la inquina de
Afrodita, la infiel ahora le perseguía con trampas y traiciones, buscando una y
otra vez su muerte, hasta hacer que él tuviera que huir de su tierra, camino de
Italia. Allí entró al servicio del rey Dauno, del que supo ganar su aprecio y
confianza, hasta el punto que el rey lo casó con su hija Evipe y le dio poder para
que actuase como lugarteniente suyo, pero Afrodita le perseguía incesantemente
con su rencor, tramando toda clase de males. Por ello, y a pesar de ser su yerno,
capitán victorioso de sus tropas y pacífico fundador de numerosas ciudades, el
rey Dauno le asesinó, mientras que se cuenta que los nobles compañeros del
héroe asesinado fueron transformados en unas misteriosas aves que se
mostraban tan amistosas para con los griegos como peligrosas para el resto de
los seres humanos.
DEYANIRA
Hércules había prometido a Meleagro, cuando se encontró con su doliente
alma en los infiernos, que desposaría a su hermana Deyanira en cuanto regresara
a la tierra. Deyanira y Gorgé tal vez por ser hijas de Dionisos, fueron las únicas
hermanas de Meleagro que mantuvieron su aspecto tras la muerte de Altea y
Cleopatra, puesto que al resto Artemis las transformó en aves. Al cabo de unos
años, cuando Hércules estaba de paso por Etolia, conoció a Deyanira y se
prendó de ella; era una mujer atractiva y valerosa, avezada en la caza, a la que
muchos perseguían infructuosamente, el terrible dios Aqueloo entre ellos y el
único que realmente presentó oposición, pero venció Hércules a Aqueloo, y
Eneo le concedió a su hija en matrimonio, haciéndola plenamente feliz, puesto
que a ella le había maravillado el héroe y, por otra parte, le horrorizaba el
cambiante dios-río Aqueloo, que tomaba la forma de serpiente, de hombre con
cabeza de toro, o se aparecía como un furioso toro. Cuando el centauro Neso se
ofreció engañosamente a cruzar a la gentil Deyanira al otro lado del crecido río
Eveno, con la artera intención de raptarla una vez que Hércules se hubiera
despojado de sus armas para cruzar la corriente, la reacción del héroe fue rápida
y violenta: a una distancia que jamás otro ser humano alcanzó con sus armas,
Hércules hizo llegar la flecha que atravesó el cuerpo del raptor. Pero Neso, en su
agonía, dijo querer darla, antes de morir, una prenda de amor a Deyanira (una
poción elaborada con su propia sangre para asegurarle la fidelidad de Hércules),
que ella guardó sin decir nada a su marido. Transcurrieron los años, la pareja
siguió su vida, y Deyanira le dio cinco hijos a Hércules: una hija llamada
Macarla y cuatro varones, Hilo, Tesipo, Gleno y Hodites.
EL PESAR DE DEYANIRA
Pasaron más años y Hércules seguía recorriendo el Universo, participando
en muchas y muy difíciles aventuras; pero ni las hazañas ni el hogar le eran
suficientes y menos aún lo era su esposa. A medida que transcurra el tiempo,
menos se contentaba con una sola mujer, manteniendo casi constantemente
relaciones con diversas y cambiantes acompañantes siempre más jóvenes y
lozanas que ella, e insistiendo en meter en casa a sus amantes. Consideró la
sufrida esposa que era hora de aplicar el casi olvidado remedio de Neso a una
prenda de Hércules, prenda que éste llevaría consigo en un sacrificio ritual, para
hacerle finalmente fiel. Cuando partió su marido, movida por la curiosidad, untó
otra prenda, comprobando, con espanto, que la poción no era más que una
postrera venganza del centauro, puesto que la ropa empapada en el ungüento
rompía en llamas. Mandó a Licas que corriera a avisar a Hércules del peligro
que suponía utilizar aquella camisa para el sacrificio ritual, pero el mensajero
llegó demasiado tarde: Hércules había sido alcanzado por la maldición de Neso
y se moría sin remedio; pidió a su hijo primogénito Hilo que se preparase una
pira funeraria en lo más alto del lugar, y él mismo se tendió sobre ella, dispuesto
a acabar de una vez con el espantoso sufrimiento, para pasar con su alma a la
eternidad del Olimpo, en donde fue recibido, para sorpresa de todos, como hijo
bien amado de Hera. Enterada Deyanira del horrible suceso, se quitó la vida, sin
llegar a saber que Hércules había perdonado de corazón su involuntario acto,
puesto que recibió de Licas el aviso de su esposa, y comprendió al instante que
su desgracia había sido el producto de la venganza póstuma de Neso.
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