martes, 2 de abril de 2019

Hel.

Hel, diosa de la muerte, era hija de Loki, dios del mal y de la giganta Angurboda, la
portadora del infortunio. Ella vino al mundo dentro de una oscura cueva en Jötunheim,
junto a la serpiente Iörmungandr y el terrible lobo Fenris ,siendo tal trío considerado
como los símbolos del dolor, el pecado y la muerte.
A su debido tiempo se dio cuenta Odín de la terrible progenie que Loki estaba cuidando
y decidió desterrarles de la faz de la tierra. La serpiente fue por tanto arrojada al mar,
donde sus retorcimientos causaban supuestamente las más terribles tempestades; el lobo
Fenris fue atado con cadenas, gracias al intrépido y valiente Tyr, y Hel, la diosa de la
muerte, fue arrojada a las profundidades de Niflheim, donde Odín le concedió el poder
sobre los nueve mundos.
El Reino de Hel en Niflheim.
A este reino, que supuestamente estaba situado bajo la tierra, sólo se podía entrar tras un
penoso viaje a través de los más accidentados caminos en las frías y oscuras regiones
del extremo Norte. La puerta de entrada estaba tan lejos de todas las moradas humanas
que incluso Hermod el veloz, montado sobre Sleipnir, tenía que viajar durante nueve
largas noches antes de alcanzar el río Giöll. Éste constituía el límite de Niflheim, sobre
el cual se erigía un puente de cristal enarcado con oro y sostenido sobre un solo cabello,
y velado constantemente por el horrible esqueleto Modgud, que hacía que todos los
espíritus pagaran un peaje de sangre antes de que se les permitiera el paso.
Los espíritus cabalgaban o surcaban el puente generalmente sobre los caballos o las
carretas en las que se había quemado la pira funeraria con los muertos y las razas
nórdicas eran muy cuidadosas a la hora de calzar los pies de los fallecidos con un par de
zapatos especialmente resistentes, llamados zapatos de Hel, para que no tuvieran que
sufrir en el largo viaje a través de caminos accidentados. Poco después de traspasar el
puente Giallar, los espíritus llegaban hasta El Bosque de Acero, donde no había nada
excepto árboles desnudos con hojas de acero y tras dejarlo atrás, llegaban a las puertas
de Hel, al lado del cual el feroz perro manchado de sangre, Garm, estaba en guardia,
refugiado en un oscuro agujero conocido como la cueva Gnipa. La cólera de este
monstruo sólo podía ser apaciguada con la ofrenda de un pastel de Hel, lo cual nunca
fallaba a aquellos que en alguna ocasión le han dado pan a los hambrientos.
Dentro de la puerta, entre el intenso frío y la oscuridad impenetrable, se oía hervir la
gran caldera Hvergelmir y el rodar de los glaciares en el Elivagar y otros ríos de Hel,
entre los cuales se encontraba el Leipter, sobre el cual se hacían solemnes juramentos, y
el Slid, en cuyas turbias aguas rodaban continuamente espadas desenvainadas.
Adentrándose en este horrible lugar, se encontraba Elvidner (miseria), el palacio de la
diosa Hel, cuyo plato era el Hambre. Su cuchillo era la Avaricia. Holgazanería era el
nombre de su hombre, Indolencia el de su doncella, Ruina el de su umbral, Pesar el de
su cama y Conflagración el de sus cortinas.
Esta diosa tenía muchas moradas diferentes para los invitados que venían a visitarla a
diario, ya que ella recibía no sólo a los perjuros y criminales de todas clases, sino
también a aquellos que eran tan desgraciados como para morir sin derramar sangre. A
su reino iban a parar también aquellos que morían de vejez o enfermedad, una forma de
morir que era denominada "muerte de paja", ya que los lechos estaban construidos
generalmente con ese material.
Ideas de la Vida Futura.
Aunque los inocentes eran tratados bondadosamente por Hel y disfrutaban de un estado
de dicha negativa, no era de extrañar que los habitantes del Norte se encogieran ante la
idea de visitar su lúgubre morada. Y mientras los hombres preferían cortarse con la
punta de la lanza, arrojarse desde un precipicio o quemarse vivos, las mujeres no se
encogían ante medidas igualmente heroicas. En los extremos de su pesar, no dudaban en
arrojarse desde una montaña o en caer sobre las espadas que les eran entregadas el día
de su boda, para que sus cuerpos pudieran ser quemados con aquellos a los que amaban
y sus espíritus liberados para unirse a ellos en la gloriosa morada de los dioses.
Sin embargo, los horrores esperaban a aquellos cuyas vidas habían sido impuras o
delictivas. Estos espíritus eran desterrados a Nastrond, la ribera de los cadáveres, donde
caminaban por fríos ríos de veneno hasta una cueva hecha de serpientes entrelazadas,
cuyas fauces venenosas estaban giradas hacia ellos. Tras sufrir allí incontables agonías,
se les arrojaba a la caldera Hvergelmir, donde la serpiente Nidhug dejaba por un
momento de masticar la raíz del árbol Yggdrasil para alimentarse con sus huesos.
Un palacio que se erige
lejos del Sol
en Nastrond;
sus puertas dan hacia el Norte,
gotas de veneno caen
de sus aberturas;
entretejido está ese palacio
con lomos de serpiente.
Allí vio ella vadear
las lentas corrientes
a los hombres sedientos de sangre
y a los perjuros,
y a aquellos que seducen los oídos
de las esposas de los demás.
Allí absorbe Nidhug
los cadáveres de los muertos.
(Edda de Semund).
Pestilencia y Hambre.
Se suponía que la misma Hel dejaba ocasionalmente su tenebrosa morada para recorrer
la Tierra sobre su caballo blanco de tres patas y en tiempos de pestilencia y hambre, si
parte de los habitantes de un distrito se libraban de ello, se decía que ella había usado un
rastrillo y cuando ciudades y provincias enteras habían sido despobladas, como sucedió
en el histórica epidemia de la Muerte Negra, se decía que ella había cabalgado con una
escoba.
Las razas nórdicas creyeron posteriormente que a veces se permitía a los espíritus de los
muertos volver a la tierra y aparecerse ante sus familiares, cuyo pesar o gozo les
afectaba incluso después de la muerte, como se relata en la balada danesa de Aager y
Else, donde un amante muerto le pide a su amada que sonría, para que su ataúd pueda
ser llenado con rosas en vez de gotas coaguladas de sangre producidas por sus lágrimas.

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