martes, 2 de abril de 2019

De la vida del santo Alexius, hijo del emperador Eufemianus

Herman Hesse

Había cierto emperador en cuyo reino, es decir, el Estado romano, vivía cierto
joven Alexius, hijo de un romano muy noble llamado Eufemianus, que era uno de los
primeros de la corte imperial. A éste lo rodeaban tres mil esclavos, ceñidos con
cinturones dorados y vestidos con ropas de seda. El citado Eufemianus era muy
caritativo, y todos los días había en su casa tres mesas para pobres, huérfanos,
extranjeros y viudas, a quienes servía diligentemente; a la hora novena él mismo
tomaba su comida retirado con hombres píos en el temor de Dios. Tenía una mujer
llamada Abael, que era igualmente temerosa de Dios y muy caritativa. Pero como no
tenían hijos, Dios, ante sus ruegos, les regaló uno, por lo cual tomaron la firme
decisión de vivir desde entonces en casta continencia. El niño fue entregado a los
maestros de las artes libres para que lo instruyeran en todas ellas. Cuando se
destacaba en todas las artes de la sabiduría secular y había llegado ya a la edad viril,
se eligió a una muchacha de la familia imperial y se la unió a él como esposa. Llegó
la noche: en ella mantuvo con su recién desposada un misterioso silencio, pero luego
el santo joven comenzó a instruirla en el temor a Dios y le dio su anillo de sello y la
hebilla de la guarnición de la espada que lo ceñía, para que los guardara, y le dijo:
—Tómalo y consérvalo mientras le plazca al Señor, y que el Señor nos acompañe.
Tras esto se dirigió hacia el mar, subió en secreto a un barco, llegó a Laodicea y
de allí siguió hasta Edessa, una ciudad en Siria, donde se guardaba en un lienzo una
imagen de nuestro Señor Cristo, la cual había sido realizada sin trabajo humano.
Llegado allí repartió a los pobres todo lo que llevaba consigo y comenzó a sentarse
ante la puerta de la iglesia de María, La Madre de Dios, en harapos y junto a otros
mendigos. De las limosnas no conservó más que lo necesario; el resto se lo regaló a
los demás pobres. Pero su padre, quien lloraba mucho el alejamiento de su hijo, envió
a sus sirvientes hacia todos los rincones del mundo para que lo buscaran. Habiendo
llegado algunos de éstos a la ciudad de Edessa, él los reconoció, pero como no lo
reconocían a él, le dieron limosnas igual que a los demás pobres, limosnas que
aceptó, dando las gracias a Dios del siguiente modo:

—Señor, te agradezco que me permitas recibir limosnas de manos de mis
esclavos.
Los sirvientes regresaron e informaron que no se le podía hallar en ningún sitio.
Su madre, desde el día de su partida, había colocado un saco en el suelo de su
dormitorio, donde suspirando y llorando decía:
—Aquí quiero permanecer siempre en duelo, hasta que vuelva a tener a mi
querido hijo.
La esposa del mismo le expresó a su suegra:
—Hasta que sepa algo de mi dulce novio, quiero quedarme contigo como una
tórtola.
Cuando Alexius hubo pasado diecisiete años al servicio de Dios en el atrio de la
citada iglesia, la imagen de la Santa Virgen que allí había le habló al custodio del
templo:
—Haz pasar al hombre de Dios, pues es digno del Reino de los Cielos y sobre él
reposa el espíritu del Señor.
Pero como el custodio no sabía de quién hablaba la Virgen, ésta prosiguió
diciéndole:
—Es aquél que está sentado en el atrio.
Entonces el custodio salió de prisa y le condujo a la iglesia. Pero cuando este
suceso fue conocido por todos y todos comenzaron a venerarle, se alejó de allí,
porque quería evitar la fama terrenal. Se embarcó, y quería navegar a Tarsus, en
Cilicia; pero el barco, dirigido por Dios, fue desviado por tormentas hacia el puerto
de Roma. Alexius, al darse cuenta de esto, se dijo a sí mismo: «Quiero permanecer de
incógnito en la casa de mi padre y no ser una carga para nadie». Se encontró con su
padre, que salía del palacio y estaba rodeado por numerosos servidores, y comenzó a
gritar detrás de él:
—Siervo de Dios, ordena que yo, un extranjero, sea acogido en tu casa, y déjame
comer de las migajas de tu mesa, para que el Señor también se compadezca de tu
hijo, que está en tierras lejanas.
El padre, después de haberle escuchado, dio orden de acogerle por el bien de su
hijo, le dio un lugar especial en su casa, le dio comida de su mesa y le asignó un
servidor propio. Aquél, empero, continuó siempre rezando y castigando su cuerpo
con ayunos, y los servidores de la casa se burlaban de él y a menudo le volcaban agua
sucia en la cabeza, pero él seguía siempre muy paciente. Así, Alexius se quedó sin ser
reconocido durante diecisiete años en la casa de su padre, y cuando vio que se
acercaba el fin de su vida, pidió papel y tinta y redactó toda su trayectoria. El
domingo después de la celebración de la misa resonó una voz atronadora en el sancta
sanctorum desde el cielo:
—¡Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados!
Al sentir la voz, todos inclinaron su rostro hasta el suelo, y he aquí que la voz dijo
una segunda vez:
—¡Buscad al hombre de Dios, para que rece por Roma!
Aquéllos lo buscaron y no lo encontraron, y nuevamente se dijo:
—¡Buscad en la casa de Eufemianus!
Pero cuando le preguntaron a él, dijo que no sabía de nada. Entonces llegaron los
emperadores Arcadius y Honorius junto con el papa Inocencio a la casa del hombre
citado, y ved, la voz del sirviente de Alexius llegó hasta su señor y dijo:
—Fíjate, señor, si no podría ser nuestro extranjero, que es un hombre anciano y
de gran paciencia.
Entonces, Eufemianus corrió hacia su hijo, pero lo encontró ya difunto, y su
rostro estaba sonrojado como el de un ángel; quiso quitarle el papel que el muerto
tenía en la mano, pero, no pudo. Al salir y contarle lo sucedido al emperador y al
papa, éstos entraron adonde estaba Alexius y dijeron:
—Todos somos pecadores. Pero dirigimos el timón del reino y tenemos la
preocupación conjunta por las funciones pastorales. Danos, pues, el papel, para que
sepamos qué hay escrito en él.
El papa se le acercó, cogió el papel en su mano y lo pasó para que fuera leído
delante de todo el pueblo y en los alrededores, y ante el padre del difunto. Pero
cuando Eufemianus oyó esto, movido por gran temor cayó en tierra mientras sus
fuerzas le abandonaban. Pero vuelto Un poco en sí, desgarró sus vestimentas y
comenzó a mesarse los grises cabellos y la barba y a dilacerarse a sí mismo; se
precipitó sobre su hijo y exclamó:
—¡Ay, hijo querido!, ¿por qué me has dado tamaña tristeza y me has lanzado a
tantos años de suspiros y quejas? Ay, miserable de mí, ¿qué veo? ¡Te veo a ti,
protector de mi vejez, yaciendo en el féretro y sin hablar conmigo! ¿Dónde podré
hallar consuelo?
La madre, al escucharlo, como una leona que desgarra su red, alzó sus ojos hacia
el cielo con las ropas destrozadas y sus cabellos revueltos, y como la gran masa de
pueblo no le permitía llegar hasta el sacro cadáver, exclamó de viva voz:
—Dejadme pasar, para que pueda mirar al consolador de mi alma que ha bebido
de mis pechos —y al llegar hasta el cadáver se inclinó sobre él y gritó—: ¡Ay,
querido hijo, luz de mis ojos!, ¿por qué te has portado así con nosotros? ¿Por qué has
sido tan cruel con nosotros? ¡Veías a tu padre y a tu mísera madre llorar amargas
lágrimas, y no te nos mostrabas; tus esclavos te ofendían, y tú lo soportabas!
Y se echaba una y otra vez sobre el cadáver, y ya extendía sus brazos sobre él, ya
palpaba la caía angelical con sus manos, lo besaba y exclamaba:
—¡Llorad conmigo todos los que estáis aquí, que he tenido a aquél que era mi
Único durante diecisiete años en mi casa y no lo he reconocido! Y los esclavos lo han
insultado y le han pegado con los puños en la cara. Ay, ¿quién dará a mis ojos un
manantial de lágrimas para que noche y día pueda quitarme llorando el dolor de mi
alma?
Su esposa, vestida con un manto adriático, se acercó llorando y dijo:
—¡Ay de mí, que hoy me he quedado sola y aparezco viuda! Ya no tengo a nadie
hacia quien alzar la vista, a nadie por el que pueda mirar. Ahora me ha sido robada mi
imagen en el espejo, se ha hundido mi esperanza; ahora ha comenzado un dolor sin
fin.
El pueblo, al oír tales cosas, lloró amargamente. El Papa y los emperadores
colocaron el cadáver en un buen féretro y lo llevaron por el medio de la ciudad. Y al
pueblo se le comunicó que el hombre de Dios, buscado por toda la ciudad, había sido
encontrado, y todos se acercaron de prisa al cortejo. Pues bien: cuando un enfermo
tocaba el santo cadáver, se curaba muy pronto: los ciegos recuperaban la vista, los
posesos quedaban libres del Malo, y los enfermos de cualquier índole se restablecían
apenas tocado el cuerpo. Los emperadores, al observar estos grandes milagros,
comenzaron a llevar ellos mismos el féretro junto con el Papa, para que este cuerpo
santo los santificara también a ellos. Luego los emperadores ordenaron que se
arrojara por las calles una gran cantidad de plata y de oro, para que la gran multitud
estuviera ocupada en su amor al dinero y dejara llevar al santo cadáver a la iglesia.
Pero el pueblo olvidó su amor al dinero y se agolpaba más y más para tocar el cuerpo
sagrado, de modo que sólo con un gran esfuerzo pudieron llevarlo finalmente al
templo del santo mártir Bonifacio, y tras permanecer allí siete días en la alabanza del
Señor, le erigieron un monumento de oro y piedras preciosas en el que depositaron el
sacro cadáver con gran veneración. De la tumba misma salía un aroma tan dulce, que
parecía provenir de toda suerte de especias. Alexius murió en el año del Señor, 328.

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