martes, 2 de abril de 2019

De la soberbia excesiva, y de cómo los orgullosos llegan a menudo a la mayor humillación

Hermann Hesse

Gobernaba antaño el muy poderoso emperador Jovinianus; en una ocasión en
que estaba tendido en su cama, el corazón se le hinchó con una increíble soberbia, y
se dijo: «¿Hay otro dios además de mí mismo?». Mientras esto pensaba se apoderó el
sueño de él, y al levantarse temprano reunió a sus guerreros y les dijo:
—Amigos, será bueno que comamos, pues tengo la intención de salir hoy a cazar.
Éstos, dispuestos a cumplir con el deseo de aquél, comieron y se aprestaron para
la caza. Pero mientras el emperador estaba cabalgando, sintió un calor insoportable, y
le parecía que tendría que morirse si no podía bañarse en agua fría. Por tanto, miró en
derredor y vio a la distancia un ancho río. Díjoles pues a sus soldados:
—Quedaos aquí hasta que me haya refrescado.
Luego espoleó a su cabalgadura, se dirigió rápidamente hacia el río, saltó del
caballo, se quitó toda la ropa, entró en el agua y se quedó dentro hasta haberse
refrescado por completo. Pero mientras chapoteaba en el río llegó cierto hombre que
se le parecía en todo, en el rostro y en los gestos, y que se puso las ropas del
emperador, montó en el caballo de éste y cabalgó hasta donde estaban los guerreros.
Todos le recibieron como si fuera el propio emperador, y una vez terminado el juego
se dirigió con los soldados hacia el palacio. Luego, el emperador Jovinianus salió del
agua y no encontró ni su caballo ni su ropa. Se sorprendió mucho y se puso muy
triste; pero como estaba desnudo y no veía a nadie, se dijo: «¿Qué puedo hacer? Me
han engañado miserablemente». Por fin volvió en sí y se dijo: «Cerca de aquí vive un
soldado al que he elevado al puesto de coronel; iré a verle para que me dé ropas y un
caballo; luego cabalgaré a mi palacio y averiguaré quién y cómo me ha engañado».
Jovinianus se encaminó totalmente desnudo hacia el castillo de aquel guerrero y
golpeó en el portón. El portero preguntó por qué golpeaba, y Jovinianus le dijo:
—Abrid el portal y mirad quién soy.
Aquél abrió el portal y, después de haberle visto, se sorprendió y dijo:
—¿Quién eres?
—Soy el emperador Jovinianus —replicó aquél—; ve a ver a tu amo y dile que
me preste ropas, pues he perdido las mías junto con mi caballo. Pero el portero
contestó:
—Mientes, miserable tunante; el emperador señor Justiniano ya ha pasado por
aquí con sus guerreros antes de tu llegada; mi señor le ha acompañado, pero ahora ya
ha vuelto y está sentado a la mesa. Pero el que te llames un emperador, eso quiero
informárselo a mi amo.
Pronto el portero se presentó ante su señor y le comunicó las palabras de
Jovinianus. El caballero ordenó hacerle entrar, y después de haberle observado no le
reconoció, mientras que el emperador reconocía muy bien al guerrero.
—Dime quién eres y cómo te llamas —dijo entonces el guerrero.
—Soy el emperador Jovinianus y en tal y cual época te he nombrado coronel —
replicó éste. Pero el guerrero dijo:
—Oh, miserable tunante, ¿con qué descaro te atreves a llamarte emperador? Pues
hace un rato mi señor, el emperador, ha cabalgado a su palacio antes que llegaras; en
el camino me había agregado a su comitiva, y ya he vuelto. Pero no quedarás sin
castigo por haberte llamado emperador a ti mismo.
Tras esto ordenó que le propinaran unos buenos golpes y que le echaran luego del
castillo. Mas éste, al verse tan apaleado y expulsado, lloró amargamente y dijo:
—Oh, Dios mío, ¿cómo es posible que el guerrero a quien he elevado a coronel
ya no me conozca y me haya hecho dar tan terribles latigazos? —entonces recordó:
—Aquí cerca vive uno de mis consejeros, un duque; me dirigiré hacia allí y le
daré a conocer mi pesar. Me dará ropas y podré regresar a mi palacio.
Al llegar a la puerta del castillo del duque, llamó, y el portero, al oírle, abrió el
cerrojo y, al ver a un hombre desnudo, se sorprendió y dijo:
—Amigo, ¿quién eres y por qué has venido desnudo?
—Soy el emperador —dijo Jovinianus— y por una casualidad he perdido mi
vestimenta y mi caballo, por lo cual me acerco a tu duque para que me ayude; por lo
cual te pido le transmitas la cuestión a tu señor.
El portero se sorprendió, entró al palacio y le transmitió todo a su amo. El duque
dijo:
—Dejadlo pasar.
Pero una vez ingresado el emperador, nadie le reconoció, y el duque le dijo:
—¿Quién eres?
—Soy el emperador —replicó aquél—, y te he dado riquezas y honor, te he
nombrado duque y consejero imperial.
Pero el duque dijo:
—Loco miserable, poco antes de tu llegada he cabalgado con mi señor, el
emperador, hasta su palacio, y acabo de volver; pero no quedará sin consecuencias el
hecho de que te hayas atribuido semejante honor.
Tras lo cual le hizo encerrar en una cárcel y le dio de comer pan y agua; luego le
hizo sacar de la cárcel, mandó apalearle y echarle de sus tierras. Una vez expulsado,
profirió más suspiros y quejas de lo que pudiera creerse, y se dijo: «Ay de mí, qué he
de hacer, me he convertido en el oprobio y la ignominia de la plebe. Será mejor para
mí volver a mi palacio; los míos allí sin duda me reconocerán, y aunque no fuera así,
por lo menos mi esposa me reconocerá por ciertas señas». Y se dirigió solo a su
palacio, golpeó la puerta, el portero percibió los golpes y la abrió. Pero cuando le
hubo visto, le dijo:
—Pero ¿quién eres?
—Me sorprende que no me conozcas —replicó aquél—, pues has estado largo
tiempo conmigo.
—¡Mientes! ¡Largo tiempo no he estado sino con mi señor, el emperador! —dijo
el portero. Y aquél contestó:
—Justamente ése soy, y si crees en mis palabras, te pido que por Dios vayas a ver
a la emperatriz y le digas que por estas marcas me envíe mis prendas imperiales, pues
por casualidad he perdido todas las mías; las señas que le hago llegar por tu
intermedio no las conoce nadie salvo ella y yo.
Entonces dijo el portero:
—No dudo de que estás loco, porque mi señor, el emperador, está sentado a la
mesa y junto a él la emperatriz. Entretanto quiero informarle a la emperatriz que has
dicho que eres el emperador, y estoy seguro de que te darán un fuerte castigo.
El portero se dirigió a ver a la emperatriz y le dijo todo lo que había escuchado.
Ella se entristeció no poco, se dirigió a su señor y habló así:
—Oh, señor, sabéis que entre nosotros y en secreto han sucedido cosas extrañas.
Ahora me las cuenta un tipo miserable que está en la puerta y que le asegura al
portero que es el emperador.
Cuando el emperador hubo escuchado esto, ordenó que se paseara a aquél ante los
rostros de todos los presentes; y cuando entró desnudo, un perro, que antes le tenía
mucho afecto, le saltó encima y quiso estrangularle. Pero los sirvientes se lo
impidieron, de modo que Jovinianus no fue afectado por el perro. También tenía un
halcón en un palo; en cuanto el ave vio al hombre desnudo, rompió sus ataduras y
salió volando por la sala. Entonces el emperador les dijo a todos los que estaban en la
sala:
—Queridos míos, escuchad las palabras que diré sobre el mendigo. Dime quién
eres y por qué vienes aquí.
—Ésta es una pregunta extraña —dijo aquél—. Soy el emperador y amo de este
lugar.
Entonces el emperador les dijo a todos los que estaban sentados a la mesa o
parados alrededor de ella:
—Decidme por el juramento que me habéis prestado, quién de nosotros es vuestro
emperador y amo.
Aquéllos replicaron:
—Oh, señor, por el juramento que os hemos prestado, debemos daros una simple
respuesta: jamás hemos visto a aquel bribón, mientras que vos sois nuestro señor y
emperador que conocemos desde la juventud, y por eso os pedimos unánimemente
que le castiguéis, para que todos lo tomen como ejemplo y para que semejante
arrogancia no vuelva a repetirse.
Ahora el emperador se dirigió a la emperatriz y le dijo:
—Dime, señora mía, por la fidelidad que me guardas: ¿conoces a aquel hombre
que se dice emperador y señor tuyo?
—Oh, querido señor —afirmó aquélla—, ¿por qué me preguntas tal cosa? ¿No he
estado junto a ti por más de treinta años y he engendrado hijos contigo? Hay una sola
cosa que me sorprende, y es cómo este bribón ha llegado a enterarse de las cuestiones
secretas que hemos emprendido.
Luego el emperador le dijo a aquél que había sido conducido a la sala:
—Amigo, ¿cómo podías osar presentarte como emperador? Dictamos la sentencia
de que hoy se te ate a la cola de un caballo, y si nuevamente tuvieras la poca
vergüenza de afirmar lo mismo, te condenaría a la más infame de las muertes.
Luego llamó a sus allegados y les dijo:
—Id y atadlo a la cola de un caballo, pero no lo matéis.
Y así ocurrió. Pero luego el caballo movió el vientre más de lo que persona
alguna pudiera creer, y desesperado el hombre se dijo: «Maldito el día en que nací y
en que me han abandonado mis amigos. No me han reconocido ni mi esposa ni mis
hijos». Mientras así hablaba, pensó: «Cerca de aquí vive mi padre confesor; iré a
verle; quizá quiera reconocerme, puesto que me ha confesado a menudo». Con lo cual
se dirigió hacia la ermita. El ermitaño preguntó quién era, y él contestó:
—Soy yo, el emperador Jovinianus. Abre tu ventana, para que pueda hablar
contigo.
Cuando el ermitaño hubo oído la voz, abrió la ventana, pero al verlo la cerró
violentamente y dijo:
—¡Vete de aquí, maldito, pues no eres el emperador, sino el Diablo con figura
humana!
Al oír esto, Jovinianus cayó lleno de dolor al suelo, se mesó los cabellos y la
barba y dijo: «Ay, de mí, ¿qué puedo hacer?». Con estas palabras recordó cómo hacía
algunos días su corazón se había henchido de soberbia mientras yacía en su lecho y
había hablado así: «¿Hay otro dios además de mí mismo?». Luego golpeó en la
ventana de la ermita y dijo:
—Oíd, por el Crucificado os pido que me confeséis con la ventana cerrada.
—Eso está bien —dijo el otro. Jovinianus, empero, confesó, con lágrimas en los
ojos, toda su vida anterior, y sobre todo que se había sentido superior a Dios y que
había dicho que no creía en otro dios aparte de sí mismo. Una vez terminada la
confesión y la absolución, el ermitaño abrió la ventana, y le reconoció y dijo:
—Bendito sea el Señor, ahora te reconozco; tengo aquí unas pocas ropas; póntelas
y ve a tu palacio, y allí, según espero, te reconocerán.
El emperador se vistió, se dirigió a su palacio y llamó a la puerta. El portero la
abrió y le recibió con sumos honores. Pero aquél dijo:
—¿Me conoces acaso?
—Ea, y muy bien, señor. Sólo me sorprende que yo haya estado todo el día
parado aquí y no os haya visto salir de casa —dijo el portero.
Aquél ahora se dirigió a la sala de reuniones, y todos los que le veían inclinaban
su cabeza. Pero el otro emperador estaba con su mujer. Un guerrero que salía del
aposento imperial miró a Jovinianus, volvió al aposento y dijo:
—Señor, en el salón hay un hombre delante del cual todos se inclinan y le
reverencian, y es tan parecido a vos en todo, que por cierto no sé quién de vosotros
dos es el emperador.
Al oír esto, el emperador le dijo a su esposa:
—Ve y fíjate si lo conoces.
Ella salió, y tras haberle observado se sorprendió, volvió corriendo a su aposento
y exclamó:
—Oh, Señor, os informo de un segundo, pero no puedo distinguir de ningún
modo quién de vosotros es mi señor.
—Siendo esto así —dijo aquél—, saldré y daré a conocer la verdad.
Una vez llegado a la sala cogió a aquél de la mano, le hizo pararse a su lado,
llamó a todos los guerreros que había en la sala y a la emperatriz y dijo:
—Por el juramento que me habéis prestado, decidme; ¿cuál de nosotros es el
emperador?
Primero contestó la emperatriz:
—Señor, me corresponde contestar la primera; pero Dios en las alturas sea mi
testigo: no sé indicar cuál de vosotros es mi señor.
Y del mismo modo hablaron todos. Pero aquél dijo:
—Escuchadme, queridos amigos. Éste de aquí es vuestro emperador y señor; pero
una vez se rebeló contra Dios y por eso Dios le castigó, y los hombres le
desconocieron hasta que satisfizo a su Dios. Yo, en cambio, soy su ángel de la guarda
y custodio de su alma, que he administrado su imperio mientras él estaba en
penitencia; pero ahora su penitencia ha terminado, y ha reparado sus pecados;
prestadle obediencia, y os encomendaré a Dios.
Con estas palabras pronto desapareció de su vista; el emperador dio las gracias a
Dios y vivió toda su vida en paz y la consagró a Dios. Que Dios nos dé lo mismo.

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