lunes, 1 de abril de 2019

ARES/ MARTE

Zeus y Hera fueron, en efecto, los padres de Ares y de su hermana gemela
en todo, Eride, pero se asegura que pronto se arrepintieron de haber traído al
Olimpo a semejantes criaturas. Alguna que otra leyenda cita a la casta Atenea
como madre partenogenética de Ares, pero no es un mito demasiado admitido
por los ortodoxos. Homero aseguraba que Zeus y Hera tuvieron que aborrecer a
su hijo y, en la " Ilíada", sólo se muestra a este dios como a un ser despreciable
por sus hechos y sus pasiones bélicas, pudiéndose encontrar en la obra
inolvidable todo un surtido de ejemplos de su despreciabilidad a ojos de los
dioses e, incluso, a los de los más humildes mortales. Los dos grandes, Zeus y
Hera, también tuvieron otros hijos de muy diversa catadura, como así lo fueron
Hebe y Hefesto, aunque hay quienes aseguran que Hefesto, el herrero de los
olímpicos y amigo de los fuegos interiores de las entrañas de la tierra, y sus
bocas los volcanes, sólo era hijo de Hera y Zeus nada tenía que ver con el
muchacho. De todos los demás parientes, sólo Afrodita y Hades tenían
relaciones con Ares y bien extrañas, pues —al parecer— era más que nada una
perversa pasión entre Afrodita y Ares la que les mantenía cercanos, y también
era perverso ese sentido de agradecimiento profesional lo que hacía que Hades,
en sus infiernos, estuviera siempre dispuesto a agradecer los continuos envíos de
muertos en combates que Ares proporcionaba sin cesar a su compañero
encargado de la gestión de los negocios de ultratumba.
ARES Y COMPAÑIA
Queda claro que Ares no gozó, ni siquiera, del cariño de sus padres y
tampoco llegó a poder hacerse comprender entre sus muy complicados
compañeros del cielo, entre los que había todo ese surtido tan sorprendente de
caprichos y rarezas que configuran la telaraña mitológica. Aunque la maldad o la
crueldad de Ares no es única, tampoco es un caso de actuación en solitario, los
griegos colocan a Eris o Eride, la hermana, junto a Ares en la misma escala de
malicia. Es ella la que difunde la discordia entre los dioses y los humanos,
porque ella representa la discordia.
Su tarea es la elaboración de rumores, de inquinas, de celos. Su trabajo
consiste en hacer que las malas artes de su imaginación y su experiencia, esos
mensajes voluntariamente envenenados se transformen en causas remotas de las
guerras y de los odios, como semillas bien colocadas por la malsana habilidad de
la siempre presente hermana. También Ares hace lo posible por llenar el hueco y
combina astucias para aumentar el daño. Junto a ellos va siempre el siniestro
grupo de sus hijos respectivos, formado por Enio, la hija de Eride, divinidad de
la guerra, y los dos hijos varones de Ares: Deimos, escudero de Enio y
personificación del espanto y el otro escudero de Enio, Fobos, la representación
del miedo. Hay que decir que tan mala era la fama de los hermanos guerreros
Ares y Eride, que los griegos adjudicaban a la pareja un origen tracio para
subrayar que se trataba de dioses propios de la gente de la lejana Tracia, una
comarca rústica y primitiva, como si así se sacudieran de encima la
responsabilidad de aceptar en el Olimpo a unas divinidades tan poco
afortunadas, tan poco dignas de ser atenienses.
LA AVENTURA CON AFRODITA
A la bella Afrodita, ya se ha dicho, le atraía y le repelía la figura discutida
de su compadre Ares; era una extraña relación la que les iba a tener cercanos en
muchas ocasiones. Pero, especialmente, una de esas situaciones recordadas para
la eternidad es la que se produce cuando el matrimonio de Afrodita con el
deforme Hefesto estaba en su declive, Hefesto era el feliz y orgulloso esposo de
la hermosa entre las hermosas, y quiso el destino desafortunado, para la
desgracia del laborioso y bondadoso Hefesto, que Ares se prendase de Afrodita y
que ésta le correspondiese. Los amores de Ares y Afrodita fueron largos, tanto
que los tres hijos habidos en el tiempo del matrimonio con Hefesto lo fueron de
la infidelidad. Estos hijos eran nada menos que Deimos y Fobos, los dos
escuderos que habrían de acompañar a Ares a la batalla, y la gentil Armonía.
Pero el adulterio terminó por descubrirse por un exceso de confianza de la
irregular pareja y, cuando así fue, el marido burlado recibió el mensaje de un
espía del Olimpo, Helios, dios del sol, que tuvo la ocasión de sorprenderlos
durmiendo tranquilamente, a la luz del amanecer. El marido, enamorado siempre
de su adorada Afrodita, reaccionó de un modo muy peculiar y, en lugar de salir
airado al encuentro de Ares y Afrodita, ideó un plan para atraparlos en flagrante
delito; si lo que se cuenta es cierto, hay que reconocer que Hefesto recurrió a un
ardid trabajoso y excesivamente complicado. Elaboró en su fragua una red de
metal fina y tan resistente, que ni el temible Ares la pudiera romper, y la dispuso
en el lecho de su hogar, de modo que quien en él se acostase quedara atrapado
irremisiblemente hasta la llegada del único que sabía de su colocación y
funcionamiento. Para asegurarse del extraño triunfo de su trampa, Hefesto hizo
saber a Afrodita que iba a pasar un extenso periodo de tiempo fuera de casa, en
la isla de Lemnos y que tardaría en estar de vuelta. Naturalmente, la infiel
esposa se alegró de la singular ocasión de gozar sin prisas de la compañía de su
amante Ares y, tan pronto se hubo marchado el marido en su astuto viaje, llamó
a su lado al adúltero dios, para continuar con su ya duradero romance en las
inmejorables condiciones que la partida de Hefesto parecían propiciar. Felices
de estar sin tener que preocuparse por un posible retorno del marido, los dos
fueron directamente a la habitación en la que Hefesto había preparado la cama
con su trampa.
ATRAPADOS Y A LA VISTA DE TODOS
Lanzados a su pasión, los dos desvergonzados quedaron atrapados por la
red que se disparó sobre sus desnudos cuerpos. Cuando Hefesto regresó a casa,
allí estaba la pareja y él, sin perder tiempo en consideraciones, mandó reunir al
tribunal excepcional de los dioses. Las diosas no quisieron saber nada de aquella
situación ignominiosa y dejaron que los varones fueran los que vieran y
decidieran cómo terminar con aquella embarazosa disputa. Hefesto pedía la
disolución del matrimonio y la devolución de lo que había pagado a Zeus por su
hija, éste no quería saber nada de repudios y tampoco estaba nada contento con
el método público empleado por su yerno; lógicamente, pensaba que las
infidelidades se debían discutir dentro del recinto familiar: era él el menos
adecuado para hablar ante los demás de esas cuestiones que tantos quebraderos
de cabeza le habían proporcionado con Hera y con tantas otras diosas o
mortales.
Mientras tanto, ante la belleza desvelada de Afrodita, los dioses
comentaban con ironía la excelente suerte de Ares, a pesar de la impertinente
malla, y no faltaban quienes hicieran ostensibles declaraciones de querer estar en
su lugar, aunque fueran atrapados de tal guisa. Por fin Poseidón, harto del
espectáculo y de lo que estaba oyendo, propuso que Ares restituyese la dote
pagada por Hefesto para recuperar su libertad, y en caso de que éste no quisiera
hacer honor a la deuda contraída con su comportamiento, algo que el marido
temía, él, Poseidón, estaba dispuesto a suplirle y a casarse con la infiel Afrodita
para zanjar el pleito y dejar que las aguas volvieran a su cauce. Naturalmente,
Ares no pagó nada por su libertad, y Afrodita, cansada de su acompañante, se
decidió a probar nuevas aventuras, ahora que tenía encandilados a buena parte
de los que la habían visto en todo su esplendor.
LOS CELOS DE ARES
Mucho tiempo después, cuando ya Afrodita había pasado muchas noches
por otros muchos lechos de los cielos y la tierra, Perséfone, dolida a su vez por
algo muy grave que Afrodita la había hecho con su adorado Adonis, fue a decirle
a Ares que la ligera y casquivana diosa del amor estaba mucho más enamorada
del bello y mortal Adonis que de él, soberbio y divino. Los celos se apoderaron
de inmediato del terrible Ares y su furia lo arrastró a tomar la forma de un jabalí
y, bajo este aspecto, se dirigió al monte Líbano, en donde Adonis estaba
cazando, en compañía de Afrodita, ambos totalmente ignorantes del triste fin
que Ares iba a dar a sus días de esplendor. A la primera acometida, Adonis fue
acribillado por las despiadadas cuchilladas que daban los colmillos terribles del
jabalí encelado y su sangre regó los campos del monte, haciendo nacer
anémonas tan rojas como ella. Pero Ares no consiguió terminar con el amor
entre Afrodita y Adonis, muy al contrario, puesto que la bella y apasionada diosa
logró de la compasión de su padre Zeus que el infeliz amante resucitara todos
los estíos, dejara las tinieblas del Tártaro y pudiera pasar los seis mejores meses
del año, los más cálidos y apetecibles del verano griego, en la amorosa y eterna
compañía de Afrodita. Como siempre, Ares terminaba por encontrarse con la
adversa fortuna operando en favor de sus rivales, y tenía que volver a comprobar
otra vez más que, hiciera lo que hiciera, le tocaba perder en esa y en todas sus
demás empresas, corroborando el poco aprecio del Olimpo hacia su figura.
LA PAREJA RECHAZADA
Con esta catadura, no es raro que los distintos moradores de las alturas
traten de apartarse también de Ares y su hermana. En cualquiera de las ocasiones
en las que los divinos se enfrentan a Ares, los demás compañeros olímpicos se
ponen en contra de él. En la única ocasión en la que Ares se somete al tribunal
de los pares es porque ha sido acusado por ese mismo tribunal, no porque él
quiera llevar sus asuntos a la magistratura divina. Y el desarrollo del juicio es un
asunto bastante poco claro. Se trata de contestar a la acusación de asesinato. El
muerto era el joven Halirrotio, un impulsivo hijo de Poseidón y la causa de esa
muerte estaba en que Halirrotio había violado a Alcípe, hija de Ares y éste no
había sino obrado con el derecho que le asistía de vengar por su mano el
atentado. La conclusión de la causa abierta contra el violento dios no podía ser
otra que terminar por absolver de la acusación de asesinato al inculpado por falta
de otras pruebas en contra de su aseveración, ya que el fallecido no podía
presentarse a refutar la alegación y ni el padre vengador ni la hija violada iban a
contradecirse. El asunto quedó totalmente zanjado con la sentencia absolutoria,
y ya nunca más pasó Ares por una corte de justicia olímpica, ni para reclamar
derechos ni para buscar compensaciones a daños o lesiones, ya que él no era de
los que trataban de buscar arbitraje, sino más bien tratar de imponer siempre —
por la fuerza y la violencia— su especial forma de ver la historia, con las armas
siempre en primer plano y la muerte ajena como único y gran aliciente de su
existencia.
UN REGALO MUY PROPIO DE ARES
Hipodamia era la hija muy querida del rey Enomao de Pisa, en la Elida; la
princesa debía de ser atractiva, además de deseable por su alcurnia y posición,
puesto que eran muchos los que se arriesgaban a la dura prueba impuesta por el
rey para todos los osados que se atrevían a tratar de alcanzar la pretensión de
hacerse con ella. El rey Enomao, por alguna razón que no se cuenta, había
recibido un obsequio muy especial de su amigo el violento Ares. El regalo era
una pareja de caballos imbatibles que el dios le había regalado para que, siempre
que os utilizase, el rey saliera vencedor de sus ponentes. Naturalmente, dada la
catadura de Ares y sus amigos, no se trataba tan sólo e ganar o perder una
carrera ecuestre. Si alto era el premio, la posesión de la princesa, más alto era el
precio de la derrota, dotado con la inapelable condena a muerte del desgraciado
pretendiente de turno. Como se puede comprobar por el relato, la clase de
regalos que hacía Ares llevaba su impronta personal y tampoco los amigos
elegidos para tales obsequios eran de los que sentían muchos escrúpulos por las
vidas ajenas.
PELOPE E HIPODAMIA
Pero la llegada de Pélope a la Elida vino a terminar la historia de derrotas
mortales. Pélope era el hijo de Tántalo, a quien éste intentó ofrecer como manjar
insultante a los dioses, hecho por el que Tántalo fue castigado eternamente,
mientras que el inocente Pélope era devuelto a la vida por ellos, tras ser
recompuesto casi en su totalidad. Tras el incidente, el joven protegido de los
dioses llegó hasta las tierras de Enomao y se prendó de la bella Hipodamia.
Como era natural, el rey le desafió a la mortal carrera y el joven, sintiéndose
acompañado por la buena voluntad divina, aceptó el desafío. Hay quienes dicen
que Pélope contaba con unos caballos aún mejores, regalados por Poseidón, y la
mejor calidad de los corceles fue la causa exclusiva de su triunfo; hay otros que
prefieren la versión del amor de la princesa, y por eso aseguran que fue
Hipodamia la que decidió terminar con la saña del rey Enomao, que se negaba a
aceptar la posibilidad de ser el suegro, y prefería evitar el lazo político potencial,
actuando como un muy celoso padre suyo. Hipodamia, harta de tener que
resignarse a ver desaparecer en la fosa a tantos admiradores valientes, sin llegar
a disfrutarlos mínimamente, pergeñó una solución definitiva a su problema,
haciendo que un soborno llegara a Mirtilo, caballerizo del rey, para que éste
atentara contra Enomao, dejando el eje del carro real casi partido por la mitad.
La carrera comenzó y el carro real se quedó en la estacada, con ninguna
posibilidad de llegar, aunque fuera el último, a cruzar la meta. Para rematar la
historia, se cuenta que Pélope dio muerte a Mirtelo, no sin que éste le maldijera
antes de morir. Resulta trágico que Mirtelo muriese a manos de quien había
ayudado a vivir, a pesar de haber sido él responsable de su triunfo, pero esto se
puede interpretar como otro de esos hechos desafortunados que trajeron la
desgracia a toda la estirpe de Tántalo y que vienen a justificar aún más el
infortunio del clan. Lo que si se puede decir con certeza es que el sanguinario e
implacable dios del sufrimiento ajeno, Ares, aunque sólo lo fuera por intermedio
del fracaso de su amigo Enomao, también terminó la aventura en una mala
situación, puesto que la derrota de ese cómplice era —en buena medida—
derrota también propia. Y sin ningún género de dudas, los griegos colocaban el
regalo de Ares en un lugar prominente de la leyenda de Hipodamia, para que se
pudiera claramente ver la clase de individuo celestial que era el dios propio de
las guerras.
EL EMBROLLO DE TROYA
Para empezar, se debe aclarar que Troya existió y que fue tardío su
descubrimiento, cuando nadie sospechaba que la historia pudiera tener alguna
relación con la mitología. Pero muchos estudiosos, sobre todo tras la
verificación de que esa ciudad a orillas del Helesponto existió, han trabajado en
el análisis a fondo de los mitos clásicos, para llegar a su esencia, como es el caso
del trabajo historiador del propio Robert Graves, uno de los más destacados han
coincidido en interpretar toda la mitología básica helenística como una
explicación heredada de la historia no escrita de los diversos pueblos que
después darían forma al conjunto griego. Troya era una ciudad próspera y
excelentemente situada, un enclave perfecto para el comercio entre los dos lados
de la embocadura del Mar Negro, entre Europa y Asia y, también, por la misma
causa, un punto estratégico codiciado por las distintas etnias y tribus que querían
hacerse con ella. Se han descubierto diez ruinas diferentes de Troya,
superpuestas y todas ellas muestras de los conflictos originados por su posesión
y control.
La Troya de la que se nos habla en "La Ilíada" debe ser la que corresponde
a la séptima capa de restos. La guerra de Troya que nos cuentan Homero,
Esquilo, Eurípides, Apolodoro, Sófocles y, desde Roma, Virgilio, es un hecho
cierto, aunque se haya maquillado su aspecto con distintos afeites de
ejemplaridad, crueldad, heroicidad o absurdo. Con la séptima destrucción de
Troya y la consecución de la hegemonía de Atenas sobre el comercio del Mar
Negro, los griegos se aseguraron el poder total sobre su zona de influencia. Fue
un acto importante esa guerra y, sin embargo, Ares, dios de la guerra y
responsable en buena medida de lo ocurrido, no sale nada bien librado del relato;
antes bien, al contrario, la guerra se muestra desde el prisma de su sinrazón,
sobre todo en las palabras de Eurípides, que viene a recalcar el monstruoso
concepto de la lucha entre los seres humanos, y califica de absurdas e
innecesarias las muertes de soldados y civiles, no sólo en el caso troyano, sino
en cualesquiera otras guerras que se hayan conocido o se vayan a conocer en el
futuro. También Homero trata, en "La Ilíada", con especial desprecio al nada
estimado dios Ares, y no duda ni un segundo en calificarlo como un personaje
ignominioso, que desconoce la piedad para los demás, sin ser capaz de atenerse
a la misma regla cuando las tornas se vuelven en su contra; para él, Ares no es
más que un homicida, el que está bañado en la sangre de sus víctimas, al que
todos los hombres dedican sus justificadas maldiciones. Ares es también para
Homero un dios cobarde en el combate, incapaz de soportar el terror que sembró
en el campo de batalla; un ser innoble, que prefiere la huida a responder del
daño causado.
ROMA Y MARTE
En Roma, como antes en Grecia, Marte había comenzado siendo una
divinidad campesina. Si en Grecia había sido protector de ganados, en Roma lo
era de los cultivos, pero al final, y transformado en señor de la guerra, lo que
pueda quedar de Ares griego pierde su carga negativa y pasa a incrustarse dentro
de la coraza del venerado dios Marte, como padre de Rómulo y Remo, o como
hijo de Juno. Bajo su advocación se construyen las zonas militares, los campos
de Marte. Las tropas ya son marciales, como sinónimo de virtud castrense. Las
conquistas son la forma apropiada de expandir el imperio y las victorias se
celebran para siempre como fundaciones de las nuevas bases de partida para el
renovado mundo latino. La de las armas es una de las grandes y nobles carreras
de los ciudadanos de Roma, si no la primera, y por ello el gran dios Marte, junto
con su imprecisa compañera Belona como conductora de sus carros de guerra (la
antigua Enio de los griegos), se convirtieron en divinidades muy positivas y
sumamente ejemplares a partir del reinado de Numa Pompilio, cuando el dios le
hizo llegar a la tierra su escudo de bronce, como señal de su apoyo en la guerra.
El escudo sagrado y otras copias idénticas, para evitar que alguien pudiera robar
la pieza divina y terminar con Roma, se custodiaron por los salios, los
encargados de mantener el imperio a cubierto de la desgracia. Ahora les
acompañaban Pavor, Pallor (la palidez), como antes lo habían hecho Deimos y
Fobos en su tierra de origen. También estaban en el cortejo marcial Honos (el
honor), Pax, Victoria, Vica Pota (la que arrebata) y Virtus, en una comitiva que
describe muy precisamente la perfecta máquina de guerra y de absorción que
había montado el imperio, no sólo para adueñarse de nuevas tierras, sino para
hacerse res petar y admirar dentro de los territorios conquistados. Aunque Marte
es el protagonista, la presencia de la paz hace que la victoria no sea humillante,
mientras que la existencia del honor y la virtud vienen a paliar los dolorosos
efectos del botín arrancado a los vencidos. Cuando Virgilio cuenta la guerra de
Troya, vuelve a aparecer el magnífico Marte en lugar del poco querido Ares, y
su presencia es suficiente para que se haga automáticamente la exaltación de las
virtudes militares, de los combates heroicos; nada queda de la postura
distanciada y crítica de los autores griegos ante la guerra, ante cualquier guerra
de los mortales. La frase latina más reveladora de la necesidad de una clase
militar es: "si vis pacem para bellum" (si quieres la paz, prepara la guerra) y ese
consejo terminó por ser la médula de toda la política humana hasta nuestros días.
JANO, DISPUESTO A ACABAR LAS GUERRAS
En Roma, Jano ocupaba un puesto muy especial, era la divinidad latina por
excelencia, la que se encargaba de comenzar y acabar todas las cosas, hasta las
guerras. Jano estaba a cargo de las puertas y su mes era el primero del año.
Cuando se iniciaba un conflicto, se abrían las puertas de su templo, del lugar
edificado por el mismo Numa Pompilio que recibió el escudo de bronce de
Marte, y éstas quedaban así hasta que se hubiera terminado por alcanzar la
victoria o en firmar la paz con el enemigo. Jano había ido al campo de batalla
con su pueblo y, hasta que estuviera de nuevo en casa, no se le debía cerrar el
paso a su morada sagrada. Cuando los rabinos, que querían vengarse a toda
costa del rapto de sus mujeres por los romanos, intentaron forzar las puertas de
las murallas romanas, Jano, como padre de todo lo que comenzaba en el suelo
terrestre, hizo brotar del suelo un manantial poderoso y nauseabundo que alejó a
la tropa enemiga.
Aquí, en esta leyenda, se puede comprender mejor que su misión era la de
alejar el peligro, no de castigarlo. Los rabinos estaban justamente indignados y
Jano se limitó a ponerlos en fuga con uno de sus ardides incruentos. Jano,
además, tenía muy peculiar personificación, la de un dios con dos caras sobre
una única cabeza. Jano era el dios bifronte, el que mira por nosotros al pasado y
al porvenir a un tiempo, para prevenir el futuro y recordar siempre la lección de
la historia. Jano era mucho más que la divinidad auxiliar de Marte, era el
contrapunto a la insania de la guerra, a la soberbia de los contendientes y de sus
altivos generales, por eso sus fieles le pedían que nunca se abriesen las puertas
del templo. En tiempos de Augusto, el pacificador, su templo fue restaurado, tal
era la importancia que su tarea suponía para la nueva etapa de pacificación de
toda la órbita imperial.
ALQUIMISTAS, ASTRONOMOS Y FANTASTICOS
Para los alquimistas, Marte, el planeta rojo que llevaba el nombre del Ares
latinizado, era también el símbolo del hierro, por ser el hierro la esencia de las
armas de la guerra. Para los astrónomos, el brillante planeta cercano era sólo un
misterio más, hasta que Schiaparelli creyó ver, en las borrosas imágenes de su
telescopio refractor, canales, lo que se tradujo en obras artificiales que
demostraban la existencia de vida inteligente. Lowel, pocos años más tarde,
también a finales del portentoso siglo XIX, siguió por la ruta de la visión
intencionada y dio aún más datos sobre la civilización marciana. Al final de la
intensa serie de creyentes en la nueva vida interplanetaria, los escritores de la
naciente y popular ciencia—ficción de nuestro siglo terminaron por establecer
en Marte la morada típica de los otros seres pensantes y, claro está, hicieron de
ellos unos guerreros del espacio, como los que contaba Rice Borroughs.
Desde allí, desde su base en peligro de extinción por la sequía creciente,
acabaron por fijarse en la tierra azul y húmeda y finalmente, nos invadieron con
la ayuda de H. G. Wells y, mucho más vívidamente, con la colaboración de la
radio, en medio de la más asombrosa sugestión colectiva, a través de las
palabras angustiadas y esos efectos sonoros montados por el muy joven Orson
Welles, en los Estados Unidos de la segunda preguerra mundial. Después,
devaluados por la despiadada y cotidiana realidad de las noticias, nos quedan los
"marcianitos", que no son ya más que los divertidos e inofensivos enemigos
electrónicos de las máquinas o de los ordenadores domésticos. Ahora el planeta
Marte, visitado por máquinas y conocido al menos en su superficie, no es más
que un cuerpo celeste frío, azotado por tormentas de arena, seco, rojizo, cercano
y visitable sin más problemas que los de organizar económica y adecuadamente
el tráfico de pasajeros y mercancías.
MARTE EN EL ARTE
Un dios de la guerra, fuerte y temible, un dios siempre armado y acorazado,
siempre poderoso y vencedor, la imagen de Marte es la que se mantiene para la
posteridad, una vez que vence la divinidad de Roma en la pugna entre las
identidades griega y latina.
Y vence también la caracterización que formuló Virgilio, la del heroico
guerrero, la del celestial defensor de la causa justa y noble, la de quien defiende
a ultranza la patria que en él cree y a él y a sus reglas militares respeta. Marte se
convirtió en modelo para los hombres de armas y para los monarcas menos
luchadores que, sin embargo, sí se vestían de uniforme de gala para acompañar a
las tropas en su salida primera de los cuarteles, aunque evitaran acercarse al
teatro de la guerra, en donde la misión marcial quedaba en manos de los
generales, y en las armas de los oficiales todavía jóvenes y en las vidas de la
multitud de soldados sin nombre, que salían de las levas forzosas o del hambre
generalizada de la pobreza campesina.
Marte era un dios honrado públicamente y todo lo que con su divinidad y
cometido se relacionaba, se exaltaba al máximo. Hasta los mismos manuales
escolares de la historia de cada nación no eran más que un glosario de las
guerras ganadas o no perdidas, mientras se silenciaban las muchas otras que
acabaron peor para las fuerzas nacionales. Hasta hace muy pocos años, los
ministerios militares se denominaban "ministerios de la guerra"; en la
actualidad, tras la mala conciencia colectiva, los estados modernos han
abandonado a Marte y a la guerra, y sólo hablan de defensa, de política
defensiva, avergonzados farisaicamente de su poder creciente, aunque sus
muchas y distintas armas, conocidas o secretas, sean las más numerosas y las
más modernas, Marte ha vuelto a ser, al menos oficialmente, un dios en declive
y ya nadie trata de vender la imagen de ese dios de la guerra por encima de todas
las cosas. Los tiempos en los que los grandes y medianos reyes y señores se
hacían retratar, en coraza y con un campo de batalla como telón de fondo, han
acabado.
Ahora el poder militar se conoce y no hace falta —en absoluto— rendir
culto al más vergonzoso de los ritos: Marte ha muerto oficialmente, aunque siga
vivo oficiosamente. Ahora ya nadie se atreve a levantar una estatua en su honor,
aunque se haga desfilar descaradamente a los ejércitos en todo su esplendor de
muerte y se haga pública la impresionante panoplia que posibilita la destrucción
total y definitiva de nuestro mundo, no una, sino infinidad de veces, desde la
tierra, el mar o el aire, con un poder que ni el mismo Ares pudo llegar a soñar
para sí.

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