martes, 2 de abril de 2019

Visita al infierno

Lo que sigue me lo ha contado repetidas veces nuestro anciano hermano
Conrado, que tiene casi cien años. Puesto que él mismo proviene de Turingia y que
antes de su conversión había hecho el servicio militar, conocía muchos detalles de la
historia del landgrave Ludwig. Éste, al morir, dejó a dos hijos como herederos:
Ludwig, que cayó en la primera cruzada bajo el emperador Federico, y Hermann, que
devino sucesor del landgrave en el gobierno y murió hace poco.
Ludwig empero, que era un hombre recto y humano o, mejor dicho, menos malo
que otros tiranos, publicó una vez el siguiente llamamiento: «Si alguna vez se
encontrara quien pudiera decirme la verdad fidedigna sobre el alma de mi padre, le
regalaría una hermosa casa». Llegó esto a oídos de un caballero pobre, que tenía por
hermano a un clérigo muy versado en las artes negras. Tras haberle comunicado las
palabras del soberano, el clérigo dijo:
—Querido hermano, antes solía conjurar con ciertos dichos al Diablo y le
preguntaba lo que quería, pero hace tiempo que he renunciado a tales entrevistas y
artes.
El caballero se lo pidió de mil maneras, le recordó su pobreza y el regalo
prometido, y al final el clérigo cedió a sus ruegos y evocó a un espíritu del mal. El
genio acudió y preguntó qué quería.
—Lamento haberme mantenido apartado tanto tiempo de ti —contestó el clérigo
—. Te conjuro a que me digas dónde reposa el alma de mi señor, el landgrave.
—Si quieres venir conmigo te lo mostraré —dijo el demonio.
—Lo vería con gusto —contestó aquél— si pudiera hacerlo sin que peligre mi
vida.
—Te juro por el Supremo y por su terrible juicio —dijo el demonio— que si te
confías a mí, te llevaré hasta allí y te devolveré aquí sano y salvo.
Por su hermano, el clérigo se sometió y montó en la nuca del diablo. Éste lo llevó
en poco tiempo hasta la puerta del infierno. El clérigo miró hacia dentro y vio lugares
horrorosos y castigos de todo tipo, y también a un diablo de aspecto terrible, que
estaba sentado sobre un agujero tapado. Al verlo, el clérigo tembló como un azogado.
Este diablo le preguntó a aquél que llevaba al hombre:
—¿A quién llevas ahí en el cuello?
—Es un amigo nuestro —contestó éste—. Con tu alto poder le he prometido
mostrarle el alma de su landgrave y retornarlo sano y salvo, para que proclame ante
todos tu poder inconmensurable.
De inmediato, aquél quitó la tapa ardiente en la que había estado sentado,
introdujo una trompeta de bronce en el agujero y la tocó con tanta fuerza que al
clérigo le pareció que se estremecía todo el universo. Después de una larga hora que
le pareció infinita, el abismo escupió llamas de azufre, y junto con las chispas se
elevó el landgrave, de modo que el clérigo podía verlo hasta el cuello. Ludwig dijo:
—Mira, heme aquí, un pobre landgrave, antes tu soberano. Pero ahora preferiría
no haber nacido jamás.
—Me envía vuestro hijo —dijo el clérigo— para que pueda informarle sobre
vuestro estado; y debéis decirme si se os puede ayudar de algún modo.
Aquél contestó:
—Mi estado ya lo ves. Pero has de saber: si mis hijos devolvieran y dieran en
herencia tales y cuales propiedades, de las que me he apoderado injustamente, a tales
y cuales iglesias —las citó por sus nombres—, mitigarían en mucho los tormentos de
mi alma.
Al replicar el clérigo ahora: «Señor, no me lo creerán», el landgrave dijo:
—Te diré una seña que sólo conocemos yo y mis hijos.
Le comunicó la seña y se hundió en el abismo ante los ojos del clérigo, a quien el
diablo llevó de vuelta. No perdió la vida, pero estaba tan pálido y debilitado que
apenas se le reconocía. Transmitió las palabras del padre a los hijos, pero de poco le
sirvió al condenado. Ellos no querían entregar las propiedades. Pero el landgrave
Ludwig le contestó al clérigo:
—Reconozco las señas y no dudo de que hayas visto a mi padre; no se te privará
de la recompensa prometida.
Pero aquél dijo:
—Señor, conservad vuestra casa; de ahora en adelante sólo pensaré en la
salvación de mi alma.
Se despojó de todo y se convirtió en monje cisterciense.

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