lunes, 1 de abril de 2019

POSEIDÓN. UN MARINO A CABALLO

A pesar de ser el dios indiscutido y soberano único de los océanos, o por lo
menos del mar Mediterráneo, único conocido por los primeros griegos, Posidón
es un rey inseparable de sus caballos y, con ellos, se sitúa a la cabeza de la
generosidad divina para con los humanos por ser él quien regaló a los hombres
el primer caballo que pisó la tierra firme y, con él, nos proporcionó la velocidad,
el prestigio y la potencia de su montura; por eso no resulta extraño que a
Posidón siempre se le recuerde, en su imaginería triunfal, como auriga de un
maravilloso carro de oro, surcando las aguas no con la quilla de una nave, sino
con las ruedas de su impropio carruaje, ruedas que van cortando las olas,
mientras su tiro de briosos corceles va al galope más feroz, transformando si es
necesario la superficie del mar, y serenando la furia marina y —en lugar de
rodadas— dejando tras de sí un mar en calma, como la estela que demuestra
plenamente su autoridad sobre las inmensidades de sus dominios de agua, en la
superficie y en las desconocidas profundidades que le tocaran en suerte para
todo el resto de la eternidad. Poseidón o Posidón, este rey siempre coronado de
la gran superficie del mar y de sus negros abismos, no exhibe ningún cetro
ornado de piedras preciosas, ni lleva ropajes suntuosos, porque su aspecto ya es
suficiente heraldo de su poder. Por contra, en su potente brazo esgrime el
amenazador tridente marino que simboliza, mejor que cualquier otro objeto, su
verdadero poder especifico. Tridente que es también la herramienta decisiva
para realizar sus deseos, o para hacer que se obedezcan inmediatamente sus
órdenes. Y el poder de Poseidón está en consonancia con la muy acertada idea
de los clásicos griegos, de que en el mar está la fuente de toda vida, marina,
aérea o terrestre, aunque para ellos el concepto abstracto del origen marino se
tiña con la fantasía del mito y hagan salir de las aguas hasta a los mismos dioses,
hasta a la sabiduría misma.
ESPECTACULAR SOBRE TODO
Pero Posidón es, antes que nada, hasta antes que un dios de la primera e
insuperable categoría divina, un muy peligroso e inestable elemento, un carácter
inconfundible en la galería de los muy caprichosos entes producidos por la
grandiosidad del entorno olímpico. Se trata de un espectacular y airado jefe, uno
de esos tipos magníficos e inaguantables del Olimpo; uno de esos veleidosos e
intemperantes jefes de la grey celestial, que tan pronto marcan las leyes, como
deciden inventarse las mejores y más sonoras transgresiones. Posidón se
encuentra en esa privilegiada parte de la eternidad en la que los grandes se
pueden permitir el constante lujo de mostrar su diferencia, su desmesura, en las
acciones pequeñas y en los grandes asuntos. Posidón, terrible ser de los mares,
desea, continuamente, pasar a poseer la tierra de la que partió y entra
repetidamente en pugna con sus compañeros. No le basta ser el soberano del
Océano, de abajo arriba, de lo conocido y desconocido de los mares. No le basta
ser el precursor en algo tan importante como es la doma y la utilización del
caballo, ni ser querido y respetado por haberse convertido en su generoso
donante a la humanidad; no le deben ser suficientes sus riquezas, su poder sobre
los elementos ni siquiera su fastuoso palacio del Egeo. Posidón quiere volver a
tierra y en ella pasa la mayor parte de su reinado, entre pleitos inútiles,
cosechando más y más fracasos en su pugna sostenida a ultranza por un
innecesario dominio de la parte emergida del planeta. Cuando una y otra vez le
falla la maniobra, cuando queda sin satisfacer el capricho, el dios del mar utiliza
las tormentas y la fuerza de sus olas para barrer las costas, para tratar de
vengarse, o de atemorizar —al menos— a los inocentes ciudadanos de tierra
adentro, pero eso no es más que una rabieta y nada consigue, que no sea el
repudio de sus iguales. De nuevo el enrabiscado y frustrado soberano marino
debe regresar a su terreno, para tratar de aprender a contentarse con lo mucho
que le tocó en suerte en el reparto entre los tres hermanos; con sus mares, en
compañía de su corte de divinidades menores, de las legiones de sirenas,
tritones, nereidas, oceánidas, hespérides, etc.
UN AMANTE POCO AFORTUNADO
La desventura amorosa de Posidón no es preocupante en absoluto, pero al
principio sufre un par de fuertes rechazos que deben de ser las causas remotas de
su carrera pasional posterior. Esos rechazos no son comparables con una
tragedia, no es el mismo caso de Hefesto, pero tampoco se puede decir que
Posidón tenga suerte en el amor. Entre las variadas causas de sus muchos raptos
de ira están los desafortunados episodios amorosos del impaciente dios,
episodios también llenos de frustraciones de diversa índole. Su primer amor se
dirige a Tetis, una nereida muy bella y deseable, hija de Urano y Gea, y ya
madre de las tres mil oceánidas habidas en su matrimonio con su hermano
Océano. Pero hay que desestimar este romance, ya que pronto se revela como un
acto sumamente peligroso, la posible causa de desventuras sin fin para tan altivo
personaje. A Posidón se le informa de la imposibilidad de que tenga una feliz y
tranquila descendencia con la nereida, ya que está escrito en las páginas del
destino que su unión con Tetis dé como fruto a unos hijos que van a resultar más
rivales que discípulos de su padre. Quien así le dice es Temis, la hermana mayor
de su padre Cronos, esposa que fue de Zeus, y la divinidad a cargo de la
adivinación de los acontecimientos del porvenir. No puede existir duda, Temis
nunca se equivoca y Posidón reconoce la ventaja del anuncio a tiempo y
prescinde de sus sentimientos, en favor de su necesaria seguridad. El sabe por
propia experiencia que los hijos pueden rebelarse contra sus padres,
especialmente si son más fuertes y poderosos, y prefiere prescindir del amor de
Tetis para buscar esposa en otra mujer menos comprometedora. A Tetis, liberada
del deseo divino, se le concede libertad para encontrar un hombre de su agrado y
ella decide unir su vida a la de Peleo, anteriormente esposo de Antígona,
legendario personaje, pero un simple ser humano. Sea como fuere, de esta unión
va a nacer nada menos que Aquiles, pero esa ya es otra historia, aunque el hijo sí
demuestra que era cierto el Presagio de mayor fama para el varón nacido del
matrimonio con Tetis que para el padre de la criatura.
OTRA NEREIDA
Las nereidas son divinidades de su elemento, el agua. Entre ellas decide el
confundido Posidón buscar a la nueva candidata al matrimonio. Encuentra
pronto en Anfitrite a la mujer deseada, y le pide que sea su esposa; cualquier
divinidad menor debería sentirse complacida con la elección, pero a esta tierna
doncella le parece horrible la propuesta; Anfitrite es una hija de la anterior
amada Tetis y de Océano, y no puede decirse que vea con gusto el acercamiento
de Posidón y le rehuye abiertamente, escapándose lejos, hasta llegar al monte
Atlas, o hasta atravesar el mar que rige su enamorado dios, creyendo encontrar
el deseado refugio mucho más allá de las lejanas Columnas de Hércules al borde
de Occidente, tratando de esconderse allí del acoso amoroso de su pretendiente.
LA MEDIACION DE DELFIN
Escarmentado con las nereidas, ante lo anteriormente sucedido con Tetis, y
lo que ha acabado de pasarle con Anfitrite, Posidón abandona el ataque frontal y
decide ayudarse de los buenos oficios de un intermediario hábil y capaz. El
hombre elegido para la delicada tarea diplomática es el fiel Delfín, un marino
que sabe expresarse con gracia y donosura y que estima en mucho a su soberano
Posidón. Parte en busca de Anfitrite el buen Delfín y la halla oculta y
atemorizada todavía; comienza Delfín a hablarle con su arte de las muchas
virtudes y las espléndidas cualidades de su enamorado, y hace que sea pronto un
hecho el total convencimiento y enamoramiento de la gentil Anfitrite.
La misión encomendada termina por ser un éxito rotundo, de tal manera
que la asustada y desconfiada doncella regresa a los pies de Posidón,
rotundamente enamorada de un señor tan magnífico como se le acaba de narrar.
Posidón, ya totalmente feliz y contento, recibe a su prometida y, en recompensa
a la buena labor desarrollada, hace a Delfín un regalo propio de dioses: le sitúa
en el firmamento con una constelación de su mismo nombre; desde ese
momento, Delfín se queda luciendo para siempre en el cielo septentrional dando
perpetua fe del agradecimiento de su señor Posidón.
UN MATRIMONIO NADA LLEVADERO
Delfín había contado a Anfitrite las excelencias de Posidón, pero se había
olvidado de algo, se había dejado sin relatar la parte más negativa del personaje:
su veleidad. Pronto la fiel y enamorada esposa tiene que elegir entre luchar por
su evanescente marido o contentarse a pasar a convertirse en resignada y
solitaria madre, ya que su divino marido, tras el encanto y el atractivo de la
novedad sentida en el proceso de la conquista primera, no cesa de interesarse por
todas las mujeres, de las alturas celestiales o de las más modestas proporciones
de la superficie de la tierra. La desengañada, pero recta y constante Anfitrite,
madre de tres hijos varones y de multitud de ninfas marinas, va a tener que
abandonar el hogar real, emulando repetidamente a la justificadamente celosa
cuñada Hera; haciendo con Posidón lo que aquélla tuvo tantas veces que hacer
con su inconstante Zeus, es decir, recorrer todos los senderos del Universo,
vigilando incesantemente al caprichoso marido, tratando de eliminar la
inacabable competencia de las sucesivas rivales que bien presiente la esposa, o
que tiene que comprobar con evidencias, ante los casos repetidos con que se le
presenta el descarado Posidón, como si aquello fuera para estar orgulloso, como
si fuera defendible su política de hechos consumados.
EL CATALOGO DE NEPTUNO
Aunque no es un amante ni tan afamado ni tan divertido como su hermano
Zeus, Poseidón también va a moverse en su línea de amoríos apasionados y
pasajeros, en los que parece que todo tipo de entidades femeninas son buenas
para su lecho. Como simple muestra de lo afirmado, se puede hablar de Halla,
con la que tuvo tiempo de tener nada menos que siete hijos; de Amimone, una de
las Danaídas; de la ninfa Toosa, con quien tuvo al cíclope Polifemo: de Gea, con
quien tuvo al desgraciado hijo Anteo y a la terrible hija Caribdis; de la horrible y
vengativa maldición que cayó sobre Escila por haberse dejado mirar por
Posidón; de la incestuosa unión con Deméter, hermana de Poseidón y también
incestuosamente enamorada en su momento de Zeus, el otro hermano de
parecida carrera amatoria; de la relación íntima habida con la terrible Medusa,
hermanastra de Escila e hija de Forcis y Ceto, o hija de Perseo, de quien se
cuenta —en esta última versión— que murió precisamente a manos de su padre.
No paran aquí las aventuras, ni tampoco terminan los muchos y poco afortuna
dos hijos, entre los que hay que contar hasta caballos, que obtuvo el dios de sus
heterogéneas relaciones ilícitas; pero ya va siendo hora de pasar a otros capítulos
de la irregular y escandalosa crónica de este dios, especialmente a ese
sorprendente episodio de su romance equino con su hermana Deméter.
DE COMO NACIERON LOS CABALLOS
Deméter, la diosa de la agricultura y hermana de Posidón, estaba triste y
pesarosa a causa de la desaparición de Perséfone, la hija que había nacido de las
relaciones con su hermano Zeus. Perséfone había sido raptada por otro de los
hermanos, por Hades, a quien correspondiera el reino subterráneo de los
infiernos en el reparto de poder habido tras la derrota y posterior ejecución del
padre Cronos. Este se había prendado de la joven y decidió hacerla suya sin
esperar a que la muerte, por una u otra causa, la trajera a su lado. Deméter, tras
la infructuosa búsqueda, se fue a la tranquila y armoniosa Arcadia y allí decidió
descansar de sus angustias, transformándose en yegua, sin que se explique bien
el porque de tan caprichosa mutación. Posidón, que estaba entonces
apasionadamente interesado por su hermana, aprovechó la nueva identidad para
hacerse con Deméter, no sin haberse antes transmutado en pujante garañón para
estar en armonía con su hermana. Como es lógico suponer, de este apareamiento
no podía venir más que el parto de un caballo, Arión, pero, para dar mas color al
acto, también Deméter parió a una ninfa, o a una yegua, que ambas versiones
coexisten en la mitología clásica, a la que se le dio el nombre de Despoina.
Arión fue más tarde caballo de batalla de Adrasto, aunque existe otra teoría
acerca de este caballo, situándolo como hijo de Posidón y una Arpía. Sea como
fuere, el caballo nació del dios del Océano y de todas las aguas de la tierra,
presentes u ocultas, y todo hombre bien nacido debe agradecérselo siempre, sin
meterse a juzgar si el modo utilizado para dar nacimiento a los caballos fuera el
mejor posible.
LA MALA FORTUNA DE ESCILA
Posidón tuvo que fijarse, desgraciadamente, en los encantos de Escila, bella
hija de Forcis y Hécate, hermanastra, por tanto, de Esteno, Euriale y Medusa, las
tres monstruosas Gorgonas. Sin llegar a saberse en un peligro tan grande, la
deliciosa Escila se vio convertida por obra y gracia de los celos de Anfitrite, en
un monstruo que nada tiene que envidiar en espanto a las Gorgonas. Ella, la que
fue bella y joven, queda convertida en un perro terrorífico, que tiene seis
cabezas y una docena de patas.
Hay quienes dicen que la autora de tal horror es Circe, también celosa de su
belleza, pero ahora nos interesa más referirnos a la leyenda de Anfitrite y Escila,
para terminarla. Pues bien, después de haber sido castigada a la monstruosidad,
Escila se empareja con su también desgraciada hermanastra Caribdis, por ser
hija de Gea y Posidón, sobre los peñascos que serían la pesadilla de los
navegantes. En ellos, primero situados en la Argólida y luego en el estrecho de
Mesina, dominando el estrecho paso entre la península italiana y las costas de
Sicilia, Escila atrapaba a los navegantes que elegían apartarse del remolino de
Caribdis y acercarse a su roca, los destrozaba con una de sus múltiples fauces y
engullía sus triturados restos con la misma parsimonia que los mastines. A pesar
de contar con ese su aspecto paralizador, la monstruosa Escila sólo emitía para
sorpresa de los pocos afortunados que podían oírla y después contarlo, un sonido
breve y lastimero, como si se tratase de una perrilla, de una cría de pocos días
abandonada por su madre y que solicitaba el cariño de algún compasivo amo,
como si la Escila que fue doncella hermosa, reclamase inconscientemente la
piedad que Anfitrite no tuvo con ella, víctima inocente de su propia belleza y de
la lujuria insaciable de los dioses mayores, siempre ansiosos de apoderarse por
la fuerza o por sus especiales poderes, de las divinidades femeninas o de las
mujeres mortales, sin reparar jamás en el daño que causaban a su paso.
LA PUGNA POR EL DOMINIO DEL ATICA
Un buen día, apostando fuerte en su juego por el dominio de la tierra firme,
Posidón se encamina al Atica y clava el tridente simbólico en el suelo de su
cumbre más preciada, en el recinto de la Acrópolis. Ese terrible tridente hendió
como un cuchillo la corteza de dura roca y de sus profundidades surgió un pozo
de agua salada de su mar. Con ese violento e inútil portento, Posidón quiso dejar
constancia de su paso por la tierra y señal de su toma de posesión oficial. Pero la
vida del Atica continuó, como si nadie en el Atica quisiera hacer caso del acto de
soberbia de tan airado y antojadizo dios. Muchos años terrenales más tarde,
Atenea, la sabia y laboriosa divinidad, se acercó a la Acrópolis y trajo, al lado de
ese pozo hondo y salado, que todavía permanece en la Acrópolis, un pacífico y
provechoso olivo, árbol que plantó y dejó crecer allí mismo, como prueba
palpable de su amor a los laboriosos hombres y mujeres del corazón de Grecia.
Pero el olivo sí que se dejó sentir y, precisamente, en el orgullo de Posidón,
quien no dudó en presentarse envuelto en su cólera destructiva, dispuesto a
arrebatar a Atenea la colina sagrada, la ciudad y el Estado que anhelaba poseer.
Retó el embravecido Posidón a la equilibrada diosa Atenea, sin recordar que ella
era, precisamente, la diosa que siempre resultaba vencedora en la batalla, una
vez que se había querido entrar en ella.
Retó, pues, el energúmeno marino a la bella hija de Zeus, a la virgen por
convicción, a la mujer divina que nunca había sido más grande que cuando llevó
el olivo al Atica, y la retó a un combate que zanjase la disputa de una vez por
todas. Palas Atenea, sabedora de su poder, estaba dispuesta a aceptar el reto,
pero su padre Zeus entró en escena y prohibió que se levantara arma alguna
entre dioses que eran, además, su hija y su hermano, por un motivo que.
evidentemente, era tan fútil.
EL TRIUNFO DE LAS MUJERES
Zeus decidió sabiamente que, en lugar de pelea, debería verse el pleito en
un tribunal, y que fuera decisorio el veredicto de los muchos, en vez de
malgastar el poder de los dos para que se consiguiera el sangriento y poco
elegante triunfo de uno sólo de los dos poderosos. Se constituyó el tribunal,
formado por los dioses del Olimpo, los varones y las hembras celestiales y
padres de ambos contendientes, y con ello se obedeció el mandato tan sereno y
sensato de Zeus, ahora transformado en norma de justicia, cuando acostumbraba
ser un mal ejemplo, como dios acaloradamente apasionado y exageradamente
caprichoso, pero se trataba de sus muy queridos y próximos parientes, y era
mejor que el tribunal se reuniera dispuesto a escuchar las alegaciones de los dos
dioses litigantes por el dominio sobre el Ática.
CECROPE ES TESTIGO
Para mejor trabajar en busca de la más justa y ejemplar sentencia, se llamó
como testigo del arbitraje divino al prestigioso y mítico rey Cécrope, un héroe
compuesto de dragón y hombre a partes iguales y venido tal vez de Egipto,
primer soberano del Atica y responsable de la construcción de la ciudad de
Atenas, quien gobernaba el Atica a la sazón y era respetado por todos, fueran
hombres o dioses. Delante del rey se dictó sentencia, con la particularidad de
que el voto se escindió en sexos; los dioses masculinos dieron su voto a
Posidón; las diosas, más numerosas, apoyaron incondicionalmente a Palas
Atenea. Zeus, como prueba de su sentido de justicia, ni apoyó a su hija ni se
dejó llevar por la corriente de varones. Poseidón perdió en el recuento de votos
y, se dice, ésa fue la excusa que los atenienses esgrimieron en la historia para
quitar el voto a las mujeres en el gobierno real de la ciudad—Estado. Pero
Posidón nunca fue un buen perdedor y declaró su guerra particular y breve al
Atica. Lanzó sobre ella sus más estrepitosas olas y trató de asolar la ciudad.
Nada consiguió y, finalmente, Atenea se asentó en aquella explanada batida por
las enfurecidas aguas que enviaba su rival, permaneció allí hasta que se cansó
Posidón de castigar inútilmente la llanura; y terminó por convertirse la diosa en
la divinidad más amada y reverenciada de Atenas.
OTRAS DISPUTAS TERRITORIALES
No cesó Posidón en sus ansias de posesión del suelo seco y en su anhelo
por presentar nueva batalla a su vencedora Atenea. Decididamente, era un rey
terco y poco inteligente, pues debería haber aprendido la lección con el incidente
de Atenas, pero no era la cordura su fuerte y, tan pronto se repuso del fracaso
experimentado, volvió a la carga, esta vez tratando de hacerse con el control de
la ciudad de Trecén. Zeus, siempre atento a las idas y venidas de su descontento
hermano, dispuso que la ciudad fuera compartida a partes iguales por Posidón y
Atenea, pero esa decisión no agradó a ninguno de los dos, ya que no resultaba
fácil la coexistencia del diunvirato en paz y armonía. Irritado con el episodio,
Posidón puso sus ojos en Corinto y trató de quitársela a Helios, pero se nombró
al imponente gigante Briareus como juez de la querella y éste refrendó la
posesión legítima de Helios sobre su acrópolis, dejándole el istmo para que se
tranquilizara. De poco valió la maniobra y el más enfadado dios salió de allí con
el peor de los genios, y se fue a Egina, posesión que era de su hermano, el
poderoso Zeus. Todavía peor elección, a Zeus no se le podía ganar por la mano.
Mucho más obstinado que nunca, Posidón fue ahora a Naxos, a intentar quitarle
la propiedad de la maravillosa isla a Dioniso, y el resultado fue el ya habitual
fracaso y el aumento de sus irrefrenables deseos de desquite. Sin pensárselo
demasiado, el terco Posidón se decidió en la siguiente ocasión por probar su
suerte con Apolo y su sagrado Delfos. No consiguió más que el ridículo, pero
volvió a insistir, ya completamente ajeno a la realidad y, para terminar de
rematar su serie de baldíos esfuerzos, decidió terminar por probar el ataque con
ayuda de una nueva táctica, con la esperanza de reparar los errores del pasado y
obtener una victoria rotunda que borrase el recuerdo de sus fiascos.
LA ARGOLIDE, ULTIMO OBJETIVO
En la Argólide, en el terreno de su cuñada Hera, la dura y vengativa esposa
de su hermano Zeus, Posidón plantó de nuevo batalla a una divinidad tan
poderosa como él. Estaba visto que lo que ansiaba, más que el dominio de una
parte de la tierra, era conseguir el público reconocimiento de su poder sobre sus
iguales; por ello buscaba rivales de tanta categoría en sus ofuscadas pugnas. No
quería saber nada de arbitrajes, ya que tan mal le habían resultado y quiso atacar
y vencer por sorpresa, pero le falló también este plan y se tuvo que contentar a la
fuerza con un consejo arbitral de los ríos de la Argólide, puesto en pie por el
siempre atento Zeus. Para evitarse incidentes, Zeus hizo prometer al insistente
hermano que se abstuviera de utilizar sus mares en contra de la Argólide,
olvidándose de ese método tan innoble de asustar a los mortales, que poco tenían
que ver con sus estúpidas rabietas. Empezó la vista de la causa y los tres ríos
elegidos para el tribunal, los muy serios Asterión, Cefiso e Inaco, no tuvieron
que cavilar en demasía para establecer la improcedencia de la pretensión de
dominio presentada por el dios del Océano. Pues bien, la sentencia llenó de ira a
Posidón, pero éste tuvo que limitarse a aceptar el veredicto y a hacer que sabía
cumplir la promesa y no barrió con sus aguas las tierras en pleito, pero actuó con
su habitual rencor, e hizo gala de una perversa malicia, obrando deslealmente a
la inversa: secó los tres ríos que tan desfavorablemente habían actuado para sus
intereses.
LA OPORTUNA INTERVENCION DE AMIMONE
La maldición de Posidón se realizó inmediatamente después de haber sido
formulada, no en vano era el señor de todas las aguas, ríos grandes y pequeños
incluidos. Se retiraron las aguas de los tres ríos, se quedó seca la tierra de la
Argólide en aquel mismo momento del estío y la tierra, que había sido vergel
modelo, estaba condenada a la muerte total. Hera seguía siendo señora de un
trozo de tierra, pero pronto sería tan sólo la Argólide una roca pelada y muerta;
para eso mejor hubiera sido cederla al usurpador. Era tarde para arrepentirse de
lo sucedido, ya se marchaba el dios perdedor, dejando atrás la prueba fehaciente
de su desleal comportamiento, aliando la gentil Danaida Amimone, tratando de
corregir la desventura de su tierra, se puso ante él, haciéndole notar a las claras
su belleza y la posibilidad inmediata que tenía de saciarse con su apetecible
corporeidad. La maniobra dio el esperado fruto, y los siempre despiertos apetitos
sensuales del voraz Posidón se vieron tan gratamente satisfechos que el dios no
levantó su castigo, para no quedar en evidencia, pero remedió su mal proceder
con la compensación de que el río Lerna, por contra, nunca se quedara seco, aun
en los veranos más calurosos del Mediterráneo. El sacrificio de Amimone bastó
para salvar a la Argólide de la sequía y para acabar con la peligrosa manía del
dios, ya que nunca jamás se volvió a contar que Posidón retomara la obsesión de
dedicarse a enfrentarse con los demás dioses, olvidándose para el resto de la
eternidad de sus inanes cuitas por la posesión violenta de las tierras en las que
reinaban o residían algunos de los otros grandes dioses del Olimpo y sus
dependencias.
SUS MUY PECULIARES ACOMPAÑANTES
Posidón, aparte de sus caballos y de ser conocido también bajo la forma del
caballo, tuvo siempre a su lado a los delfines como cabalgaduras, compañeros y
—en ocasiones— cómplices, como es el caso de aquella historia del Delfín, que
fue su intercesor con Anfitrite, aunque se diga que era marino y no pez el que le
ayudó en la conquista de la nereida amada. Era el dios que sostenía el planeta en
el que vivimos, porque el Océano rodeaba la tierra y era evidente que él desde
los mares, soportaba el peso de la tierra firme. Además, Posidón había dado
forma a las costas, había arrancado trozos de montañas para formar los
acantilados o había pasado la mano por el litoral para dejar suaves playas y
abrigadas bahías en las que los barcos y los navegantes encontrasen refugio.
También había salpicado el mar de los griegos de las más hermosas islas que se
podían concebir. Pero no se había limitado a los límites entre su mundo y el
interior, ya que también había dibujado con sus dedos o su tridente las gargantas
por las que discurrían los ríos, o había dejado el embudo de un lago con su dedo
índice o con todo el perímetro de su puño. Por eso, aparte de tener a su lado a las
sirenas traidoras, a las nereidas inigualables, a las oceánidas hermosas y a los
tritones poderosos, Posidón era señor de las ninfas, ondinas y náyades de los
lagos, de los ríos, de las fuentes, todas ellas eran parte de su hermosa corte y
comparsa divina y a él debían pleitesía y obediencia por ser parte del mundo
acuático, pero, a pesar de las impresionantes posibilidades de tal compañía, y
dado su terrible carácter, se le retrata mejor manejando tempestades y
provocando terremotos, aunque sólo sea para poder después pasearse por sobre
las aguas, aplacando las fuerzas que él mismo despierta, o acomodando la tierra
que sostiene sobre sus hombros en una mejor posición para los hombres que
sobre ella viven. Por esas razones, el temible Posidón también gozaba de un
estatuto muy especial, era reverenciado por los hombres porque Grecia estaba
rodeada de ese mar y su inestable geología les recordaba incesantemente el
poder del dios y la posibilidad de que la tierra se abriese bajo sus pies si no
sabían honrar al dios y, sobre todo, porque era él quien, en definitiva, iba a
permitirles que el agua tan necesaria para sus tierras siguiera manando
alegremente.
NEPTUNO, DE LAS NUBES A LOS MARES
Neptuno es originalmente un dios romano de las nubes y, por consiguiente,
de la lluvia, y así se mantiene hasta el año 399 a. C., cuando se decide la
importación del culto a Posidón desde Grecia, o desde las colonias griegas de
Sicilia, pobladas evidentemente por navegantes griegos que tendrían buen
cuidado de contentar al dios marino en provecho propio y de su comercio, y se
traslada entonces la divinidad de las aguas aéreas a todas las aguas, pero con
predominio de las marinas, de ese Mare Nostrum a cuyas orillas se va edificando
el grandioso imperio. La idea de elevar a Neptuno a su última categoría parte de
una lectura sacra de los libros sibilinos, en los que se quiere ver el mandato de
su consagración y equiparación con el poderoso dios heleno, del mismo modo
que se acta para con Deméter y Dioniso. Se trataba, en principio, de un espíritu
benéfico y eminentemente campesino, como la mayoría de los habitantes del
panteón latino, y como tal se le festejaba oportunamente en las alturas del estío,
el día 23 de julio, la Neptunalia, con la idea pragmáticamente romana de que
contentando al dios de la lluvia, se puede lograr el milagro de las lluvias tardías,
las que aplaquen los efectos del sol veraniego y traigan algo de agua a los
campos resecos de la península italiana. Más tarde, cuando se le equipara al
rango de señor de los mares, toda expedición o empresa marítima es taba
precedida por el culto y por la realización de los sacrificios rituales a Neptuno.
Como dios de la armada romana, tenía en la misma capital del Imperio, en el
corazón de la Roma militar, un templo muy particular, levantado por orden de
Agripa en su honor en el Campo de Marte. La existencia de este templo, en un
lugar tan exclusivo y prestigioso, demuestra claramente la categoría y la
importancia de su culto desde el punto de vista de la vida oficial romana.
NEPTUNO Y POSIDON EN LAS ARTES
No son demasiado frecuentes las apariciones de Posidón en el arte griego:
fuera de algunos frisos y grupos escultóricos, hay pocas representaciones
importantes del alocado señor del mar. En la cerámica, entre tantos temas
populares, sí pero no es un personaje muy popular, como se puede desprender de
los relatos que comentan sus fracasos sucesivos en la lucha por el poder, o en la
descendencia habida. En los mosaicos romanos, por contra, sí es fácil
encontrarse con la latinizada efigie y personalidad de Neptuno, pero es que éste
era otro de sus terrenos propios; no en vano Neptuno es, tal como lo era su
antecesor Poseidón, señor indiscutido de todas las aguas que manan, brotan,
corren o caen sobre la faz de la tierra, y las termas romanas son la forma más
exquisita y social de utilizar las aguas del buen dios en provecho de los
ciudadanos dotados con recursos y prestigio reconocido, o que trabajaban
ardorosamente por obtener ese reconocimiento por parte de sus conciudadanos.
Con el advenimiento del cristianismo, como es natural, se intentó cortar con la
tradición pagana y los dioses, mayores y menores, fueron proscritos del arte.
Pero el Renacimiento consiguió la recuperación de las viejas leyendas y del
mundo de alegra y placer que el enfermizo milenarismo había borrado de las
pinturas y las esculturas, cambiando las encantadoras divinidades por unos
angustiados y torturados mártires, o por unos tristes santos tutelares, elevados a
la categoría de santos patronos.
EL SEGUNDO REINO DE NEPTUNO
Con el barroco en su esplendor, los olímpicos volvieron a adornar las
mansiones de la corte y sus motivos fueron de nuevo traídos a escena y
aceptados otra vez, ahora como artísticos homenajes heráldicos a los príncipes y
señores. Los pintores cubrieron lienzos y paramentos con la exaltación
mitológica; los dioses también se convirtieron en motivo central de parques y
plazas y sus efigies volvieron a instalarse al aire libre, sin miedo a la curia
inquisitorial, que dejaba que se exhibieran los gloriosos desnudos clásicos, a
cambio de otras concesiones encubiertas y más ventajosas para sus nuevos
intereses de dominio en el mundo en expansión, en la época álgida de los
descubrimientos y exploraciones. Neptuno volvía a reinar entre los cortesanos,
pero renunciaba para siempre a poseer más suelo que el que necesitase su
pedestal ornamental. Su nombre se iba a repetir en embarcaciones de guerra o en
máquinas militares y ya, como mascarón de proa, iba a limitarse a surcar las
aguas por delante de los almirantes, más lejos cada día de la anhelada tierra
firme.

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