lunes, 1 de abril de 2019

LEYENDAS DE LA ARGOLIDE

Io vivía tranquila junto a su padre, el influyente dios de los ríos Inaco.
Nada parecía poder romper su paz, salvo que era hermosa y eso, como tantas
otras veces, era causa suficiente para atraer sobre una doncella la más peligrosa
de las curiosidades, la del siempre atento Zeus. En efecto, éste se dio cuenta de
su encanto y decidió apoderarse de la joven sin mediar compromiso
matrimonial. Como siempre, lo peligroso para una virgen no era el ser poseída
por Zeus, sino el hecho de ser el detonador que disparaba los peligrosos celos de
la airada Hera, la cansada esposa del dios supremo. Desde luego, la joven Io
sabía perfectamente a lo que se exponía, ya que, además de ser sacerdotisa de
Hera y estar al tanto de lo que se debía hacer o evitar con respecto a una deidad
de esa categoría, también debía estar impuesta en los ejemplos anteriores de
castigo divino, ya que las horrendas venganzas de Hera eran de sobra conocidas
en todo el Universo, bien fuera en su vertiente inferior terrena, o superior
olímpica, puesto que lo desproporcionado del castigo lo convertía
automáticamente en un relato que pasaba de boca en boca y a todos al canzaba
su noticia. Por si fuera poco el peligro, había que tener presente que la temible e
inapelable maldición de Hera, por añadidura, en todas las ocasiones recaía,
desde luego, no sobre el omnipotente marido, sino sobre la pobre mujer amada,
fuera o no culpable de tales relaciones extraconyugales (que solían ser
involuntarias para las mujeres en la mayoría de los casos). En el caso de Io, no
se iba a hacer excepción a la regla, pero veamos la historia de Io de una manera
más detallada.
UN CONJURO DE IINGE
Iinge era aquella hija habida entre Pan y Eco, y ésa fue la mujer
responsable del hechizo que acarreó el desastre de Io. En efecto, se cuenta que
Iinge lanzó sobre el corazón de Zeus el deseo hacia la bella y virginal Io, la
sacerdotisa que estaba al servicio de la esposa del dios, de la muy poderosa
Hera. Zeus quedó instantáneamente prendado de Io y se decidió a hacerla suya,
Pero la aventura quedó al descubierto y Hera hizo que la osada Iinge pagase su
atrevimiento, transformándola en un pajarillo trepador. Después Hera se dirigió
a su acostumbradamente infiel marido y le espetó la acusación de su
enamoramiento, pero el escarmentado dios se hizo el inocente y negó toda
relación con la joven. Como no estaba dispuesta a seguir con la conversación y,
menos aún, a tener que sufrir las consecuencias previsibles de esa amenaza de
otra nueva aventura, Hera amenazó con una espectacular operación de castigo a
la doncella y, a la vista de cómo se estaban poniendo las cosas, Zeus transmutó a
su amada en blanca ternera, o vaca también blanca, para protegerla de las iras de
su mujer. El cambio no fue suficiente para aplacar o agradar a Hera y ésta se
hizo con la ternera o vaca, y la puso maliciosamente bajo la custodia de la
persona más indicada, ya que encomendó el trabajo al mejor vigilante conocido,
a quien llamaban Argo Panoptes (el todo ojos), ya que poseía ojos en la cara y
en la nuca, cien, decían unos y hasta mil, aseguraban otros. A Argos le indicó
que aquella vaca de aspecto ordinario no era nada corriente, sino que se trataba
de un animal muy peculiar al que había que cuidar con especial atención,
dejándolo siempre amarrado a un árbol y sin que se dejara ver demasiado. Así,
pues, la que fue Io, la hermosa doncella que fuera persona de linaje real y
entregada a la adoración de Hera, había quedado reducida a ser tan sólo una
bestia inmovilizada, sometida como propiedad exclusiva de Hera. Zeus, como
de costumbre, tampoco estaba decidido a cejar en su deseo y llamó a Hermes
para que éste le echara una mano en la liberación de Io, ya que el astuto y veloz
Hermes era, sin lugar a dudas, quien mejor podía enfrentarse a la penetrante
mirada de Argo Panoptes, del que se decía que ni durmiendo llegaba a cerrar
todos sus ojos.
EL RESCATE DE IO
Recibida la orden de su compañero Zeus, Hermes se llegó con presteza
hasta los campos en los que Argo tenía bajo su custodia a la castigada Io, ya
fuera en Micenas o en Nemea, puesto que en los dos lugares se sitúa el mítico
campo, y allí, nada más posarse en un árbol cercano, Hermes, que viajaba
transformado en pájaro, para no poner sobre aviso al guardián, empezó el artero
dios a dejar oír la embriagadora música de su flauta, una deliciosa melodía que
hizo caer rápidamente en un mágico trance al gigantesco vigilante de los cien
ojos. Aunque del todo dormido no podía ser un peligro para el plan de rescate,
Hermes no vaciló en machacar la cabeza del dormido centinela con una roca, y
menos aún en arrancarla del tronco para demostrar cruelmente su triunfo, como
era tan habitual de las deidades. Después de haber acabado con el infeliz Argo, a
Hermes le fue sumamente sencillo llevarse consigo a la liberada Io. Pero no se
podía siquiera suponer que fuera a ser tan fácil el que Hera dejase tranquila a
quien ya había sido condenada, menos todavía cuando se había desafiado su
voluntad, y Zeus había hecho su voluntad, llevando en su acción adúltera al fiel
Argo a una muerte despiadada. Más decidida que nunca a dar una lección
definitiva a su marido y a sus cómplices de fechorías, Hera emprendió la
persecución de Io, una larga y obstinada persecución que sería casi inacabable.
Pero, antes de iniciar la venganza, Hera no se olvidó de tomar de la cabeza del
decapitado Argo sus ojos y colocarlos — como homenaje a quien había muerto
defendiendo sus intereses— en la cola de un pavo real, para que desde allí
fueran vistos con admiración y respeto por todos los mortales hasta el fin de los
tiempos.
LA LARGA HUIDA DE IO
La blanca ternera que era ahora Io parecía haber recuperado la libertad,
pero no había logrado recuperar su forma humana. Estaba en libertad, pero Hera
ya había designado a su eterno perseguidor: un tábano que la iría picando en
todo momento y lugar, como el doloroso y humillante recordatorio de que, al
menos para Hera, ella no era más que una vaca de su rebaño. Pues bien, desde su
liberación, Io fue recorriendo el mundo, primero marchando a Dodona, después
a la orilla del mar que se llamaría como ella, en su honor, el Iónico o Jónico,
como nosotros lo conocemos. Más tarde subió por el río Danubio, se acercó al
mar Negro, cruzó desde Tracia al otro lado del paso del que se dice que se
llamaría también Bósforo en su honor (pues eso es lo que significa tal
toponímico, paso del buey, aunque ella fuera entonces encantada ternera) y
siguió el cauce del río Hibristes, hasta llegar a sus fuentes en el Cáucaso.
Regresó por la Cólquida, pasó por Asia camino de la Indias y dio la vuelta a su
itinerario, por Frigia, Lidia, Cilicia y Fenicia, para llegarse hasta Etiopía, en una
etapa más de su incesante y desesperado caminar; todo ello para poder acercarse
más a su destino definitivo, hasta las mismas e ignotas fuentes del gran Nilo, en
donde sí la esperaba la definitiva liberación. En esa región tan fabulosa como
desconocida, la pobre Io recibió, al fin, el esperado y buscado doble premio del
descanso a su martirizada huida y la caricia salvadora del apiadado Zeus, la
caricia (y bastante más que una simple caricia) que le devolvió su aspecto
humano y le permitió empezar una nueva vida, ya bajo el patrocinio y la tutela
del buen Zeus, quien se había decidido a ayudar a la inocente doncella en todo lo
que ella necesitara.
IO, MADRE DE EPAFO
En Egipto, redimida de su castigo, Io encontró en Telégono el marido
adecuado para su necesario matrimonio, puesto que —preñada por ese contacto
salvador de Zeus— estaba a la espera de quien iba a ser su hijo Epafo, el futuro
rey de Egipto. Parece ser que Hera, al enterarse del nacimiento de Epafo, ordenó
a los demonios Curetos que se apoderasen de la criatura tan pronto naciera y la
hicieran desaparecer. En ese momento Zeus, tan al quite como su esposa lo
estaba al ataque, lanzó una sarta de sus potentes rayos y acabó con la amenaza
de los Curetos; la atribulada Io, guiada por la mano de Zeus, recuperó al
pequeño Epafo y en él siguió cumpliéndose el destino, hasta hacer de este hijo
de Zeus y la sufrida Io un personaje de estirpe real, al que se hermanó con el
sagrado buey y dios Apis, para completar el relato mitad divino y mitad animal
de la historia de Io, que acabó —a su vez—identificándose también con otra
deidad egipcia, la poderosa Isis, reina de los cielos.
ACRISIO, DANAE, ZEUS Y PERSEO
Dánae era la hija de Acrisio, un rey de Argos, y de Eurídice, nieta del
mismo Zeus; conociendo la mitología, no es de extrañar que también fuera
Dánae la amante de su tío Preto, hermano gemelo del padre y enemigo suyo
desde antes de su mutuo nacimiento. Con este y otros muchos motivos, Acrisio y
Preto se enfrentaron abiertamente en una serie de inútiles peleas, hasta que
decidieron repartirse el territorio heredado de su padre Abante, de modo que
Acrisio quedó con Argos y Preto se fue a gobernar en Tarento. Pasado el lance,
Acrisio quiso tener algún hijo varón a quien ceder su menguado reino y, para
colmar su curiosidad, requirió los servicios de un adivino. Este le aseguró que
no iba a tener descendencia masculina, pero que sí sucedería un día que un nieto
le daría muerte. Como quiera que la única manera de que tal cosa sucediera
pasaba por el hecho cierto de que fuera su única hija la que diera a luz a tan
temible nieto, Acrisio encerró a Dánae en un calabozo con puertas de bronce,
según unos, y un torreón construido enteramente de bronce, según otros
cronistas más exagerados, en el que ni ventanas había, y que estaba rodeado por
una jauría de perros de presa, para no dar ninguna posibilidad de cumplimiento
al oráculo y salvaguardar así su amenazada vida futura. Zeus, que debía estar
tranquilo en su celestial armonía, no dejó de ver las operaciones del padre y rey
Acrisio y, cómo no, empezó a interesarse por una joven bella y de difícil acceso,
que ya era un reto a su inteligencia amatoria. Pergeñó un sistema para hacerse
con ella y, lo que era más interesante todavía, un modo seguro de dejarla
preñada de ese nieto tan temido por Acrisio y tan funestamente descrito por el
oráculo. Como era de esperar, pronto encontró el versátil Zeus la manera de
lograr sus dos propósitos.
LA LLUVIA DE ORO
Tras una atenta observación del encierro de Dánae, el sagaz Zeus dio con
una grieta en la construcción que encerraba a la princesa Dánae. Era muy
pequeña, demasiado pequeña para poder darle paso bajo cualquiera de sus
múltiples caracterizaciones animales, pero no lo suficiente como para no dejar
que se filtrara como lo hace el agua. Esa fue la forma elegida, la de una fina
lluvia, dorada, dada su categoría divina, que entraría a la restringida cámara
donde se ocultaba a la hermosa de la vista y del más temido contacto de todos,
de todos menos del inquieto Zeus. Dentro de la cámara, como era de esperar,
Zeus recuperó su encantadora apariencia y le fue sencillo lograr lo que ansiaba:
los favores de Dánae. Ella, además, quedó encinta de un hijo que sería el mayor
héroe de la Argólida. El padre, al correr del tiempo necesario para que ello fuera
evidente, no pudo dejar de asombrarse al comprobar con sus propios ojos que la
hija estaba embarazada a pesar de las cuidadosas precauciones adoptadas. Pensó
que Preto había conseguido hacerse con el método para acceder a su hija y que
ésta había reincidido en aquella relación odiada. Escuchó que era Zeus el padre
de su nieto y no quiso creerlo ni se atrevió a dejar de creerlo. Así, no sabiendo
que hacer con aquella situación, y no queriendo matarlos directamente, decidió
arrojar a la hija y al nieto al mar, embarcados en una caja no pensada para
navegar, precisamente; pero, tras una larga y angustiosa navegación a la deriva,
madre e hijo dieron finalmente con la costa de la isla Sérifos, en donde fueron
rescatados por Dictis, el pescador local que era, también, hermano del rey de la
isla, Polidectes, quien se hizo cargo de la pareja y, más especialmente, de la
educación del joven Perseo.
PERSEO SE ENFRENTA A SU PADRE ADOPTIVO
A medida que pasaba el tiempo y el joven crecía en tamaño y saber, la
situación cambiaba en la pequeña isla, Polidectes, que se había mostrado tan
hospitalario, quería ahora forzar su matrimonio con Dánae, quien no parecía
dispuesta a descender a su nivel, después de haber sido amante del supremo
Zeus. Para evitarse más complicaciones, Polidectes dejó creer a Perseo que él
pensaba contraer matrimonio con Epidemia, la hija de Pélope y de aquella
célebre y primera Epidemia, hija de Enómao, rey de Pisa, a la que tan difícil fue
conquistar, por las mortales trabas que su padre ponía a los infelices aspirantes a
su amor. Pues bien, el buen Perseo creyó en la explicación dada por Polidectes,
en la que éste ponía de manifiesto la necesidad de ofrendar unos hermosos
caballos a la amada, animales escasos en la isla. Perseo se ofreció a salir en
busca de un ejemplar digno de un rey, y también se fue de la lengua en su
generosidad y le dijo que era capaz de traerle la cabeza de Medusa además. Con
aquel desliz, se le presentó una nueva oportunidad a Polidectes y le tomó la
palabra, diciendo que esta terrorífica cabeza sí que era un regalo apreciado.
Perseo, que estaba dispuesto a todo con tal de que se dejara a su madre en paz,
partió, sin más remedio, a la caza de la espantosa Gorgona, sin saber cómo
hacerse con la prometida cabeza. Afortunadamente, Perseo fue siempre un
personaje mimado por los dioses y, en aquella ocasión, Atenea alcanzó a oír a
tiempo el ofrecimiento del joven y, enemiga declarada de Medusa —ya que si
ésta era monstruosa, lo era por la intervención anterior de Atenea—, se puso
junto al muchacho y en compañía fueron los dos a dar caza a la terrorífica mujer.
LA CAZA DE MEDUSA
Con Atenea de compañera, Perseo llegó a Dicterión, en dónde la diosa le
hizo ver las imágenes que allí se guardaban de las Gorgonas, de modo que no se
pudiera luego confundir con sus otras dos hermanas, puesto que éstas, Esteno y
Euríale, eran inmortales, al contrario que la hermana buscada, lo que haría inútil
cualquier intento de luchar contra ellas, También Atenea aprovechó este tiempo
en Dicterión para adoctrinarle, de manera que supiera acercarse a ella sin caer en
la mortal trampa de su mirada, pues Medusa mataba de espanto a quien la veía,
ya que su rostro era el resumen de todos los horrores imaginables. Como arma,
la industriosa Atenea le preparó un escudo tan brillante como un espejo y
Hermes le hizo llegar una hoz de diamante, para que con ella segara la
prometida cabeza y la llevara de vuelta a Sérifos. De todos modos, el arsenal no
estaba completo, puesto que todavía le faltaban elementos tales como el yelmo
de Hades, que volvía invisible a quien lo usaba; unas sandalias aladas; y una
bolsa especial en la que esconder la cabeza de Medusa, si lograba su objetivo de
darle muerte. Estas cosas estaban bajo la custodia de las ninfas de Estigia, pero
nadie sabía cómo encontrarlas; bueno, nadie no, las tres Grayas, las feas
hermanas de las Gorgonas, sí lo sabían y a ellas se dirigió Perseo, en un pesado
viaje que le llevó al monte Atlas, en donde ellas residían. Estas tres Grayas
tenían que compartir un único ojo y otro único diente, puesto que era todo lo que
tenían entre las tres para ver y comer. Perseo se deslizó tras ellas y esperó a que
llegara el turno de cesión de tan insólito condominio, se apoderó de ambos de un
golpe rápido y pidió, para su rescate, el emplazamiento de esas ninfas de Estigia.
Las Grayas, sin otra solución que la delación, dijeron al raptor lo que deseaba oír
y éste se fue sin más tardar a la guarida de las ninfas, sin que Perseo cumpliera
su parte del trato, ya que se marchó dejándolas sin diente ni ojo. En Estigia vio a
las ninfas y, sin más requisitos, recibió de ellas las sandalias, el zurrón y el
yelmo que le eran imprescindibles para culminar su proeza, y conoció el lugar
en el que podía hallar a su deseada presa.
ANTE MEDUSA
Con su equipo de combate al completo, Perseo fue volando con sus
sandalias aladas hasta la temible tierra de los Hiperbóreos, poblada por las
efigies en piedra de quienes antes habían sido seres vivos, y ahora estaban
inmovilizados por el hechizo de la malvada Medusa. En Hiperbórea se
encontraba el escondrijo de las Gorgonas. Allí estaban las tres hermanas,
dormidas y a su al cance. Protegido de la vista de Medusa por el bruñido escudo
y guiada su mano por Atenea, Perseo cortó de un solo tajo la cabeza a Medusa y
se apresuró a guardarla, sin atreverse a verla, en la bolsa mágica. Al tiempo que
Medusa expiraba, surgía de su cuello segado el mágico caballo Pegaso y el
impetuoso Criasor, unos hijos que Medusa había tenido con Posidón y que no
nacerían hasta la muerte de la madre.
Perseo, amparado por la invisibilidad del yelmo, huyó del lugar, mientras
que Esteno y Euríale se despertaban ante los gritos y piafados de caballo y
guerrero, los hijos de su hermana muerta que ahora se daban a conocer de un
modo tan sorprendente. Pero nada pudieron hacer, puesto que a nadie se
divisaba por aquellos andurriales y ya Medusa estaba definitivamente perdida.
Perseo siguió en su huida, cargando con la cabeza de Medusa, hasta las tierras
de Etiopía. Pero, por el camino, le quedó tiempo para acercarse hasta la
residencia de Atlante el titán, a quien, para vengarse de una anterior afrenta, le
dejó ver la horrible cabeza, lo justo para que éste quedara convertido en una
montaña digna de su tamaño. Después, mientras volaba sobre las arenas del
desierto, dejó caer el diente y el ojo de las Grayas para rematar su faena con un
sarcasmo final. Más adelante, en la costa de Filistea, Perseo se iba a encontrar
con una sorpresa adicional.
LA INSOLITA APARICION DE ANDROMEDA
En su mágico vuelo africano, Perseo acertó a ver a una mujer, hermosa,
desnuda y encadenada. Se enamoró al instante de su espléndida y desvelada
belleza y se propuso, naturalmente, liberarla de aquellas cadenas. Así que
descendió al suelo y se acercó a ella para enterarse de la causa de aquella
condena. Antes de llegar junto a ella, Perseo vio a una pareja de mayor edad que
vigilaban preocupados el acantilado en donde estaba encadenada la hermosa, y
les pidió una explicación a aquella extraña situación. De ellos escuchó
asombrado Perseo lo que sucedía, al tiempo que se enteraba de que ellos eran los
atribulados padres de la joven, el rey Cefeo de Yope y su esposa la bella
Casiopea. Le contaron que la madre Casiopea se había atrevido un día a
presumir de su belleza y de la de su hija, aduciendo que ambas eran mucho más
guapas que la propia Hera, o que las Nereidas, que es el caso que ahora nos
ocupa. Posidón, dios de mal genio y tremendas reacciones, se irritó al oír que
sus criaturas marinas estaban enfadadas por aquella aseveración (que era cierta)
de que las Nereidas quedaban postergadas ante la hermosura de Casiopea, y que
ésta no se recataba en proclamarlo abiertamente a los cuatro vientos. Como
lección, Posidón envió vendavales y olas tremendas al reino de Cefeo,
monstruos y castigos. Cefeo se fue a los adivinadores de los designios divinos y
por ellos pudo saber que la única salida a la situación pasaba por el sacrificio de
su hija, que debía servir de alimento al monstruo enviado por Posidón. Así lo
hicieron y ahora estaban aterrorizados, esperando que se cumpliera la amenaza,
impotentes ante el funesto destino que aguardaba a su hija. Perseo pidió a Cefeo
que le diera a su hija como esposa si la conseguía salvar de aquella muerte
terrible, al tiempo que se comprometa a acabar también con el monstruo y con la
amenaza de Posidón. El padre, sin ninguna otra opción, aprobó la petición del
impetuoso Perseo y éste, de nuevo, se lanzó a dar muerte a un monstruo. Este se
acercaba ya a su presa, pero Perseo descendió como un rayo sobre él y, con
aquella hoz que Hermes le había entregado, cortó de un tajo certero su cabeza y
desató a la que iba a ser su futura esposa, la amada Andrómeda.
LOS SUEGROS DESAGRADECIDOS
Pero Cefeo y Casiopea no querían a Perseo para su hija. Tuvieron que ceder
ante su exigencia de matrimonio y éste se celebró inmediatamente. Poco duró la
celebración, puesto que Agenor llegó a reclamar a Andrómeda para sí, mientras
que Cefeo y Casiopea se ponían de su lado, aduciendo que Perseo les había
forzado a una boda no querida. Perseo, que todavía tenía cerca de sí el trofeo de
la Gorgona, sacó de su bolsa la cabeza y los rivales quedaron convertidos en
inmóviles piedras. Asqueados de aquella traición, los esposos regresaron al
punto de partida de Perseo, a la corte de Polidectes, para encontrarse con otra
traición. Dánae y Dictis estaban escondidos para eludir la persecución del
pequeño rey, y éste se encontraba en palacio, festejando por anticipado su
próximo enlace.
En palacio se presentó Perseo y, otra vez más, la cabeza de Medusa volvió
a salir de su bolsa, para convertir en piedras inertes a Polidectes y sus amigos.
Tras su venganza, Perseo puso la bolsa y su contenido en manos de Atenea, hizo
que el fiel Dictis ocupara el trono vacante y marchó de la isla, camino de su
desconocida patria Argólida. El rey Acrisio, al enterarse de que su nieto, el que
había de matarle según el oráculo, se acercaba a sus costas, huyó a Tesalia, con
la esperanza de hurtarse al destino. De nada le valió, Perseo también fue a
Larisa, a participar en los juegos fúnebres que organizaba Teutámides en honor
de su padre. En el lanzamiento del disco, Perseo, movido por la voluntad de los
dioses, hizo que su tiro alcanzara a Acrisios, sin siquiera saber que él estaba
entre el público, y ese disco fue la causa de la muerte del abuelo. Perseo, al
enterarse de lo sucedido, se ocupó de las honras fúnebres de Acrisio y, para no
ocupar su puesto, cambió el reino de Argos por el de Tirinto, con la aquiescencia
del hijo de Preto y, más tarde, se convirtió en soberano de toda la Argólida,
reinando en ella junto con su esposa Andrómeda.
AGAMENON Y MENELAO
Los hermanos Agamenón y Menelao, expulsados de Micenas por Egisto,
que había asesinado a su padre, el rey Atreo, fueron a Esparta, en donde a la
sazón reinaba Tindáreo, padre de los Dioscuros Castor y Pólux, de Helena y
Clitemnestra. Menebo casó con Helena y heredó la corona de Esparta.
Agamenón, luchador imparable, también casó con otra hija de su protector
Tindáreo, pero lo hizo por la fuerza, tras derrotar y matar a su marido, el rey
Tátalo de Pisa. Después pidió y recibió de su suegro el permiso para mantener
aquel forzado matrimonio. De él tuvieron un varón y tres hijas: Orestes, Electra,
Ifigenia y Crisótemis. Hasta ahora nada parecía presuponer la importancia de los
hijos de la pareja, pero el rapto de Helena por Paris dio comienzo a la larga e
importante guerra de Troya y en su transcurso iban a verse enfrentados
directamente los dioses, agrupados en las dos banderías opuestas que también
oponían a los seres humanos. Menelao recuperaría posteriormente a su esposa
Helena, mientras que Agamenón, tras su regreso de Troya, moriría a manos del
asesino de su padre, Egisto, y su esposa Clitemnestra. Sus hijos Orestes y
Electra habrían de vengar a Agamenón, aunque fuera al precio de dar muerte a
su propia madre y de poner en peligro su salud mental. Ifigenia estuvo a punto
de ser sacrificada por su madre, Clitemnestra, para obtener el favor divino y sólo
la intervención de Artemis evitó su muerte. Este mito de las tres generaciones
ligadas constantemente entre sí por la trama del destino es —sin lugar a dudas—
una de las más asombrosas tragedias griegas, y de su contenido vamos a dar
cuenta de una manera harto resumida, porque no podemos, ni de lejos, pretender
mejorar lo que Esquilo y Eurípides, entre muchos otros, hicieran de manera
magistral hace ya miles de años.
TRAICIONES Y VENGANZAS
Egisto temía a Agamenón desde que éste se convirtió en mozo, pero la
ocasión de acabar con sus temores se presentó al conocer que Clitemnestra, su
esposa, estaba buscando un acompañante mientras que él peleaba en Troya. No
lo pensó ni un segundo y se unió a ella, con la esperanza de poderla tener como
cómplice frente al esposo odiado. Al principio no fue fácil la conquista, puesto
que Agamenón había mandado vigilar a Clitemnestra, ya que desconfiaba de ella
lo suficiente, tras haber sabido que Nauplio (quien tenía razones suficientes para
querer vengarse de Agamenón y los suyos) incitaba a las esposas al adulterio, y
él mismo tampoco era un buen ejemplo de fidelidad ya que había establecido
relaciones con Casandra en el mismo frente de batalla, habiendo tenido con ella
dos hijos, Teledamo y Pélope. Consiguió Egisto deshacerse de la vigilancia
puesta por el marido y ya no hubo obstáculos.
Pero Hermes avisó a Egisto que sus deseos de venganza eran una
temeridad, porque el dios sabía que Orestes, cuando fuera un hombre, le daría
muerte irremediablemente. Egisto prefirió ignorar la advertencia de Hermes y
estableció el plan contra Agamenón y Casandra, para agradar más aún a
Clitemnestra y tener mejor aliada. Fue ella quien preparó la serie de mecanismos
que habría de avisar del regreso de Agamenón y, sabiendo ya que estaba pronta
su vuelta, se preparó la celada que habría de acabar con él. En efecto, Agamenón
llegó a palacio, su esposa lo recibió con signos de alegría; preparó para él el
baño y, pretendiendo secarle amorosamente, lo envolvió en una tupida red de la
que ya Agamenón no podría zafarse jamás. Egisto apareció entonces para
clavarle la espada y Clitemnestra le cortó la cabeza con un hacha, con la misma
con la que luego habría de cortar la cabeza de Casandra y Egisto mataba a los
dos hijos de ambos. Ya se había consumado la doble y terrible venganza.
ORESTES Y ELECTRA
Clitemnestra instituyó el día de la muerte de Agamenón como fiesta a
recordar. Egisto, por su parte, trató de asesinar a Orestes en su cuna, para zafarse
de la venganza anunciada por Hermes, pero la nodriza del niño sacrificó a su
propio hijo para engañar a Egisto, dejando que éste creyese que el cadáver de la
criatura era el de Orestes. Oculto durante años, Orestes creció protegido por el
rey Estrofio de Crisa, y se educó en igualdad de condiciones que su hijo Pílades,
de quien se hizo su mejor e inseparable amigo. Sus hermanas Electra y
Crisóstemis, mientras tanto, vivían sometidas a la humillante tiranía de Egisto,
quien no contaba en ellas y evitaba que se convirtieran en posibles duales, por lo
que se las prohibió que celebrasen casamiento con alguna persona de alcurnia,
que les pudiera dar el poder que él y Clitemnestra les negaban. Pero Electra, al
contrario que Crisóstemis, no se resignaba y mantenía una secreta comunicación
con Orestes, con la cual trataba de recordarle siempre la venganza debida a los
asesinos de su padre. Cuando Orestes creció, se dirigió a Delfos para conocer el
parecer de Apolo y éste le hizo saber que debía matar a su madre y al amante y,
también, que debía estar preparado para rechazar los ataques de las Erinias, ya
que ellas deberían, a su vez, acosarle como castigo al asesinato de una madre,
que él iba a realizar. Preparado para su misión sagrada y acompañado por
Pílades, Orestes volvió clandestinamente a Micenas.
Junto a la tumba de su padre se reunió, de nuevo por mano de los dioses,
con su hermana Electra, ambos se reconocieron al instante y trazaron el plan
para entrar en palacio y ejecutar a la pareja. Orestes se hizo pasar por el
mensajero que traía la urna con las cenizas de un supuestamente fallecido
Orestes y eso llenó de alegría a Clitemnestra, quien mandó llamar a Egisto para
regocijarse con la buena nueva. Junto a Orestes estaba Pílades y, en un
momento, Egisto yacía muerto por la espada de Orestes, mientras Clitemnestra
se desnudaba e imploraba piedad, pero ya la espada de Orestes se volvía a alzar
para terminar decapitando a su propia madre.
A MODO DE EPILOGO
Las Erinias atacaron incesantemente a Orestes tras haber dado muerte a
Clitemnestra, su madre, y estuvieron a punto de volverlo loco; mientras
Tindáreo formó el tribunal que había de juzgar a Orestes y a Electra por aquella
muerte de su madre. Menelao y Helena llegaron a la ciudad para asistir al juicio.
El veredicto del tribunal fue tajante: Orestes y Electra debían darse ellos mismos
muerte. Píades pidió unirse a ellos en ese suicidio sentenciado, no sin antes
haber querido terminar infructuosamente con la vida de Helena, puesto que a
ella se debía culpar en buena medida del desastre de la guerra de Troya: también
intentaron prender fuego a palacio, pero todo terminó con la aparición del
mismo Apolo, para hacer saber a todos que Orestes sólo había cumplido su
orden. Ahora debía tomar el camino del destierro durante un año y purificarse,
para después ir a Atenas a ser juzgado por el Areópago, con Apolo como su
defensor. Absuelto gracias al voto decisivo de Atenea, Orestes pudo regresar a la
Argólida, mientras que su hermana Electra casó con Pílades, el más fiel de los
amigos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario