lunes, 1 de abril de 2019

ARTEMIS/DIANA

Esta adscripción a Selene (para los griegos) o Luna (para sus herederos
romanos) es un hecho que aparece más tarde, cuando ya la imagen de Artemisa
estaba consolidada como reina de los bosques, con su corte de doncellas
prodigiosas. Cuando se la lleva a ser divinidad del satélite, se está desplazando a
su "propietaria" Febe o Selene, una titánida de la primera ola de la mitología
primigenia, hermana de Helios, la divinidad del Sol. Por cierto, que al desplazar
a Artemis a la posición lunar, su gemelo Apolo también se desplaza hasta ocupar
el puesto de Helios, lo que resulta plenamente equilibrado para el conjunto
fraternal de cara a la pareja importancia que han de ocupar los dos hermanos en
el cuadro mitológico. Pero no se detiene ahí el movimiento y Artemisa sigue
avanzando, hasta que también se encaja en el hueco de Hécate, en el sitio que
antes pertenecía a esta divinidad de la sombra de la luna. Con las tres
personalidades, su identidad se complica y ya está ante sus fieles una diosa con
tres rostros: el de Artemis sobre la faz del planeta; de Selene en el firmamento, y
de Hécate en las sombras eternas de los infiernos. Así, por translación, se
obtiene una deidad que ocupa los mismos tres espacios que —en su día, y tras
vencer a Cronos— ocuparon Zeus, Poseidón y Hades, como una segunda
edición del imperio de la época paterna, en el que se hubiera eliminado el
triunvirato a favor de una concentración total del poder. La diosa termina por ser
una poderosa criatura que tan fácilmente puede provocar la enfermedad y la
muerte, como puede curar a toda una nación con su voluntad. Se va haciendo
cada vez más poderosa, pero no es Artemis quien (naturalmente) exige ese poder
total, sino que son sus fieles quienes, con el paso del tiempo, van reivindicando
para ella, para su divinidad favorita, el monopolio del poder, la unión de todos
los posibles atributos olímpicos en sus manos, como prueba de su popularidad,
del afecto de sus seguidores y del encanto que despertaba la deidad cazadora, la
decidida mujer que vive en la naturaleza, entre las fieras y a merced de los
elementos, aquí abajo, en el mismo mundo que los humanos, dando prueba de
ser, a pesar de todo, de la misma madera que nosotros, los hijos de la tierra,
preocupada por los retoños de las bestias y entusiasmada con la idea de dar caza
a cualquier animal de buen porte que se ponga a tiro.
¿QUIEN ES ARTEMIS?
A fin de cuentas, la personalidad clara y concreta de la doncella celosa de
su virginidad y defensora a ultranza de la de sus protegidas se va enturbiando, y
llega a un punto en el que Artemis/Diana se ve tremendamente complicada,
como una manipuladora de los poderes ocultos de la muerte y las tinieblas. Es la
representación viva de toda la maldad posible en el cielo, aunque entonces lo
firmase Hécate; de la luz que nos arropa en la noche y sirve de guía para
caminantes y enamorados, ya como Selene; y la inquieta defensora de animales
para provecho de cazadores, de protectora de los bosques para disfrute de los
mortales.
Como pasa con casi todos los dioses de la antigüedad, su papel nunca
queda perfectamente definido a uno u otro lado de la raya entre bondad y
maldad y Artemis fluctúa, a la manera que los seres humanos saben que ellos lo
hacen, entre muchos matices, sin quedar enteramente en el blanco puro ni en el
desesperado pozo sin salida del negro absoluto, al modo de las hagiografías o de
las condenas totales de las religiones del libro, del trío judeo-cristiano-islámico.
Pero también es necesario decir que esa trinidad, tan querida después por los
cristianos, no es exclusiva de Artemis, sino que otra de sus grandes compañeras
olímpicas, Atenea, también era niña que jugaba a la guerra con Palas, doncella
vestida de pieles de cabra, al estilo de los libios, y armada como guerrero para
las ocasiones en las que la batalla era inevitable y mujer madura y sabia, en
compañía del cuervo y del búho. Tres eran las estaciones del año para los
griegos; invierno, primavera y verano; tres las esferas del Universo: celestial,
terrena y subterránea; tres las fases de la luna: nueva, creciente y vieja. El
número tres tenía un significado mágico, divino y no es de extrañar, pues, que
una deidad de la categoría de Artemis fuera ascendiendo por la escala del
reconocimiento, hasta llegar a poseer ella, también, las tres caras que la daban la
categoría de máxima representación divina.
ARTEMIS Y SUS DONCELLAS
Si importante es Artemis, no menos importancia tiene la amplia comitiva
de ninfas que rodea a la diosa. Se trata de ochenta bellísimas ninfas, doncellas
que se han comprometido con su diosa a la virginidad, lo que va a hacer que se
despierten la curiosidad y los deseos de dioses y héroes alrededor de esta corte
de jovencitas, de virginales niñas de nueve años, elegidas por Artemis misma en
las bravas aguas del Océano y en las más remansadas del río Amnisos de Creta.
Naturalmente, y con el paso del tiempo, los artistas han ido añadiendo años y
han desarrollado las formas de las niñas primitivas, hasta que consiguieron
hacerlas núbiles y sumamente deseables, pero esto es una cuestión debida a la
necesidad de adecuar el mito a las exigencias morales de cada época, ya que —
fuera del contexto original griego— se hacía muy duro el que los dioses o los
humanos pudieran tratar de atropellar a tan inocentes criaturas, y resultaba más
conveniente representar al coro de ninfas con bastante más peso y envergadura
que las infantiles vírgenes. Pero, antes de seguir adelante, hemos de contar la
historia de Artemis, la Diana de los romanos, tal y como se narra en los textos
clásicos conocidos.
SUS PRIMEROS AÑOS
Zeus, en su romance con la bella Leto, tuvo otro de sus románticos raptos
amorosos y encerró a su pareja, y a él mismo, en la corporeidad mágica de una
pareja de codornices encelados. Tras ese rapto poético, Leto quedó encinta;
llevaba en su seno a los gemelos Apolo y Artemis. Tras el idilio y sin tener casi
tiempo para despedirse de su amante ni comprender bien el alcance de su acto de
amor, la futura madre de los grandes dioses debió huir del ataque de la celosa
Hera, esposa legítima y verdadera de Zeus, harta de sus historias románticas y
extramatrimoniales. Para castigar a quien tanto había arrebolado a su veleidoso
marido, Hera lanzó a la serpiente Pitón en persecución de la horrorizada
embarazada, con la maldición de que no consentiría el parto en ningún rincón de
la tierra que estuviera alumbrada por el sol. Con la ayuda del viento, Leto fue
hasta las proximidades de Delos. Allí parió al primero de los gemelos,
iniciándose un largo proceso de parto. Nacida Artemis y ya consciente del
peligro que corría su inocente madre, esta pequeña empezó a utilizar parte de los
recursos de la divinidad y, a pesar de ser tan sólo una niña recién nacida, ayudó a
su madre a pasar al otro lado, de tierra firme a una isla huidiza.
ARTEMIS, PROTECTORA DE MADRES E HIJOS
Este hecho, absolutamente milagroso y sorprendente, de que Artemis, nada
más saltar al mundo, emprendiese su tarea, ayudando a que su madre siguiera su
destino y cruzara las aguas, para poder arribar finalmente a la isla de Delos, es
prueba de que se trata de una personalidad mitológica extraordinaria Pitón y de
la consiguiente venganza de Hera, Leto se coloca en la ladera norte del monte
Cinto, a cubierto de la luz del sol; allí la fatigada y asustada parturienta dio a luz
a Apolo, tras nueve días de contracciones y dolores. Delos, tras el nacimiento del
dios, quedó para siempre anclada en su lugar y ahí está, como prueba tangible de
que lo que se cuenta es cierto, como todo lo que la mitología nos relata.
Con tan complicado parto, no es de extrañar que a Artemis, por ser la
hembra de la pareja de gemelos, se la asociara desde ese nacimiento
sobrenatural a las mujeres encintas, como protectora de los partos y que se
convirtiera, por asimilación, también en diosa tutelar de las crías de todos los
animales mamíferos y, muy especialmente, de los niños de pecho, aunque no
fuera tan solícita con los mamíferos crecidos ni con los seres humanos adultos,
ya que unos eran sus blancos móviles en la caza y los otros se podían convertir
en objetivo de su especial androginia, de su persecución terrible de los varones
creciditos. Pero casi todos los personajes del Olimpo tienen sus virtudes y
defectos construidos como los humanos y vividos tan desmesuradamente como
sólo lo pueden hacer ellos, los dioses.
EL REGALO DE ZEUS
Cuando, un poco más crecida, se encuentra con su padre Zeus, la niña pide
un raro favor: ser virgen para siempre y llevar arco y flechas, como lleva su
hermano Apolo. Además, quiere tener el privilegio de ser portadora de la luz,
vestir una preciosa capa de cazadora, coquetamente rematada en rojos y que
termina a la altura de sus rodillas; también pide una compañía de sesenta ninfas
del océano, otras veinte del río Amnisos, perros de caza, todos los montes del
Universo y, si tuviera tal antojo, cualesquiera ciudad que le complaciese poseer.
Al padre Zeus, poderoso dios y humano personaje, le hace gracia la petición de
la niña y le concede todo lo reseñado; sabe que lo que la niña quiere para sí es
mucho, pero eso es también un claro signo de crecimiento y el padre acepta la
larga lista de obsequios y privilegios y se muestra más generoso todavía, ya que
le da treinta ciudades, para empezar, mientras que, considerando que ya es lo
suficientemente seria como para aceptar responsabilidades protectoras, la pone
al cuidado de los caminos y los puertos de su mundo, que no es otro que el
griego, el mundo de su reinado inicial como diosa de los montes y de la caza que
en ellos se encierra, y le dice que ahí no va a acabar su fama ni su gloria, ya que
serán muchas las ciudades que se pondrán bajo su protección.
LO QUE SE CUENTA DE ELLA
Tras conseguir de su padre el lote de deseos, Artemis va a la isla de Lipata,
invitada de Hefesto, el feo dios —herrero. A las ninfas virginales que
acompañan a Artemis, les aterroriza el aspecto de los moradores de la isla, los
gigantescos Cíclopes, pero la diosa ha visto que los monstruos están trabajando
en su forja, cumpliendo un encargo de Poseidón, para el tiro de caballos de su
carro y —al verlos trabajar tan diestramente— sabe que ellos deben ser quienes
elaboren el deseado arco y el correspondiente carcaj donde guardar sus flechas.
El arco tiene que ser de plata (este detalle, que ahora significa poco, es
importante, puesto que la plata era más valiosa para los griegos que el oro) y ella
lo necesita para ese mismo momento, así que los Cíclopes deben abandonar el
encargo de Poseidón y pone manos a la obra para que Artemis tenga un arco
como el de su hermano gemelo. Los herreros dudan, pero la joven les convence
con la promesa de que, tan pronto el arco esté en sus manos, saldrá a cazar carne
fresca y la primera presa será para ellos. La oferta se acepta y los habilidosos
artesanos (encargados también de forjar los rayos de Júpiter en el Etna, en
Sicilia, en la mitología romana) realizan el precioso arco para la cazadora. En
realidad, más que la pieza prometida, lo que mueve a los Cíclopes a trabajar tan
rápidamente es la orden recibida de su superior de que cualquier deseo de la
joven sea atendido de inmediato y con exactitud.
SU PRIMERA CAZA
De la isla, Artemis salta a la Arcadia, dejando atrás a sus infantiles y
asustadizas ninfas, marchando con su arco listo para abatir toda pieza que se
ponga a tiro. Allí se encuentra con Pan, y éste le proporciona una jauría, con los
diez mejores sabuesos que se pueden conseguir en el planeta. Emprende la
marcha y captura durante el camino un par de hermosas corzas que van a
servirle de espléndido e insólito tiro para su carro construido en oro. Ya
pertrechada, preparada la jauría que Pan le ha regalado, las corzas uncidas al
carro de oro, y su arco de plata tenso y listo para la caza, se va al monte Olimpo,
para iniciar su vida de diosa adulta. En el monte, Artemis ensaya el arco y
dispara dos flechas a los árboles; mata a una bestia salvaje con la tercera; al
cuarto tiro alcanza a una ciudad impura. Con los cuatro tiros de su arco, el que
también es emblema de la Luna en cuarto creciente, la joven Artemis ha
desplegado la panoplia de sus facultades divinas.
Son cuatro flechas con las que ha asentado su poder sobre los bosques y los
animales. Poder sobre la vida y la muerte de sus patrocinados, mientras que, de
paso, ha recordado que también las ciudades han alto puestas bajo su tutela y
vigilancia, por orden expresa y sobradamente generosa del padre Zeus.
Terminada su primera expedición, Artemis se da la vuelta y ordena a su tropilla
animal el regreso a Grecia, para reunirse con sus ninfas, contarles el resultado, y
dar reposo a sus ciervas, que reciben de las gentiles doncellas nada menos que el
trébol de los campos privados de Hera; el trébol que da la fortaleza y asegura el
crecimiento instantáneo a los animales que lo coman. Es el reconocimiento total
a su reinado apenas comenzado sobre la faz de la tierra.
PROBLEMAS CON LOS VARONES
Pero esta hermosa mujer y sus no menos espléndidas acompañantes
siempre van a sufrir el acoso de los varones, divinos y humanos, que pasan por
su lado o se acercan maliciosamente. Como sucede con Calisto, una de las
ochenta ninfas concedidas por Zeus a su hija. Esta joven es hija del rey Licaón
de Arcadia, pero su alcurnia importa poco en caso de desobediencia a Artemis,
que no es una tímida doncella, sino la personificación de todos los poderes
posibles, y el final de cualquier desobediencia ya se puede imaginar. Incluso con
su padre bien amado, cuando Zeus se abate sobre Calisto y logra su propósito, el
enojo es tremendo, y la seducción de la doncella es castigada terriblemente, ya
que no puede alzarse contra el dios supremo. Al parecer, tras los amores de la
joven con el dios, ella se aparta de su diosa y de las demás ninfas, tratando de
ocultar esa inquietante curva que se dibuja peligrosamente en su vientre. Pero el
ocultarse no funciona eternamente y Calisto es llevada a presencia de su diosa y
jefe más que espiritual. Se la ordena que se desnude y así, ante la airada Artemis,
se produce la confirmación de la sospecha. Artemis, una vez que se encuentra
con la infiel Calisto embarazada por su padre, la convierte en osa y ordena a la
jauría de sabuesos que terminen con el animal. Zeus, conmovido por el fin que
su deseo ha provocado, se apiada de la osa encantada y la coloca en los cielos a
salvo de la cólera de su hija. También se cuenta que la hija habida, la pequeña
osa, también encuentra su nueva y eterna morada en el firmamento, y que
ambas, madre e hija, no son otra cosa que las constelaciones más cercanas al
norte: Osa Mayor y Osa Menor.
Artemis no podía comprender ni justificar que una virgen, como ella
misma, faltara a su promesa de castidad y esa falta era suficiente condena de por
sí, como para molestarse en juzgar si la intervención de un dios tan poderoso
como Zeus no podía haber tergiversado los sentidos y la mente de su niña
Calisto. En otras versiones, es Zeus quien hace de Calisto y su hija dos osas,
pero que son los celos de Hera, los mismos que promovieron la escandalosa
persecución por Pitón de Leto, la madre de Apolo y Artemis, ante otra
infidelidad de su voluble marido. Si eso se quiere creer así, entonces la
persecución de la osa, ordenada por Artemis, estaría dentro de lo normal, ya que
era una pieza de caza mayor y nada más, mientras que el hijo de la transformada
Calisto, librado de la muerte por la protección invisible de la fortuna, iba a ser el
joven Arcade, otra figura mítica y fundadora de un pueblo con raíces en el
Olimpo.
Y SIGUEN LOS PROBLEMAS
Otro final también trágico, bajo la forma de animal condenado a la muerte,
es el que sufre el osado Acteón, cazador que ha sido discípulo del afamado
centauro Quirón, en ocasión de una inocente incursión cinegética en solitario en
un terreno prohibido. Da la casualidad, que siempre es una forma del destino, de
que Acteón, cansado de la jornada e indolentemente tumbado sobre una roca y a
la orilla del agua, sea testigo del baño de una maravillosa divinidad, que no es
otra que Artemis. Bien saben los mortales lo que suele ocurrir en estos casos:
furia divina. En efecto, así es, Artemis no puede consentir que nadie la vea
desnuda y, menos todavía, que nadie pueda contarlo una vez ocurrido el hecho y,
sin dudarlo ni un segundo, hace que el joven hijo de Aristeo se vea convertido en
ciervo por su inmisericorde mandato, después sea perseguido por la jauría de
feroces sabuesos relegados por Hefesto y aumentados con el paso del tiempo
hasta llegar a cincuenta animales feroces y que éstos lo destrozan con saña,
obedeciendo la orden de su ama, y dejando sentado que su imprudencia es
imperdonable, aunque haya sido una situación involuntaria, algo que ha pasado
porque la diosa no ha reparado en que alguien podía estar allí, al otro lado del
arroyo, en Orcomenes. La horrible muerte, devorado bajo el aspecto del más
indefenso de los animales del bosque por un ejército desproporcionado de perros
asesinos, no es más que un aviso para el resto de los varones de todo género.
Hay que tener en cuenta que Acteón no era un pobre humano sin filiación; el
joven era el nieto de Apolo y Cirene, hijo del buen Aristeo; que su padre —el
creador de la apicultura— fue cuidado y protegido por las ninfas, por esas ninfas
que tanto representan para Artemis, con especial amor, pero que todo ello de
nada le sirvió, al tener delante de sí a la tremenda y enfurecida diosa desnuda,
tan celosa de su pudor y buen nombre, que prefirió el cruel escarmiento antes
que la justicia.
ALFEO Y ENDIMION. DOS CASOS DIFERENTES.
Alfeo, hijo de Tetis, también cayó enamorado ante Artemis, pero su pasión
no fue castigada en absoluto. Resulta que Alfeo, loco de amor por su dama, la
fue persiguiendo por todo el litoral mediterráneo. Al final, Artemis y sus ninfas
se untaron de barro sus rostros y el enamorado vio ante sí a un enjambre de
ochenta y una máscaras de Iodo, entre las que no podía reconocer la soñada cara
de la diosa. Todas las doncellas se rieron del confundido dios fluvial, quien no
tuvo más remedio que volver a su sitio, con la convicción de que había sido
ridiculizado. Desde luego, no parece que llegara a darse cuenta de que había
salvado su pellejo a cambio de ser burlado. Pero Artemis tiene un momento de
debilidad con el hermoso pastor Endimión. Un hermanastro suyo, hijo del
prolífico Zeus y de Cálice, la ninfa. Tan hermoso era que Selene sólo tuvo que
verlo (dormido en el reino nocturno de la diosa de la Luna) para enamorarse
total y perdidamente de él. Ahora bien, prudente, como corresponda a su
virginidad en cuanto a Artemis—Selene, la diosa se limitaba a yacer a su lado,
inmóvil, besándolo en sus cerrados ojos, hasta que Endimión quedó suspendido
en un sueño del que jamás iba a despertar. Hay quien dice que Endimión,
temeroso de un envejecimiento que terminase con su esplendor, pidió a su padre
Zeus mantenerse para siempre así, sin cambiar lo más mínimo, dormido y sin
soñar en nada ni con nada. Por la magia del casto amor de Selene, o por el favor
de Zeus, la advocación lunar de Artemis pasa noches y noches en la cueva en
donde reposa el bellísimo y eterno joven, durmiendo junto a su platónico amor,
para no incurrir en la falta imperdonable de actuar en contra de su voluntario
voto de castidad. Para terminar, digamos que hay quien afirma que Endimión,
presumido y osado, se propasa con la malhumorada Hera y ésta, tan enfurecida
como es costumbre en ella, ordena la expulsión del mozo y su castigo al sueño
intemporal. De todas las versiones que se dan del mito de Endimión y Artemis o
Diana, sin duda, la más querida por los artistas ha sido la de Selene tiernamente
enamorada, lógicamente, ya que añade a la diosa una dimensión sensible que la
humaniza y la hace aparecer más digna de ser querida y comprendida en su
rigidez, ya que ella también se obliga a prescindir de una pasión, sirviendo de
ejemplo a su corte de ninfas en el Olimpo y a sus fieles mortales que viven en la
tierra.
DIANA DE ROMA
Diana, como el resto del panteón latino, recibe la influencia de los dioses
griegos entre los años 200 a 100 a. C. Entran con mucha fuerza los elaborados
mitos helénicos y terminan por adueñarse de la leyenda local, pasando a formar
parte de una mezcla de notas originales e importadas. Así Diana, celebrada
especialmente en el mes de agosto, en el día decimotercero, que es la
contrapartida romana de Artemis, deja atrás sus ciervas y se coloca junto a la
vaca, un animal más doméstico, práctico y familiar que el silvestre corzo griego.
Evidentemente, el cambio es de importancia y Diana, que sigue siendo una
divinidad de primera fila en su nueva residencia, se transforma totalmente en
divinidad muy doméstica, y pasa a ser protectora del pueblo llano y de los
menos afortunados esclavos, en lugar de ser la reina y señora de las ciudades por
entero.
En uno de sus más destacados lugares de culto romano, en el templo
levantado en su honor por Servio Tulio en el Aventino, el edificio consagrado se
convierte en lugar protegido, en refugio para todos los plebeyos exaltados, para
los romanos de segunda que protestan del gobierno de la capital imperial, en una
resistencia ciudadana a la injusticia, que es la primera protesta popular no
cruenta recogida por las crónicas de la historia. La nueva divinidad tutelar tiene
poco que ver, en un caso como éste, con la terrible Artemis, tan poco dada a
apiadarse de los adultos y, menos aún, de los habitantes de la urbe, de la capital
por excelencia. El paso de Grecia a la latinidad ha conformado una personalidad
diferente y más amable a la diosa triple de la mitología helenística; por eso
Diana es más recordada que la peligrosa Artemis o Artemisa de partida.
DIANA EN EL ARTE
Elegimos aquí la invocación latina, porque Diana es la protagonista de la
mayor parte de las representaciones artísticas, mientras que la terrible Artemio
queda relegada a su terreno helénico, casi exclusivamente. Y Diana es la elegida
para las más bellas pinturas, porque se presta al gran cuadro de desnudos y
naturaleza, ya que ella aparece en la mayoría de los casos rodeada de sus ninfas,
como si fuera inseparable de ellas, componiendo un fresco de irresistible belleza
femenina del que los pintores flamencos no pueden apartarse y en el que todos
los artistas de corte del barroco también se encuentran, sin poderse negar a
utilizar una excusa tan graciosa para iluminar los palacios con esos cuerpos
exuberantes de las divinidades, únicas figuras femeninas o masculinas que, con
su desnudez, podían decorar y alegrar inocentemente los salones y los grandes
corredores, sin incurrir en la crítica moralizante de la muy (in)oportuna jerarquía
eclesiástica. Además, la inclusión de faunos, sátiros, Acteones y Calistos, da una
nota de picardía y voyeurismo que se suma también a los grandes encantos
adicionales de las escenas de caza, entretenimiento y pasión de los señores de la
nobleza, con lo que se logra aumentar la carga de la historia pictórica, sin
posibilidades de ser mal interpretada por los demás estrictos observadores. Sin
embargo, Diana no está tan presente en la gran escultura, porque su lugar
tridimensional está, preferentemente, en la porcelana y en las reproducciones en
fundición, como un adorno que engalana una estancia, más que como una
estatua que preside una construcción o domina un ambiente. De la trinidad de
invocaciones, permanece la de una diosa juvenil y elástica que corre por sus
montes y bosques, acompañada de sus perros o sus corzas, con el arco al hombro
o en la mano, mientras se olvida su poder de decisión sobre la vida o la muerte,
o su papel de protectora de todas las madres y de sus hijos, puesto que tiene que
ceder para siempre a las divinidades oficiales cristianas.

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