martes, 2 de abril de 2019

Eustaquius

Hermann Hesse

Antaño reinaba un emperador llamado Trajano, en cuyo reino vivía un
caballero llamado Placidus, a quien el emperador había nombrado comandante del
ejército. Este caballero era muy caritativo, pero estaba consagrado a la idolatría.
Tenía una esposa; dedicábase ésta al mismo culto, pero era igual de caritativa que él;
con ésta engendró dos hijos, a quienes, de acuerdo a su noble origen, hizo educar de
modo excelente, y puesto que realizaba tan afanosamente tantas obras de caridad,
merecía ser conducido al camino de la verdad y de la luz. Un día en que estaba
practicando la caza se encontró con una manada de ciervos, entre los que vio uno que
era más bello y mayor que los demás y que se separó de la compañía de los otros,
huyendo por un bosque muy extenso. Mientras los demás caballeros se ocupaban en
todos los otros ciervos, Placidus persiguió con todo esfuerzo a aquél e intentó cazarlo.
Corriendo con todas sus fuerzas, el ciervo finalmente subió a una alta cima y
Placidus, al acercarse, pensó para sí en su alma cómo podría cazarlo de otro modo.
Pero al mirar detenidamente al ciervo, vio entre las astas la forma de la santa Cruz,
que brillaba más que la luz del sol, y la imagen de Jesucristo, que le habló por la boca
del ciervo, como antaño por la burra de Bileam, con las siguientes palabras:
—¡Oh, Placidus, por qué me persigues! Por ti he aparecido aquí en la figura de un
ciervo; soy Cristo, a quien veneras sin saberlo; tus limosnas han subido hasta mí, y
por eso he venido, para cazarte a ti mismo a través del ciervo que tú querías cazar.
Otros dicen sin embargo que fue la propia imagen que apareció entre las astas del
ciervo la que profirió estas palabras. Cuando Placidus oyó esto, le sobrecogió un gran
temor, cayó del corcel al suelo y, vuelto en sí sólo después de una hora, se levantó de
la tierra y dijo:
—¡Descúbreme lo que quieras decirme, y creeré en ti!
Y Cristo dijo:
—Soy Cristo, Placidus, que creó el Cielo y la Tierra, que hizo surgir la luz y
separóla de la oscuridad, que determinó las horas del día y las estaciones y los años,
que creó al hombre a partir de un terrón, que apareció en la Tierra en forma carnal
para salvar a la humanidad, que fue crucificado y resucitó al tercer día.
Placidus, al escuchar esto, cayó de nuevo en tierra y dijo:
—Señor, creo que has hecho todo esto y que conviertes a los pecadores.
Y el Señor le dijo:
—Si crees en mí, ve a ver al obispo de esta ciudad y hazte bautizar.
Placidus empero le contestó:
—¿Quieres, Señor, que le dé a conocer esto también a mi esposa y a mis hijos,
para que también crean en ti?
—Anúnciaselo —dijo el Señor— para que se purifiquen igual que tú; y regresa
mañana aquí, para que aparezca una segunda vez y pueda completar la revelación de
lo que ha de suceder.
Vuelto Placidus a su casa y habiéndole anunciado a su mujer estas cosas, ella
exclamó:
—Señor, también yo le vi la noche pasada, y me dijo: «Mañana tú y tu esposo y
tus hijos vendréis a mí», y ahora he vuelto a reconocerle, puesto que tú mismo
también lo has experimentado.
Por tanto, aun antes de la medianoche se encaminaron hacia el obispo de la
ciudad de Roma; éste los bautizó con gran alegría y nombró Eustaquius a Placidus,
Theosbyta a su esposa, y a sus hijos Theosbytus y Agapitus. A la madrugada del día
siguiente, Eustaquius, según su costumbre, salió a cazar, y al llegar a aquel sitio hizo
marcharse a sus acompañantes con el pretexto de rastrear caza, y pronto vio en el
mismo lugar la figura de Su primer rostro; cayó a tierra y dijo:
—Señor, te pido humildemente que le reveles a tu siervo lo que le prometiste.
Entonces el Señor le habló así:
—Bienaventurado seas, Eustaquius, por haber recibido el baño de mi gracia y
haber superado por tanto al Diablo, que te engañaba y al que has pisado en el polvo.
Pronto, sin embargo, tu fe saldrá a la luz, pues el Diablo, al que has abandonado,
rabiará contra ti y se está armando contra ti de múltiples maneras. Por tanto tendrás
que sufrir mucho para lograr la corona de la victoria; tendrás que soportar muchas
cosas, para que seas humillado por la alta vanidad del mundo y luego elevado con
tesoros espirituales. No reniegues, pues, de mí, y no observes tu anterior esplendor,
porque en las tentaciones te tendrás que mostrar como un segundo Job. Dime, pues, si
quieres sufrir las tentaciones de inmediato o sólo al final de tu vida.
—Si es así, Señor —le dijo Eustaquius—, ordena que el Tentador se me acerque
ya ahora, pero concédeme la virtud de la paciencia.
—Sed valientes —contestó el Señor—, pues mi gracia cuidará de vuestras almas.
Y así el Señor ascendió al Cielo, y Eustaquius regresó a su casa y volvió a
comunicarle todo a su esposa. Pocos días después una peste mortal atacó a todos sus
siervos y siervas y mató a todos; poco después cayeron de una sola vez todos sus
caballos y su ganado; unos malvados que aprovecharon la ocasión para robar,
entraron de noche en su casa y se llevaron todo lo que encontraron y saquearon toda
la plata y todo el oro y otras cosas en toda la casa; Eustaquius le agradeció a Dios que
él mismo, junto con su esposa e hijos, al menos pudiera huir desnudo. Como temían
que la gente se burlara de ellos, se dirigieron a Egipto; todas sus propiedades habían
sido reducidas a la nada por el latrocinio de aquellos malvados; pero el rey y todo el
senado se preocuparon mucho por este comandante tan valiente, pues no podían
hallar rastro alguno de él. Aquéllos llegaron al mar y subieron a un barco. Pero el
dueño del mismo, al notar que la esposa de Eustaquius era muy bella, deseó poseerla;
una vez llegados a la otra orilla les exigió el viático, y como no tenían nada para
pagarle, ordenó que se quedara la mujer que él deseaba poseer. Eustaquius, al
escuchar esto, no quiso permitirlo, pero mientras estaba protestando, el dueño del
barco llamó a sus hombres para que tiraran a Eustaquius al mar, de modo que pudiera
así adueñarse de la mujer. Eustaquius, al darse cuenta, abandonó triste a su esposa,
cogió a sus hijos, se alejó suspirando y dijo:
—Ay de mí y de vosotros, pues vuestra madre se ha entregado a un hombre
extraño.
Pero llegó a un río que no osó cruzar con ambos niños a la vez por la gran
cantidad de agua, sino que dejó a uno de ellos en la orilla y cruzó con el otro; una vez
cruzado el río dejó al niño, que había llevado en su espalda, en la tierra y se apresuró
a buscar al otro. Pero al llegar al medio del torrente pasó corriendo un feroz lobo,
robó al niño que había cruzado el río y huyó con él al bosque. Mientras el lobo estaba
huyendo, llegó un león, robó al otro niño y salió corriendo con él, de modo que
Eustaquius, como se hallaba en medio del río, no podía perseguirlo, y comenzó a
lacerarse el pecho y a mesarse los cabellos, y se habría hundido en las aguas si no se
lo hubiera impedido la Divina Providencia. Pero algunos pastores que habían visto
que aquel león se llevaba al niño, lo persiguieron con sus perros, y por designio
divino dejó al niño ileso en el suelo y huyó. Mientras tanto, unos campesinos que le
gritaban al lobo desde atrás también habían liberado sano y salvo al otro niño de las
fauces de la fiera; y puesto que ambos, los pastores y los campesinos, eran de un
mismo pueblo, educaron allí a ambos niños. Pero Eustaquius no sabía nada de todo
esto, sino que siguió caminando entre llantos y quejas, diciendo lo siguiente: «Ay de
mí, yo que antes era tan fuerte como un roble, ahora me hallo despojado de todo. Ay
de mí, yo que estaba acostumbrado a estar rodeado de un gran número de guerreros,
ahora estoy completamente solo y ni siquiera puedo tener conmigo a mis niños.
Recuerdo, oh Señor, que me decías que me probarían como a Job, pero mira, estoy
mucho peor que Job; porque éste, si bien había quedado despojado de todos sus
bienes, aún tenía bosta en la cual sentarse. A mí, en cambio, no me ha quedado nada
de todo eso. Tenía Job amigos que lo compadecían, pero yo no tenía más que
enemigos, animales salvajes que me robaron a mis hijos. A Job le habían dejado a su
mujer, a mí me la han quitado. Ahora, Señor, concédeme tranquilidad en mi tristeza y
vigila mi boca, para que mi corazón no se deje llevar a palabras malvadas y para que
no sea expulsado de tu vista». Después que hubo hablado así marchó con lágrimas
hacia un pueblo, y durante quince años estuvo cuidando allí por una paga las ovejas
de los habitantes. Entretanto sus hijos fueron educados en otro pueblo sin saber que
eran hermanos. Aquel barquero retuvo a la mujer de Eustaquius, pero no la reconoció
e incluso la había dejado intocada al llegar la hora de su muerte. Ahora bien: el
emperador y el pueblo romano entretanto fueron molestados gravemente por sus
enemigos, y al recordar a Eustaquius y cuán valientemente había luchado éste contra
los enemigos, se entristecían cada vez más por su súbita desaparición. Entonces el
emperador envió a muchos caballeros a todas partes y les prometió a todos ellos
grandes riquezas y puestos de honor si lograban dar con Eustaquius. Algunos de los
soldados que habían estado a las órdenes de Placidus arribaron justamente al pueblo
en el que éste se hallaba; y cuando Placidus regresó del campo y los vio, los
reconoció de inmediato por su modo de caminar, y comenzó a suspirar y a
consternarse al recordar la dignidad que antiguamente había poseído, y habló así en
su corazón: «Señor, del mismo modo que ahora he visto, contrariamente a lo
esperado, a aquéllos que estuvieron conmigo, permíteme volver a mi esposa, pues a
mis hijos sé que los han devorado los animales salvajes». Entonces llegó hasta él una
voz que le habló así: «Ten confianza, Eustaquius, pues pronto recobrarás tu dignidad
y volverás a tener a tu esposa y a tus hijos». Al cruzarse con los soldados, no le
reconocieron, pero le saludaron y le preguntaron si no conocía a un extranjero
llamado Placidus, quien tenía una mujer y dos hijos. Él dijo que no sabía nada de
ellos, pero a su pedido se alojaron en su casa y Placidus les dio de comer; pero al
recordar su antigua función no pudo contener las lágrimas, salió de la casa, se lavó la
cara y, una vez de regreso, continuó sirviéndoles de comer. Aquéllos le observaron y
comentaron entre sí:
—¡Cuán parecido es este hombre al que estamos buscando!
—Es muy parecido —contestó otro—, observemos si no tiene en la cabeza la
marca de una cicatriz que proviene de una herida que recibió en una batalla. ¡En
efecto, es él mismo!
Y cuando le miraron y vieron por la marca que era él mismo, a quien buscaban, le
reconocieron en el acto, saltaron hacia él, le besaron y le preguntaron por su esposa y
sus hijos. Él les dijo que sus hijos habían muerto y que se le privaba de su esposa. En
ese momento se allegaron todos los vecinos a este espectáculo, y los guerreros les
contaron de la valentía y de la antigua gloria de Placidus; luego le comunicaron la
orden del emperador y le vistieron con ropas suntuosas. Después de un viaje de
quince días llegaron al palacio imperial; el emperador, al enterarse de su llegada,
salió velozmente a su encuentro y le dio el beso de la paz. Tras esto, Placidus narró
por orden todo lo que le había sucedido; en seguida se lo llevó a la casa del
comandante del ejército y se le exhortó a volver a ocupar el mismo cargo que había
poseído antes; y después de haber contado los soldados, y hallando que eran
demasiado pocos contra tantos enemigos, ordenó la leva de reclutas en todas las
ciudades y villas. Sucedió que en el pueblo en el que educaba sus hijos también se
pidió reclutar a dos jóvenes para soldados; todos los habitantes de aquel lugar
señalaron a los dos hijos como más aptos para la guerra que todos los demás. Por lo
tanto, el comandante observó a esos dos jóvenes y, dado que le parecieron de fino
linaje y de buenas costumbres, y por ende le gustaron mucho, los colocó entre los
primeros en la línea de combate y marchó a la guerra. Una vez derrotados los
enemigos dejó descansar a sus soldados durante tres días en el mismo lugar en el que
había establecido su vivienda su esposa, donde entonces se acuartelaron sus hijos, a
pesar de que naturalmente no sabían que se trataba de su madre. Al estar juntos al
mediodía y charlando, se contaron mutuamente sus infancias; la madre de aquellos
jóvenes, sentada enfrente de ellos, escuchaba atentamente lo que narraban. Dijo el
mayor al menor:
—De mi infancia no puedo recordar más que el hecho de que mi padre era un
comandante y mi madre una mujer muy bella que tenía dos hijos, a mí y a un
hermanito que también era muy hermoso; una vez, nuestros padres me llevaron a mí
y a mi hermano, y salimos de noche de nuestra casa paterna y subimos ambos a un
barco, pero no recuerdo adonde querían ir. Pero después que abandonamos el barco,
mi madre, no sé por qué, se quedó en el mar; nuestro padre nos llevó a ambos, pero
estaba constantemente llorando; pero al llegar a cierto río, llevó a mi hermanito a la
otra orilla y me dejó a mí en la orilla a la que habíamos arribado. Pero al regresar para
buscarme, un lobo robó a aquel niño, y antes que mi padre pudiera acercárseme,
también aquí llegó un león desde el bosque, me arrastró consigo y me llevó a él. Pero
algunos pastores me arrancaron de las fauces del león y me criaron en su granja,
como sabes, de modo que no puedo saber qué ha sido de la vida de mi padre ni de la
de mi hermano.
Al oír esto el hermano más joven, comenzó a llorar y dijo:
—Vive Dios, que, según escucho, soy tu hermano, pues aquéllos que me han
educado aseguran que me sacaron de entre las fauces de un lobo.
Entonces los dos se abrazaron, se besaron y comenzaron a llorar; su madre, que
esto escuchaba y pensaba cuán certeramente habían descrito su sino, pensó largo
tiempo si podrían ser sus hijos. Al día siguiente fue a ver al comandante, le pidió
audiencia y le dijo:
—Señor, te suplico que hagas llevarme a mi ciudad natal; pues soy de Roma y
una extraña en estas tierras.
Al decir esto notó en él rasgos de su esposo, y al reconocerlo y no poder seguir
conteniéndose, se postró a sus pies y le dijo:
—Señor, te pido que me cuentes tu vida anterior, pues creo que eres Placidus, el
comandante, cuyo otro nombre es Eustaquius, a quien ha convertido el Redentor, y
que ahora ha vencido la tentación, a quien he sido sustraída como esposa en el mar, y
quien tenía dos hijos, Agapitus y Theosbytus.
Eustaquius, al oír esto y tras haberla mirado más detenidamente, la reconoció
como su esposa, derramó lágrimas de alegría, la besó y dio las gracias a Dios que
sabe consolar de tal modo a los abatidos. Pero luego su esposa le dijo:
—Señor, ¿dónde están nuestros hijos?
—Los han robado animales salvajes —contestó él, y le narró cómo los había
perdido. Ella habló así:
—Doy gracias al Señor, pues pienso que así como nos ha concedido nuestro
reencuentro, también nos brindará la dicha de volver a reconocer a nuestros hijos.
—Pero ya te he dicho —replicó aquél— que los han devorado fieras salvajes.
—Ayer, mientras estaba sentada en mi jardín —contestó ella— he oído hablar a
dos jóvenes de tal guisa de los años de su niñez, que pienso que deben de ser nuestros
hijos; pregúntales tú mismo, para que te lo digan.
Eustaquius los llamó, y tras haber escuchado la historia de la niñez de ellos
reconoció que eran sus hijos. Él y la madre los abrazaron, lloraron en abundancia y
los besaron repetidas veces, y todo el ejército se alegró con el reencuentro y con la
victoria sobre los enemigos. Pero al regresar ocurrió que Trajano había muerto y que
en el trono le había sucedido Adriano, que cometía actos mucho peores; el nuevo
emperador les recibió magníficamente por la victoria lograda y por el reencuentro de
la mujer y de los hijos, e hizo preparar un gran banquete. Pero al día siguiente se
dirigió hacia el templo pagano de ídolos, para hacer allí un sacrificio por el triunfo
sobre los bárbaros. Al ver el emperador que Eustaquius no quería ofrendar ni por el
reencuentro de los suyos ni por la victoria, le amonestó que también hiciera un
sacrificio. Pero éste contestó:
—Venero a mi Dios Jesucristo, y le sirvo y ofrendo sólo a Él.
Esto despertó las iras del emperador, y lo hizo llevar junto con la esposa e hijos al
circo y soltar un feroz león. Pero el león, aunque corrió hacia ellos, lo hizo como si
los adorara, retirándose luego con la cabeza humildemente gacha. Entonces el
emperador hizo calentar un buey de bronce y ordenó introducirlos vivos; pero estos
santos rezaron sus oraciones y se encomendaron a Dios, tras lo cual entraron en el
buey y devolvieron allí sus almas al Señor. Tres días después se los sacó del buey en
presencia del emperador, y se los encontró tan intactos que el vapor del fuego no
había tocado ni sus cabellos ni ninguna otra parte. Los cristianos se llevaron sus
cuerpos y los guardaron en un lugar muy conocido, en el que construyeron una
capilla. Aquéllos habían muerto como mártires bajo el gobierno de Adriano, que
subió al trono alrededor del año del Señor 120, el primero de noviembre o, según
dicen otros, el veinte de setiembre.

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