Cuando aún no existía ni la tierra ni el mar ni el aire, cuando sólo existía la
oscuridad, ya estaba allí el Padre. Al empezar la creación, en el mismo centro
del espacio se abría Ginnunga, el terrible abismo sin fondo y sin luz; a su norte
estaba la tierra de Nifl-heim (heim es hogar, patria, tierra), un mundo de agua y
oscuridad que se abría alrededor de la eterna fuente de Hvergelmir, fuente en la
que nacían los doce ríos del Elivagar, las doce corrientes que corrían hasta el
borde de su mundo, antes de encontrarse con el muro de frío que helaba sus
aguas, haciéndose caer también en el abismo central con un estrépito
ensordecedor. Al sur de este caos estaba la dulce tierra de Muspells, el cálido
hogar del fuego elemental, cuya custodia estaba encomendada al gigante Sutr.
Este gigante era quien lanzaba nubes de centellas al blandir su espada llameante,
llenando de su fuego el cielo, pero este fuego a duras penas conseguía fundir los
hielos del abismo, y el frío volvía a vencer de nuevo, haciendo que se elevase
una columna de vapor que tampoco podía escapar del abismo, puesto que al
volver a encontrarse con el mundo del hielo, se condensaban las grandes
columnas de humedad, llenando de nubes el espacio central. De este lugar surgió
el gigante Ymir, la personificación del océano helado, y nació con hambre voraz,
que sólo pudo saciar con otra criatura nacida al mismo tiempo que él, la vaca
gigante Audhumla, de cuyas ubres brotaban cuatro chorros de leche. Audhumla,
buscando ávidamente su alimento, lamió un bloque de hielo y, fundiéndolo, con
su lengua, hizo aparecer el buen dios Buri, enterrado desde tiempo inmemorial
en los hielos perpetuos. Pero mientras, Ymir, dormido plácidamente alumbró sin
darse cuenta, con el sudor de su axila, a Thrudgelmir, el gigante de las seis
cabezas y éste hizo nacer después a su compañero Bergelmir, y de los dos salió
la estirpe de todos los gigantes malvados del hielo.
LA GUERRA DEL BIEN Y DEL MAL
Y los gigantes del mar vieron al dios Buri, que acababa de engendrar a su
hijo y aliado Bárr. Comprendieron que entonces era el único momento en el que
podía ser factible tratar de vencer al bien. Inmediatamente, los gigantes
comenzaron la guerra. Pero las fuerzas estaban demasiado igualadas y el
combate duraba ya eras, cuando Bárr desposó a Bestia, la gigante hija del
gigante Bolthorn, y de esa unión tuvieron tres hijos, tres aliados inmediatos para
su causa: Odín, Vili y Ve (representando el espíritu, la voluntad y lo sagrado,
respectivamente). Con esta formidable ayuda el nuevo ejército del bien hizo
retroceder a los malvados espíritus del hielo en retirada, hasta dar muerte al
gigante Ymir (también llamado Hrim, el gigante de hielo, y Orgelmir), de cuyas
tremendas heridas brotaban tales chorros de sangre que ahogaron a todos los de
su raza, salvo a Bergelmir y su esposa, quienes pudieron ponerse a salvo a
tiempo, huyendo en una barca hacia el límite del mundo. Logrado el éxito, Odín,
Vili y Ve se llevaron el cadáver de Ymir al abismo, para con sus inmensos restos
mortales poder comenzar a trabajar en la construcción de un mundo habitable.
Con su piel construyeron la región de Midgard, o jardín central; con los huesos
se hicieron las montañas; con su vello, la vegetación; con sus dientes, los
acantilados, sobre los que colocaron las cejas del gigante, para fortificar la
frontera con el mar, que lo rodeaba en otro círculo a su alrededor, construido con
la sangre y el sudor de Ymir. Pero, a mucha distancia de ellos, Bergelmir y su
mujer alcanzaron una inhóspita tierra que poco afectaba a esas criaturas del frío,
estableciéndose en un lugar al que llamaron Jotun, la casa de los gigantes, en
donde empezaron a dar vida a otra raza de gigantes del hielo con los que
continuar la renovada lucha de las fuerzas opuestas.
Y NACIO LA TIERRA
Ya sólo faltaba cerrar este nuevo mundo, y se creyó conveniente hacerlo,
colocando sobre Midgard la bóveda craneana del derrotado gigante, y así se
hizo, encargando a los enanos Nordri, Sudri, Austri y Westri su sujeción en cada
uno de los cuatro puntos cardinales que llevaban sus nombres. Con el cráneo
puesto en su lugar se dio nacimiento al cielo, pero al colocarlo los sesos se
esparcieron por el aire y con sus restos se crearon las nubes. Sólo faltaba la
iluminación de ese espacio y los dioses acudieron a Muspells, a hacerse con
fuego de la espada de Surtr, fabricando con sus centellas las luces del
firmamento. Con las dos mayores, los dioses realizaron el Sol y la Luna,
colocándolas sobre dos carros que girarían sin parar sobre Midgard, turnándose
incesantemente en el cielo, carrozas guiadas por los dos hijos del gigante
Mundilfari, su hija Sol y su hijo Mani. Ambas carrozas, para mantener viva la
pugna constante entre el bien y el mal, serían eterna e inútilmente perseguidas
por los dos lobos Skoll y Hatri, encarnaciones vivientes de la repulsión y del
odio, que trataban de alcanzarlos, sin conseguirlo más que en alguna rara
ocasión, cuando desde la Tierra se podía ver un eclipse de Sol, o uno de Luna,
para lograr su malvado objetivo de devorar al Sol y a la Luna y hacer que la
oscuridad perpetua cayera de nuevo sobre el Universo. Para hacer el día y la
noche, se encargó al hermoso Dag, hijo de la diosa de la noche, Naglfari, llevar
la carroza del día, tirada por Skin, el brioso caballo blanco que producía con sus
cascos la brillante luz del día, mientras que Note, la hija del gigante Norvi, se
encargaba de conducir la carroza negra de la noche, que estaba tirada por su
negro caballo Hrim, el que lanzaba a la tierra el rocío y la escarcha producido en
su trotar. Más tarde, al cortejo celeste se le fueron añadiendo las seis horas, y las
dos grandes estaciones, el invierno y el verano. Ya estaba la Tierra lista para ser
ocupada por los primeros seres creados por los dioses.
LOS PRIMEROS HABITANTES DE LA TIERRA
Los dioses, mientras terminaban su tarea creadora, vieron asombrados
cómo de la seca piel de Ymir, ahora superficie del nuevo planeta en
construcción, empezaban a salir manadas de gusanos. Fijaron su atención en las
pequeñas criaturas, atónitos ante la inesperada presencia, decidiendo que sería
bueno aprovechar tan oportuna presencia para construir con ellos la población
que debía llenar tan vastos territorios, hasta entonces sólo poblados por un
puñado de dioses y gigantes. También decidieron dotarles con una inteligencia
extraordinaria, muy superior a la que hoy en día tenemos los demás mortales.
Entonces volvieron a asombrarse los dioses, porque vieron que no todas las
larvas a las que se les hacía la gracia de la inteligencia daban los mismos
resultados: unas daban lugar a personas de bondad y otras de no tan buenas
intenciones, así que los dioses decidieron obligar a éstos morar en las entrañas
de la tierra durante las horas del día, pero sin perder el tiempo, puesto que —en
su encierro—debían dedicarse a explorar el terreno en el que vivían,
arrancándole y almacenando sus minerales. Si desoían el mandato divino y
salían a la luz del sol, los dioses podían convertirlos en estatuas de piedra.
Mientras que las otras criaturas, rubias y buenas, podían poblar la
superficie terrestre. Los castigados fueron los svartalfa (elfos negros), los
enanos, los trona, los gnomos, o kobolds. Los elegidos fueron las hadas y los
elfos, los llamados alf (elfos), y quedaron para ellos todos los territorios aéreos
situados a medio camino, entre el suelo y el cielo, aunque los elfos podían bajar
cuando quisieran a la tierra para cuidar de sus plantas, disfrutar con los
animales, o jugar sobre la fresca hierba de sus campos.
LOS DIOSES SE VAN A CASA
Terminada la tarea de la población de la Tierra, con los elfos y los elfos
negros situados en donde su conducta los colocó, las treinta y seis divinidades
(doce Aesir y veinticuatro Asijur) comprendieron que había llegado la hora de
retirarse a una zona exclusiva para ellos, el paraíso de los dioses. Guiados por el
dios supremo Odín, los dioses constructores salieron hacia las llanuras de
Idawold, al otro lado de la gran corriente de Ifing y muy elevado sobre las
alturas del cielo. En el centro de ese mundo celestial estaba la morada reservada
a esos doce dioses y a esas veinticuatro diosas, el Asgard. Una vez arribados a su
nueva casa, lo primero que hizo Odín (también llamado Wotan por los
germánicos) fue convocar a todos sus pares al consejo fundacional de Asgard; en
el pronto se acordó que, dentro de ese reino de paz, de ese recinto sagrado,
jamás la sangre sería vertida, ya que la armonía debía de ser la única regla, la ley
suprema que tenía que presidir para siempre sus relaciones. Tomado el acuerdo
solemne, los nórdicos y pragmáticos dioses pasaron a una acción más positiva,
construyendo con sus manos la fragua en la que templar el metal que requerían
sus herramientas, las que ya estaban necesitando para ponerse a edificar sus
palacios, sedes divinas espléndidas, construidas con los metales más preciados,
inaugurando con su trabajo ejemplar y con su magnífica obra esa Era que ha
venido a llamarse Edad de Oro. Pero los dioses no se separaron del resto de su
obra, puesto que todo el Universo, visible e invisible, estaba unido por las tres
raíces del inmenso árbol, el fresno llamado Yggdrasil, que estaban en las fuentes
de Nifl, de Miggard y de Asgard, mientras que su copa daba sombra al palacio
de Odín y sus ramas a todos los mundos. Pero el árbol, como el bien, tenía
enemigos: el dragón Hvergelmir y una multitud de gusanos, todos tratando de
roer sus raíces y acabar con los dioses a los que el fresno representaba. Pero
también estaban los seres del bien, las hadas, encargadas de cuidarlo y regarlo
con las aguas de la fuente de Urdar, la de Asgard, y lo vigilaba día y noche el
dios Heimdall, para evitar que los enemigos del cielo cruzasen por él para tratar
de alcanzar el Asgard. Un puente singular unía el Yggdrasil con la morada de los
dioses, y con la de las criaturas por ellos creadas; era el Bifrrost, el arco iris, el
paso de los dioses; bueno, de casi todos, ya que el tremendo dios Thor temía
utilizarlo, por temor a que el estruendo causado por sus truenos, o el tremendo
calor de sus rayos, rompieran el puente sagrado de luz.
LOS DOS PRIMEROS SERES
Pero se necesitaba mucho más que los elfos, buenos y malos, para dar
sentido al Universo, y los dioses pensaron que el acabado Midgard exigía la
presencia de la mujer y del hombre, Viendo ante sí un olmo (Embla) y un fresno
(Ask) juntos, a la orilla del mar, Odín comprendió al instante que de esos dos
árboles habría que crear al hombre y a la mujer, la estirpe de los humanos. A
ellos les dio Odín el alma; Hoenir, el movimiento y los sentidos; Lodur, la
sangre y la vida. El primer hombre, Ask, y la primera mujer, Embla, estaban
vivos y eran libres, habían recibido el don del pensamiento y el del lenguaje, el
poder de amar, la capacidad de la esperanza y la fuerza del trabajo, para que
gobernasen su mundo y dieran nacimiento a una raza nueva, sobre la cual ellos,
los dioses, estarían ejerciendo su tutela permanente. Pero Odín, dios de la
sabiduría y de la victoria, ante todo era el protector de los guerreros, a los que
guardaba un especial afecto, cuidándolos desde la altura de su trono, el
Hlidskialf, mientras vigilaba sobre el resto del Universo, en el nivel de los
dioses, el de los humanos y en el de los elfos. Cerca de allí estaba su otro
palacio, Valhalla, o sala de los muertos escogidos, el paraíso de los hombres
elegidos entre los caídos en combate heroico. Era un palacio magnífico, al que
se accedía por cualquiera de las quinientas cuarenta puertas, inmensas puertas
(por cada una podía pasar una formación de ochocientos hombres en fondo), que
daban a una gran sala cubierta de espadas tan brillantes, que ellas eran las que
iluminaban la estancia, reflejándose su luz en el artesonado hecho de escudos de
oro, y en los petos y mallas que decoraban los bancos, la sala, comedor y lugar
de reunión para los Einheriar traídos de entre los muertos por las Valkirias, a
lomos de sus monturas, tras cabalgar a través del Bifrrost.
GUERRA Y CASTIDAD
Pero no todos los valerosos guerreros muertos en glorioso combate tenían
la dicha de llegar al paraíso, sólo la mitad de ellos podían ser elegidos por las
Valkirias, y eso hacía más valiosa la gloria. En el Valhalla, una vez que habían
sido escogidos por las doncellas Valkirias, les esperaban Hermod y Bragi, los
hijos de Odín, para darles la bienvenida y pasarles a presencia de su padre. Pero
también había otro paraíso, Fensalir, el palacio de Frigga, la reina de los dioses y
esposa de Odín. A él eran invitados todos los matrimonios virtuosos, para que
pudieran seguir eternamente juntos y felices, sin las limitaciones impuestas a los
guerreros. Con ello se ponía de relieve que era más alta virtud la guerra que la
paz, aun que tampoco se consideraba sencilla la vida en familia, la vida
doméstica y cotidiana. Pero el Valhalla, además de ser restringido, tenía unas
características muy peculiares, ya que —a diferencia de todos los demás
paraísos prometidos por las religiones del hemisferio oriental— su atractivo, su
placer prometido (además de estar en presencia de Odín) era estar en compañía
de los correligionarios, comiendo y luchando, alternativa e incesantemente.
Nunca se habló de placer sensual que no fuera banquete, o lizas con heridas que
restañaban automáticamente, al llegar de nuevo la hora de comer. Estaban las
nueve robustas y sanas Valkirias, las virginales amazonas de la guerra,
despojadas de sus armaduras y vestidas de blanco, para cumplir con su único
deber: atender a los comensales, llevándoles fuentes llenas de tajadas de jabalí y
jarras de hidromiel, para que renovasen fuerzas y se pusieran a combatir a
fondo, sin rencor, hasta que les llamaran para la cena.
LA SABIDURIA DE ODIN
Odín era, en primer lugar, el dios de la sabiduría, pero tampoco ésta era una
virtud innata, como todo en la mitología nórdica, el conocimiento costaba
esfuerzo hasta a los dioses. Para conseguirlo, Odín fue en humilde peregrinación
hasta el pozo de Minir, a pedirle la ciencia que en sus aguas había, pero el celoso
Mimir no cedió su derecho gratuitamente, sino que pidió a cambio un ojo del
dios. Odín se arrancó el ojo sin dudar y lo entregó a Mimir, quien lanzó el pago
al fondo del pozo. Una vez bebida el agua del pozo, Odín supuso al instante todo
lo que se podía saber, hasta el fin que esperaba al Universo y a los dioses, tras la
lucha final que habría de tener lugar en el campo de Vigrid. Saberlo todo
transformó al radiante dios en un ser taciturno, puesto que la carga de la ciencia,
la responsabilidad del conocimiento, suponía también la madurez, la consciencia
de la temporalidad de todo el Universo, divino y humano. Pero ésta no había
sido más que la primera etapa, y el dios siguió su recorrido, ahora vestido de
vagabundo, buscando al sabio Vafthrudnir, para revalidar la validez de su
conocimiento, contrastándolo con el inmenso caudal de sabiduría del gigante.
Siguiendo el consejo de su prudente esposa Frigga, Odín se presentó ante
Vafthrudnir como Gangrad, para dar comienzo al mutuo y mortal interrogatorio,
puesto que el precio que había de pagar quien dejara una pregunta sin responder
era el de la propia vida. Primero fue el turno de preguntas del gigante, y Odin
respondió a todas y cada una de las cuestiones presentadas por Vafthrudnir.
Después le tocó a Odín preguntar al gigante todas sus dudas, desde el origen del
Universo hasta cuales fueron las palabras que el Padre supremo había dicho a su
hijo Balder junto a la pira funeraria. Con esa pregunta, el gigante comprendió
que se hallaba frente al mismo Odín, y supo que había perdido el torneo y que le
esperaba la muerte, pero no parece que así fuera, pues nadie ha dicho nunca que
Odín arrancase la cabeza al vencido gigante, puesto que no quería lograr la
victoria sobre ese oponente, sino comprobar si era suficiente su inteligencia.
FRIGGA, REINA DE LOS DIOSES
Como se ha visto por el oportuno consejo dado a su marido Odín, Frigga
era una diosa sensata y prudente, además de la ejemplar divinidad tutelar del
matrimonio y la maternidad. De Frigga, diosa e hilandera de las nubes, se decía
que era hija de Fiorgyn, hermana, pues, de Fulla y de Jórd, o Erda, la diosa de la
Tierra; también se cuenta que Frigga era hija de Odín y Jórd, y —en ese caso—
hermana de Thor. Si tuvo algún defecto, fue acaso el de la coquetería, pues se
cuenta que robó un poco del oro destinado a la estatua de su marido para hacerse
un collar con él. Pero también era una diosa muy inteligente y supo engañar a
Odín cuando el dios se encolerizó al conocer que alguien había sustraído el
preciado material y trató, inútilmente, de hallar al culpable de tamaña tropelía.
Fue tanta su ira por el desacato, que abandonó Asgard durante siete meses,
tiempo en el que el caos se apoderó del reino divino y los gigantes del hielo, los
Jotuns, invadieron la tierra. Pero Odín volvió y recuperó la tierra para los
humanos y restableció la armonía en el cielo, no sin haber vuelto a sonreír, feliz
de estar otra vez junto a su amada esposa Frigga. Pero aun en ese tiempo en el
que Odín dejó el Asgard, Frigga no estuvo sola; en todo momento, junto a la
reina de los dioses, estaban: su hermana Fulla, símbolo de la fecundidad y
guardiana de las joyas de Frigga;Hlin, la diosa que aseguraba el consuelo al
dolor de los mortales; Gna, la divina y veloz mensajera; Vara, garante del
cumplimiento de los juramentos y del castigo al perjurio; Lofn, la patrona del
amor; Vjofn, tuteladora de la paz y la concordia; Eira, maestra de medicina para
todas la mujeres, únicos mortales que podían practicar esta ciencia entre los
nórdicos; Syn, guardiana del palacio de Fensalir; Gefjon, la buena patrona de los
que morían solteros; Vór, quien sabía todo lo que en el Universo ocurría; y
Snotra, la representación de la virtud.
THOR
La personificación de la fuerza, la a veces iracunda divinidad del rayo y el
trueno, Thor, o Donar, resida en el mayor de los palacios de Asgard, en
Bilskirnir, una gran diosa mansión con quinientas cuarenta estancias (el mismo
número que el de las puertas del Valhalla) para alojar espléndidamente en ellas a
todos los humildes jornaleros tras su muerte, asegurándoles la felicidad eterna,
en pie de igualdad con sus amos y señores, los guerreros, para compensarles de
todo lo que en la tierra habían padecido, gloria sobradamente ganada con su
honrado y constante esfuerzo. Thor era también el defensor de los humanos ante
el peligro de los gigantes del frío; tan respetado y reverenciado era por su tutela,
que se le consideraba el segundo en el orden celestial, incluso el primero entre
los noruegos, y la figura de su arma, el martillo Miálnir, era también el signo
que hacían los creyentes para pedir la protección divina desde el bautizo del
neófito, al tiempo que se usaba sacra mentalmente tal herramienta para bendecir
el hogar, para marcar con estacas las propiedades, para dar validez a un
matrimonio, o para rematar la pira funeraria, en la que, si el fallecido era
guerrero (con mayor razón si era poderoso), también podían estar sus armas, su
caballo,y hasta su esposa y sus sirvientes, puesto que todo y todos no eran más
que sus ahora inútiles pertenencias. Cuando desde tierra se oía el bramido de la
tormenta, los humanos sabían que por encima de sus cabezas estaba pasando el
carro de Thor, tirado por sus dos cabras de belfos de fuego, y podía ir a luchar
contra los gigantes helados, el mayor peligro para los nórdicos, siempre
amenazados por el frío. Aunque cuando fue a Utgard, a la tierra de los gigantes,
en compañía de Loki, dios del fuego, y del buen gigante Skrymir, tuvo que dejar
sus cabras atrás, y también sus intenciones guerreras, pues Skrymir había urdido
una muy astuta y positiva forma de dar a Thor y a Loki una lección inolvidable
de paz y de convivencia con su poderosa e inteligente magia, evitando así que
los dioses de la fuerza y del fuego pudieran cumplir sus violentos deseos de
acabar con la raza de los gigantes.
LA ESTIRPE DE THOR
Thor tuvo también una vida doméstica importante, el dios se casó dos
veces, la primera con la giganta Iarnsaxa, quien le dio dos hijos, Magni y Modí,
los seres destinados a poblar el nuevo mundo que se abriría tras el fatal ocaso de
los dioses. Mucho más importante en el mito del dios Thor fue Sif, la segunda
esposa, la hermosa dama de los cabellos tan rubios como el oro, le dio dos hijas:
Lorride y THurd. Loki, dios del fuego y compañero de aventuras de Thor, tuvo
la osadía de robarle la caballera a Sif, pero Thor intervino y ese juego casi le
costó la cabeza a Loki; menos mal que Thor se limitó a exigir la reparación del
daño y así Loki tuvo que buscarse a los mejores artífices de entre los enanos
para que le hicieran una cabellera nueva de oro fino y, restituyendo la belleza a
Sif, se salvó de su justa ira, aunque también se cuenta que Thor, irritado con la
actitud de Loki, le cosió la boca. También, por causa de la gran belleza de Sif,
aunque ella fuera de nueva víctima inocente, Thor tuvo que enfrentarse con el
gigante Hrungnir, quien, emborrachado durante una fiesta dada en su honor en la
morada de los dioses, había lanzado la bravuconada de que algún día, cuando
derrotase a todos los dioses en la batalla final, se apoderaría de la ya entonces
viuda Sif. Como es lógico, Thor, que había llegado justo a tiempo de oír la
amenaza, emplazó al gigante a un duelo a muerte. En el terrible combate que
siguió, y que terminó con la vida de Hrungnir, se destacó por su valentía el
pequeño Magni, apenas un niño de pecho, pero que corrió valientemente a
liberar a su padre del enorme peso de la pierna del caído gigante, que yacía
muerto sobre el desvanecido Thor y a punto estuvo de aplastarle al caer sobre él.
TYR, DIOS DE LA GUERRA
Se dice que el manco Tyr, o Ziu, era hijo de Odín y Frigga, o tal vez de
Odín y una giganta, personificación del mar enfurecido. Tyr fue la indiscutida
divinidad de la guerra y uno de los doce grandes dioses del Asgard. Su
invencible espada, símbolo mismo de su divinidad, fue forjada por los enanos
hijos de Ivald, también armeros de Odín. Su espada también pertenece a la
leyenda y hay una muy especial que recogió Guerber a finales del siglo pasado,
en la que se contaba que la espada venerada por los Cheruski, una vez robada
del templo en la que era adorada, pasó a manos de Vitelio, prefecto romano que,
envalentonado por su posesión, se autonombró emperador, pero no supo luchar
con ella y murió a manos de uno de sus legionarios germanos, que sí la empuñó
para cortarle el cuello por su cobardía. Atila después la encontró enterrada a
orilla del Danubio y con ella casi se adueñó de Europa, para terminar siendo
muerto con su filo, a manos de la princesa Ildico, quien así vengaba las muertes
de los suyos producidas por el huno. Para terminar con la leyenda, digamos que
se acababa contando que, finalmente, había sido propiedad del victorioso Duque
de Alba y que éste, tras la batalla de Muhlberg, y por no querer seguir las
supersticiones del paganismo, se la hizo llegar al arcángel San Miguel, para que
él, desde su puesto en el cielo, la blandiera eternamente en defensa del
cristianismo. Volviendo al dios Tyr, digamos que también se adscribían a su
mando las Valkirias, y que era él quien señalaba a las vírgenes guerreras cuáles
eran los guerreros muertos que debían ser elegidos y llevados al Valhalla, para
disfrutar de todos sus goces y esperar allí ávida y felizmente el gran momento, la
hora de la batalla definitiva y última en la que había de acabarse el primer
Universo y dar comienzo el segundo.
COMO PERDIO TYR SU BRAZO
El terrible lobo Fenris, junto a la serpiente Iórmungandr y a la diosa de la
muerte Hel, fue uno de los monstruosos hijos del dios Loki y la gigante Angur.
Odín trató de domesticarlo mientras era un cachorro, y se lo llevó al Asgard. A
Tyr se le encargó alimentar a la fiera, ya que era el único que se atrevía a
acercarse a ella; así lo hizo, viendo cómo el animal crecía en tamaño y fiereza y
no mejoraba en absoluto su conducta. Entonces los doce acordaron sujetar al
lobo con cadenas, para evitar que pudiera convertirse en un peligro para todos;
pero las cadenas no servían de nada, Fenris las rompía con toda facilidad; así
que los dioses pidieron a los elfos que hicieran algo indestructible. Los elfos
mezclaron los pasos de un gato, el celo del oso, la voz de los peces, saliva de
pájaros, la barba de una mujer y la raíz de una montaña; con ella tejieron una
cuerda irrompible, Gleipnir, que cuanto más se tiraba de ella más se apretaba. Se
fueron todos, dioses y lobos, a la isla de Lyngvi, para proponer a Fenris que
probase su resistencia, cosa nada fácil, puesto que él recelaba de una tan sutil
ligadura. Como los doce insistían, Fenris aceptó, a condición de que uno de ellos
pusiera su brazo dentro de las fauces, para pagar por todos si algo salía mal. Así
que Tyr fue de nuevo el elegido y dejó su brazo a prueba dentro de la boca de
Fenris, mientras que se le ataba el Gleipnir al cuello y a las garras. El lobo estiró
y estiró la atadura, pero ésta sólo se apretaba cada vez más; mientras tanto, los
dioses reían, bueno no todos, pues Tyr perdió la mano derecha para los restos. El
lobo aullaba furioso y los dioses le metieron una espada en la boca, para
acallarlo; de la sangre que manó de su paladar brotó el río Von y allí quedó
Fenris, esperando el día final, hasta que llegara el momento en que se rompiera
su ligadura y fuera el tiempo de su venganza.
EL OCASO DE LOS DIOSES
Y el día de la venganza de Fenris llegó por fin. El último día, el de la
batalla entre las fuerzas del bien y las del mal. Loki, que había vivido entre los
doce dioses, había llevado la maldad en su seno y, cuando fue expulsado de
Asgard, también la llevó a los humanos, haciendo que el mundo se convirtiera
en el lugar de todos los crímenes; pronto vieron las divinidades que era llegado
el tiempo de su ocaso. El Sol y la Luna dejaron de brillar en los cielos al ser
alcanzados y devorados por los lobos engendrados por Fenris; la nieve y la
ventisca lo invadieron todo durante tres años, y luego otros tres años de pesar
cayeron sobre el aterrado Universo. El dragón devoró la raíz del fresno
Yggdrasil y Heimdall dio el toque de alarma; los dioses saltaron de sus palacios
y salieron en sus caballos a combatir contra los gigantes del hielo y su cohorte
de renegados y monstruos horrendos. Iba a darse comienzo a la lucha final sobre
la llanura de Vigrid, según lo que el destino había marcado desde el principio de
los tiempos. La batalla postrera entre el ejército del bien, formado por los dioses
del Aesir, los guerreros elegidos del Einheriar y los dioses del viento, los Vanas,
y las fuerzas poderosas y heterogéneas del mal, en cuyas siniestras filas estaban
desde la diosa de la muerte, Hel, hasta Loki y su hijo el lobo Fenris, pasando por
los siempre temidos gigantes del hielo y todos los monstruos aliados. Un
instante después, entre el estruendo de la tormenta y la furia de todos los
elementos desatados, todos los enemigos estaban combatiendo a muerte, en una
lucha sin cuartel, en la que difícilmente podía haber un vencedor. Cada uno de
los combatientes seleccionó al enemigo de su talla, y así Odín se enfrentó al
lobo Fenris; Thor se abalanzó contra la serpiente del Midgard; Heimdall eligió al
traidor dios Loki como su rival; Tyr se abalanzó contra el perro Garm; sin darse
un sólo segundo de respiro, todos los contendientes lucharon desesperadamente
mientras pudieron mantenerse en pie, pero también todos ellos, sin excepción,
fueron sucumbiendo ante sus mutuos enemigos; estaba claro que ninguno de
ellos podía vencer en aquella locura colectiva; mientras los dioses y los
malvados se daban muerte, el cielo y la tierra ardían con las centellas que arrojó
el furioso Sutr y, muy pronto, todo el Universo se consuma irremisiblemente en
ese fuego aterrador que también lo purificaba para siempre. El ruido de la lucha
cesó, sólo quedaban las cenizas, pero volvió a brillar otra luz en el cielo: la hija
póstuma de la diosa Sol, ahora más tenue y benefactora. Al calor del sol que
amanecía otra vez, y desde la profundidad del bosque de Mimir, surgieron una
mujer y un hombre, Lifthrasir y Lif, los dos únicos humanos supervivientes del
fuego, que habían sido reservados de la muerte para que fueran quienes
repoblaran el nuevo mundo que había de suceder al corrompido mundo
primordial. Los dioses de la Naturaleza, Vall y Vidar, también se asomaron al
paisaje que despertaba a la nueva vida y se encontraron con aquellos que
nacieron para suceder a los doce dioses: los hermanos Modi y Magni, los hijos
del dios Thor y de la giganta Iarnsaxa, que traían consigo el martillo del padre y
sus virtudes. Apareció después Hoenir, le siguieron poco más tarde los hermanos
gemelos Balder y Hodur, hijos de Odín y Frigga; los siete dioses descubrieron
felizmente que, allá en lo alto del cielo, el Gimll, la morada celestial más
elevada, se había salvado de la destrucción total. Entonces, y a partir de ese
recuperado rincón del paraíso original, empezaría su nuevo reinado de amor y
cuidado sobre la nueva humanidad y sobre la también renovada Tierra.
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