viernes, 29 de marzo de 2019

La sombra del cerezo

A la salida de una localidad, a orillas de un lago que bañaba el pie de una montaña
serena, se encontraba delicadamente colocada, en su joyero de verdor, una casa
grande y bonita. Estaba hecha con un basamento ocre de sillares y levantada con
tabiques de madera con amplias aperturas primorosamente trabajadas. La rodeaba un
agradable vergel, cercado a su vez por una tapia baja de ladrillos encalados y cubierta
con tejas rosas barnizadas. Era la residencia de un viejo comerciante regordete a
quien su sentido de los negocios le había asegurado un desahogo más que
confortable.
Dentro del jardín, en los límites de la propiedad, había un cerezo de edad
respetable que dispensaba una sombra generosa. En verano, huyendo de la
chicharrina de su casa, al ricachón le agradaba descansar allí, abanicado por la brisa.
Apreciaba particularmente el momento en que la sombra pasaba por encima del muro
de su propiedad para estirarse hasta la orilla del lago. Allí permanecía tumbado largas
horas, mecido por el murmullo de las aguas y el canto de los juncos, cautivado por
los reflejos de las montañas en el espejo del lago.
Pero un día de canícula, cuando el mercader cruzaba el pórtico para encontrarse
de nuevo con la sombra de su amado cerezo, ¡se llevó la desagradable sorpresa de ver
a alguien tumbado en su lugar! Sólo podía tratarse de un extranjero, ya que nadie de
los alrededores habría tenido semejante osadía. Su emplazamiento estival era
conocido y respetado por todos, y a nadie le hubiera favorecido contrariar a este
notable poderoso.
El viejo ricachón apostrofó al desconocido:
—¡Márchate! ¡Ése es mi sitio!
—¿Tu sitio? —preguntó el extranjero levantando la cabeza, coronada por un
moño burdamente anudado. Pero ¿no es éste un lugar público?
—¡Tal vez! —prosiguió el comerciante—. ¡Pero es la sombra de mi cerezo! Me
pertenece.
El hombre, con el aspecto y el atuendo de un aventurero, se incorporó con una
sonrisa socarrona y dijo:
—¡Bueno, en ese caso, véndemela y podré permanecer en ella!
Y sacó su bolsa, haciendo tintinear el metal que contenía.
Esa música tan familiar y tan querida para el rico mercader tuvo por efecto
detenerle en su impulso y hacerle reflexionar. ¡Nunca habría pensado en la
posibilidad de comerciar con una sombra, una materia tan inconsistente, impalpable,
inaprensible! La idea le pareció divertida. Y él sabía que una de las reglas de oro de
los negocios es que no hay beneficios pequeños. Cegado por su codicia, legendaria en
toda la comarca, aceptó el trato, no sin antes fijar el precio de la sombra en diez taeles
de plata. ¡Una suma modesta pero considerable tratándose de un bien que, por lo
general, no se vende! Había hecho el negocio del día. El viajero no regateó, pero
pidió que el acto de venta se pusiera por escrito en la forma debida, y por duplicado.
Entusiasmado con la ganga, el viejo ricachón volvió a su casa y regresó enseguida
con papel, tinta y su sello. Se cerró el negocio, y la venta de la sombra se pagó al
contado.
En esta orilla del lago no había otro árbol, y el mercader regresó a su jardín,
donde se contentó con la sombra de un albaricoquero. No era tan fresca como la del
cerezo ni tampoco franqueaba el muro para que él pudiera contemplar el paisaje. Pero
el avaro se acostó allí con la sonrisa de quien ha hecho un buen negocio. Sobre todo
porque el desconocido, de paso sin duda, se habría marchado en unos días. ¡Pensó
incluso que tal vez podría volver a vender la sombra a otro imbécil!
Cuando las nubes empezaban a sonrosarse como las mejillas de una virgen al
cruzarse con un chico guapo, el rico mercader vio de repente al aventurero franquear
su pórtico. Temía que el otro, sin duda desengañado, viniera a reclamarle su dinero.
¡Menos mal que había un contrato escrito! El aventurero le hizo un gesto amistoso
antes de sentarse con descaro en el jardín. Abrió entonces su bolsa y sacó algo de
comer. A grandes zancadas, el dueño del lugar se precipitó para expulsar a aquel
fresco de su propiedad.
—Sólo te he vendido la sombra del cerezo, pero no mi vergel. ¡Lárgate
enseguida!
—¿Dónde crees que estoy sentado precisamente? —preguntó el extranjero—.
Fíjate bien, estoy en la sombra del cerezo, que ahora se encuentra aquí. Me la has
vendido, es propiedad mía.
Atónito: el viejo ricachón dio media vuelta, entró en su casa y cerró tras de sí
dando un portazo. Al cabo de media hora, el aventurero estaba sentado bajo el
porche, allí donde la sombra del cerezo se proyectaba en ese momento.
Al crepúsculo, el mercader casi se ahogó de rabia cuando vio al inoportuno
franquear con su talla imponente la ventana del salón para venir a sentarse en un
sillón donde la sombra había elegido domicilio. El viejo conminó al latoso a
abandonar el lugar, le amenazó con hacer que sus sirvientes lo expulsaran. Pero el
otro desplegó tranquilamente el contrato, lo volvió a leer en voz alta y declaró que
llevaría el caso a los tribunales y reclamaría daños y perjuicios si no podía gozar de
su propiedad.
Vencido por este argumento tan apreciable, el ricachón se batió en retirada a su
habitación, donde se encerró y esperó a que la noche apagara la sombra del cerezo.
Pero era una noche de luna llena. La sombra del cerezo se coló a través de la persiana
de papel en la habitación de la joven concubina del mercader. ¿Acaso la sombra rozó
su lecho, su piel de satén? La historia lo insinuaría sin afirmarlo, y el viejo ricachón
tampoco habló de ello, quizá demasiado sordo para haber oído nada concreto…
El tejemaneje duró varios días. Por la mañana, el aventurero estaba
indefectiblemente en la habitación de la joven concubina porque el sol naciente
proyectaba en ella la sombra del cerezo… El caso es que el viejo mercader, al borde
de la ictericia, acabó por llevar él mismo el asunto a los tribunales, alegando un uso
abusivo del derecho de propiedad. El juez encontró el caso muy embarazoso,
jurídicamente interesante e infinitamente delicado. Dejó el caso visto para sentencia.
La historia tampoco dice si este magistrado pertenecía a la raza de los hombres
honrados, de los justos que impiden que el mundo bascule completamente hacia el
caos, o si era, por el contrario, uno de esos funcionarios corruptos tal vez
decepcionados de no haber recibido nada notable de aquel viejo rácano. Su sentencia
estimó finalmente que el acto de venta era absolutamente válido, que el derecho de
propiedad era imprescriptible y sagrado. Le dio la razón al propietario de la sombra y
condenó al ricachón al pago de las costas, así como a una multa considerable cada
vez que impidiera al otro gozar de su propiedad.
A la mañana siguiente, con la muerte en el alma, el tacaño abandonó su bonita
propiedad a orillas del lago, en medio de la hilaridad general de sus vecinos, para ir a
habitar a una casa que poseía en el centro de la ciudad.
El aventurero se instaló en la bella residencia abandonada. Al cabo de diez años
de ocupación se convirtió legalmente en su propietario. En cuanto a la joven
concubina sobre la que se habría posado la sombra del cerezo, el viejo mercader la
abandonó entre los muros de su antigua casa, ante la insistencia, al parecer, de la
arpía de su mujer titular, quien, poniendo como pretexto la incuria manifiesta de él,
habría tomado las riendas de los asuntos del hogar. Y el nuevo dueño de la casa del
borde del lago no tardó en desposar a la encantadora compañera abandonada, para
gran alegría de ésta.
Y así fue como, vendiendo una sombra, que es como decir nada, por un puñado
de monedas de plata, que es como decir casi nada, nuestro hombre de negocios perdió
su casa y a su bonita concubina, una y otra compradas a precio de oro.
Más le habría valido frecuentar a los clásicos, pues en ellos se puede leerla siguiente
advertencia:
Aquél cuyo pensamiento no va lejos,
verá los problemas de cerca.


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