viernes, 29 de marzo de 2019

La antigua cítara

Entre las preciosas obras de arte que colmaban la sala del Tesoro imperial había una
cítara antigua que desde hacía mucho tiempo ya nadie se atrevía a tocar. Cuenta la
leyenda que antaño fue tallada en la madera del árbol Kiri, que fue, en tiempos
inmemoriales, el rey del bosque de Lungmen, un lugar rico en energía según los
maestros del Feng Shui. Su cabeza altiva dialogaba con el viento y las estrellas, sus
raíces profundas se nutrían del soplo del Dragón de la Tierra. El espíritu del árbol era
poderoso, y el instrumento que un mago lutier de los tiempos antiguos talló en su
madera era salvaje, difícil de domesticar. Muy pocos eran los músicos que
conseguían afinarla, y menos aún los que eran capaces de arrancarle sonidos
melodiosos. Huangdi, el mítico Emperador Amarillo, fue el primero en tocarla y
compuso con ella aires olvidados que, según dicen, podían alejar las nubes o traer la
lluvia. Durante los siglos que siguieron hubo todavía grandes maestros de música
capaces de hacer vibrar armoniosamente la cítara sagrada, como si ella los
reconociera. Pero, desde hacía varias dinastías, todos cuantos habían intentado tocarla
no habían sacado de ella más que sonidos discordantes y lamentables cacofonías,
señal, sin duda, de que la época de los músicos verdaderos había llegado a su fin.
A un emperador se le metió en la cabeza elegir a un nuevo maestro de música
recurriendo a la cítara que mandó exhumar de la sala de los tesoros. Deseaba saber si
existía alguien cuyo arte aún poseyera una onza de magia o si semejante talento no
era más que una leyenda de antaño. Mandó anunciar en todo el Imperio los términos
del concurso.
Pocos músicos se presentaron a las puertas del palacio, por miedo a quedar mal
ante el Hijo del Cielo en persona. Y los músicos de la corte se sometieron a la prueba
a regañadientes. En efecto, ocurrió lo que más temían: sólo consiguieron arrancarle al
instrumento chirridos, crujidos, chillidos, que hicieron desfilar sobre los augustos
rostros del emperador y la corte todo tipo de muecas. Los escasos maestros de música
procedentes de los cuatro confines del Imperio tampoco consiguieron alegrar a la
concurrencia.
Entonces le llegó el turno a un músico errante, uno de esos comediantes
andrajosos que tocaban para los pájaros de los pinares, los peces de los torrentes y los
peregrinos en el patio de los templos. Tomó la cítara, acarició largamente la caja de
resonancia como si intentara domesticar un caballo rebelde. Con una mano hizo
vibrar cada cuerda con un roce, con la otra las fue afinando con la sonrisa interior de
amante que contempla a su amada.
Una melodía fue ascendiendo lentamente, olas de notas cristalinas se alzaron y se
desvanecieron como el flujo y el reflujo del oleaje sobre la orilla. Pese a que era
otoño, un viento tibio empató a soplar en la sala. Exhalaba el perfume de los cerezos
en flor. Los rostros de la noble asamblea irradiaron una apacible alegría. Los músicos
presentes reconocieron el modo Kino, el de la primavera. De repente, la música se
aceleró y adoptó la tonalidad Zhi. Un viento cálido hizo resonar bajo las vigas el
canto de los grillos, los pulsos empezaron a latir a toda velocidad, los cuerpos
borbotearon de vida. Los dignatarios perdieron toda compostura, meciendo la cabeza
y balanceándose al compás, irresistiblemente arrastrados por el ritmo. Algunos se
levantaron y empezaron a bailar. La música se ralentizó y se apoyó en el tono You.
Un viento glacial silbó su endecha entre las columnas de mármol. Copos de nieve
revolotearon en la sala y se mezclaron con las lágrimas de nostalgia sobre los rostros
de la noble asamblea.
La cítara desgranó sus últimas notas, que resonaron largo tiempo bajo la
estructura. Luego se fueron fundiendo poco a poco en la vibración del silencio, que
en ese momento se había vuelto asombrosamente presente. Tras un tiempo que
pareció una eternidad, la voz del emperador hizo salir a la asistencia de su extraño
adormecimiento:
—Felicidades. Has triunfado allí donde todos han fracasado. Tú serás mi maestro
de música. Dinos tu nombre y cómo has adquirido el secreto de tu arte.
El músico errante esbozó una tímida sonrisa y dijo:
—Mi nombre es Peiwo, Majestad. En mi humilde opinión, creo que los demás
han fracasado porque querían que se oyeran sus propias músicas. Lo que yo he hecho
ha sido dejar que la cítara cantara los temas de su elección. Y sería incapaz de decir si
fue Peiwo quien tocó la cítara o la cítara quien tocó a Peiwo. Gracias a este
instrumento divino, he alcanzado por fin mi sueño de músico y ya no la necesito. Era
mi único objetivo al venir aquí.
Depositó la cítara al pie del trono y franqueó la gran puerta lacada en rojo y oro.
Cuando el emperador salió de su estupefacción, dio órdenes para que se diera alcancé
al maestro de música que había elegido para sí. Pero la bruma del otoño había
engullido su sombra.

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