martes, 2 de abril de 2019

LA MISERIA

En cierto pueblo vivían dos campesinos hermanos, uno de ellos pobre y el otro rico.
Este último se fué á vivir en una ciudad; mandó construir para sí una casa magnífica y empadronóse
como comerciante. El hermano pobre carecía algunas veces hasta de pan para sus
hijos, que siempre lloraban por falta de alimento. Desde la mañana hasta la noche, el pobre
hombre luchaba para obtener lo necesario; pero todo era inútil.
Al fin un día dijo á su mujer:
— Yo creo que no estaría demás ir á la ciudad para preguntar á mi hermano si puede hacer
algo por nosotros.
La mujer accedió, y acto continuo fué á ver á su hermano rico y díjole:
— Hermano mío, vengo para suplicarte que hagas algo en nuestro favor; mi mujer y mis
hijos no tienen ni siquiera pan, y á veces pasa todo un día sin que pueda darles de comer.
— Trabaja para mí esta semana y te ayudaré, le contestó su hermano.
El pobre hombre comenzó á trabajar: barría el patio, limpiaba los caballos, iba á buscar
agua y leña.
Al fin de la semana, el hermano rico le dio un pan, diciéndole:
— Toma esto por tu trabajo.
— Gracias, contestó el hermano pobre con acento lastimero y disponiéndose á marchar.
— Oye, añadió el otro; mañana puedes venir á comer conmigo, pues ya sabes que es mi
santo; y si quieres trae á tu esposa.
— ¿Cómo he de hacerlo, hermano mío? Ya comprendes que tus amigos vendrán aquí
luciendo sus grandes botas y sus pellizas, mientras que yo tan sólo tengo unos zapatos rotos y
un mísero gorro.
—No importa, vente, que siempre habrá sitio para vosotros.
—Está bien; vendré.
El pobre hombre, de vuelta á casa, entregó á su mujer el pan y le dijo:
— Sábete que estamos convidados á comer mañana. •'
— ¿Quién te convida?
— Mi hermano, porque mañana son sus días.
—Bien: iremos.
Al día siguiente fueron á la ciudad, presentáronse al hermano rico, felicitáronle y tomaron
asiento en un banco. Algunos de los convidados se habían puesto ya á la mesa, y el
dueño de la casa los obsequió cuanto pudo, pero sin pensar en su pobre hermano y su esposa,
á quienes no ofreció ni una miga de pan; de modo que permanecieron sentados, mirando á los
otros comer y beber.
Terminado el banquete, levantáronse todos de la mesa y felicitaron nuevamente al anfitrión,
imitándolos el hermano pobre, que á su vez se había levantado del banco. Los convidados
salieron de la casa muy satisfechos del banquete y entonando canciones, pues el vino les
había puesto algo alegres; pero el pobre hermano se fué con el estómago vacío.
— ¿Te parece á ti que cantemos también? preguntó á su mujer.
— ¡ Qué estúpido eres! contestó ella. Esos que se van cantan porque han comido y bebido
bien; pero me parece que tú no deberías tener ganas de cantar.
— Pero de todos modos, repuso el marido, yo he estado en el banquete y me da vergüenza
no cantar á mi vez, porque todos comprenderán que no he sido obsequiado como los
démas.
— Pues canta si quieres, replicó la mujer; pero yo no te acompañaré.
El hermano pobre comenzó á cantar, y en el mismo instante oyó una voz que se unía á la
suya. Entonces se detuvo y preguntó á su mujer:
— ¿Eres tú la que me acompañas con esa vocecita?
— ¿ Estás loco ? ¡ Para canciones estoy yo!
— ¿Pues quién es ?
—Lo ignoro; pero si vuelves á cantar yo escucharé.
El hermano pobre entonó otra copla; mas, aunque él solo cantaba, oíanse dos voces, y
entonces, deteniéndose de nuevo, preguntó:
— ¿ Eres tú quien me ayuda , Miseria ?
— Sí, yo soy, contestó Miseria
—Pues entonces vamonos juntos.
— Muy bien; y nunca nos separaremos.
Cuando el hombre llegó á casa, Miseria le rogó que fuese á la taberna.
— No tengo dinero, contestó el campesino.
— ¿Para qué lo necesitas? Despójate de tu chaquetón de piel, pues pronto llega el verano
y no te hará falta; llévalo á la taberna, y con lo que nos den en cambio beberemos.
El hombre fué con Miseria á la taberna, vendieron el chaquetón y bebieron.
Al día siguiente, Miseria comenzó á quejarse de que le dolía la cabeza, y, sin embargo,
pidió al hermano pobre más bebida.
— No tengo dinero, contestó.
— ¿Para qué lo necesitamos? Coge el carretón y vendámoslo.
El pobre hombre no supo cómo negarse, y cogiendo el carretón, lo llevó á la taberna,
donde él y Miseria volvieron á beber. Al otro día, Miseria pidió de nuevo con más insistencia
que nunca, y como no había dinero, fué preciso vender el arado.
Al cabo de un mes el pobre hombre no poseía absolutamente nada; había empeñado
hasta su cabana, y el dinero que obtuvo se gastó en la taberna.
A pesar de esto, Miseria continuó con sus exigencias.
—No, no, contestó el campesino, pues ya no tengo nada de que echar mano.
— ¿Cómo puedes decir eso? Tu mujer tiene dos pares de enaguas; déjale uno y llévate el
otro para venderlo.
El hermano pobre lo hizo así, bebió y después se dijo:
— Ya no nos queda absolutamente nada, ni á mi mujer ni á mí.
A la mañana siguiente Miseria vio que, en efecto, no se podía ya sacar nada del amo, y le
dijo:
— Escuchadme.
— ¿Qué hay?
— Me ocurre una idea. Id á casa del vecino y rogadle que os deje su carretón y un par de
bueyes.
El hermano pobre lo hizo así, pidiendo á su vecino que le prestara el carretón y un par
de bueyes por un corto tiempo, ofreciéndose á trabajar una semana para él si le hacía aquel
favor.
— ¿Para qué lo queréis? preguntó el vecino.
— Para ir al bosque á buscar leña.
— Bien, tomad lo que pedís; pero no carguéis demasiado la carreta.
— No tengáis cuidado, buen amigo.
El hermano pobre volvió á su casa, Miseria se introdujo en la carreta, y dirigiéronse á
la llanura.
— Amo mío, dijo Miseria, ¿conocéis el sitio donde está la piedra grande?
— Claro es que sí.
— Pues entonces encaminaos hacia ese sitio.
Detuviéronse al llegar, Miseria saltó de la carreta y dijo á su compañero que levantase la
piedra. Hízolo el pobre hombre, y dejando en descubierto una cavidad, vio un pozo lleno
de oro.
—¿Por qué miráis con tanto asombro? dijo Miseria. Daos prisa y cargad el oro en la
carreta.
El campesino comenzó á trabajar afanosamente, y al fin llenó el vehículo. Cuando vio que
ya no quedaba más, dijo á su compañero:
— Mirad bien para ver si he dejado alguna moneda.
— ¿Dónde? replicó Miseria inclinándose sobre la cavidad. Yo no veo nada.
— S í , sí, allí hay algo que brilla, contestó el otro. Entrad dentro y lo encontraréis.
Miseria saltó al fondo, y no bien estuvo allí, el campesino cerró la boca del pozo con la
piedra.
— Me parece que mis asuntos mejorarán ahora, murmuró el buen hombre. Si te llevase
otra vez conmigo, maldita Miseria, más pronto ó más tarde me dejarías otra vez sin un
cuarto.
El campesino volvió á su casa, encerró el dinero en la cueva, devolvió á su vecino los
bueyes y comenzó á reflexionar lo que le convendría hacer. Al fin se decidió á comprar un
bosque, y construyó una granja, lo cual le permitiría llegar á ser dos veces más rico que su
hermano.
Al cabo de algún tiempo fué á la ciudad para invitarle á ir á comer á su casa, acompañado
de la esposa, para celebrar el día de su santo.
— ¡ Vaya una ocurrencia! exclamó el hermano rico. No tienes ni pan para comer y , sin
embargo, vienes á convidarme para celebrar tus días.
— Hubo un tiempo, contestó el otro, en que no tenía ni qué comer; pero ahora, á Dios
gracias, soy tan rico como tú, y si quieres venir te convencerás de ello.
— Sea: iré á tu casa.
Al día siguiente el hermano rico fué con su mujer á casa de su hermano, y pudieron convencerse
de que aquél se había enriquecido, pues tenía una casa como pocos. El hermano que
antes era tan pobre les obsequió con una comida opípara, en la cual abundaron los mejores
vinos. Al ver esto, el hermano rico preguntó:
— ¿No me dirás ahora cómo te has arreglado para llegar á ser tan rico?
El campesino refirió entonces cómo Miseria no le dejaba de mano; cómo le obligó á venderlo
todo, hasta no quedarle ni un hilo; cómo Miseria le enseñó dónde había un tesoro oculto
en la llanura, de qué modo se apoderó de él y pudo libertarse de Miseria, arrojándole en
el pozo.
Al oir esto, el hermano rico experimentó envidia.
— Si yo fuera á ese campo, pensó, podría levantar la piedra y poner á Miseria en libertad.
Seguro es que empobrecería de nuevo á mi hermano, y entonces ya no haría más alarde de
sus riquezas conmigo.
Dominado por esta idea, ordenó á su mujer que volviese á casa y , sin perder tiempo, encaminóse
á la llanura. Cuando hubo llegado al sitio donde estaba la piedra grande, empujóla á
un lado y arrodillóse para ver lo que había en la cavidad; pero antes de que hubiese podido
explorarla con la vista, Miseria saltó á los hombros del hermano rico.
— ¡ Ah! gritó. ¿Conque querías dejarme morir aquí de hambre? No, no; ahora no me
separaré jamas de ti de ningún modo.
— Escucha, Miseria, dijo el mercader. No fui yo quien te puso debajo de esa piedra.
—¿Pues quién ha sido?
— Mi hermano es quien te arrojó ahí. Yo he venido expresamente para devolverte la
libertad.
— ¡Eso es mentira! Ya me has engañado una vez y no lo harás más.
Miseria se agarró fuertemente al mercader, y éste hubo de llevarle á su casa, donde todo
empezó á ir mal desde entonces. El primer día comenzó ya con sus acostumbradas exigencias
y no pocos objetos de valor se perdieron en muy poco tiempo.
— Es imposible vivir así, decía el mercader. Miseria me ha hecho gastar demasiado y ya
es hora de librarme de su presencia; pero ¿ cómo lo haré ?
Después de cavilar mucho tiempo, fijóse en una idea. Fué al patio, cortó dos cañas de
roble, buscó una rueda nueva é introdujo con fuerza una de aquéllas en una extremidad
del eje, hecho lo cual fué á buscar á Miseria.
— ¡Hola! gritó: ¿qué haces ahí sin ocuparte en nada?
— ¿Y en qué me había de ocupar?
—En cuanto haya que hacer; mas ahora vamos al patio á jugar un poco al escondite.
Agradóle á Miseria la proposición y obedeció al punto. El mercader se escondió pri-
mero; Miseria le encontró en seguida, y entonces tocó á éste el turno de ocultarse, lo cual
hizo, diciendo al mercader:
— No será fácil que me encuentres pronto, pues yo me puedo introducir hasta en las
grietas.
— ¡ Quiá! No lo creo. Ni siquiera te sería posible introducirte en esa rueda.
— ¡Vaya una dificultad! Me introduciré en ella y hasta me perderás de vista.
Miseria se introdujo en la rueda, y entonces el mercader, cogiendo la caña de roble, la
metió en el cubo por el otro lado; luego cogió la rueda y arrojóla al río antes de que pudiese
salir Miseria, el cual se ahogó, dejando así libre al mercader, que volvió á vivir como antes.

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