martes, 2 de abril de 2019

Helmbrecht

Hermann Hesse

El hijo de un campesino, llamado Helmbrecht igual que su padre, tenía unos
cabellos hermosísimos: rubios y rizados, le llegaban abundantes hasta los hombros, y
los apresaba en un gorro acampanado en el que podía verse una gran variedad de
preciosas imágenes: desde la nuca hasta la coronilla había allí cosida una
multiplicidad de pájaros, de papagayos y palomas, como si hubiesen volado
directamente del Spessart al gorro. En la orejera derecha estaban representados el
sitio y la caída de Troya, con varias torres hundiéndose y muros de piedras
destruidos; a su lado, la huida de Eneas con sus naves por el mar. En la parte
izquierda se veía a Carlos, a Roldán, a Turpín y a Olivier, los cuatro camaradas de
lucha, llevando a cabo milagros contra los infieles. En el medio, entre la oreja
izquierda y la derecha, se encontraba en la orla un círculo cosido en seda brillante: en
él se veía graciosamente representada una danza de las que siguen bailándose hoy
día: un caballero tiene de las manos a dos mujeres y un escudero a dos muchachas; al
lado hay un grupo de violinistas. Había cosido este gorro maravilloso una monjes
que, seducida por el hechizo del mundo, había huido de su celda. Gotlinde, la
hermana de Helmbrecht, al ver cómo las manos artísticas de la monja hacían surgir
los preciosos adornos, le había ofrecido una vaca por ellos y la madre le había
regalado muchas monedas, queso y huevos; seguramente, mientras la monja aún iba
al refectorio, jamás había abierto tantos huevos ni probado tanto queso como ahora
que era una fugitiva.
Del mismo modo, sin duda ningún mísero mozo de labranza llevó jamás un gorro
tan hermoso como este joven y salvaje Helmbrecht. Pero además, su hermana le
regaló una cantidad de lienzo blanco y suave, tejido tan sutilmente que seguramente
habían huido siete tejedores antes que se terminara. A ello la madre le agregó prendas
de lana de lo más hermosas, una piel resplandeciente de animales del bosque, dos
vestidos, una loriga y una espada, luego un puñal y una amplia bolsa. Cuando
hubieron equipado así al joven, estaba insatisfecho y dijo:
—Madre, aún me hace falta una guerrera; no soportaría carecer de esa prenda.
Pero tiene que ser tan espléndida que tu corazón tiemble ante la hermosura de tu hijo
cuando me veas en camino.
A ella le quedaba aún una pequeña chaqueta en el armario; la buscó y se la dio.
Compró además una tela azul y la añadió para confeccionar una guerrera tan
magnífica como jamás colono alguno entre el Wels y Traunberg la había llevado
puesta: a lo largo de la columna vertebral, desde la cintura hasta la nuca, había una
hilera de botoncillos, uno al lado del otro, todos de rojo dorado, y lo mismo delante,
pero de color blanco plateado, desde el cuello hasta la hebilla del cinturón. Tres
botones de cristal, ni demasiado pequeños ni demasiado grandes, le servían de cierre
en el pecho, y toda la parte delantera estaba sembrada de botoncillos amarillos,
marrones, grises, azules, rojos, negros y blancos, que destellaban a lo lejos. Las
mujeres y las jóvenes le miraban encantadas cuando iba al baile. La costura en la que
la manga se une a la parte del pecho la llevaba adornada con campanillas que
comenzaban a tintinear fuertemente cuando saltaba a danzar en ronda, de modo que
repiqueteaban claras en los oídos de las mujeres. Madre e hija habían tenido que
vender unos cuantos pollos y huevos antes de ganar lo suficiente para comprarle
también pantalones y polainas al orgulloso.
—Tengo gana de ir a la Corte —le dijo Helmbrecht a su padre—. Mi madre y mi
hermana me han regalado muchas cosas, por lo cual les estaré agradecido toda mi
vida. ¡Pero ahora, padre querido, te toca a ti!
El viejo se preocupó por estas palabras, y burlándose le dijo a su hijo:
—Ea, ¿quieres que a las ropas te añada un veloz corcel que corra largo tiempo y
salte cercas y zanjas, para que al final no debas llegar a pie a la Corte? ¡Hijo, renuncia
a ese viaje! El ambiente cortesano es duro para quien no haya vivido en él desde su
niñez. ¡Si me ayudas, te ayudo! ¡Conduce la yunta de labranza, lleva el arado, forja
las herraduras! Así irás a la tumba con honor, igual que yo.
Respondió entonces el hijo:
—¡Calla y no sigas con tales palabras! Ya nada puede cambiarse: que Dios me
ampare, quiero ver si me gusta la Corte. ¿Que tus sacas cabalguen en mi cuello? ¿Que
suba bosta a tu carro? Que me odie Dios si alguna vez más le coloco el yugo a tus
bueyes o si te siembro la avena, que ello no armoniza con mis rubios cabellos y mis
hermosos rizos, mis ropas espléndidas y el gorro precioso con las palomas que manos
femeninas han cosido en él.
—¡Oh, quédate conmigo —replicó el padre—. El colono Ruprecht quiere darte a
su niña por esposa, y junto con ella una cantidad de ovejas, cerdos y vacas, jóvenes y
viejos. En la Corte sólo pasarás hambre y tribulaciones, pues créeme que nadie logra
rebelarse contra su condición. Y la tuya es el arado, y no serías más que el hazmerreír
de la gente de la Corte por quererte mezclarte tú, un campesino, entre ellos!
—¡Eh! —lo interrumpió el hijo—. Si tuviera un caballo, en las costumbres
cortesanas no me arredraría ante ninguno que hubiese estado en la Corte desde
siempre.
¿Quién, que vea el gorro brillante en mi cabeza, no juraría con mil juramentos
que jamás os conduje la yunta de labranza ni pasé el arado por los surcos? ¿Quién se
da cuenta de que trillé el grano en la era o de que clavé palos en el suelo para vos o
para algún otro, cuando me pongo las prendas que me han regalado mi madre y mi
hermana? Si paso mis piernas por mis espléndidos pantalones y me calzo con los
zapatos de Korrun, nadie nota que alguna vez he arreglado cercas. Creedme, no sirvo
para yerno del colono Ruprecht. ¿Acaso he de malgastar mi futuro por mujeres?
—Escúchame, hijo —exclamó el padre—. Si quieres parecerte a un cortesano
nato, te perseguirá con odio. Si un cortesano le quitara a un campesino todo lo que
éste ha obtenido, finalmente triunfaría el primero. Pero si a un cortesano le quitas
sólo un poco de forraje, en un santiamén estará encima de ti, te convertirá en garante
y en rehén por todo lo que alguna vez le quitaron y te matará por tu robo.
—Que sea lo que Dios quiera —respondió el hijo—, yo me voy. Que tus otros
hijos se esfuercen con el arado; que de mí no se oiga más que el bramido de los
vacunos que me robe. ¿Qué, fuera de ese miserable caballo, me impide correr con mis
compañeros y arrastrar a los campesinos de los pelos alrededor de las cercas? Si
criara durante tres años un potro o una ternera para luego conseguir una ganancia
ínfima, ¿de qué me sirve? Quiero robar todos los días, vivir bien y proteger mi cuerpo
de las heladas invernales, por eso dame por fin el caballo que te estoy pidiendo.
Así al padre no le quedó otro remedio que comprarle el caballo, por el que dio
treinta capas de paño tirolés muy bueno, cuatro vacas, dos toros y cuatro fanegas de
trigo. Cuando el hijo estuvo listo para viajar, echó la cabeza hacia atrás y observó sus
hombros:
—Me siento tan salvaje que podría morder las piedras, sí, quiero triturar hierro
con mis dientes. ¡Pues ahora, a cruzar el mundo se ha dicho, la mirada recta hacia el
futuro! ¡Dejadme en libertad, padre, pues ha llegado la hora de que yo crezca como
quiero y debo!
—¡Bien, libre eres —le gritó el padre—, pero cuida tu gorro y tus palomas de

seda, para que no te las desgarren y para que tus largos cabellos rubios no queden
desgreñados! ¡Temo que algún día caminarás con un bastón y te guiará un niño!
Nuevamente te conjuro a que vivas de lo que yo vivo y de lo que te dé tu madre.
¡Bebe agua, antes de comprar vino mediante el robo! ¡Llénate la garganta de gachas
como las cocina tu madre, antes que cambies un caballo robado por un ganso! ¡Es
preferible que comas centeno con avena honradamente, a que comas pescados con
fraude. Si me atiendes, sabio eres… Si no, vete!
Replicó entonces el hijo:
—Si tú bebes agua, yo quiero beber vino. Si tú comes gachas, yo quiero comer
pollos hervidos y pan blanco fino. Eso es para mí, la avena para ti. En Roma puede
leerse en el registro de bautizos que cada niño gana tempranamente una virtud de su
padrino: mi padrino era un noble caballero, feliz de que por él yo haya ganado un
espíritu tan noble y tan soberbio. Sí, mi ánimo es errante, mi gorro, mi cabello, mi
vestimenta no me dejan descansar y me incitan a marchar. Que brillen en el baile,
pero que no se ensucien detrás del rastrillo y del arado, de modo que deba
avergonzarme cuando invito a danzar a señoras nobles.
—¡Si quieres ser noble, obra noblemente! —exclamó el viejo—. Vive trabajando,
así gozarán de ti pobres y ricos, lobos y águilas y todas las criaturas de la Tierra. Las
mujeres nobles se adornan con el trabajo de los campesinos, que también corona a los
reyes.
Pero Helmbrecht le contestó con impaciencia y se burló de su prédica. Entonces
se asustó el padre y alzó sus manos diciendo:
—He tenido un sueño; interprétalo, puesto que eres tan sabio. Tenía dos luces
encendidas en las manos, que con su resplandor alumbraban el campo a lo lejos. De
pronto vi caminar a un hombre que estaba ciego. Con un pie caminaba en tierra, pero
su otra rodilla descansaba en un zanco, y de su chaqueta salía un muñón de brazo.
Ahora te pregunto: ¿cómo lo interpretas?
—Ea —dijo el hijo riéndose—, esto lo interpreto como que he de lograr suerte y
salud y riquezas y alegrías de todo tipo.
—Pues explícame esto: soñé que estabas volando a gran altura sobre un bosque,
pero te habían cortado una de las alas. ¡Pobres de tus pies, tus manos y tus ojos! Pues
todo esto no era nada ante el rostro que ahora surgió de mis sueños: estabas flotando
en lo alto de un árbol, y debajo de ti había una braza y media de altura hasta la hierba.
Pero por encima de tu cabeza había a ambos lados un cuervo en una rama, una
corneja en otra y te almohazaban el cabello. Tenías un aspecto salvaje: el cuervo y la
corneja te lo picoteaban. ¡Ay, del sueño, ay del árbol, ay, ay, del cuervo y de la
corneja!
—¡Por el nombre de Cristo! —replicó Helmbrecht—. ¿Acaso he de temer
vuestros pálidos sueños? ¡No cambiaré de intención, aunque me significara la
muerte! Dios te guarde, padre, Dios te guarde, madre, a vuestros hijos no pueden
sucederles sino cosas buenas. Que Dios nos proteja a todos.
Con estas palabras se despidió, montó en su caballo y salió aprisa por el portón.
Se necesitarían tres días seguidos o una semana entera para narrar todo lo que le
aconteció en su viaje a través de las comarcas. Un día llegó cabalgando a un castillo,
cuyo señor se veía constantemente envuelto en luchas, de modo que con gusto se
quedaba con gente que se atreviera a cabalgar con osadía y a batirse con variados
enemigos. Allí se quedó el joven y pronto devino el más rápido de todos cuando
había que robar; cuando los demás dejaban de coger algo, seguro que terminaba en su
bolsa. Tosco o fino, derecho o torcido, nada le resultaba nimio para robarlo. Quitaba
el caballo junto con la vaca, la loriga junto con la espada, el abrigo junto con la
chaqueta, el macho cabrío junto con la cabra, la oveja junto con el carnero, de modo
que a quien robaba no le quedaba ni el valor de una cuchara.
A las mujeres les sacaba la piel, el abrigo, la falda y la blusa del cuerpo, y se
henchía día a día de una vanidad cada vez mayor, pues en cada correría se quedaba
con la mejor parte. Así los vientos le fueron favorables durante el primer año, y su
navecilla navegaba animada río abajo. Pero luego sintió deseos de volver a su casa y
de mostrarse ante sus parientes. Se despidió, pues, del señor y de sus compañeros, los
encomendó a la ayuda de Dios y se dirigió a su casa.
Al entrar en su pueblo natal no salían a recibirlo, sino que se agolpaban, corrían y
se atropellaban por verle. Su padre y su madre saltaron como si se les estuviera
muriendo un ternero, y cada cual quería ser el primero en ganar el pan de mensajero.
Criadas y criados no exclamaban: «Dios te guarde, Helmbrecht», sino: «Oh, noble
señor, sed bien venido por Dios». Su hermana salió corriendo a su encuentro y le
abrazó vivamente. Puesto que seguía cabalgando, los viejos marcharon detrás del
caballo y le recibieron sólo en la puerta, como si saludaran a un príncipe. Entretanto
él, orgulloso, no había bajado del caballo. Dio las gracias a la multitud en una lengua
corrompida:
—¡Dios os guarde, queridos infantos!
A la hermana le habló en latín:
—¡Gratia vester! —al padre en románico—: ¡Deus sal! —y a la madre incluso en
bohemio—: ¡Dobra ytra!
Los dos viejos se miraron perplejos.
—No puede ser nuestro hijo —dijeron—. Un gran parecido está turbando
nuestros sentidos.
—Es un bohemio o un wendo —dijo la madre.
—Si no es un valaco —opinó el padre.
—Ea —se inmiscuyó la hermana—, al abrazarlo me dio las gracias en latín, y creí
que era un cura.
Pero el esclavo liberto dijo:
—A nosotros nos ha saludado con «queridos infantos», y que me lleve el Diablo
si no viene de Sajonia o de Brabante.
Entonces se le acercó el padre y le preguntó sencilla y lealmente:
—¿Eres tú mi hijo Helmbrecht? Di una palabra según la costumbre nuestra y de
nuestros padres, para que pueda entenderla. Andas diciendo: deus sal, y no sé qué
hacer con eso. Di una palabrita en alemán, Helmbrecht, y yo mismo secaré el sudor
de tu caballo, y que Dios me ayude.
—¡Eh! —replicó éste—, ¿qué dices, campesino, y qué dice esa mujerzuela? ¡Por
dios, que ningún campesino toque mi caballo ni mi noble cuerpo!
El hombre se asustó entonces aún más y exclamó:
—Si sois tú mi hijo Helmbrecht quiero asarte un pollo y cocerte otro, y no digo
mentira con esto. ¡Pero si no lo sois y sois en cambio un bohemio o un wendo,
entonces marchaos, joven noble, y llamad a la puerta de gente de vuestra condición!
No podríais hallar hidromiel ni vino para vos en mi mesa.
Pero entretanto ya se había hecho tarde, y el recién llegado pensó que no
encontraría ningún hospedaje cercano. Se decidió, pues, y dijo:
—En nombre de Dios, quiero hablar con vos en vuestra lengua y deciros quién
soy.
—Y ¿quién eres? —preguntó el viejo.
—El que lleva vuestro nombre.
—Pues decídmelo.
—Me llamo Helmbrecht, soy vuestro hijo y hace apenas un año era vuestro
criado.
—¿Criado, vos?
—Yo mismo.
—Pues decidme: ¿cómo se llaman mis cuatro bueyes?
—Os lo diré, pues antes los cuidaba y hacía restallar mi látigo sobre ellos: uno se
llama Ur del cual no necesitaba avergonzarse ni el campesino más esforzado; Räme,
el segundo; jamás hubo uno mejor bajo el yugo; Erge, el tercero, ¿no soy sabio al
saber nombrarlos tan bien?, y Sonne el cuarto; ¡pero ahora abridme la puerta!
Entonces el padre exclamó:
—¡Puerta y portón, ya no seguirás esperando! ¡Lecho y alacena, todo está abierto
para ti!
Entonces le acogieron como a un príncipe: le desensillaron el caballo, el propio
padre le llevó una gran cantidad de pienso. La madre le gritó diligente a su hija:
—¡Corre todo lo que puedas y trae cojines y blandas almohadas!
Se las colocaron debajo del brazo al lado de la estufa, para que pudiera dormir
tranquilo hasta que la comida estuviera lista. Entonces, después que hubo dormido y
lavado sus manos, se sirvió la comida. Hubo hierba finamente cortada con carne de
ambos tipos, grasa y magra, queso graso y seco, un ganso engordado, asado sobre
fuego y grande cual una avutarda, un pollo cocido y otro asado, y muchos otros platos
espléndidos, como jamás los había visto la mesa de un campesino.
—Si tuviera vino —dijo el padre—, hoy deberíamos beberlo. Pero tenemos un
manantial de agua, que no tiene parangón en todo el país, a no ser el de Laubenbach.
Pero lamentablemente nadie nos lo trae —agregó bromeando cohibido.
Terminada la comida, el viejo no pudo aguantar y comenzó a preguntarle cómo
era la vida en la corte.
—Antaño —dijo—, cuando aún vivía tu difunto abuelo, el colono Helmbrecht,
me envió más de una vez a la Corte para entregar queso y huevos, y vi cómo se
desarrollaba la vida en aquella época. Los caballeros eran hermosos y estaban alegres
y no conocían el engaño. Por ejemplo, tenían una costumbre por la cual querían
conquistarse a las mujeres, que llamaban el «buhurdear», según me dijo uno de ellos
cuando le pregunté el nombre de dicha costumbre. La practicaban viajando como si
hubieran enloquecido, pero siempre oí que por eso no se hacía más que alabarles. Un
grupo iba, el otro venía, uno tras otro y con intenciones de chocar con un tercero.
Tenían además un baile que danzaban acompañado de un canto que se oía en la
lejanía. Luego llegaba un músico que tocaba el violín. Las mujeres se ponían en pie;
eran hermosas, se acercaban a los caballeros y les cogían de las manos.
¡Eso debía de agradarles mucho! Pues los caballeros les gustaban a las mujeres y
éstas a aquéllos, y los dos jóvenes y las doncellas bailaban alegres rondas. Cuando se
cansaban de esto, venía uno y les leía el cuento del duque Ernst, como lo llamaban, y
ello deparábales un gran placer a todos. Uno practicaba el tiro al blanco con arco y
flecha, un segundo cabalgaba a su gusto y un tercero salía a cazar. Era una vida
dorada la de la Corte en aquella época.
—Ea —replicó el hijo—, hoy día hay que hablar de otro modo cuando quiere
participarse de la vida de la Corte. Bebe, se dice ahora; si bebes esto, yo beberé
aquello, y entonces nos irá bien. Tráenos vino, hostelero, del mejor, que ésa es
nuestra preocupación de día y de noche. Dulce mesonera, así reza nuestra carta de
amor, llénanos el jarro hasta el borde. Es un loco y un necio el que cambia el vino por
las mujeres. Los que vivían tal cual tú lo has descrito, fueron condenados al
vergonzoso ostracismo y su reputación es tan mala como la de los verdugos.
—¿Pero tienen aún su grito de guerra de: «Ea, caballero, sé alegre»? —preguntó
el viejo.
—De ningún modo —contestó el hijo—. Hoy día el grito de guerra es: «Corre,
caballero, corre, corre, horada con la lanza, golpea, golpea, deja lisiado a éste, quítale
el pie a aquél, arranca esa mano, cuelga a aquel otro, caza a éste que es rico y debe de
llevar cien libras consigo». Pero ahora quiero ir a dormir —agregó, pues la
conversación le aburría—. He cabalgado un trecho largo y necesito descansar.
En seguida hicieron lo que él ordenó, y su hermana Gotlinde le preparó una
camisa recién lavada para la cama, en la que durmió hasta muy avanzada la mañana
siguiente.
Era justo que al día siguiente repartiera las cosas hermosas que había traído de la
Corte para su padre, madre y hermana. Al padre le regaló una piedra de afilar, una
guadaña, un hacha y una azada de madera; ¡oh, qué tesoros para un campesino! A la
madre le regaló una piel de zorro que le había robado a un sacerdote; a Gotlinde, un
echarpe de seda que ahora echaba en falta un tendero; al criado sus abarcas que no
sabía usar, a la criada un pañuelo y una cinta roja, que ambos le hacían mucha falta.
Después de una semana de vivir en su casa paterna parecía que había transcurrido un
año entero sin que robara nada. Quiso despedirse, pero el padre le retuvo.
—Quédate aquí, hijo mío —le dijo—. No necesitas hacer nada aparte de lavarte
las manos; quiero darte todo lo que necesitas. ¿No es mejor esto que tener que
cabalgar día y noche con la preocupación y el temor de que un enemigo te dé caza, te
deje lisiado o te ahorque?
—Ea, padre —respondió—, mucho te agradezco la comida y la bebida. Pero
desde que no bebo vino, paso el cinturón al cuarto agujero; hace falta ganado, padre,
para que el cinturón se me ciña como antes. Conozco por algún lugar a un juez del
que aún tengo que vengarme por un gran pesar que me causó. ¿No entró un día con
su caballo al mismísimo campo de siembra de mi padrino? Pero me la pagará, cuando
haga desaparecer yo sus vacas, ovejas y cerdos. Luego hay un segundo hombre, un
rico, al que vi comer pan con carpas con mis propios ojos. ¡Que el Diablo me busque
si no me la paga! Pero aun cuando perdonara a esos dos, sé de un tercero por el que
podría rezar un obispo, y no le serviría de nada.
—Pues, ¿qué te ha hecho? —preguntó el padre.
—Se abrió su cinturón mientras estábamos comiendo sentados a la mesa. ¿No es
inaudito? Y me llamaré un cobarde si por esta iniquidad no le desengancho el arado y
el carro, y a cambio de ello me compro un bonito vestido para Navidad. ¿Cómo crees
que se vive hoy día, viejo ingenuo? Otro incluso sopló la espuma de su cerveza;
¿acaso he de permitirlo? Pronto oirás cuentos sobre Helmbrecht, de que vastas
granjas han quedado vacías. ¡Si no encuentro al hombre, al menos hallo su ganado!
El padre se asustó mucho con este discurso.
—Hijo, por Dios —dijo—, ¿quiénes son esos malos compañeros que te han
enseñado que hay que quitarle sus bienes a la gente porque coma carpas con pan?
—Son buenos maestros, padre —replicó Helmbrecht—. Están por ejemplo
Lämmerschlind y Schlickenwidder, luego Höllensack y Rüttelschrein, Kühfrass y
Müschenkelch[1], los seis mejores azotes del mundo. ¿Conoces a mi colega
Wolfsgaum? ¡Te digo que quiere tanto a sus tías, primas, tíos y primos que no les
dejaría un hilo en el cuerpo, aunque hubiera tormentas de febrero! Y más aún mi
compinche Wolfsdrüssel. Apenas se acerca a una casa, los candados y pestillos se
abren solos. ¡Yo mismo he contado más de cien candados que éste abrió sin llave!
¿Puedes citarme un nombre más cortesano que Wolfsdarm[2]? Quien así se llama ha
obtenido su nombre personalmente de la noble duquesa de todos los ladrones y
vagabundos Hilaria de Navarra. ¡Pues ése sí que es un compinche divertido! Nunca
termina de robar, y sabe Dios que lo malo le atrae como la siembra a la corneja.
—¿Y a ti, cómo te llaman tus amigos? —preguntó el padre.
—¿No me conocéis? —replicó Helmbrecht—. Soy Schlinzgau, el terror de los
campesinos. Sus hijos tienen que beber el agua que yo hiervo. A éste le estrujo el ojo,
a aquél le quiebro la espalda, a éste lo ato al hormiguero, a aquél le arranco con
pinzas los pelos de la barba, le quito la piel de la cabeza, le trituro los huesos y lo
cuelgo de los tendones en el próximo árbol. ¡Que vengan veinte, donde cabalguen
diez de los nuestros! Todo lo que le pertenece al campesino es nuestro.
—A los que estás nombrando —dijo el padre— seguramente los conoces mejor
que yo. Pero por salvajes que sean, te digo lo siguiente: si Dios así lo quiere, un solo
alguacil puede lograr que le obedezcan a voluntad, aunque el número de ellos fuera el
triple.
—Pues entonces no seguiré haciendo lo que he hecho hasta hoy por ti —exclamó
el hijo— aunque me lo pidieran todos los reyes. Hasta hoy he preservado tus gansos,
pollos y terneros, tu queso y tu forraje, pero eso ha de cambiar en el futuro. ¿Acaso
quieres cuestionarles el honor a piadosos escuderos que jamás se han apartado ni un
pelo del camino que les parece bueno y justo? Pues robar es lo justo y hurtar lo
bueno. Por cierto, si no lo hubierais divulgado con vuestra cháchara y si no nos
hubieseis difamado tan atrozmente, habría entregado a vuestra hija Gotlinde por
esposa a mi compañero Lämmerschlind. Entonces habría tenido la mejor vida que
mujer alguna jamás ganara al lado de su esposo. Le habría dado una plétora de pieles,
abrigos y telas, los más bellos que se encuentran en el imperio. Y si todas las semanas
hubiera querido comer una ternera joven, él no se la habría negado. La primera vez
que Lämmerschlind me pidió por ti, hermanita Gotlinde, le dije de inmediato: «No
temas, vosotros dos sois tal para cual, de modo que ninguno tendrá que lamentarlo.
Créeme, mi hermana no te deja colgado mucho tiempo cuando te ahorcan: con sus
propias manos te corta y te arrastra hasta el cruce de caminos, donde te han cavado
una tumba, te arroja incienso y mirra durante un año entero y honra tus huesos, pues
es pura y bondadosa. Si te salvas y te dejan ciego, te toma de la mano y te lleva por
caminos y senderos por todo el país. Si te cortan el pie, todas las mañanas te lleva el
zanco a la cama. Si pierdes la mano, te corta la carne y el pan hasta tu muerte».
Respondió entonces Lämmerschlind: «Si me toma por esposo, le regalaré tres sacos,
pesados como el plomo, como regalo de tornaboda: uno contiene tela sin cortar, la
vara a quince héller, si alcanzan; se quedará pasmada; en el otro hay velos, faldas y
blusas que puede llevar como una mujer libre. El tercer saco tampoco está mal
provisto y está lleno de tela neerlandesa, paño fino, pieles de colores y nobles. Dos de
ellos están cubiertos de tela escarlata y uno de cebellina negra. Todo esto lo he
escondido en el desfiladero de una montaña, y será suyo el día que sea mía». ¡Ay,
hermana, todos los tesoros perdidos por la charla de tu padre! Cuánto me duele
pensar que ahora tendrás que coser, afilar, segar y limpiar remolachas como esposa
mísera de un campesino, y que tendrás que yacer de mala gana a su lado en el lecho
común. ¡Maldito sea tu padre, que te ha hecho esto! Por cierto que no es el mío, pues
cuando mi madre estaba embarazada de quince semanas se echó en su cama un noble
caballero que me dio por herencia, igual que mi padrino, mi espíritu altanero. *
—Es cierto —exclamó la hermana—. Créeme, yo tampoco soy su verdadera hija.
Un hermoso caballero yacía con mi madre en la época en que ésta me llevaba en
brazos; el joven la había cazado cuando ella una vez salió de noche al bosque para
buscar terneros. ¡Pues también tengo el ánimo altivo, mi muy querido hermano
Schlinzgau, que Dios te dé felicidad!
Luego agregó en secreto:
—Procura que Lämmerschlind sea mi marido, pues entonces bullirá mi sartén, mi
vino estará cosechado, mi cerveza fermentada y la alacena rebosante. Con sólo tener
esos tres sacos me habré librado de la pobreza para siempre. Créeme, en mí
encontrará todo lo que un hombre ansia en una mujer fuerte. Cuando se casó mi
hermana, ¿acaso anduvo con un bastón a la mañana siguiente? Pues bien, si ella no se
murió, pues tampoco ha de ser mi muerte. Escúchame, hermano, querido compañero,
pero calla todo lo que te diga: por el monte un estrecho sendero lleva a la ladera de
pinos; allí te seguiré y huiré de mi padre y mi madre y quiero yacer con él todas las
noches.
El padre y la madre nada oyeron de este discurso. Helmbrecht y Gotlinde se
pusieron de acuerdo en secreto respecto de cómo hacerlo.
—Lo tendrás —dijo Helmbrecht—, a él y toda su riqueza. Te enviaré a un
mensajero; síguele adonde te lleve. ¡Celebraremos un espléndido casamiento,
mantente preparada! Y ahora, que Dios te guarde, pues quiero marcharme.
Se despidió de la madre, sin preocuparse del padre, y salió cabalgando hacia el
sitio del que había venido. Una vez llegado le contó en seguida a Lämmerschlind que
Gotlinde estaba dispuesta a tomarle por marido. Por esto, éste le besó la mano y el
vestido y aspiró el viento que provenía de donde estaba Gotlinde.
Luego comenzaron los preparativos para la boda: robaron los bienes de unas
cuantas viudas y de varios huérfanos, dejándolos en la miseria y el lamento, antes que
el héroe Lämmerschlind y su esposa Gotlinde se sentaran en la silla nupcial. El
banquete que consumieron había sido recogido en una vasta región; día y noche los
secuaces conducían carros y caballos cargados hacia la casa de Lämmerschlind.
Cuando todo estuvo preparado, Helmbrecht envió a su mensajero, quien llevó a
Gotlinde a la boda en veloz cabalgata.
Lämmerschlind, al oír que ella había arribado, se dirigió de prisa hacia Gotlinde y
la saludó:
—Bien venida, señora Gotlinde.
—Que Dios os bendiga —replicó ella. Se miraban mutuamente con expresión
cariñosa y jugueteaban muy corteses. Lämmerschlind disparó su saeta de amor sobre
Gotlinde, hablándole con palabras sumamente amables; Gotlinde le correspondió
haciendo lo propio de virginal modo. De pronto resonó una voz:
—Ahora dejadnos juntar al señor Lämmerschlind con Gotlinde y a la señora
Gotlinde con Lämmerschlind.
Un hombre muy viejo que entendía tales menesteres se levantó, hizo entrar a
ambos en un círculo y le dijo a Lämmerschlind:
—Si queréis a la señora Gotlinde por esposa, decid: sí.
—Con todo gusto —dijo Lämmerschlind. Entonces el anciano volvió a preguntar.
—Con todo gusto —volvió a decir el escudero.
—¿La aceptáis gustoso? —preguntó el anciano por tercera vez.
—Por mi vida, me caso con gusto —repitió Lämmerschlind. Luego el viejo se
dirigió a Gotlinde:
—¿Queréis casaros con Lämmerschlind?
—Sí, señor, si Dios así lo quiere.
—¿Os desposáis gustosa? —preguntó una segunda vez.
—Sí, señor, dádmelo por esposo.
Entonces preguntó por tercera vez:
—¿Y lo queréis realmente?
—Realmente, señor, pero ahora ya quisiera tenerlo.
Entonces le dio Gotlinde a Lämmerschlind y Lämmerschlind a Gotlinde, le pisó
el pie y todos comenzaron a cantar.
Entretanto se había preparado la comida, en la que se nombraron funcionarios
para la novia y el novio. Schlinzgau era mariscal y debía cuidar de los caballos.
Schlickenwidder era escanciador, Truchsess Höllensack debía indicarles su sitio a los
invitados, Rüttelschrein era tesorero, Kühfrass maestro cocinero y debía repartir las
tortas, los asados y los guisos, Müschenkelch dividía el pan. Wolfsgaum,
Wolfsdrüssel y Wolfsdarm vaciaban innumerables fuentes y copas, y las comidas
desaparecían delante de los invitados como si las hubiera barrido un fuerte viento, de
modo que lo que quedaba en los huesos apenas bastaba para que los royera un perro.
Pues es un palabra sabia la de que el hombre jamás ansia tanto la comida como
cuando se halla cercano a la muerte.
—Ay de mí, querido Lämmerschlind —dijo la novia Gotlinde—, siento el espanto
en mi piel: debe de haber gente extraña en las cercanías que quiere hacernos un mal.
¡Ay, padre y madre, que esté tan lejos de vosotros! Me pesa el corazón, pues la gente
dice que a quien quiera demasiado se le dará demasiado poco, y que la codicia pronto
lleva al abismo infernal por su pecado. ¡Ojalá estuviera en casa y jamás hubiera
seguido a mi hermano!
El novio y la novia justo estaban repartiendo regalos a los músicos cuando entró
el alguacil con cuatro hombres. Voló el banquete por los aires y se destruyó la fiesta.
Huyeron hacia el horno, y los bancos chocaron en salvaje atropello. El propio
alguacil arrastraba de los pelos a quienes escapaban a sus hombres. A los diez se los
ató con fuertes cuerdas, y Gotlinde también perdió su vestido de novia; luego se la
encontró desmoronada contra una cerca, cubriendo sus dos pechos con las manos. No
se sabe qué pasó después con ella.
Así, Dios mismo había emprendido la venganza, de modo que a los ladrones se
les apagó la luz, se les empalideció su rubor, y los que en otra ocasión habrían
derrotado un ejército pudieron ser apresados por un solo alguacil cojo. Llegado el día
del juicio en que se los colgaría, cada uno de ellos tuvo que arrastrarse hacia ese sitio
con la carga de lo que cada cual había robado, y que por derecho le correspondía al
alguacil, en las espaldas. Lämmerschlind llevaba atadas al cuello las dos pieles de
vacuno, que ahora había perdido Gotlinde, pero aún tenía que cargar menos que sus
colegas, seguramente porque en él se quería honrar al novio. Pero el que debía
soportar el mayor peso, uno al que se veía jadear bajo la carga de tres pieles frescas,
era el cuñado, el señor Schlinzgau Helmbrecht. Nadie les defendió; nueve fueron
ahorcados. Pero lo que tiene que suceder, sucede: uno, el que quedaba, era la parte
que le correspondía al alguacil en la caza, y podía hacer con él lo que quisiera. Aquél
era, empero, el mismísimo Schlinzgau Helmbrecht. Entonces el alguacil le traspasó
los ojos.
—Eso —le dijo—, por tu padre.
Luego le cortó una mano y un pie.
—Eso —le dijo—, por tu madre.
En un cruce de caminos el ladrón ciego se despidió llorando de su hermana
Gotlinde. Un bastón y un siervo le condujeron hasta la casa de su padre. Pero éste no
quiso acogerle y le echó.
—¡Deus sal, señor ciego —le gritó—, que mis criados os persigan con palos si no
os marcháis solo!
—Acaso no me reconocéis, soy yo, vuestro niño —dijo el ciego lamentándose
avergonzado.
—Ay, cuánto hierro comeríais si ahora estuvierais montado en vuestro caballo —
replicó el viejo—. ¿Schlinzgau es ahora un hombre ciego? ¡Marchaos y jamás volváis
a llamar a mi puerta!
—Por el amor de Dios, superad al diablo que hay en vos —suplicó el pobre— y
dejad que sólo me refugie aquí. Los campesinos están airados conmigo y me echan,
de modo que no conozco a nadie que quiera apiadarse de mí.
Pero el padre, aunque se le quebrara el corazón, pues era su propia carne y sangre
lo que allí estaba ciego y desolado en la puerta, le respondió:
—No puedo hacerlo, habéis sido demasiado cruel. Vuestro caballo jamás iba al
trote lento; sólo lo hacíais correr y galopar. Hombres y mujeres suspiran aliviados
ahora que os habéis vuelto tan mísero. Preferiría cuidar en casa hasta su muerte a un
desconocido al que jamás hubiera visto, antes de daros la mitad de mi pan. Tres de
mis sueños se han cumplido en vos; ay, si también se cumple el cuarto. Llévatelo,
lazarillo —le gritó luego al acompañante del miserable, y le pegó—. No quiero
golpear a un ciego, pero si tardáis mucho cambiaré de opinión.
Luego cerró el pasador. La madre, en secreto, aún le pasó un pan al hijo y le dijo
que se fuera. Éste, encorvado, siguió su camino. Pero al aparecer por los campos, los
campesinos le gritaban a él y a su siervo:
—Ja, ja, ladrón Helmbrecht, si hubieras seguido siendo un campesino como yo,
ahora no te conducirían ciego por los campos.
Así vivió un año en amarga penuria, hasta que murió colgado. Pues una mañana
en que caminaba por un bosque oscuro le vio un campesino que estaba recogiendo
madera. En seguida el hombre les preguntó a sus compañeros si querían ayudarle
contra Helmbrecht, pues éste le había robado una vez una vaca mientras estaban
cuidándola sólo los niños.
—Que me lleve el diablo si no le reduzco a polvo, a un polvo más fino que el que
se ve danzar en los rayos del sol —exclamó inmediatamente uno de los demás—. A
mí y a mi mujer una vez nos quitó las ropas del cuerpo; a cambio de ello lo atraparé
como prenda.
—Y si fueran tres en vez de uno —dijo un segundo—, los mataría yo solo. Una
vez irrumpió en mi choza y cogió y se llevó todo lo que había dentro de ella.
Un tercero tembló como el follaje cuando le vio.
—Le retorceré el pescuezo como a un pollo —exclamó—. En una noche oscura
metió a mi niño dormido en su saco, cuando me robó la ropa de cama, y lo echó en la
nieve, el muy perro, cuando el niño despertó y comenzó a llorar.
—Cuánto me alegra poder verle una vez más con mis propios ojos, para poder
jugar con él a gusto —dijo el cuarto—. Violó a mi niña y a mí me robó mis ropas, de
modo que quedé desnudo como un palo de escoba. Y si fuera tres veces ciego y tan
grande como una casa, le colgaría igual en la primera rama que encontrara.
—Venid, acercaos, más cerca, más cerca —gritaron de pronto todos, rodearon al
ciego y le golpearon.
—¡Ahora cuida tu gorro, Helmbrecht! —exclamaron luego, y le golpearon la
cabellera con los puños. Allí destruyeron y desgreñaron todo lo que el alguacil había
dejado aún intacto. El precioso gorro se desgarró en pedazos no mayores que un
penique, y papagayos y alondras, gavilanes y tórtolas hechos trizas cubrieron el
camino. Los rizos de sus cabellos y los jirones de su ropa volaban por el aire, hasta
que su cabeza quedó calva, sus rizos rubios y salvajes esparcidos en el suelo y el
gorro dividido en hilachas al viento. No le permitieron confesarse, uno cogió un
terrón de tierra y se lo dio como óbolo para el fuego del infierno. Luego lo colgaron
de un árbol.

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