lunes, 1 de abril de 2019

AFRODITA

LA CASTRACION DE URANO

Cuando Cronos se rebeló y comenzó su última lucha contra el padre Urano,
nadie podía suponer que la castración parricida fuera a constituirse en el acto
germinal de la deidad más atractiva del Olimpo. Pero así fue; los testículos de
Urano, cortados por la espada del hijo rebelde para sellar eternamente la derrota
del padre y tirano, cayeron al mar y del contacto de la esperma residual con la
espuma de las olas nació Afrodita, de esa espuma (afros) que le da su nombre.
Otros dicen que fue la espuma del mar, por sí sola (fórmula menos
comprometida y tenida por más pura), la que engendró partenogenética mente a
Afrodita, a la criatura más hermosa que jamás el hombre y los dioses
conocieron; de lo que no hay duda, es de que ese triunfo de Afrodita se produjo
entre las aguas azules y transparentes del Mediterráneo.
EL TRIUNFO DE AFRODITA
Afrodita nació en la costa de la isla de Citera, para ser llevada más tarde
amorosamente por Céfiro, dios de poniente, a la isla de Chipre. Desde luego, el
Mediterráneo es el único lugar del orbe en el que se puede suponer que surja
milagrosamente una deidad de tal encanto.
En otras leyendas, en las que la diosa del deseo se ve más como una
proyección de su mismo afán de provocar deseo, se cuenta que Afrodita surgió
entre las olas, tan desnuda y tan hermosa como de costumbre se la pinta, junto a
Citera, pero en esa ocasión la isla le pareció demasiado pequeña y pobre para
una diosa tan magnífica ella; de allí, buscando el lugar idóneo donde establecer
su residencia definitiva se fue hasta el Peloponeso, pero tampoco este lugar le
satisfizo, y siguió su peregrinación por la tierra, para terminar viviendo, más a su
gusto, en la isla de Chipre, en Pafos, rodeada de las dos o tres hijas de Temis, las
Estaciones, sus servidoras y las encargadas de vestir y cuidar a la diosa del amor
y la belleza. Hay quienes prefieren otra genealogía, sosteniendo que Afrodita sea
la hija de los amores de Zeus y Dione, la ninfa hija también de Urano y Gea, o
de Océano y Tetis, que ambas versiones se mantienen con la misma validez; se
trata de autores de talla, como Homero, que entre las páginas de "La Ilíada" así
sitúa su ascendencia; pero la es cena de la bella saliendo entre las olas del mar,
navegando en su venera, es la imagen predilecta de los artistas, la que ha ganado
con mucho a las otras, y la que siempre se ha preferido a la hora de representar
su triunfo natal, la proclama gloriosa de su divinidad de belleza inigualable.
DIOSA MARINA
Afrodita era la "Nacida de la espuma", ya que esa es la traducción literal de
su nombre y, en consecuencia, el mar era —al menos— la cuna de la diosa. En
su principal santuario, en el de Pafos, las sacerdotisas se bañaban ritualmente en
el mar cercano, como una rememoración de su nacimiento. Los autores clásicos
contaban que en sus grandiosos palacios, como en el que se dice que tuvo en
Cnosos, que las más bellas conchas marinas cubrían los suelos, mientras que los
pescados y los mariscos eran su manjar simbólico; de ahí que hoy todavía se
tenga por "afrodisíacos" (de Afrodita) a estos alimentos, sin saber discernir de
dónde nos viene la razón original de la denominación y ese tan pretendido poder
vigorizante y erótico. Afrodita es una diosa que se repite en los esquemas
míticos de la zona geográfica próxima a Grecia. Ya antes existían precedentes de
la hermosa diosa del amor; se trata, en líneas generales, de una divinidad muy
similar a las grandes mujeres sagradas desde hace mucho tiempo establecidas en
los países de la costa oriental del Mediterráneo, como la isla de los asirios, o
como la Astarté, la diosa que acompañaba a Baal en importancia, de la que nos
habla la Biblia en el libro de los Jueces y en el de los Reyes, y esas diosas tienen
bastante que ver en su desarrollo posterior. Es una deidad que también tiene
puntos en común con el mito de Eurinome, con la madre de todas las cosas,
surgida del Caos inicial. Lo que sí se puede añadir, como dato muy personal de
Afrodita, es que la diosa rompe pronto a volar por los cielos, y lo hace
acompañada de los gorriones y de las palomas, otros de sus animales simbólicos.
VENUS, SINONIMO DE MUJER Y OTRAS COSAS
Venus, la denominación latina de Afrodita, pasa a ser el sinónimo de las
mujeres, del amor, de su deseabilidad, de sus veleidades, de su belleza, de su
peligro; pero también se considera a Venus, tras el prisma enfermizo y
deformador de la represión cristiana, como la madre de la sexualidad eso es algo
que la iglesia constituida persigue desde su inicio. Venéreo es el adjetivo de lo
que de Venus emana y así como la palabra afrodisiaco(a) se une al concepto
positivo griego, lo venéreo, una vez que el latín se transforma en el idioma
oficial de la iglesia de Roma, pasa a ser definición de las enfermedades de
transmisión sexual, las que la mujer transmite, como si esa fuera su causa real y
única, y se puede leer en castellano que venéreo es "relativo a la venus o acto
carnal".
En el plano de la belleza, la Venus es la mujer perfecta, y buena parte de su
fama viene inspirada por la admirable perfección y la indiscutible belleza de las
estatuas griegas que nos han llegado desde la antigüedad clásica; Venus,
afortunadamente, es también la muy importante licencia artística que permitió a
escultores, pintores, orfebres y ceramistas, aun en las épocas de mayor control y
censura de la expresión artística, presentar el desnudo femenino en las más
adustas cortes de Europa, y ofrecer su cuerpo a nuestra admiración. Pero
también, entre los valores positivos, Venus es el cuerpo celeste con mayor luz,
tras el sol y la luna; la estrella de la tarde y el lucero de la mañana, la mayor
luminaria entre las estrellas visibles del firmamento, a la que tanta poesía se la
ha dedicado, aunque sea un planeta, el planeta del cobre, según el código
alquimista.
EL MATRIMONIO CON HEFESTO
Casada la más guapa entre las diosas y, por ende, eternamente joven con el
nada agraciado hijo de Zeus y Hera, contrahecho pero bondadoso y trabajador
Hefesto, el matrimonio entre Afrodita y el herrero del Olimpo pareció ser
ejemplar, con el añadido de ser un marido enormemente satisfecho por su suerte,
y tal vez el dios más feliz y orgulloso de su felicidad, al poderse considerar el
elegido entre todos los inmortales; parecía imposible que tan espléndida mujer,
nada menos que la diosa del deseo, la personificación del amor y la belleza,
fuera su esposa, aquella mujer que le estaba dando tantas satisfacciones y una
descendencia tan numerosa y lucida. Todo aparecía radiante en aquella pareja,
todo discurría plácida y gratamente, a todos los efectos, al menos, antes de que
alguien se pusiera a averiguar que era lo que estaba pasando con tan maternal
Afrodita, esa diosa tan presumida, tan orgullosa de sí y tan celosa de su belleza,
aumentada hasta el infinito con la posesión de su prenda mágica, del ceñidor que
la hacía irresistible a todos los varones mortales o inmortales. Durante este
plácido tiempo matrimonial, Afrodita dio a luz tres hijos; eran dos muchachos y
una chica. Los dos varones tenían nada buenas costumbres y hacían gala de unos
pésimos sentimientos. Por contra la hija era una dulce y encantadora joven. Se
trataba, nada más y nada menos que de los varones Deimos (el espanto) y Fobos
(el miedo) y de la hermosa Armonía, nombre que — afortunadamente— no
necesita de una descripción auxiliar. Todo hubiera sido perfecto de no mediar
una indiscreción de Afrodita y la curiosidad de Helios, que sorprendió una
mañana, ya tarde, a Afrodita durmiendo plácidamente en su lecho, pero
acompañada del poderoso rufián llamado Ares. ¡Ahora sí que se explicaba la
vocación bélica de Deimos y Fobos, escuderos, lógicamente, de su sanguinario
padre! Helios corrió a dar la noticia al burlado Hefesto, aunque la misión no
fuera nada agradable, pero Hefesto siempre se había hecho querer entre las
gentes del Olimpo y había que corresponder a su lealtad con la misma fidelidad,
por encima de cualquier otra consideración de hermandad o cofradía entre
dioses.
UN JUICIO FRUSTRADO
Hefesto urdió una buena estratagema para certificar el engaño de su mujer
y para cazar en flagrante delito al despreciable Ares. Tejió una red metálica,
fuerte y sutil; la tendió sobre el lecho matrimonial, de modo y manera que se
disparase sobre los que en él se hallasen, y allí los dejara atrapados hasta que él
—y sólo él— los liberara. Después dejó ver claramente a su esposa que iba a
pasar una temporada en la isla de Lemnos. Se fue y Afrodita se reunió
rápidamente con su amante Ares. Allí, durante la noche, la red les inmovilizó y
quedaron atrapados hasta la vuelta efectiva de Hefesto, quien reunió a los dioses
(sólo varones, que las mujeres repudiaron el acto) para que le sirvieran de
testigos y jueces. Hefesto pedía recuperar lo que pagó por Afrodita en su día al
padre Zeus; Apolo deseó públicamente a la desnuda presa; Hermes no se limitó
a observarla, e hizo saber que le gustaría gozar con Afrodita, aunque fuera a
costa de compartir un encierro; Poseidón o Posidón, como se prefiera, quiso
arreglar el asunto y creyó que Ares satisfaría el pago reclamado por Hefesto,
aunque si no lo hacía, él también se comprometía a casarse con la adúltera; al
final, tal situación terminó por agotar sus posibilidades y la red se levantó,
Afrodita partió para posteriores aventuras y, como era de prever, nadie pagó
nada a Hefesto.
HERMES LOGRA SU DESEO, POSIDON SU PREMIO
Afrodita, que había oído encantada el comentario de Hermes, mientras
estaba con Ares atrapada en el lecho y a la vista de todos, no se había olvidado
del efecto que su atractivo había despertado en él, y eso quedó patente en su
comportamiento, ya que, al poco tiempo de terminar el episodio, consiguió
satisfacer los deseos del dios y recrearse con la conquista que tan rápidamente
había logrado. De la unión de una sola noche, los dos dioses, tan prolíficos como
siempre, fueron padres de Hermafrodita, un ambiguo ser que contaba con la
peculiaridad de poseer los atributos mezclados, como prueba evidente de su
peculiar característica de ser una divinidad dotada de doble sexo. Después de
satisfacer su curiosidad de amante y de recompensar a Hermes por su pública
declaración de admiración hacia sus encantos, la diosa se fue a repetir su
demostración de agradecimiento al otro dios que mejores sentimientos había
mostrado durante el incidente. Se trataba de Posidón, quien por su honestidad y
nobleza, se había ganado en derecho el mejor de todos los premios posibles, y de
ese agradecimiento se produjo el inmediato embarazo y posterior parto de
Herófilo y Rodo, dos muchachos de regalo para el dios de los mares, que
pasaron sin pena ni gloria por los anales olímpicos, pero que ahí quedaron para
demostrar que Afrodita sabía hacer su papel de diosa del amor.
OTRAS MATERNIDADES
Pero Afrodita siguió su alegre y desenfadado caminar por los soleados
campos del mundo de las divinidades. Al correr del tiempo sin tiempo, un día la
joven eterna se tropezó con el también alegre Dionisos, otro hijo de Zeus, quien
lo hubo con Semele: éste, que era dios de la vida vegetal y, muy especialmente,
del vino y sus placeres, debió parecer sumamente agradable a Afrodita, puesto
que con él yació y gozó lo suficiente para que se enterasen de sus abiertas
efusiones otros de sus compañeros e iguales. Entre el público involuntario se
encontraba Hera, y a ella, más que a nadie, le disgustó el encuentro. A la
poderosa Hera no le gustaban esos alardes de pasión, tal vez porque estuviera
harta de las muchas historias que tuvo que soportar de su marido Zeus. Esas
mismas cosas que Zeus solía hacer en este terreno de los gozos desenfrenados y
fuera de matrimonio La cosa es que, para que no quedase duda de que Hera
reprobaba los alardes amorosos de la inigualable Afrodita y del desvergonzado
Dionisos, utilizó su poder para influir aviesamente en el desarrollo de la criatura
que se estaba gestando en su vientre y, consecuentemente, el niño nacido de este
apareamiento, fue muestra viva del mal genio de la diosa. Se trataba de Príapo,
quien sería dios de los frutos del campo y del ganado, divinidad de los jardines
y, más que nada, de la virilidad. El niño nació extremadamente feo y estaba
dotado de un desproporcionado aparato genital, de tremendas dimensiones, para
que constase claramente que era hijo del desenfreno. A los griegos y a sus
herederos culturales, el castigo de Hera les pareció una buena cosa y griegas y
romanas utilizaban la característica tan particular del niño como alegre amuleto
y como idolillo de buen augurio.
OTROS AMORES MENOS GOZOSOS
Afrodita se encaprichó con Adonis, un maravilloso varón, nacido de un
juego extraño de la vengativa manía de los dioses de no perdonar a aquellos a
los que no querían perdonar, porque sí.
Afrodita, tan veleidosa e inesperada como el resto de las divinidades,
también tuvo un día una caprichosa venganza. Ocurrió que la reina de algún
lugar habló tontamente de la belleza de su hija Esmirna, llegando a atreverse a
afirmar que se trataba de una doncella mucho más bonita y atractiva que la vieja
Afrodita. A la divina diosa del amor, la belleza y el deseo, se le antojó castigar,
no a la madre —como hubiera sido lo correcto— sino a la hija, que no estaba en
absoluto al tanto de la presuntuosa necedad de su madre la reina. Y Afrodita
decidió hacer que Esmirna ardiera en deseo de su padre, el rey, al que hizo
emborrachar, para conseguir el extraño deseo de hacer el amor con él por
verdadero deseo de Afrodita. Naturalmente, como pasaba en todos los coitos en
los que los dioses tenían algún lugar, Esmirna quedó instantáneamente
embarazada de su padre; pero al padre le llegó la resaca y pudo darse cuenta de
que era su hija la acompañante de la noche anterior y arremetió contra ella,
espada en mano. Afrodita, que estaba atenta al final de la historia, transformó a
Esmirna en árbol y el mandoble del rey encolerizado no pudo acabar con la vida
de la criatura que él había engendrado inconsciente del parentesco.
AQUI LLEGA ADONIS, EL BELLO ADONIS
Esmirna quedó condenada a permanecer para siempre en forma de árbol,
sin tener siquiera la satisfacción de ser la madre del niño más prodigiosamente
bello que jamás había existido, demostrando para siempre que la justicia de los
cielos es tan poco esperanzadora como la de la tierra; pero, aparte de las
consideraciones de ética, el hecho es que nació Adonis, y Afrodita, ya contenta
con la lección dada a la doncella inocente de su belleza, no supo que hacer con
la criatura, así que la ocultó a la vista de todos, dentro de un arcón y se lo
entregó a la reina del imperio de las sombras y esposa a la fuerza de Hades, rey
del Tártaro. A Perséfone, una vez que su amiga se hubo ido, le entró la lógica
curiosidad por conocer el contenido del arcón. Dicho y hecho, lo abrió, miró
asombrada, y fue a encontrarse con un niño tan bello, tan asombrosamente bello,
que no pudo por menos que olvidarse de la petición de su colega, y se decidió a
cuidarlo como su madre y algo más, aunque entonces no supiera hasta que
extremo se iba a encariñar con la criatura a la vuelta de unos pocos años. A
Afrodita le llegó la noticia de la adopción y se fue al infierno, dispuesta a armar
un escándalo a la atrevida Perséfone. Pero ésta no se inmutó, y es más, declaró
que no estaba dispuesta a abandonar al joven que le había crecido bastante bien
entre sus brazos, puesto que ya era su muy satisfactorio compañero de juegos de
amor, estuvieran o no de acuerdo el marido Hades o la voluble Afrodita. Lo que
no llegó a suponer Perséfone es que su contendiente fuera a recurrir a Zeus, ya
que la fuerza de su deseo —al ver la belleza de Adonis— había sido demasiado
fuerte para resistirse a él. Zeus no quiso saber nada de un lío entre mujeres
celosas y pasó el asunto a manos de Calíope, musa de la elocuencia y de la
épica. La sentencia de Calíope fue digna de una musa: dictó que las dos rivales
enamoradas del mismo hombre tenían derecho, por razones diversas, al disfrute
de tan apetecible joven, pero juzgó oportuno hacer saber a las pleiteantes que
también a Adonis debía reconocérsele el derecho a tener una similar temporada
anual de descanso, para que holgase en libertad, como fuera de su gusto. Así que
Calíope acordó: que Afrodita disfrutara de un tercio del año; Perséfone de otro
tercio; y, finalmente, que Adonis pudiera gozar a su antojo, y en libertad, del
tercio restante, pudiéndose considerar tal sentencia como el reconocimiento
olímpico a las bien ganadas vacaciones del varón en liza.
AFRODITA HACE TRAMPAS A LA JUSTICIA
Con ayuda de los encantamientos de su ceñidor y de su muy estimable
belleza física, a Afrodita le fue fácil hacer que Adonis se olvidase de la que fue
su madre adoptiva y dejara sin vigencia las vacaciones pacta das por Calíope.
Perséfone se cegó y no pensó en nada más que en el castigo a su enemiga. Así
que se marchó en busca de Ares, antiguo amante de Afrodita, para contarle con
pelos y señales cómo Adonis había logrado de la diosa tanta pasión, mucha más
de la que Ares jamás despertó en ella. Ares, que era bruto por naturaleza, cayó
en la trampa de los celos y decidió, trastocado en jabalí, visitar al presuntuoso
Adonis en su terreno, para darle la lección definitiva, la de que él, Ares, había
sido y sería mucho mejor amante que nadie, por muy Adonis que él fuera. Llegó
la bestia al monte Líbano, en donde Adonis se divertía cazando, a la vera de su
enamorada. Ares arremetió contra el joven y lo destrozó totalmente,
desgarrándolo con sus colmillos. Muerto Adonis, Afrodita volvió a implorar a
Zeus, bañada en llanto, pidiendo esta vez que su Adonis, que ahora estaría en el
infernal y eterno reino de Perséfone, pudiera gozar de una libertad anual, que
fuera medio año para las tinieblas y otro medio para el sol del verano. Zeus,
conmovido por estas complicadas historias de amor, como muchas de las que él
había vivido, concedió el deseo a Afrodita y así, para siempre, al llegar el calor
del verano, Adonis sale de su encierro en el Tártaro y se reúne con su amada,
para pasar las noches queriéndose, durmiendo estrechamente abrazados, bajo la
bóveda cálida del firmamento griego.
ANQUISES PRESUME PELIGROSAMENTE
Anquises era un rey guapo y afortunado. Afrodita gustó de él y se dejó caer
en su sueño, entre sus sábanas. Parece ser que el inductor de tal aventura fue
Zeus, que trastabillaba con los encantos de su posible hija y que quería darle un
escarmiento. El caso es que, llegada la mañana, Anquises se encontró con la
diosa a su lado, Afrodita le pidió que no dijera a nadie de su presencia y de los
actos carnales ejecutados. Anquises prometió cumplir el deseo, sobre todo
cuando la diosa rogaba en lugar de exigir o hacerle penar por tal desvarío
inexplicable. Pero Anquises no mantuvo la promesa y dejó caer entre sus amigos
que ya él había hecho el amor con Afrodita. Tanta fatuidad enfureció a Zeus,
haciéndole lanzar uno de sus rayos contra el rey deslenguado.
Afrodita, que también había oído la impertinencia de Anquises y que estaba
a punto de presentarse ante el hombre sin palabra, se interpuso a tiempo y paró
el rayo con su ceñidor. Salvó la vida a Anquises, pero ya no pudo levantar
cabeza en adelante, afectado por el efecto de ese rayo. Ahora bien, a pesar de la
desafortunada ocurrencia del rey, el episodio es hermoso y merece la pena ser
recordado, porque de este lance amoroso surgió el gran Eneas, que sería cantado
nada menos que por Homero para los griegos, en "La Ilíada", y por Virgilio en
"La Eneida", para los romanos. Al final, Eneas, transmutado por Virgilio de
valeroso príncipe troyano, en héroe fundador del imperio romano, pasa a ocupar
el puesto que el destino y la tutela de su dulce madre Venus han preparado para a
él: llegar hasta Italia, para dar comienzo a la raza latina, al dominio de Roma
sobre el orbe.
VENUS EN ROMA
Venus es nada menos que la madre de Eneas, el héroe elegido por los
poetas como padre de la patria romana. Por eso, Venus va a ser la diosa
imprescindible en el panteón latino. Fue ella la que guió los pasos de su hijo por
el Mediterráneo, hasta lograr que alcanzase su objetivo romano. Fue ella quien
vigiló cuidadosamente sus pasos y veló por su seguridad, apartándole de las
asechanzas invisibles del infortunio que parecía rodearla sin dejar ni una fisura
por la que ver la luz. Fue ella, la maternal Venus, quien hizo todo lo debido y
prescrito, sin olvidar ni un punto ni una coma, para que fuera cumplido que el
héroe alcanzara su culminación, consiguiendo que con él se hiciera realidad la
paternidad fatal, la creación de una raza superior a todas las conocidas, la
creación del pueblo escogido que iba a ser dueño y señor del Universo, rigiendo
sus destinos desde la grandiosa ciudad universal de Roma. Pero, volviendo a
Eneas y Venus, para explicar la leyenda nueva, digamos que la historia de la
protección de Eneas por su madre Venus, el nuevo nombre de Afrodita en el
imperio, comienza tras la caída final de Troya, cuando el ardid de los sitiadores
griegos ha dado al traste con la larga defensa de la ciudad sitiada. Eneas sale de
las ruinas, acompañado de su anciano padre y de su hijo, se hace con una barca
de vela y sale a la mar abierta, en busca de una nueva patria por la que vivir y
morir. Le acompañan otros ciudadanos sin ciudad, otros troyanos que buscan el
nuevo hogar y que no logran, con su jefe natural, encontrar el sitio apropiado, a
pesar de los mil y un esfuerzos realizados en esta y en aquella costa, en cien
lugares diferentes, pero repitiéndose siempre el mismo ritual de la advertencia
mágica que venía a confirmar, otra vez, que aquel emplazamiento tampoco era
el que ellos debían tomar por suyo. Una noche, al fin, durmiendo al amparo de la
tierra cretense, el sueño les revela que en Hesperia, hacia el Poniente, está la
tierra anhelada. Es la clave que tanto han tratado de conseguir, pero que sólo
ahora han merecido, tras demostrar que estaban dispuestos a darlo todo por
conseguir el noble objetivo de construir un mundo diferente. A la mañana
siguiente, sin más dilación, hacia allí parten, afrontando el largo viaje (para su
momento) con rumbo a la promesa soñada.
¡ANDROMACA VIVE!
Andrómaca la viuda de Héctor, símbolo homérico del amor habido entre
marido y mujer, fue llevada a la esclavitud tras la caída de Troya y obligada a
desposarse con Pirro o Neoptolomeo, el hijo de Aquiles, precisamente aquel
quien matara a su amado. Pero Pirro se cansó de ella pronto y no tardó mucho en
morir y dejarla de nuevo libre. Con otro compatriota troyano, con el sabio
Heleno, volvió a casar Andrómaca y a este matrimonio encontraron los
navegantes en un alto en su travesía hacia el Poniente. Heleno les informó sobre
esa Italia que ellos desconocían y les advirtió que había asentamientos griegos
en las costas del Este, asentamientos que, claro está, debían evitar por completo
si querían sobrevivir. Debían doblar hacia el norte, en la costa del poniente de la
larga península, hasta dar con el punto exacto, centro del futuro imperio que ya
Heleno percibía, y en dónde estaba escrito que había de fundarse la capital del
mundo.
VENUS, EN DEFINITIVA, COLOCA A ENEAS EN ROMA
Se podía seguir desvelando el trayecto, hasta que los troyanos rinden viaje,
pero digamos que es mejor resumirlo en dos puntos: su tesón y la constante
protección de la Venus tutelar. Eneas acaba casándose con Lavinia y de ellos va
a brotar la luenga estirpe inmortal de los latinos. Por eso Venus, entre los suyos,
perdió el carácter juguetón, caprichoso y sensual que había tenido como Afrodita
y pasó, de ser una divinidad primaveral menor, a establecerse como esa matrona
tan profundamente romana, como modelo de la mar parte de la nueva sociedad
en alza. También, aparte de haber sido madre del fundador, Venus supo arreglar
la pendencia abierta entre romanos y rabinos, siempre en esa nueva línea de las
divinidades transplantadas a Roma, en la que la prudencia política y la buena
vecindad parece estar antes que cualquier otra consideración. Recordemos si no
la moderada intención de Marte en las puertas de Roma, rechazando a los
rabinos con un truco geológico, en lugar de sojuzgarlos sangrientamente con
ayuda de sus mortales armas, como hubiera hecho su predecesor Ares en el
terreno propio de la mitología griega. No es de extrañar, pues, que Venus
escalase la más alta gloria civil en una sociedad que lo era eminentemente, a
pesar de su imponente y básico componente militar; la figura renovada de Venus
era un pilar fundamental en el ámbito latino, y una buena prueba de ello es el
hecho de la maniobra divinizadora realizada por Julio César, quién buscando
aún más elementos favorables para justificar y respaldar su ascenso al poder
supremo y asegurarse su afianzamiento, no dudó en auto nombrarse
descendiente de esa Venus ejemplar, arrastrando también el culto público de la
diosa madre a su más elevado nivel oficial.
AFRODITA Y VENUS EN EL ARTE
Naturalmente, hay que empezar por Afrodita, por su triunfo al nacer, una
estampa constante en el arte occidental, desde el clasicismo heleno hasta el
barroco más brillante. Es la viva imagen de la alegría, la exaltación total de la
belleza. Junto a ella, como respaldo a su posterior desarrollo, está formando la
base de todo el arte la estatuaria griega. Allí, más que en ninguna otra parte, es
en donde Afrodita se nos muestra en todo su esplendor humanizado,
demostrando que ella, por sí sola, es el canon de la belleza femenina, la medida
de la perfección representada en volumen real, en las tres dimensiones del
espacio real. Después, al ser llevada a las dos dimensiones de la pintura, Venus,
ya con ese nombre para siempre, se nos revela como la incitadora que fue para el
Olimpo y para los hombres que pudieron conocerla en la antigüedad mítica.
Es la Venus indolente, la bella orgullosa de su identidad, la mujer superior
en hermosura y juventud a todas las demás mujeres que la han tenido que
reverenciar inexcusablemente como un modelo lejano, inalcanzable. Se refuerza
su belleza con espejos, para que se pueda duplicar la visión limitada por un
plano, se subraya su poder con la presencia de humildes admiradores que se
limitan a estar en su proximidad, quietos, casi estáticos. Goya nos da una visión
realista de Venus en sus "majas", Ingres se mantiene fiel a Venus en sus
'odaliscas", y hasta el surrealismo de Dalí trata de trasladar la Venus de Milo a
su terreno, como último homenaje a su perfección.

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