El pequeño Tito Mamani nunca era llevado a la Misa de Gallo, porque su patrona decía: «No quiero ver indios dormilones en la iglesia». Entonces Tito se dormía con su perro en un lecho de pieles de carnero.
Con otros chicuelos, armaba livianas trampas de carrizo para cazar pájaros, nadaba en la retozona quebrada, arrojaba piedras con su honda de colores, deambulaba por los campos recogiendo agridulces moras o pulposas callampas. Así iba creciendo.
Cierta vez que llevó a la patrona una canasta repleta de grandes setas brotadas con las primeras lluvias, ella le prometió, al fin, llevarlo a la Misa de Gallo.
Tarde ya, empezó a caminar la gente rumbo a la vieja iglesia. En uno de los grupos iban los hacendados seguidos de Tito y su madre, sirvienta de la patrona.
Junto a la puerta, un coro de indios tocaba arpas y violines. Medio arrastrado por su madre, quien lo conducía de la mano, Tito miraba boquiabierto a los músicos. Así no se dio cuenta de que ya estaban entrando a la iglesia y debía sacarse el sombrero. Su madre se lo arrebató, dándole además un coscorrón. «¡Zonzo!», le dijo.
Tito estaba absorto. Preguntaba en voz baja y le respondía su madre, señalando con el índice: «La Virgen… San José… El Niño Dios… la mula… el güey».
Tito dormía con su perro, pero nunca había visto un lecho con mula y buey. Como se asombró, su madre le dijo: «El Niño Dios nació en un pesebre». Tito aún preguntó: «¿Eran pobres como nosotros?». Y su madre respondió: «Sí, San José era carpintero».
La gente rezaba formando un rumor profundo. Unos muchachos, provistos de silbatos de hojalata llenos de agua, soplaron simulando una melodía de pájaros matinales. Unas muchachas llamadas «pastoras» cantaron dulces canciones:
Gloria a Dios en las alturas
y en la tierra, paz y unión,
hoy los ángeles entonan
esta divina canción.
Gloria a Dios en las alturas
y en la tierra, paz y calma,
porque en Belén ha nacido
el Redentor de las almas.
Todo era hermoso y sorprendente, pero nada impresionaba tanto a Tito como el Niño, que era Dios y era pobre, nacido en ese lecho de paja sobre el cual resplandecía una estrella.
En la casa-hacienda, de regreso, la patrona dio a su sirvienta y a Tito una abundosa ración de buñuelos. Después de comerlos, no tardaron en dormirse. Y de pronto el propio Niño Dios entró al cuarto de Tito. Vestía túnica celeste y llevaba la argentada estrella en la mano. «¡Tito!», llamó el Niño con voz cantarina. «¡Ven, Tito, aquí está la estrella! ¡Tómala!». Tito se incorporó para atraparla, pero fue despertado por el frío viento andino que colaba las rendijas. «¡Mamá, mamá!», llamó Tito explicando luego: «Vino el Niño Dios, pero ya no está». Su madre comprendió. «Ya regresará, hijito mío», le aseguró. «El Niño Dios siempre vuelve».
Lleno de confianza, Tito Mamani tornó a dormirse.
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