martes, 26 de julio de 2016

Las creencias relativas al alma en la mitología japonesa


Pese a la prevalente creencia animista, no hay muchas menciones del alma en los antiguos escritos sintoístas. Se concebía el alma como una bola, tal como indica su nombre tama-shuo «bola de viento». Se componía de dos ingredientes o funciones: una suave, refinada y feliz, y la otra tosca, cruel y vigorosa. El primero siempre está junto al cuerpo, pero la segunda puede abandonar o y funcionar más allá de la comprensión de la persona a la que pertenece. Se decía que el Gran Amo de la Tierra vio en cierta ocasión, ante su enorme asombro, a su «alma tosca» viniendo del mar, y que esa alma era el agente principal de sus logros. Sin embargo, se ignora si todos los individuos poseen un alma doble o sólo los hombres que tienen un poder y una capacidad especiales. Sea como sea, el alma es una existencia que se halla más o menos fuera de los confines del cuerpo, aunque también se ignora si el alma, después de la muerte del cuerpo, va necesariamente a una de las moradas futuras.
Respecto a esas moradas futuras, ya se ha hablado de la Tierra de la Penumbra, cuya antítesis es la Pradera del Alto Cielo, donde reinan los dioses celestiales. De todos modos, más extendida que la creencia en estos lugares lo está la de que el alma, después de la muerte, se queda durante un tiempo indefinido cerca de la morada de los seres humanos.
Las antiguas creencias sobre el alma, no obstante, eran vagas y poco importantes, siendo principalmente bajo la influencia china y budista, de forma especial de la última, que los japoneses definieron y elaboraron sus ideas acerca del alma y de su futuro destino. Veamos cuáles eran estas ideas.
El concepto chino del alma se basaba en la teoría de los dos principios: el Yin y el Yang. Según éstos, el alma se compone de dos factores, uno estrechamente relacionado con la materia grosera y el otro sutil y aéreo. Los destinos de estos dos factores vienen determinados en parte por el lugar del entierro. Pero estas ideas no influyeron a los japoneses tanto como las enseñanzas elaboradas del budismo sobre el asunto de la transmigración.
Hablando en propiedad, el budismo negaba un lugar de descanso permanente al alma y enseñaba un proceso de cambio en un carácter moral del hombre. Esta continuidad, la continuidad en serie y colateral del karma, como ya dijimos, era un rasgo del alma en la creencia común, y su destino era una transmigración de reino a reino, desde el mundo celestial al peor de los infiernos[26]. La mitología budista está llena de detalles minuciosos acerca de la peregrinación del alma hacia y desde esos reinos, y se creía que se aparecían a los seres humanos los fantasmas de los que deambulaban con incertidumbre entre tales reinos. Uno de los cuentos más populares respecto a los vagabundeos del alma dice que hay un río en cuya orilla el alma puede decidir adonde ha de ir. El río se llama Sanzu-no-Kawa, «Río de las Tres Rutas», porque los senderos salen en tres direcciones: uno al infierno, el segundo hacia la vida animal, y el tercero al reino de los «fantasmas hambrientos» (en sánscrito, pretas). En estos tres senderos hay varios puntos en los que el alma es examinada por los jueces, los Platones del budismo; y finalmente hay el temible juez-rey, Emma (en sánscrito, Yama-raja), en el infierno, que dictaba la sentencia del castigo según los pecados de las almas que llegaban ante él. A menudo se pintaban las escenas como las representaciones gráficas del Juicio Final y las penas del infierno, todo ello pintado por artistas de la Europa medieval.
Pero el fantasma que tenía un gran papel en el folclore era el que no era bastante bueno para ir al mundo celestial ni bastante malo para ser condenado a un castigo eterno. Un alma de esa clase, la que estaba en «chuu», o sea en los estados intermedios, hacía apariciones fantasmagóricas, a veces como una figura humana pero sin piernas y con una palidez cadavérica. Un fantasma se aparece a los seres vivos, con los que en vida ha tenido alguna relación, bien de amor, bien de odio, porque se siente atraído por tales seres por afecto o por el deseo de venganza. Estas apariciones son frecuentes en el folclore, pero son tan semejantes entre sí que no hay por qué describirlas como casos separados.
Existe una historia bonita pero melancólica sobre la existencia chuu que trata de las almas de los niños muertos. Su morada es la desolada cuenca de un río formada por grava y arena, llamada Sai-no-kawara, «cuenca del Río de las ofrendas». Extraído del himno dedicado a Jizo, protector de la infancia[27].

En la Tierra gris pálido de Meido («el Reino de la Penumbra»),
al pie del monte Shidé («Donde vagas después de la muerte»),
desde el reseco lecho del Río de las Almas se eleva el murmullo de voces, el parloteo de voces infantiles,
los acentos lastimeros de la niñez.

Allí las almas de los niños muertos, privados del afecto amoroso de sus padres, vagan sin esperanza, añorando a sus parientes, aunque no se olvidan de jugar. Tallan piedras y grava con la forma de una pagoda budista y mientras juegan cantan con sus vocecitas infantiles:

Construyamos la primera Torre, y recemos
para que los dioses envíen bendiciones al Padre;
formemos la segunda Torre implorando
a los dioses que envíen bendiciones a la Madre;
elevemos la tercera Torre, rogando
por el Hermano y por la Hermana, y por los muertos queridos.

Luego acuden unos crueles demonios que destruyen las torretas y ahuyentan a las inocentes almas infantiles. Pero el compasivo dios Jizo viene a su rescate, resonando los aretes en los cayados de sus peregrinos. Entra en el arenoso lecho del río y allí donde pisa crecen flores de loto. Aleja a los demonios y consuela a los aterrados niños:

¡No temáis, mis queridos pequeños,
sois muy tiernos para estar aquí...
 con una travesía tan larga desde Meido!
¡ Yo seré Padre y Madre,
Padre y Madre y Compañero de juegos
de todos los niños de Meido!

Los acaricia con ternura,
arropándolos con sus brillantes vestiduras,
levantando a los más pequeños y frágiles
hasta su pecho, y sosteniendo
su cayado para que se apoyen en él los que tropiecen.

A sus largas mangas se agarran los infantes,
sonriendo en respuesta a la sonrisa del dios,
 sonrisa que denota su beatífica compasión.
[26] Hablaremos de estos reinos en relación con los fantasmas y los espíritus.
[27] Estas citas pertenecen a la versión versificada del Jizo Wasan, hecha por Clara A. Walsh, en su Master Singers of Japán, pag. 66-68, adaptada a la versión en prosa de Lafcadio Hearn. Con respecto a la deidad Jizo (en sánscrito Ksiti-garbha), véase Buddisht Art del autor, capítulo III. La tonada plañidera del himno es muy impresionante y el autor nunca ha podido olvidad la profunda impresión que le causó en su niñez, cuando los vecinos que acababan de perder un hijo entonaron ese himno.

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