Y llegó el tiempo en que el ganado del Simón Robles aumentó y necesitaba mayor número de cuidadores, y también llegó el tiempo en que la Antuca debió hacerse cargo del rebaño, pues ya había crecido lo suficiente, aunque no tanto como para pasarse sin más ayuda que la Vicenta. Entonces, el Simón Robles dijo:
—De la parición que viene, separaremos otros dos perros para nosotros.
Y ellos fueron Güeso y Pellejo. El mismo Simón les puso nombre, pues amaba, además de tocar la flauta y la caja, poner nombres y contar historias. Designaba a sus animales y a las gentes de la vecindad con los más curiosos apelativos. A una china le puso «Pastora sin manada», y a un cholo de ronca voz «Trueno en ayunas»; a un caballo flaco, «Cortaviento», y a una gallina estéril, «Poneaire». Por darse el gusto de nombrarlos, se las echaba de moralista y forzudo, ensillaba con frecuencia a Cortaviento y se oponía a que su mujer matara la gallina. Al bautizar a los perros, dijo en el ruedo de la merienda:
—Que se llamen así, pues hay una historia, y ésta es que una viejita tenía dos perros: el uno se llamaba Güeso y el otro Pellejo. Y fue que un día la vieja salió de su casa con los perros, y entonces llegó un ladrón y se metió debajo de la cama. Volvió la señora por la noche y se dispuso a acostarse. El ladrón estaba calladito, esperando que ella se durmiera para ahogarla en silencio, sin que lo sintieran los perros y pescar las llaves de un cajón con plata. Y he allí que la vieja, al agacharse para coger la bacinica, le vio las patas al ladrón. Y como toda vieja es sabida, ésa también lo era. Y entonces se puso a lamentarse, como quien no quiere la cosa: «Ya estoy muy vieja; ¡ay, ya estoy muy vieja y muy flaca; güeso y pellejo no más estoy!». Y repetía cada vez más fuerte, como admirada: «¡Güeso y pellejo!, ¡güeso y pellejo!». Y en eso, pues, oyeron los perros y vinieron corriendo. Ella les hizo una señita y los perros se fueron contra el ladrón, haciéndolo leña… He aquí que por eso es bueno que estos perritos se llamen también Güeso y Pellejo.
La historia fue celebrada y los nombres, desde luego, aceptados. Pero la vivaz Antuca hubo de apuntar:
—¿Pero cómo para que adivine la vieja lo que iba a pasar y les ponga así?
El Simón Robles replicó:
—Se los puso y después dio la casualidad que valieran esos nombres… Así es en todo.
Y el Timoteo, arriesgando evidentemente el respeto lleno de mesura debido al padre, argumentó:
—Lo que es yo, digo que la vieja era muy de otra laya, porque no trancaba su puerta. Si no, no hubieran podido entrar los perros cuando llamaba. Y si es que los perros estaban dentro y no vieron entrar al ladrón, eran unos perros por demás zonzos…
El encanto de la historia había quedado roto. Hasta en torno del fogón, donde la simplicidad es tan natural como masticar el trigo, la lógica se entromete para enrevesar y desencantar al hombre. Pero el Simón Robles respondió como lo hubiera hecho cualquier relatista de más cancha:
—Cuento es cuento.
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