Ya
tuvimos ocasión de hablar de los árboles y las flores, y de contar algunas
historias respecto a los mismos. Tales historias son muy numerosas y todas se
basan en la creencia popular de que las plantas están dotadas de almas
semejantes a las humanas. No hay ni la menor insinuación de maldad en la
naturaleza, pues se cree que los árboles y las flores son bellas hadas o seres
similares, siempre amables y modestos. Hablan entre sí o con los humanos, se
aman entre sí o se casan con los seres humanos, igual que el sauce que, como
vimos, se transformó en una mujer. Acuden a los monjes budistas en demanda de
las enseñanzas de su doctrina y hasta alcanzan cierto grado de iluminación
religiosa. Cuando pelean, como hacen ocasionalmente, nunca lo hacen con
ferocidad. En algunos casos la planta manifiesta gratitud, como los rábanos que
aparecen en un cuento como hombres armados para defender al hombre que era
extremadamente amante de esos vegetales.
Las
plantas y las flores, como los insectos, son figuras más preponderantes en el
arte y la poesía que en el folclore, y así a menudo se hallan personificados en
la poesía, y algunos de esos poemas dan lugar a historias sumamente
interesantes; además, las flores están frecuentemente pintadas en cuadros,
habiendo llegado a asumir personalidades bien definidas en la imaginación popular.
Finalmente, el sitio que las plantas y las flores ocupan en las fiestas
estacionales se hallan estrechamente asociados con las personas míticas
celebradas en tales festividades. Ya vimos que ciertas plantas están siempre
asociadas con los Sennin, y sabremos más de ellas cuando lleguemos al
«Calendario Floral».
ÁRBOLES MÍTICOS
Muchos
viejos árboles se consideran como semidivinos, siendo numerosos, famosos en
todo el Japón. También hay árboles míticos, como creaciones puras de la imaginación.
Aparte del árbol celestial del budismo, el folclore japonés tiene un árbol
celestial que es el katsura
(Cercidiphyllum japonicum), una especie de laurel que se cree que vive en
la luna y es visible en los sitios oscuros de su superficie. Aunque esta idea
parece ser de origen chino, se ha naturalizado tanto en el Japón que es una
expresión común la del «katsura de la
luna». Un poema del siglo IX dice:
¿Por qué brilla tanto la luna
en la noche clara de otoño?
¿Es posible que sea porque
el katsura celestial
luce con resplandeciente carmesí,
como las hojas del arce en nuestro mundo?
Uno
de los árboles gigantes atribuidos a la era mítica es el enorme kunugi (Quercus serrata,), una especie
de roble del que se dice que se alzaba en la isla de Tsukuchi, tan inmenso que
la sombra que arrojaba por las mañanas y en el crepúsculo vespertino alcanzaba
centenares de millas a su alrededor. Cuando cayó, su tronco resultó ser tan
largo como una cadena de montañas, y cientos y miles de personas pudieron caminar
sobre el mismo. Al parecer, esta historia fue inventada para explicar el origen
del carbón, tan abundante en dicha isla.
Otro
árbol mítico es el gigantesco castaño que se alzaba en el distrito de Kurita
(«castañar»), en la provincia de Omi. Tanto se extendían sus ramas que las
castañas caían a varias millas de distancia, y uno de los montones hechos con
estos frutos cubrió tres distritos, y la gente de Wakasa, en el noroeste, se
quejó de que las cosechas de arroz decaían a causa de esa sombra. Por eso, el
gobernador de Omi ordenó talar el árbol, y muchos leñadores pusieron manos a la
obra. Pero todos los cortes que le infligían al tronco del árbol quedaban de
nuevo cerrados por la noche y a la mañana siguiente el castaño seguía medrando
tan lozano como antes.
Este
extraño fenómeno se debía al hecho de que los espíritus de los otros árboles y
hasta las hierbas del suelo respetaban al gigantesco árbol como si fuese su
rey, y cada noche acudían a cicatrizarle las heridas. Sin embargo, una noche
cierta clase de hiedra, llamada hito-kusa-kazura,
o «una humilde-hiedra», fue con los demás a curar al pobre árbol. Pero el
castaño era demasiado orgulloso para dejarse curar por una hierba tan
insignificante como la hiedra y rechazó sus servicios. La hiedra se sintió
insultada y proyectó vengarse del arrogante castaño. Así, se les apareció la
visión a los leñadores que ejecutaban su inútil tarea y les contó cómo se
llevaba a cabo la restauración del árbol. Además, la vengativa hiedra les
explicó cómo podían impedir la curación nocturna quemando el árbol. Una vez
hecho esto, las heridas no podrían cicatrizar y el árbol caería. El sitio donde
cayó es la «Costa del Árbol», en el lago Biwa de Omi.
LOS GENIOS DE LAS PLANTAS
Entre
los árboles, el pino es el más conspicuo del paisaje y, por lo tanto, de la
pintura, la poesía y el folclore.[87] Los pinos más famosos son los dos de
Takasago, cuyos genios, según se dice, se aparecen a menudo bajo la luz de la
luna, como un hombre de blancos cabellos, y su esposa, limpiando con escobas el
suelo repleto de agujas de pino. Una versión de la historia quiere que el
esposo sea el genio de un pino que se halla al otro lado del mar, y cuenta cómo
va todas las noches a Takasago. La historia es muy tenue, y las circunstancias
que hicieron famosos a esos árboles aparecen en un popular drama lírico, en el
que la vieja pareja imparte bendiciones al pacífico reino del Emperador. La
canción es, en parte, como sigue:
Las olas todavía están en los cuatro mares.
El viento del tiempo sopla suavemente, pero
los árboles
no se balancean, ni crujen sus hojas.
En aquella época benditos eran los abetos
que se encontraban y envejecían juntos.
Ni miradas hacia el cielo ni reverentes
palabras de gratitud y alabanza
pueden expresar nuestro agradecimiento, que
todos nuestros días
pasan en esta era con las bendiciones
concedidas
por la generosidad de nuestro Señor Soberano
Ésta
es una canción propia de las bodas, y los genios que simbolizan la longevidad y
la fidelidad conyugal también están presentes en tales ocasiones, mediante
tablillas en las que se hallan grabados en miniaturas.
El
criptómero (en japonés, sugi) es
mencionado casi tan a menudo como el pino en el folclore japonés. Claro que no
adopta las formas fantásticas del pino, sino que, por el contrario, es famoso
por su derechura y simetría, así como por la densidad de su follaje. Con
frecuencia va asociado un sugi
gigante o un grupo de esos árboles a una capilla sintoísta, y este árbol ha
llegado a ser casi el símbolo del misterio sombrío de un santuario shinto: una
estructura gótica edificada por las manos de la naturaleza. Se cree, asimismo,
que el sugi es la morada favorita de
los tengus, quienes celebran sus asambleas en los bosquecillos de tales
árboles.
Una
historia muy antigua en la que toma parte el sugi es la del santuario de Miwa, dedicado al Gran Señor de las
Tierras.
Una
mujer que vivía en Yamato era visitada todas las noches por un joven muy
hermoso que no quería revelar su identidad. La mujer, deseando saber quién era
él, le ató una cinta muy larga a sus ropas, y le siguió cuando él se marchó por
la mañana. Así descubrió que el joven desaparecía en la montaña de Miwa, en el
sitio donde se alzaban tres gigantescos sugi.
A partir de entonces, se consideró aquel trío de árboles como la morada del
divino Gran Señor de las Tierras, y por eso el santuario de Miwa no tiene
edificios sagrados sino que queda abrigado por los árboles. Otras historias
semejantes a ésta se cuentan respecto a diversos emplazamientos de santuarios
sintoístas.
El
genio de icho, o árbol gingko, es una
anciana. El tronco y las ramas del gingko, cuando este árbol va envejeciendo,
produce unas raras excrecencias colgantes que semejan los pechos femeninos. Por
eso se cree que el gingko ejerce un cuidado especial en las madres lactantes,
por lo que dichas mujeres suelen ir en adoración hasta uno de esos árboles.
En
años bastante recientes empezó a circular una singular historia referente a un
gingko que crecía en el parque Hibiya de Tokio, en el centro de esta ciudad. El
parque había sido en tiempos primitivos un verdadero yermo en el que solamente
crecía ese viejo gingko. Cuando diseñaron el parque, el gingko empezó a
secarse, con gran pesar de los jardineros. Se probaron distintos métodos para conservarlo
vivo, mas todo fue en vano. Un día, al anochecer, cuando el jardinero mayor se
hallaba solo frente al árbol, considerando si sería posible probar algún otro
remedio para impedir su muerte, vio de repente a una vieja a su lado. La vieja
le preguntó qué le torturaba y el jardinero se lo contó. La vieja se limitó a
sonreír y exclamó:
—Como
sabes, el gingko es el árbol de la leche. Vierte abundante leche de vaca
alrededor de sus raíces y el árbol volverá a prosperar.
Luego,
desapareció tan misteriosamente como había aparecido. El jardinero siguió aquel
consejo y casi al instante el gingko empezó a recobrar sus fuerzas y todo su
vigor. Y hoy día continúa enhiesto en el centro del parque.
LAS HADAS DE LAS FLORES
Las
hadas de las Flores del folclore japonés son esenciales en todo como los Tennin
budistas, y en la mente popular siempre quedan asociadas a la música y la
danza. Ya hemos hablado de las cinco hadas del cerezo; pero hay otras dos
también relacionadas con los dramas líricos. Una es el hada de la glicina
purpúrea que florece a comienzos de verano, y la otra es la del basho o bananero, cuyas hojas las
desgarra el viento otoñal.
El
argumento del drama de la glicina transcurre en la playa de Tako, en la costa
del mar del Japón. A continuación transcribimos una parte del canto coral que
acompaña a la danza de esta hada:
Sin ayuda de barca o carreta
viene deslizándose la Primavera,
dejando atrás las cantarillas cetonias y los
pétalos revoloteadores.
Bajo las nubes blancas de las marchitas
flores del cerezo,
la glicina deja caer sus gotas violetas de
rocío.
Ved la luna en el brumoso cielo de la noche
primaveral,
un borroso reflejo que la glicina tiñe con su
brillo violáceo.
Rara es una vista como ésta en la playa de
Tako
donde los pinos crecen en la lejana franja de
tierra.
El suave céfiro de la noche primaveral
entona su melodía con las agujas de los
pinos,
y el aire susurra: «Vive miles de años».
Y en las ramas cuelgan las flores de la
glicina,
cuyos racimos violetas, como nieblas
iridiscentes,
abren un surco en la densa maleza del bosque
perenne.
Ved el hada danzando en medio del halo
purpúreo,
agitando los brazos de plumosas nubes de los
racimos de glicina.
¡Cantad, oh trémulas hojas de los colgantes
sauces!,
¡danzad juntos, oh pétalos arremolinados de
las flores!,
¡danza con ellos, oh Hada de los campos
poblados de glicinas!
Los colores y los aromas de los árboles y las
flores se funden
en el aire sereno de la playa de Tako,
donde las olas murmuran quedamente
bajo la hermosa luz de la luna,
reflejando los ondulantes velos del hada
danzante.
Una y otra vez, atrás y adelante, atrás y
adelante,
danza el hada de la glicina purpúrea,
hasta que el crepúsculo matutino asoma entre
las nubes iridiscentes,
hasta que finalmente su figura se pierde
entre los rastros de la niebla...
Existe
otro drama lírico en torno a la danza, muy diferente, del hada Basho. Este
drama transcurre en una ermita entre montañas, donde un monje eremita recita
todas las noches la escritura Hokke-kyo.
También todas las noches visita el lugar una mujer, sentándose al lado del
ermitaño. Una noche, el monje le pregunta quién es, y ella confiesa ser el
genio del basho que crece en el
jardín.[88] Dice así:
¡Aparezco en este desolado jardín!
Bañada en el rocío de la gracia,
gracia concedida a las hojas del basho por la lluvia de la Verdad,
—de la verdad a la que no es fácil descubrir—.
Salud, oh Basho, así transformada y ataviada
con ropas humanas,
pero sin flores.
(Ahora, el hada Basho y el coro
se alternan)
La fragilidad y la evanescencia
no son sólo cualidades de la feminidad,
pero el hada Basho, con ropas de colores
oscuros,
sin los tintes ni la belleza de las flores,
se yergue, tímida, con sus mangas en jirones.
(El hada Basho baila al son
del coro)
Con sentido o sin él,
siendo una hierba o un árbol,
la vida no es sino una manifestación
de la última realidad, que carece de señales
distintivas,
una formación alimentada por la lluvia y el
rocío,
compuesta de escarcha y nieve,
apareciendo en el campo del alma universal,
del Cosmos, omnipresente en el polvo...[89]
La vida es sólo un sueño, fugaz como las
hojas el hada Basho...
A la pálida pereza de la luz lunar, ataviada
con ropajes de hielo, luciendo una falda de escarcha,
tejida con la urdimbre de la escarcha y la
trama del rocío, (baila.)
Como el ropaje de plumas del hada de la luna,
como ella, yo ondeo mis mangas de hojas de
bananero,
las mangas que se agitan como abanicos de
hojas de bananero,
y hago que el viento lo barra todo,
los miscanthus y las patrinias, las hierbas y
las flores,
que crecen en el desolado jardín de la
ermita.
Delicadas como el rocío, sutiles como
fantasmas,
todas son esparcidas por el viento
que sopla sobre los gigantescos pinos.
que sopla sobre millares de hojas y flores.
Ved esos millares de hojas y flores
que han sido arrancadas y esparcidas,
ninguna figura femenina puede ser rastreada,
pero las hojas arrancadas del basho yacen
en el suelo.
Una
historia en la que el elemento budista está muy claro es la de «El señor
Mariposa y sus flores».[90]
Érase
una vez un hombre que vivía en un suburbio de Miyako, el cual jamás se había
casado, dedicándose exclusivamente a cultivar flores en su jardín. Aparte de
dichas flores, no tenía otro amor que el de su madre, a la que adoraba
profundamente. Nadie sabía su nombre, por lo que se le conocía como «señor
Mariposa». Cuando falleció su madre, se quedó solo entre las flores, que
aumentaron su melancolía, ya que estaban destinadas a ajarse y agostarse, y le
entristecía verlas morir con las heladas del otoño. Cuando tendía la vista en
torno a su jardín y oía el plañidero sonido de las campanas del templo budista
que tañían en los crepúsculos vespertinos, meditaba dolorosamente sobre la
evanescencia de las cosas de este mundo, hasta tal punto que al fin decidió
abandonarlo.
Para
ello se hizo ermitaño y se marchó a vivir entre los montes, lejos de Miyako.
Una noche llamaron a su puerta. Al salir vio a una mujeruca vestida con ropas
raídas, que le pidió que rezase por ella según la religión del Buda. Al
principio, el ermitaño dudó si dejarla o no entrar, pero al fin decidió que
bien podía admitir en la ermita a una mujer tan vieja. Mientras la mujeruca
estaba sentada dentro de la ermita, escuchando el discurso del ermitaño, entró
una joven ataviada de verde sauce y con un manto púrpura, y se sentó en
silencio al lado de la anciana. Después, de extraña manera, como surgiendo de
la niebla, aparecieron más mujeres jóvenes, una tras otra, algunas con ropas verdosas,
otras blancas y rosadas, unas más blancas y púrpuras, etcétera. Finalmente, se
congregaron unas treinta mujeres, viejas y jóvenes, adornadas con multitud de
colores, todas las cuales escucharon atentamente el sermón del ermitaño. Éste,
no obstante, no sabía qué hacer con aquella impremeditada asamblea, aunque
prosiguió estólidamente con su sermón, subrayando la vanidad de la vida mundana
y describiendo el destino final de todo lo existente, no sólo de la humanidad
sino también de los vegetales y los animales. Cuando terminó, las mujeres le
expresaron su estima y le confesaron que en realidad eran los espíritus de las
flores que él tanto había amado, las cuales deseaban compartir con él la gracia
del budismo. Cada una le dejó un poema, como expresión de gratitud y como
confesión de fe.[91]
Una
vez hubo desaparecido la última de ellas, alboreó el día; las plantas y los
arbustos que crecían en torno a la ermita temblaron suavemente bajo el aire
matutino y relucieron con las gotas de rocío. El ermitaño volvió a
impresionarse con la verdad de la enseñanza según la cual todas las criaturas
están destinadas a convertirse en Budas, y así vivió el resto de su vida movido
por una gran piedad.
También
existen muchas historias románticas y bellísimas sobre el origen de diversas
plantas y flores. La Ominameshi
(Patriniascabio saefolia), por ejemplo, es una hierba que tiene un tallo
esbelto y diminutos racimos de flores amarillas que florecen a principios de
otoño. Junto con las delicadas espigas del susuki
(Miscanthus sinensis), se doblan y ondulan bajo la brisa otoñal y dan una
idea de ternura y sumisión. Por eso a la ominameshi
se la conoce como la «flor femenina».[92]
La
historia de su origen es como sigue:
Cierta
mujer, como resultado de un mal entendimiento, creyó estar abandonada por su
enamorado, llamado Ono-no-Yorikaze. Desesperada, se suicidó arrojándose a un
río que discurría cerca de su casa. Después de enterrada, en su tumba creció
una planta especial. Era la patrinia. El enamorado, Yorikaze, lloró amargamente
por su infeliz amada, y al final también se ahogó. Fue enterrado al lado de la
joven, y de su tumba surgió el miscanthus. Desde entonces las dos plantas
crecen juntas, y raras veces lo hacen separadas.
Se
relata otra historia muy parecida respecto a una clase de hiedra que crece
entre las piedras. Se denomina Teiba-kazura,
siendo Teika el nombre de un poeta que vivió en el siglo XIII. Este poeta amaba
a una princesa, también poetisa, que falleció y fue enterrada en el recinto de
Nisonin, un monasterio budista de Saga, cerca de Miyako. Teika lloró tan
apasionadamente por ella que su amor se encarnó en la hiedra que se aferraba a
la tumba de la joven. Aún hoy día la losa cubierta con hiedra se enseña a los
que visitan dicho monasterio.
Sin
embargo, no todas las plantas son amorosas e inofensivas; la siguiente es una
historia en la que se muestran celosas y combativas.
En
Yoshino, famosa por sus floridos cerezos, había uno que daba unas flores de
ocho pétalos, llamada por eso Dama Yaye-zakura o «cerezo de ocho pétalos». Muy
cerca vivía un príncipe, Susuki (miscanthus), joven y valiente, el cual se
enamoró de la Dama Yaye-zakura, que se hallaba en la plenitud de su floración.
Ella se resistió por algún tiempo al amor del joven Susuki, pero cuando sus pétalos
empezaron a caer se sometió a su amado y le permitió sostener los pétalos entre
sus verdes hojas.
Un
Umé (en japonés, ciruelo) también estaba enamorado de Yaye-zakura, por lo que
se sintió celoso de su más afortunado rival y decidió vengarse, para lo cual
convenció a los otros árboles que eran todos unos desdichados por haberse
enamorado el más hermoso de todos los árboles de una simple planta. Entonces,
todos los árboles se reunieron bajo la copa del ciruelo y se dispusieron a
presentar batalla a las plantas y hierbas del bosque.
Las
plantas se apresuraron a defender a Susuki y a su dama, y acto seguido se libró
un combate tan feroz como los de los hombres. La victoria parecía inclinarse
más hacia el bando de las plantas, pero cuando el famoso general Kusu-no-ki
(alcanfor) acudió en favor de los árboles y puso fuego entre las plantas, la
batalla se inclinó en favor de los árboles. El príncipe Susuki murió en el
campo de batalla, lo mismo que muchos de sus seguidores. La Dama Yaye-zakura,
en su pesar, se afeitó el cabello y vistió las ropas de monja. Desde entonces
se la conoce con el nombre de Zumi-zome-zakura («el cerezo con ropaje
negro»).[93]
IV. EL CALENDARIO FLORAL
Las
plantas y las flores, naturalmente, están asociadas a la estación en que
florecen, y están presentes en las fiestas que acompañan a cada estación.
Existe un «calendario floral» muy conocido, donde se enumeran los lugares
famosos de cada flor y pueden leerse las poesías y leyendas relativas a las
mismas. El simbolismo de las flores deriva principalmente de sus respectivas
características y su asociación con las estaciones, y las leyendas, hasta
cierto punto, tienen su origen en las figuras poéticas o en las narraciones
míticas, tanto nativas como extranjeras. Entre estas últimas, la mayor es la
poesía china.[94]
En
el Calendario Floral las estaciones solían disponerse según los meses del
antiguo calendario lunar, y la alteración provocada por la adopción del
calendario gregoriano en 1873
ha sido reajustado mediante métodos muy ingeniosos.
Transcribiremos algunas historias del Calendario Floral, tal como hoy día aún
se cuentan en Tokio.
Las
plantas de los días de Año Nuevo (del 1 al 7 o 15 de enero) son el pino, el
bambú y el ciruelo. El pino, por sus agujas siempre verdes, representa la
prosperidad; el bambú la virtud de la honradez.
La
flor del ciruelo se elige porque es la primera en florecer. Ya hablamos del
genio del pino; dijimos que el del ciruelo es una concepción china, Rafu-sen,
«el Hada del velo flotante», que aparece de noche entre sus flores y esparce
por el aire su perfume. El animal asociado al pino es la grulla, símbolo de la
longevidad; el del bambú es el gorrión, que baila entre sus ramas: y el
compañero de la flor del ciruelo es el ruiseñor[95]. Otras flores de comienzos
de la primavera son el narciso, símbolo de la pureza; el adonis (en japonés, fukujuso), que representa la fertilidad
de vida hasta debajo de la nieve, y se cree que trae la buena suerte y la
salud; y la yuzuri-ha (Daphniphyllum
ma-cropodum), cuyo nombre sugiere la infinita continuidad.
A
la primavera la anuncia el sauce, cuyas ramas colgantes sugieren una gracia
elegante y sus hojas de verde claro una vida siempre fresca. Las hojas del
sauce, junto con las flores del cerezo y otros árboles, componen el brocado de
la primavera tejido por las manos de la Dama del Monte Sano, el genio de la
primavera. Las flores de cerezo florecen por obra y gracia de la
Dama-que-hace-florecer-los-cerezos, de la que ya hemos hablado. Después del
cerezo, el melocotonero, tanto en sus flores como en sus frutos, está dotado de
poderes contra la peste. Las flores del melocotonero están principalmente
asociadas con el día de las muñecas (de las niñas), que se celebra el 3 de
marzo, y representan la fecundidad. La serie de flores primaverales se concluye
con la azalea, con la que el pueblo adorna un pequeño altar erigido al niño
Buda en su cumpleaños, que se celebra el 8 de abril, aunque en realidad tuvo
lugar un mes más tarde.
Floreciendo
casi al mismo tiempo que la azalea, pero considerada ya como heraldo del
verano, está la glicina, la globularia (Kerria) y la peonía. La glicina es el
símbolo del resplandor y asimismo de lo transitorio, una de las historias ya
contadas. El lirio es más conocido como kakitsubata,
una de sus numerosas variedades. Está asociado en la pintura decorativa con la yatsu-hashi («el puente de las ocho
planchas»), mencionado en una de las leyendas de amor de Narihira. Otra
variedad, el shobu[96], es la flor de la fiesta de los muñecos
(para niños), que se celebra el 5 de mayo, y protege contra los malos
espíritus. Para este propósito, se cuelgan sus hojas del alero de la casa o se
sumergen en un baño de agua. Esta práctica tuvo su origen en China. La
globularia (en japonés yamabuki) es
muy admirada por su brillante color amarillo. Las ramas del arbusto yamabuki, que se inclinan hacia abajo,
se asocian en la poesía y la pintura con los arroyuelos, en cuyas orillas
suelen crecer. La peonía es el símbolo de la belleza encantadora. El mismo
significado se le atribuye al fuyo (Hibiscus Mutabilis) y ala hortensia; el primero simboliza una joven hermosa pero
desdichada, y la segunda a una joven fascinante y voluble.
La
flor del verano mencionada más a menudo en la poesía clásica es la de una
especie de naranjo, el tachibana (Citrus
nobilis), cuyas flores diminutas son muy fragantes. La leyenda afirma que,
a petición del soberano, fue llevada al Japón por un noble desde
Tokoyo-no-kuni, o la Tierra Eterna, una isla del sur donde los árboles siempre
están verdes. La fragancia de esta flor se asocia al canto del cuclillo. Más
populares son el dondiego de día y la pálida flor de la calabaza vinatera, o
dondiego de noche. El dondiego de día está asociado a Corea, tal vez porque su
otro nombre es «Chosen» o «Calma matinal», que en japonés es otro nombre para
Corea. El lector recordará el cuento del Capítulo V sobre el dondiego de noche,
extraído de las aventuras del príncipe Genji, y el drama lírico basado en él.
La amiga de la luna en verano es la prímula nocturna, cuyo nombre japonés es tsukimiso, o «la hierba que mira a la
luna». La espadaña y otras plantas similares se comparan a las lanzas de las
ranas, la nariz de los tengus, etcétera, y son corrientes en el arte japonés
divertidas pinturas de estas hierbas y estos animales, aunque no existen
historias especiales acerca de ellos.
Pero
la flor más real del verano es la flor del loto, primitivamente introducida
desde la India por el budismo, y siempre asociada al ideal budista de la pureza
y la perfección. Es el símbolo de la pureza porque la planta surge de las aguas
legamosas, y no obstante, ni el tallo ni las hojas ni las flores ostentan
mancha alguna. La flor del loto encarna el ideal de perfección, porque su fruto
madura cuando la flor se abre, simbolizando así la unicidad de las
instrucciones y el conocimiento del budista. El paraíso del budismo posee, al
parecer, una balsa llena de ambrosía, donde crece y florece el loto de varios
colores y fragancia celestial. Por consiguiente, en todos los templos budistas hay
una balsa con lotos. También afirman las leyendas que las flores del loto
crecen en las tumbas de los budistas piadosos. Por tanto, la flor del loto es
el emblema del budismo y se utiliza ampliamente en la decoración de los templos
y las pinturas budistas. Los Budas y los santos budistas siempre se ven
sentados sobre una flor del loto con pétalos. El alma del budista difunto es
transportada hacia lo alto, y en los cementerios la losa funeraria suele
descansar sobre un loto tallado en piedra.
La
llegada del otoño la indica la aparición de las «siete hierbas», que son: la
kikyo (Platycodon grandiflorum), una
especie de campánula azul; la ominameshi,
«la flor femenina», ya mencionada; la fuji-bakama
(Eupatorium sinensis); la glicina; la waremoko,
una flor parecida a una espadaña pequeña; la karukaya o miscanthus, también mencionada; y la hagi (Lespecleza bicolor), un arbusto.
Todas ellas están asociadas siempre a insectos cantores, y la gente acude a los
campos para admirar esas flores silvestres y al mismo tiempo escuchar la música
plañidera de insectos músicos. El miscanthus es la flor de la fiesta de la luna
llena del noveno mes lunar, cuando se ofrecen dulces a O-Tsuki-sama o el «Señor
Luna».
En
octubre y noviembre rigen el crisantemo y el arce. Los colores blanco y
amarillo del crisantemo silvestre envían bendiciones desde el manantial de la
juventud donde reside Kiku-Jido, o el «Joven Crisantemo». Sus pétalos y sus
hojas se sumergen en la cerveza de sake que confiere a la humanidad las
bendiciones de salud y longevidad.
Las
flores multicolores y domesticadas del crisantemo tienen diversos nombres
relacionados con varias figuras poéticas y personajes legendarios. El cuento
del «Manantial del Joven Crisantemo» y del río que del mismo fluye proporciona
el tema de una festividad denominada «Fiesta del Río Sinuoso». Todo río sinuoso
tiene su origen en un jardín espacioso plantado de crisantemos. Los hombres y
las mujeres que saben versificar se sientan por las orillas del río. Se echan
diminutos vasos de madera, lacados en rojo y de forma plana, en donde mana el
agua del manantial, y éstos bajan por la corriente del río. En cada uno de
ellos hay un pedazo de papel con un tema poético escrito en él. Cada una de las
personas sentadas en las riberas coge uno de los vasitos, bebe un sorbo de sake
y compone un poema sobre el tema que ha extraído del vaso. La fiesta es un
concurso floral y al mismo tiempo simboliza una comunión en la ambrosía del
manantial del crisantemo o de eterna juventud.
Las
hojas del arce, aunque no sean flores, se consideran como afines a ellas. En
poesía y pintura el color carmesí del arce se asocia al melancólico gimoteo del
ciervo, porque a este animal se le oye cuando las hojas empiezan a enrojecer. A
veces, el arce también se asocia en poesía con la brillante luz de la luna en
una noche otoñal; hay, por ejemplo, un poema en el Kokin-shu, una antología del siglo IX, que dice:
La helada luz de la luna, fría y blanca,
brilla tan clara, que deja divisar
cada hoja de arce al caer del árbol,
para tejer una perfecta alfombra,
en el silencio de la noche otoñal.[97]
El
poema del árbol katsura de la luna,
ya mencionado, también enlaza a la luna con el arce en la imaginación del
artista, pero esta asociación es mucho menos popular que la del arce con el
ciervo.
Esto
cierra el «Calendario Floral» del año. Varias bayas que maduran en el puente
invernal cubren el abismo existente entre el otoño y la primavera siguiente.
Ya
que nos ocupamos de los cuentos y leyendas referentes a plantas y animales, debemos
decir unas palabras acerca de la heráldica japonesa. Todas las familias del
Japón, por pobres que sean, poseen su blasón familiar. Este amplio uso de los
blasones tuvo su origen en los dibujos pintados en banderas y otros artículos
militares, y data de la época de las guerras feudales que duraron del siglo XIV
al XVI. El crisantemo, que es el emblema de la familia imperial, ya se
utilizaba a principios del siglo IX; y la mariposa de los Taira y el sasarindo, las hojas y las flores del
bambú, de los Minamoto, fueron adoptados probablemente en el siglo XII.
Es
un hecho significativo que la heráldica japonesa utilice muy poco a los
animales y sí, en cambio, a las flores. Estas se dibujan con líneas simples,
mientras que son muy raros los dibujos complicados como los que se ven en las
armaduras europeas. Hay pocos cuentos y relatos que traten de la elección de
los blasones en particular; una familia, no obstante, que muestre el corte de
un pepino, asegura que sus miembros fueron primitivamente adoradores de un
cierto dios, el genio del pepino, el cual los tomó bajo su protección cuando
consintieron en no comer el fruto de su planta.
[87]
El tributo pagado al pino es de origen chino, pero su perennidad sugiere
prosperidad, y las dimensiones que a menudo alcanza simbolizan la longevidad.
[88]
El basho es el bananero, pero el
nombre tiene asociaciones en chino y japonés muy distintas del nombre en otros
idiomas. En Japón, el bananero no da frutos, sus hojas se asocian siempre con
la idea de fragilidad y su aspecto mustio en el otoño sugiere la evanescencia.
[89]
Se dice más en el poema acerca de la relación entre la realidad y la
apariencia, desde el punto de vista budista del “Sendero del Medio”. Para ello
ver Nichiren, de Anesaki.
[90] Kocho Monogatari del siglo XVII.
[91]
Las flores se enumeran en la historia como sigue: calabaza-vinatera (o
«Dondiego de noche»), yamabuki (Kirria
japónica), omiruimesh, o la “dama-flor” (Patrinia
scabiosaefolia), lirio, enredadera, crisantemo, glicina, loto, etc. Esta
historia fue sugerida evidentemente por la similitud de las plantas en el
capítulo V del Loto de la Verdad
[92]
El nombre puede significar «Según el viento», «Pequeño campo». No es posible
saber si el nombre fue inventado para la historia o si era un nombre real.
[93]
Sus flores ofrecen un tono azulino.
[94]
Cf. Japanese floral Calendar, de E.
V. Cleinent, Chicago, 1905; «Fiestas de la Flora y las Flores», en su Japan and his Art, Londres, 1889; Japan`s Year, de Carrtithers.
[95]
El uguisi japonés, llamado comúnmente
“ruiseñor” tiene asociaciones muy diferentes a las de su homólogo occidental.
Su alegre canto se considera como el heraldo de la primavera. Se dice que sus
notas repiten Hokke-Kyo, el nombre
japonés de la escritura budista El Loto
de la Verdad.
[96]
Un colchón puede ser con frecuencia de hojas. Según el profesor Weiner,
de la Universidad de Harvard, los colchones de esta clase se exportaban desde
China al Asia Central y aún más al oeste, y de aquí el nombre de “bed” o “Bett”
corrupción de la palabra china But,
correspondiente a la última sílaba de shobu.
[97]
Clara A. Walsh, The Master Singers of
Japan, pág. 103. Con referencia a este poema
Miss C. E. Fuerness, del Vassar College, nos dice algo interesante: ella
escribe: «Me gustaría mencionar un poema porque se refiere a un punto que he
observado a menudo, pero que nunca lo he visto referido a algún sitio. A veces
he visto caer la luz de la luna sobre un árbol cuyas hojas se han agostado con
las escarchas del otoño. Hay varios cerca de nuestro observatorio, y como mis
tareas me obligan a salir por la noche, miro a la luna a través de esas hojas o
la veo brillar sobre un árbol. El efecto es más bello cuando las hojas
amarillean que cuando están rojas. Entonces, el paisaje semeja la tierra de las
hadas, o incluso algo más etéreo, que yo no puedo ya asociar a las hadas con el
silencio nocturno. A menudo es tan inmenso el silencio que oigo caer una hoja,
rozando otras hojas a su paso hacia tierra. Los poemas japoneses parecen ser
más íntimos, más melancólicos que los nuestros.»
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