La adaptación de las
historias a los propósitos didácticos
Casi
toda historia puede tener un fin didáctico si el fabulista es hábil, pero para
eso sirven más y mejor las historias de animales que las demás. En Japón se
utilizan especialmente las leyendas y cuentos de animales agradecidos, puesto
que los japoneses destacan siempre y ante todo la virtud de la gratitud. Sin
duda, muchas historias de este tipo se inventaron originariamente para inculcar
lecciones de moral, haciendo que el ingenio o la astucia de los animales
contrastase con la necedad o la estupidez de la humanidad, y el ser humano
queda desconcertado porque permite que su razón y su moralidad sean superados
por la pasión o el apetito, y con más frecuencia por el pecado de la avaricia,
como, por ejemplo, queda claro en la mujer malvada de la historia «El Gorrión
de la lengua cortada», y por el hombre que cava en busca del tesoro en el caso
del zorro vengador.
Numerosos
cuentos tradicionales fueron aceptados con propósitos morales o religiosos por
los monjes budistas. A éstos les gustaban especialmente las historias
románticas, tales como las de Komachi o del príncipe Genji, a fin de enseñar el
carácter fugaz de la belleza física y el triste karma del amor romántico.
También hallaron muchos medios de pintar los tormentos causados por el odio, la
cólera, la arrogancia y otras pasiones semejantes en historias como las de los
tengus, que eran reencarnaciones de guerreros derrotados, o del desdichado
demonio que no se saciaba con la venganza a pesar de desahogar su animosidad
contra generación tras generación entre los descendientes de su enemigo.
Una
de las historias que con toda seguridad se inventaron para dar una lección de
moral es la de «El cazador y los monitos».
Érase
una vez un cazador que mató a un mono. Se lo llevó a casa y lo colgó del techo
delante mismo de la chimenea. Por la noche le despertó el ruido de unos pies
que pataleaban. Se sentó en la cama y miró a su alrededor. De pronto, a la luz
del fuego moribundo, divisó varios monos pequeños que se calentaban ante la chimenea,
y que acto seguido, uno tras otro, trataban de calentar el cuerpo ya helado del
mono colgado, abrazándole. Eran, según creyó comprender, los hijitos del mono
muerto, y su corazón se sintió tan hondamente conmovido, que nunca más volvió a
ir de caza, y buscó otros medios de ganarse el sustento.
Una
advertencia contra la pereza se encuentra en la historia de Chin-chin Ko-bakama o «Los duendecillos
de los mondadientes».[98] Érase una vez una dama que no hacía nada por sí
misma, ordenándoselo todo a sus sirvientes. Por otra parte, tenía la extraña
costumbre de esconder todos los mondadientes que usaba entre las esteras del
suelo. Una noche, mientras dormía sola, oyó un ruido muy cerca de su almohada y
vio a unos hombrecitos vestidos con un kamishimo
(especie de prenda de hombreras cuadradas y una ancha falda, hakama) que bailaban y cantaban junto a
la cama. Su sueño se vio perturbado de igual manera varias noches sucesivas.
Cuando unos días más tarde su esposo, que había estado de viaje, volvió a casa,
ella le contó cómo se había visto molestada. El esposo estuvo aquella noche de
vigilancia y cuando aparecieron los duendes desenvainó la espada. Al momento,
todos cayeron sin vida y, ¡ay! eran solamente los mondadientes usados que la
dama solía esconder.
Un
cuento didáctico de significado más profundo es la familiar historia de «El
ciego que encontró un elefante», el cual intenta demostrar la necedad de las
riñas sectarias y del peligro de tomar las medias verdades como verdades
absolutas. La historia es de origen indio y relatan con frecuencia los maestros
budistas. En cierta ocasión varios ciegos estaban discutiendo cómo era un
elefante. Al no ponerse de acuerdo decidieron probar la exactitud de sus
respectivas descripciones con el examen de primera mano de un auténtico
elefante. Por consiguiente, fueron adonde había uno y cada cual palpó al gran
animal con las manos. El primer ciego palpó una de las enormes patas del
proboscidio y dijo que un elefante era como el tronco de un árbol gigante; otro
palpó la trompa y aseguró que un elefante parecía una serpiente; el tercero
trepó al lomo del elefante y anunció que aquel animal era como una colina; el
cuarto se apoderó de la cola e insistió en que un elefante era como un hossu, un plumero hecho con pelos. La experiencia
de esos ciegos nos enseña que las grandes verdades de la existencia cósmica
jamás pueden comprenderlas aquellos que las abordan desde un solo punto de
vista.
LA HISTORIA DE BONTENKOKU
En
algunos casos, la finalidad didáctica se combinó con un florido vuelo de la
fantasía. Así es la historia de «Bontenkoku, o el Reino de Brahma», que
probablemente data del siglo XVI. Es uno de los cuentos de hadas más elaborados
del Japón.
Érase
una vez un joven príncipe de alto rango de la corte Imperial. Tras la muerte de
sus padres, el príncipe dedicó su música al bienestar espiritual de los
muertos,[99] tañendo una famosa flauta heredada de su familia. De esta manera
pasó siete días, y al octavo, mientras estaba sentado tocando la flauta,
apareció en el cielo un banco de nubes de una iridiscencia purpúrea. Las nubes
se fueron aproximando, y entre ellas el príncipe divisó a un ser celestial cuyo
porte era de gran dignidad, sentado en un carro de oro y asistido por hermosas
figuras angelicales. Este resplandeciente ser le dijo al príncipe:
—Yo
soy Brahma, el Señor de los Altos Cielos. La melodía de tu flauta ha conmovido
a todo mi reino y aprobamos tu piedad filial y tu religiosa devoción. Deseo que
te cases con mi única hija; si consientes, deberás esperarla esta noche cuando
la luna salga un poco antes de medianoche.
El
príncipe apenas pudo creer en la realidad de la visión, pero al oscurecer lo
dispuso todo para recibir a su celestial novia, y luego se sentó para tocar la
flauta. De repente, el cielo quedó iluminado por la luz de la luna, permitiendo
ver el banco de nubes purpúreas que descendía de lo alto. El aire se llenó de
perfumes deleitosos, y entre las nubes iba sentada una maravillosa y feérica
princesa. Se celebró la ceremonia de la boda con acompañamiento de una
misteriosa música celestial. Muy pronto fue conocido aquel casamiento
milagroso, y tanta era la seráfica beldad de la novia que muchos hombres la
desearon. El mismo emperador envidió la suerte del príncipe, y decidió
deshacerse de éste y tomar para sí a la princesa. Para ello, le ordenó al
príncipe llevar a cabo varias proezas imposibles de realizar. Un día le dijo:
—Puesto
que eres el yerno del Señor celestial, seguramente podrás mostrarme la danza
del pavo real del cielo con el acompañamiento musical de un ruiseñor celeste (kalivinka). De no hacerlo tendrás que
abandonar este país, ya que incurrirás en mi enojo.
El
príncipe se turbó ante esta orden y al respecto consultó con su esposa. Para la
hija de Brahma fue cosa fácil convocar a aquellas aves celestiales, que bajaron
a la tierra bajo su invocación. Todos fueron enviados a Miyako, donde
deleitaron a la corte Imperial con la belleza de su danza y su música.
Después,
el emperador le ordenó al príncipe que le trajese la hija del caudillo de los
ogros, uno de los sirvientes de Brahma. Tampoco tuvo la esposa dificultades en
llevar a la joven al palacio Imperial, para divertir a la corte con sus ropas
multicolor y sus extrañas danzas. Más adelante, el emperador exigió que le
fuesen presentados los Tronadores. Estos llegaron al momento, convocados por la
princesa. Su clamor fue tan terrible que el emperador les suplicó que callasen,
pero ellos sólo obedecían al príncipe, el esposo de la dama celestial.
Sin
dejarse desanimar, el emperador aún le dijo al príncipe:
—Supongo
que puedes conseguir la firma de tu suegro junto con su sello celestial.
Consígalos para mí o no te permitiré seguir viviendo en mi país.
El
príncipe no tuvo más remedio que subir al Alto Cielo y pedirle a su suegro su
firma y su sello. Para ello, el hada princesa le proporcionó a su esposo un
caballo que lo elevó hasta el Cielo. Cuando el joven llegó al palacio de
Brahma, éste lo recibió con cortés hospitalidad y lo trató suntuosamente.
Mientras el príncipe consumía el arroz celestial que acababan de servirle, su
atención se vio atraída por una criatura alicaída y hambrienta de aspecto
repulsivo que estaba encerrada en la estancia contigua. Aquel monstruo le pidió
al príncipe un bocado de arroz, cosa que hizo el compasivo joven. Tan pronto
como aquel ser hubo comido el arroz rompió sus ligaduras, huyó de la celda y
voló hacia el cielo.
El
príncipe, sobresaltado, se interesó por el prisionero fugado y así se enteró de
que era el rey de los demonios del mar del sur, que había tratado de apoderarse
de la hija de Brahma, por lo que lo habían mantenido atado y sin darle de
comer. Pero ahora, como el arroz celestial daba poderes milagrosos a quien lo
comía, el demonio había recuperado su antigua fuerza, y se ignoraba si los
guerreros de Brahma podrían volver a dominarlo. Todo el asunto era sumamente
desdichado, si bien parecía no tener ya enmienda, de modo que Brahma le entregó
al príncipe su firma y su sello. El joven se apresuró a bajar a la tierra,
donde descubrió que el rey de los demonios se había llevado a su querida
princesa. A partir de entonces, el atribulado esposo rezaba continuamente, con
lágrimas en los ojos, a Kwannon, la diosa de la piedad, que le fuese devuelta
su esposa. Una noche, mientras oraba en el templo de Kwannon, se le apareció la
diosa en una visión y le dijo cómo podía hallar el lugar donde su esposa estaba
prisionera. Siguiendo las instrucciones de la diosa, el príncipe se embarcó
rumbo al sur.
Tras
navegar miles y miles de leguas, su embarcación tocó tierra en una playa
rocosa. El príncipe desembarcó y empezó a tañer su flauta. Varios demonios de
piel oscura se sintieron atraídos por aquel dulce sonido, hallado la música tan
encantadora, que le dijeron dónde se hallaba cautiva la princesa. El príncipe
fue hacia allí y al llegar a palacio hizo que su esposa conociese su presencia
por medio de la flauta, a lo que ella contestó tocando en armonía con él, en su
propia flauta. El rey de los demonios había sido llamado lejos de allí, yéndose
en su carroza que podía viajar hasta tres mil leguas en un día. Los guardias
que custodiaban a la princesa quedaron tan sugestionados por la música, que no
ofrecieron oposición cuando el príncipe introdujo a la princesa en otra carroza
que el rey de los demonios tenía aún en su cochera. La carroza partió, pero
ésta sólo podía recorrer dos mil leguas por día.
Cuando
los guardias despertaron de su encantamiento y vieron que la princesa había
desaparecido, batieron sus tambores, que resonaron por todo el reino de los
demonios, cuyo rey, al oír aquel estruendo, regresó apresuradamente, supo lo
que acababa de suceder y se lanzó al instante en persecución de la pareja. Su
carroza no tardó en atrapar a la otra y seguramente se habría apoderado de los
príncipes, descargando en ellos su furor, si las aves celestiales no se
hubieran presentado de improviso, azuzando a todos los demonios hacia el fondo
de su mundo subterráneo. De este modo la principesca pareja pudo salvarse y
llegar a su hogar.
Se
dice que el príncipe y la princesa son el dios y la diosa venerados en la
capilla de Ama-no-Hashidate, y que protegen a la humanidad contra las
asechanzas de los demonios.
[98]
Japanese Fairy Tale s Series, n.° 25.
[99] Para la idea y la práctica de la «dedicación», en japonés, eko, véase Buddhist Art, cap. 1; se cree que toda obra interpretada con una intención piadosa obra un bienestar espiritual sobre el difunto.
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