lunes, 1 de abril de 2019

MITOS JAPONESES. EL SHINTO

El animismo fue el primer estadio religioso del Japón, la primera
explicación mitológica que los humanos quieren darse de los fenómenos y
poderes que se alejan de la comprensión, desde el ciclo del día y la noche, hasta
la enfermedad y la muerte, pasando por la suerte de los cultivos y el ganado, y el
comportamiento de las fuerzas atmosféricas. Esta religión de la naturaleza, en la
que no hay dogma ni existen diferencias entre los dioses, los humanos, los
animales, las plantas y la materia inanimada, es una doctrina de meditación, de
conocimiento de la unidad universal, que va unida inseparablemente a la total
aceptación del orden reinante, a la asunción de la circunstancia social y familiar.
El Shintó proclama la necesidad de la pureza y la exigencia de la sinceridad. La
pureza supone la eliminación de la contaminación por la sangre, por la muerte,
por los alimentos impuros, y se logra a través de los ritos purificadores del ¡mi
(abstinencia), el misogi (baño frío) y el harái (el rito oficiado), que alcanza su
máximo en las fiestas semestrales del 30 de junio y del 31 de diciembre, en los
días del O-harae (Gran purificación). El Shintó (Shin, dioses; tó, camino =
camino de dioses) fue recogido en una colección de textos (shinten) finalmente,
en el siglo VII, en una versión depurada que se transmitió oralmente hasta
principios del VIII, cuando la emperatriz Gemmyo hizo que Yasumaro recogiera
de la memoria de Hieda el contenido del relato, y lo escribiese, dando al
conjunto el nombre de Kojiki (Crónica de los tiempos antiguos) en tres libros,
más una historia nacional, el Nihongi, o Nihon Shoki (Crónica del lapón). Esta
doctrina sintoísta renovada, por propugnar la obediencia al orden, al emperador,
terminó por ser la doctrina oficial y la enemiga del budismo en el período de
recuperación de la autoridad imperial, de 1868 a 1872, pasando después a ser
una institución a la que se debe una observancia y un respeto más nacionalista
que religioso.
EL KOJIKI Y EL NIHONGI
En el primer libro del Kojiki están contenidos todos los relatos mitológicos;
en el segundo libro se cuenta la historia legendaria del lapón, desde el siglo VII
al siglo IV (a. C.); mientras que en el último libro, la crónica se hace más
histórica, por proximidad temporal, abarcando desde el siglo IV hasta principios
del VII. Estos libros, escritos por Yasumaro en un japonés arcaico, hoy en día
son de difícil lectura; no es el caso del Hihomgi, que fue redactado en el idioma
importado por los nobles, en chino, y que se trata de un texto mucho más
extenso y elaborado al gusto de la corte, en el que también se mezclan los
orígenes legendarios y los mitos ancestrales con las páginas de la historia real,
pero apartándose bastante del Kojiki en sus exposiciones mitológicas. El Kojiki
expone la creación simultánea del Universo y de tres divinidades invisibles:
Centro del Cielo, Augusto Creador y Divino Creador. En el período de
formación de nuestro mundo, sobre su masa aún informe, brotaron otras
divinidades invisibles celestes, nacidas del primer brote de junco. Luego, de la
tierra aún caliente empezaron las siete generaciones de la era divina con el
Eterno de la Tierra y el Brote Fértil, que se complementaron más tarde con la
aparición de las divinidades hermanas, masculina y femenina del barro y de la
arena, de la semilla y de la vida, los hermanos y señores del Gran Palacio, los
hermanos divinos de la adoración, y los hermanos precursores Izanagi e
Izanami, los padres de Hiru-Ko. Estos dioses no lo son propiamente, pues el
Shintó no reclama para ellos ningún culto, sino que son la explicación mítica a
unas fases supuestas de formación del Universo, hasta llegar a la aparición de
los primeros pobladores legendarios de la tierra, a los hermanos Izanagi e
Izanami.
IZANAGI E IZANAMI, INVITADOR E INVITADORA
Izanagi e Izanami descendieron un día a la superficie de la tierra,
construyendo primero una columna celestial y, a su alrededor un palacio.
Después comenzaron a girar en sentido opuesto en torno a esa columna hasta
encontrarse, pero Izanami dijo palabras de amor a su hermano en primer lugar,
mientras giraban a su alrededor. Después, unidos ya los hermanos, engendraron
un hijo, Hiru-Ko, débil en demasía, que fue abandonado a las aguas en una
balsa; después tuvieron una hija que tampoco les satisfizo, y que convirtieron en
la isla Awa que está en la costa de Osaka. Poco contentos con aquellos dos
primeros hijos, fueron al Cielo a consultar con las divinidades, quienes
concluyeron que aquellos nacimientos habían sido nefastos porque Izanami
había hablado antes que el varón. De nuevo en la tierra, repitiendo la ceremonia
correctamente, ya que Izanagi fue ahora el primero en decir las palabras de
amor, tuvieron los catorce hijos que formaron las ocho grandes islas y las seis
menores de lapón. Tras haber parido a las catorce islas, dieron vida a las diez
divinidades: O-wata-tsumi, dios del mar; al matrimonio Hayaaki-tsu-iko y
Hayaaki-Tsu-hime, dioses de los ríos padres de los ocho dioses del agua;
Shimatsu-hiko, dios del viento; Kukuno-chi, dios de los árboles; O-yamatsumi,
dios de las montañas, y Kayanu-hime, diosa de los llanos, padres de otros ocho
dioses de la tierra; al dios Ameno-tori-bune; O-getsuhime, diosa de los
alimentos; Kagu-tsuchi, dios del fuego, el último de los diez hijos divinos. Pero
el parto de Kagu-tsuchi fue horrible para Izanami, quien, devorada por el fuego
cayó postrada en terrible dolor, retorciéndose entre vómitos, excremento y orina,
de los que nacieron el dios y la diosa monte-metálico, el dios y la diosa del
barro, el dios de la cosecha y la diosa serpiente de agua.
LA IRA DE IZANAGI
Al ver morir a su amada Izanami de aquella terrible manera, el marido
divino echó a llorar desconsolado, pero las lágrimas del viudo Izanagi todavía
servirían para dar vida a la diosa del llanto. Pasado aquel primer momento de
desconsuelo, Izanagi se encolerizó con el hijo que fuera causa de la muerte de
Izanami y le tajó la cabeza con su espada, dándole muerte al momento, pero
haciendo también el doble prodigio de que su sangre diera vida a otras ocho
nuevas divinidades, del fuego, de las rocas, triturador de las raíces, triturador de
las rocas, de la lluvia, del sol, del viento, de los valles, y que de los restos
mortales de Kagutsuchi se hiciera nacer a otras tantas nuevas divinidades de las
montañas, protectoras de caminos, de laderas, del refugio, de la oscuridad, de los
bosques, etc. Pero todo ello le importaba bien poco al doliente Izanagi, que
quería recuperar a su perdida esposa al precio que fuese; así que decidió
descender a los infiernos, y allí la encontró; pero también supo por sus palabras
que la infeliz Izanami ya había comido de la mesa del país de los muertos y que,
por lo tanto, no podía abandonar jamás aquel recinto in fausto, si no fuera con la
especial licencia del dios del infierno, Con aquella promesa, Izanami
desapareció en el negro interior. Pasaba el tiempo y la amada no regresaba, así
que Izanagi tomó una púa de un peine, la prendió fuego, a modo de tea, y se
metió por el mismo camino por el que había visto pasar antes a Izanami. Allí la
encontró, entre gusanos que la devoraban y que no eran sino los ocho dioses del
trueno, que habían nacido de la descomposición de su cadáver. Izanagi quedó
aterrado, más aún, al escuchar la invectiva que le lanzaba Izanami, por haberla
humillado con aquella contemplación de su vergonzoso estado.
LA HUIDA DEL INFIERNO
Al grito de la indignada Izanami acudieron los espíritus infernales, pero el
astuto Izanagi lanzó a tiempo su corona al suelo y ésta, milagrosamente se
transformó en un racimo de jugosas uvas, que los espíritus se detuvieron a
recoger; después volvieron a correr tras él, pero Izanagi lanzó las púas que
quedaban en su peine, que ahora se convirtieron en brotes de bambú tierno, y los
espíritus volvieron a detenerse, recogiéndolas con gula; pero los brotes se
acabaron y los espíritus siguieron en pos de Izanagi, ahora acompañados de los
ocho dioses del trueno, al mando de una horda de mil quinientos demonios que
la humillada Izanami, había mandado en auxilio de los estúpidos espíritus,
Izanagi, sin dejar de huir, blandía la espada a su espalda, matando a todo el que
se acercaba demasiado, y así prosiguió, hasta llegar a Izumo, donde está la boca
del infierno, en donde pudo recoger tres melocotones maduros que arrojó contra
sus muchos perseguidores, consiguiendo ponerlos a todos en fuga. Agradecido,
Izanagi paró, tomó aliento y habló a los melocotones que le habían salvado la
vida al igual que habéis ayudado a Izanagi, ayudad a los humanos del lapón
cuando estén necesitados de auxilio. En ese momento, los melocotones quedaron
convertidos en frutos divinos. Pero la propia Izanami se había puesto tan furiosa
al ver que todos le fallaban, que ella misma salió a acabar con el que fuera su
marido amado en la vida, porque ahora ya no era la esposa, sino que se había
transformado en la mayor diosa del infierno, pero el veloz Izanagi supo cerrar la
entrada del infierno con una enorme roca, pero no totalmente, de modo que
cuando llegó Izanami, ella pudo todavía amenazarle, anunciando que se vengaría
de él, matando en un solo día a mil humanos; pero Izanagi no se inmutó ante las
tremendas palabras de Izanami y le respondió que si ella mataba a mil hombres,
el haría nacer a otros mil quinientos, y tapó del todo la entrada con la divina
roca, la que impide la entrada a la casa de los muertos.
IZANAGI DA VIDA A NUEVOS DIOSES
Terminada la trágica aventura del mundo subterráneo, Izanagi decidió que
era hora de purificarse tras su contacto con los muertos y se fue hasta el río Voto,
en Tachibana, para sumergirse en sus aguas. De cada prenda que se quitó, nació
un nuevo dios, hasta completar una docena de divinidades tan diversas como la
del final del camino, de los caminantes, de los enfermos, de las dudas, de la
saciedad, de las playas, del océano, de alta mar, de la resaca, de las costas
lejanas, etc. Pero también, al bañarse en las aguas del Voto, la contaminación del
reino de los muertos se transformó en dos divinidades negativas, la de los
ochenta males y la de los grandes males, a las que Izanagi respondió con la
creación de dos dioses benignos que reparan y purifican, aparte de otros seis
dioses encargados de velar por el fondo, la parte media y la superficie del mar.
Pero los más importantes dioses todavía no habían sido creados en sus
abluciones, ya que fue al lavarse el ojo izquierdo cuando dio lugar a Amaterasu,
la diosa del Sol; al hacer lo mismo con el ojo derecho, dio vida al dios de la
Luna, Suki-yomi-no-Kimoto; al lavarse la nariz, engendró al dios Take-haya-
Susa-no-o, al varón por excelencia. Orgulloso de sus hijos partenogenéticos,
Izanagi les encomendó la gobernación del Cielo, de la noche y del mar,
respectivamente, aunque el recién nacido Susa-no-o se puso a llorar, porque no
quería el reino del mar, sino ir a la región subterránea en donde estaba su difunta
madre. Izanagi se encolerizó al escuchar tal pretensión, y al punto le echó de su
lado, pero el perplejo Susa-no-o pidió a su padre la gracia de poder elevarse al
Cielo, para ver, antes de partir al infierno, a su buena hermana Amaterasu.
Concedido el permiso, Susa-no-o surcó los cielos en pos de su hermana, entre
los tremendos sonidos de una Tierra que se estremecía en tormentas y
erupciones y que se sacudía en terremotos.
AMATERASU Y SUSA-NO-O
Al oír aquellos horribles sonidos que también subían hasta el Cielo,
Amaterasu se preparó con su arco tenso y mil flechas en su carcaj, para recibir
como se merecía aquella desconocida visita que se anunciaba de tal manera.
Cuando vio que el temido visitante no era otro sino su hermano, la diosa
desconfió de los motivos que le llevaran hasta su reino, pues recelaba que él
quisiera hacerse con él. Susa-no-o hizo protestas de su buena voluntad y explicó
que lo único que deseaba era llegar hasta las profundidades de la tierra, para ver
a su difunta madre, y que sólo quería despedirse de su hermana querida antes de
partir. Tras aquellas palabras, los hermanos hicieron un juramento y, de los
trozos de la espada de Susa-no-o, Amaterasu forjó tres diosas; por su parte,
Susa-no-o tomó los prendedores de las trenzas de Amaterasu y con ellos dio
forma a cinco dioses. Fue así como nacieron los ocho dioses fundadores de las
grandes familias, siendo la imperial una de ellas, precisamente la única salida
del ceñidor de la trenza izquierda de Amaterasu. Pero Susa-no-o se sintió
embriagado por el orgullo de haber sido capaz de crear más dioses que su
hermana, entregándose a una loca destrucción del reino de Amaterasu, hasta el
punto de que ella corrió a esconderse atemorizada, refugiándose en una cueva
del cielo, tapando la entrada con una gran roca. Al desaparecer el Sol, el Japón
se oscureció y los dioses celestes se alarmaron. Así que se reunieron en
asamblea las ochenta mil divinidades, tratando de solucionar la espantosa
negrura, y encontraron la forma de hacer salir a Amaterasu de la cueva,
disponiendo que la diosa Amanouzume, divinidad del baile, se pusiera a danzar
estruendosamente, mientras todos los dioses hablaban a voces y reían
alborozados, Amaterasu, desde su escondite, no pudo evitar oír la alegra de
aquella fiesta, y quiso saber la causa de tal algarabía. Entonces le dijeron que lo
hacían porque habían encontrado a una nueva y mejor diosa que cualquiera de
las conocidas. Curiosa, Amaterasu se asomó para ver a ese maravilloso ser,
quedando deslumbrada por su reflejo en un espejo que habían apuntado hacia la
entrada de la cueva sus compañeros divinos, entonces Tajikarao, dios de la
fuerza, la asió por el brazo mientras Futotama colocaba en la entrada de la cueva
la red de soga de paja de arroz, el shimenawa que había tejido previsoramente,
para impedir cualquier intento de regreso al refugio. Con Amaterasu fuera de la
cueva rocosa del cielo, volvió la luz al lapón y la paz a los dioses.
SUSA-NO-O EN LA TIERRA
Paralelamente al rescate de Amaterasu, la asamblea de los ochenta mil
dioses decidió dar un castigo ejemplar al blasfemo Susa-no-o, arrojándolo del
cielo, no sin antes haberle cortado de ras pelo y uñas. El castigado descendió a la
tierra, cayendo en el monte Torikami, en Izumo, donde se halla la puerta del
infierno. Después se puso en marcha hacia un poblado y se encontró con que
una pareja de ancianos, que estaba con una hija de corta edad, lloraba
desconsoladamente. Susa-no-o les preguntó la razón de aquella pena y los
ancianos le explicaron que ellos, Ashinazuchi y Tenazuchi, sufrían
desconsoladamente porque esa niña era la última con vida de ocho hermanas;
que las siete anteriores habían sido devoradas por el dragón de Koshi año tras
año y que, ahora, volvería el dragón rojo de las ocho cabezas y las ocho colas,
del tamaño de ocho montañas y ocho valles, a exigir a la octava y última de sus
hijas. El arrepentido Susa-no-o sintió piedad por aquellos ancianos y pensó un
plan. Así que les pidió la niña por esposa, afirmando que él era nada menos que
el recién llegado celeste hermano de Amaterasu. Los padres consintieron en
darle a la hija por esposa, viendo después cómo el dios transformaba a la niña en
peine y la enredaba en su peinado. Pidió cake en cantidad al matrimonio, al
tiempo que él hacía un cercado en rededor de los pozos en donde se colocarían
ocho barriles de ese licor. Llegado el dragón, y atraído por el olor del cake, se
fue directamente al cercado, bebiéndoselo todo de un solo trago. Naturalmente,
el dragón rojo quedó dormido por la embriaguez y Susa-no-o no tuvo que hacer
nada más que acercarse al inerte monstruo y cortar sus ocho cabezas con ocho
tajos de su espada; luego, al cortar la cola, su espada tropezó con algo, que era
otra espada de gran filo. Ese arma magnífica, la espada Kusanagi, fue la ofrenda
del vencedor a su hermana Amaterasu; es una de las tres joyas imperiales y se
venera en el templo de Atsuta, tras haber sido una santa reliquia en el templo de
Ise; las otras dos joyas imperiales, el espejo Yata-no-kagami que deslumbró a
Amaterasu, y el invisible collar Yasakani-no-magatama, que lucía Amaterasu
cuando fue visitada por Susa-no-o, están en el templo de Ise el uno, y en el
palacio imperial el otro, donde nadie, ni los sacerdotes que las cuidan, puede
jamás verlas fuera de sus envolturas, a no ser que quiera perder su vida.
LA DESCENDENCIA DE SUSA-NO-O
Tras derrotar al dragón rojo, Susa-no-o se instaló en Izumo, encontrando en
Suga el sitio ideal para establecerse y fundar su familia. Una vez construido el
palacio, Susa-no-o llamó venir a su suegro, el anciano Ashinazuchi, hijo de Oyama-
tsumi, dios de las montañas engendrado por Izanagi e Izanami. Con su
joven esposa tuvo un varón, Yashima; después tomó como nueva esposa a una
hermana de su suegro, con la que tuvo a O-toshi y a Uka-no-Mitama; mientras
Yashima casaba con una hija de su abuelo O-yama-tsumi y seguía la estirpe de
su padre que llegaría, en la séptima generación, a O-Kuninushi y sus ochenta
malvados hermanos, de quien se afirma que fue quien consiguió la mano de la
deseada princesa Yakami de Inaba por su bondad, ya que, aunque sus ochenta
hermanos pretendían desposarse con ella, Yakami dejó bien claro que sólo se
casaría con Okuni-nushi. Los malvados trataron de quitarse el rival de en medio
abrasándole con una piedra al rojo vivo, aplastándole entre dos mitades de un
árbol, disparándole ochenta flechas, pero cada vez que moría, los dioses le
otorgaban nueva vida. Y así continuaban las persecuciones, hasta que O-Kuninushi
se refugio en el infierno, en el reino de su antepasado Susa-no-o,
siguiendo el consejo de su madre, quien creía que su antepasado le ayudaría a
escapar de aquella interminable persecución. Mas no fue así, ya que en el reino
del infierno fue donde el joven estuvo en mayor peligro, estando a punto de ser
muerto en multitud de ocasiones, la primera vez por las serpientes, pero la hija
de Susa-no-o, la princesa Suseri, también enamorada del atribulado O-Kuninushi,
le supo librar de su veneno; después Susa-no-o, que no demostraba más
que sus peores sentimientos hacia el joven, trató de darle muerte entre
escorpiones, avispas, escolopendras, pero siempre Suseri le protegía con un
amuleto apropiado del mortal veneno. Cuando terminaron las intrigas de Susano-
o, O-Kuni-nushi tomó las armas sagradas de su antepasado y se lanzó triunfal
en pos de sus ochenta hermanos. Vencedor y dueño de la tierra de Izumo, se
desposó con su salvadora Suseri, no sin antes haber tenido un hijo con la amada
princesa Yakami, quien tras concebirlo, temiendo los celos de la poderosa
Suseri, dejó al hijo de ambos en tierras de Izumo y regresó sola a su país.
LA ESTIRPE IMPERIAL DE AMATERASU
De la diosa y virgen Amaterasu nació un hijo, Osi-ho-mimi, al que la diosa
del Sol pidió que descendiera a la tierra para gobernar en el lapón, tomando para
sí el reino que tenía el descendiente de su hermano Susa-no-o, O-Kuni-nushi y
que pensaba traspasar a su hijo y sucesor Kotosiro-nushi. Pero Osi-ho-mimi no
cumplió la orden divina, y se justificó ante su madre, diciéndole que el hijo que
él había tenido, Ninigi, en su matrimonio con la hija de Takamimusubi, debía ser
el precursor de la estirpe imperial japonesa. Aceptó Amaterasu el cambio, y
Ninigi fue enviado al lapón, en compañía de cinco dioses y con las tres joyas
imperiales que le servirían para reverenciar a la diosa del Sol en cualquier
momento y como prueba de su poder divino, aterrizando la corte celestial sobre
el país de los juncos. Después se dividieron, yendo los cinco dioses por su lado,
para establecer el culto del Shintó, y Ninigi por el suyo, en busca de la doncella
que habría de ser su esposa. Encontró en Kasasa a la muy hermosa princesa
Kono-hana-Sukuyahime y la hizo su esposa; pero, en su primera noche, la
princesa anunció que esperaba ya el nacimiento de un hijo; Ninigi no pudo
aceptar que aquel hijo pudiera ser suyo y le respondió que debía ser hijo de un
ser de la tierra; ante sus dudas, la princesa Kono-hana-Sukuya-hime mandó
construir una cabaña, luego se encerró en ella hasta que llegaron los dolores del
parto; entonces, quemó la cabaña, jurando que si el hijo que venía no era hijo de
Ninigi, pedía que el mismo fuego le diera muerte a ese niño, dando así prueba
cumplida de su virtud. Y la princesa Sukuya-hime dio felizmente a luz, no a una,
sino a tres criaturas, tres hermosos varones, que recibieron, como recordatorio
de la honestidad de la madre, el nombre del fuego probatorio (ho), llamándose:
Ho-deri (fuego brillante), Ho-suseri (fuego ardiente) y Ho-ho-demi (fuego de
brasas).
AVENTURAS Y DESVENTURAS DE HO-HO-DEMI
El tercer hijo, Ho-ho-demi, pidió a su hermano primero, Ho-deri, el anzuelo
prodigioso que él usaba para pescar, y Ho-deri se lo prestó, pero con tan mala
fortuna que no pescó nada y, además, perdió el anzuelo. Vuelto a casa, pidió
humildemente perdón a Ho-deri y quiso recompensarle de la pérdida sufrida,
entregándole a cambio su espada. Pero Ho-deri rechazó de plano su
ofrecimiento, y Ho-ho-demi se fue a la orilla del mar, apenado por haber sido el
culpable de aquel desaguisado. Oyendo su lamento, el dios Shiko-zuchi se
acercó a consolarle, recomendándole que fuera con O-wata-tsumi, dios del mar,
pues nadie mejor que él podía resolver su problema. En la morada de O-watatsumi,
Ho-ho-demi se presentó al dios del mar, pero conoció entonces a su
hermosa hija, Toyo-Tama-bime, de quien quedó inmediatamente prendado, pues
si grande era su belleza, mayor era su gentileza y dulzura. Por tanto, el joven
hijo de Ninigi se presentó como tal y pidió al rey del mar la mano de su hija y
casó con ella. Sólo al cabo de los años, Ho-ho-demi recordó que su presencia en
esa corte marina había venido motivada por el deseo de recuperar el anzuelo de
su hermano Ho-deri y expuso tal deseo a su suegro. Poco tardó O-watatsumi en
encontrarlo y menos aún en aconsejarle que fuera muy prudente con su hermano
al devolverle el anzuelo, recomendándole que al entregarlo, con la otra mano
detrás del cuerpo, señalase que se trataba de un anzuelo deshonrado. Tendría
entonces que estar atento a las palabras de su hermano, pues expresará una serie
de deseos. Si quiere cultivar en las tierras altas, establécete tú en las bajas; si
quiere hacerlo en las bajas, hazlo tú en las altas, yo, señor de las aguas, las
mandaré a tus tierras. Para tu protección te doy una concha de cristal y otra de
madreperla para gobernar las olas. Si Ho-deri quiere tu mal, ahógale; si Ho-deri
muestra su arrepentimiento, líbrale de la muerte. Hizo Ho-ho-demi lo que su
suegro le había enseñado y pronto la fortuna estaba a su lado, tanto que Ho-deri
trató de darle muerte, pero las olas aplacaron su furia y Ho-ho-demi quedó de
amo del territorio; llegó a su lado su esposa Toyo-Tama-bime, que esperaba un
hijo, pidiendo un lugar oculto para el parto que se avecinaba. Cuando estaba
dando a luz, Ho-ho-demi tuvo la indelicadeza de olvidar el deseo de su esposa,
acercándose a mirarla en su retiro. Entonces vio con espanto que la princesa hija
del dios del mar era, en ese momento del parto, un tiburón. Parió la princesa,
pero habiendo observado que su marido la había visto transformada de aquella
manera, huyó humillada de su lado, dejando a la criatura con su padre, y
enviando desde el reino del mar a su hermana menor, Tama-Yori-bime, para que
lo cuidara por ella. El niño casó más tarde con su madre adoptiva, teniendo
cuatro hijos con ella. El menor, Toyo-mike-nu, cuando se convirtió en un
hombre, dejó la tierra de su padre y se estableció en Yamato, convirtiéndose en
el primer emperador de Japón, siendo conocido para la posteridad con el nombre
de Jimmu-tennó, Tras esta descripción, termina la mitología y se da comienzo a
la historia legendaria en el segundo libro del Kojiki.
OTRAS DIVINIDADES MENORES
…que premiaba el amor a los padres, pero que ahora es dios de la riqueza,
sentado sobre una buena cantidad de arroz. También O-Kuninushi, como dios de
lo invisible, se ocupa de vigilar que no puedan vencer las intrigas y la
perversidad. Su hijo, Kotosiro-nushi, perdió el trono del lapón, pero también fue
compensado con otros honores, ya que se le asimiló a Ebisu, dios del comercio,
con un pescado en la mano, o vestido de pescador. Daikoku y Ebisu son dos de
los siete dioses de la felicidad, nuevas divinidades con mezclados orígenes
budistas, taoístas y populares. Junto a ellos está Hotel, en origen un santo bonzo
chino. El variable Susa-no-o, ahora un dios de los niños, Jurojin y Fukurokuju
vienen del panteón taoísta, y son tutelares de la caridad y de la devoción. De
India llegó el guerrero Bishamon y la única diosa, Benten, divinidad de las
bellas artes y patrona de los artistas. Mientras tanto, el fundador de la familia de
Okuni-nushi es ahora un buen dios del amor entre esposos. Parece ser que, en
realidad, este cambio de culto fue causado por la victoria de las armas en Izumo,
los inmigrantes del sur imponiendo su nueva divinidad solar de Amaterasu y la
gente de Kyushu teniendo que abandonar el culto de Susa-no-o. Seguramente,
Amaterasu, para establecerse entre los fieles de Kyushu, también tuvo que
enfrentarse a otra diosa agrícola anterior, la de la alimentación, Uke-mochi-nokano,
pues se cuenta que envió a una divinidad lunar, Suki-yomi, en visita de
corteza, pero el mal comportamiento de Uke-mochi en la mesa hizo que la
divinidad lunar no tuviera más remedio que darle muerte.
EL BUDISMO EN JAPON
El Butsudó, el camino de Buda, entro oficialmente en lapón en el siglo VI,
cuando en el año 538, Songmyong, rey tributario del señorío japonés de Paekche
o Kudara, Corea, hizo llegar a la corte del emperador Kinmei una estatua de
Buda y los libros en los que se narraba la santa vida de Sakyamuni. En esa
primera época Asuka de aceptación de la religión venida de la gran China, los
ídolos del budismo se unieron tanto a los kami del sintoísmo, que la nueva
imaginería se terminó confundiendo también en un culto híbrido, poniéndose en
marcha una nueva actitud litúrgica, centrada en la incorporación a la liturgia de
los héroes legendarios y de los antepasados. Los encargados de dar forma a las
imágenes del Buda japonés, los busshi, se ocuparon de crear un Mirok (Mitreya)
local; de japonizar los Cuatro Reyes Celestes chinos encargados de velar por la
ley budista; la reina Maya, madre del Buddha; de las representaciones de la
Tríada de Amida (Buda de la Luz, Amitabha); de la Tríada de Yakushi (Buda de
la Medicina, Bhaisajyaguru); de las múltiples reproducciones domésticas en
relieve de los oshi-dashi-butsu; de las figuras cerámicas de los Diez Discípulos y
las Ocho Clases de Divinidades; las imágenes de los Dos Rikishi; de los Doce
Generales Guardianes; los Buda de Mil Brazos, o de Once Cabezas. Pero junto a
estas devociones también están los emperadores sacralizados: Jimmu-tennó, el
primero; Sujin-tennó el octavo, que mandó construir el santuario de Ise para
venerar en él las joyas imperiales el gran héroe imperial Yamato-takeru, hijo del
décimo emperador; Ojintennó, conocido como Hachiman, decimoquinto
emperador; Tenjin, divinidad humana de la escritura; los genios tengu, los
sennin, los shójo, los oni; los animales míticos raiju, baku, nuye, ema, namazu,
kappa, kitsune, gami-inu, koma-inu, otsukai, etc., hasta completar el cuadro más
amplio de seres divinos y dívinizados.
EL ZEN
Finalmente, una de las escuelas budistas dio lugar a una doctrina
plenamente japonesa —el zen— a partir de una idea china —el chan— que
busca la identificación del individuo con el espíritu universal. Pero el zen llegó a
tomar forma propia en sus diversas vertientes o sectas, en las que primaba bien
la experiencia mística, bien la reflexión. El zen, la meditación pura, se acercó
mucho más que ninguna otra forma del budismo al espíritu de su fundador,
aunque también se diferenció de su tratamiento ascético, en cuanto que se
convirtió muy pronto en una forma de tratar de hallar, sólo por la pretendida
intuición, el control de la materia y el movimiento. El zen trata de alcanzar el
conocimiento de los misterios a través de un misticismo liberador, de una
revelación o encuentro con el misterio, de una meditación sin lógica, pero con
fe, que no es más que la huida del racionalismo y el abandono de cualquier
intento de explicación teológica o mitológica del Universo. Por esa simplicidad
de la dedicación a una sola idea, el ejercicio individual de la introspección, del
silencio, y la no necesidad de explicarse o explicar a los demás, el zen caló
rápidamente entre los guerreros, entre los samurai, convirtiéndose rápidamente
en una religión que era sólo un instrumento, un medio auxiliar que trataba de
llevar a sus fieles al triunfo individual. El zen se concretó en una serie de
prácticas que había que realizar en una sucesión inseparable, reglas de muy fácil
comprensión y sin exigencias intelectuales, para tratar de alcanzar su meta en
cuatro pasos consecutivos: situarse en una sola idea, haciendo posible la
concentración espiritual; hacer la reflexión en la paz del espíritu; conocer el
placer de la serenidad; depurar de todo sentimiento la concentración, para lograr
el objetivo final de la serenidad perfecta y pura, alcanzando el individuo el
control instantáneo y total del poder cósmico, la unidad con la realidad
universal.

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