martes, 2 de abril de 2019

Hermann Hesse: Caesarius de Heisterbach

Herman Hesse

Entre las fuentes más importantes de la historia eclesiástica y cultural del siglo
XIII se encuentran los escritos del monje Caesarius de Heisterbach. En efecto,
historiadores de la cultura, filólogos, teólogos católicos y protestantes se han ocupado
de él con frecuencia y a veces en profundidad. Pero fuera de la reducida república de
los sabios casi nadie conoce al humilde monje, excepto algunos silenciosos
admiradores seculares. Como tal quiero hablar de él.
Estoy demasiado poco versado en las ciencias para poder dar una caracterización
y critica detenidas. Pero le he ganado afecto a este homilético y fabulista de
Heisterbach en horas de lectura amena e instructiva, y le cuento entre los tesoros
ocultos de nuestra literatura antigua; hasta le considero un poeta, lamento que nadie
le conozca y lamento más aún que rió hubiera podido escribir sino prédicas y libros
doctrinales para conventos cistercienses.
Caesarius nació hacia 1180, probablemente en Colonia, que era en aquel
momento una de las ciudades más ricas e importantes de Alemania. Murió hacia 1245
siendo prior (?) en el convento de Heisterbach. En su juventud visitó el colegio de
San Andrés en Colonia y acumuló un saber bastante considerable; sobre todo, no
aprendió sólo el latín litúrgico estereotipado, sino que también leyó a unos cuantos
autores clásicos y se compenetró íntimamente de la lengua. Pero pese a su naturaleza
modesta y pasiva recorrió la Colonia grandiosa y guerrera de entonces con los ojos y,
además de su contacto con teólogos, sacerdotes y discípulos, observó muy bien la
vida activa de la rica ciudad. Al menos sabe narrar expresivamente sobre el
movimiento ciudadano de los comerciantes y joyeros, soldados, artesanos y
abogados.
Pero pronto el clero mundano de Colonia le resultó demasiado ruidoso al
tranquilo y probo joven; era un hombre sinceramente piadoso y fiel, sin grandes
ambiciones ni un espíritu emprendedor dirigido hacia las cosas externas, sino más
bien un silencioso observador y cavilador un poco ensoñado. Le producía placer la
tranquilidad para componer e inventar fábulas e historias; su observación del mundo
partía del deseo de no reducir a la teoría la multiplicidad de sucesos cotidianos, sino
de armonizarla inalterada con los principios de su fe. Puesto que su fe no estaba
filosóficamente modelada, sino que era una aceptación del dogma eclesiástico con
algunos añadidos escolásticos, resulta claro que Caesarius tendiera a creer en los
milagros justamente a consecuencia de su fuerte sentido de realidad. Si realmente
existía un Dios personal omnipotente, si en verdad había santos que mediaban entre
el Cielo y la Tierra, nada era más natural que el milagro.
Nada más lógico, por ende, que el hecho de que el joven se encaminara hacia la
vida monacal. Ingresó en Heisterbach bajo el abad Gevard y fue durante toda su vida
un hermano modesto, contento y piadoso. Heisterbach había sido fundado hacía muy
poco tiempo por la orden de los cistercienses; sólo hacía diez años (1189) que lo
habían poblado hermanos de Himmerode. El propio Caesarius cuenta su conversión:
«Cuando el rey Felipe I devastó nuestro arzobispado, fui con el abad Gevard a
Colonia. En el camino me recomendó fervientemente que me hiciera monje, pero no
me convenció. Entonces me contó finalmente aquel precioso milagro, cuando una vez
en Clairvaux, durante la época de la cosecha, mientras los monjes cortaban el trigo, la
Madre de Dios, su madre Ana y la santa María Magdalena descendieron de la
montaña y se dirigieron al valle en magnífica claridad, les secaron el sudor a los
monjes y les hicieron llegar brisas frescas; y terminó su narración. Esta aparición me
conmovió tan profundamente que le prometí al abad que no elegiría sino su convento,
si Dios alguna vez me diera la voluntad. En aquella época aún no estaba libre, pues
había prometido una peregrinación a la Virgen de Rocamadour. Tres meses después
había cumplido mi promesa y, sin que lo supiera ninguno de mis amigos, fui a
Heisterbach».
Aparte de algunos viajes al servicio de la orden, Caesarius permaneció desde
entonces (1198) constantemente en Heisterbach, al que también llamaba Valle de San
Pedro (Vallis Sancti Petri). Con el correr del tiempo obtuvo la función de maestro de
novicios y tal vez también la dignidad de prior bajo los abates Gevard y Heinrich,
hasta que murió a mediados de la década del cuarenta.
En Heisterbach comenzó, seguramente ya bastante temprano, sus trabajos
literarios, y halló amplio reconocimiento. Además de tratados teológicos y de
apreciadas homilías, escribió una Vida de San Engelberto de Colonia, una de la Santa
Elisabeth, un escrito (no publicado) sobre los abades de Prüm, una obra (Diversarum
visionum seu miraculorum libri ocio), de la que se conserva sólo un fragmento y,
finalmente, el Dialogus Miraculorum, su obra principal, la única de la que ha de
hablarse aquí. Existe una excelente edición en dos volúmenes de la misma: Caesarii
Heisterbacensis monachi Dialogus miraculorum rec. Jos. Strange, Coloniae, 1851.
En cuanto a literatura sobre Caesarius sólo conozco el libro de A. Kaufmann (2.a
edición, Colonia, 1862). Contiene valiosas descripciones histórico-culturales, varios
fragmentos traducidos del Dialogus y en el apéndice el texto latino de las primeras
veintitrés partes de los ocho libri miraculorum. Les será indispensable a aquéllos que
quieran conocer más detalles acerca de Caesarius.
Éste es, en breves palabras, el contenido de su vida. Parece muy poca cosa, pero
al leer el Dialogus se convierte en algo rico, sorprendentemente delicioso y
polifacético.
La magnífica obra tuvo su origen en la práctica como maestro de novicios. Fue
escrita alrededor de 1122. Es una especie de libro didáctico para los novicios de la
orden, a quienes intenta enseñar la cosmovisión y la teología de la misma.
Lamentablemente, hoy día ya no se escriben tales libros de texto; al menos entre los
de mi época escolar no hay ninguno con el que su autor pueda despertar interés o
cubrirse de honor en siglos venideros. Si bien Caesarius da definiciones, formuladas a
conciencia, de la conversión, contrición, y confesión, de los premios y castigos
divinos, no se las introduce a sus alumnos en la garganta cruelmente y con aridez
indigerible, sino que las ofrece como de paso y en dosis pequeñas y saludables.
Su Dialogus tiene doce secciones que consisten a su vez en breves capítulos, y
cada sección trata una cuestión principal del dogma o de teología práctica. Por tanto,
el libro debería ser para nosotros un monstruo de aburrimiento. Pero es lo contrario.
Es una obra de un narrador ameno, de un solitario fabulador, la creación de un poeta,
el espejo de una época vivamente agitada y a la vez de un ser humano puro y bueno.
Pues los capítulos no contienen dogmas y tesis, sino cada uno una historia pequeña y
muy bien narrada, ya una divertida y farsesca, ya una seria y amarga, ya una
conmovedora y fina.
La forma de diálogo es una mera máscara. Las personas del diálogo son un monje
y un novicio. El monje enseña, el novicio aprende, aquél instruye, éste pregunta o
reflexiona. Pero el modo en que el monje enseña convierte el diálogo en algo
superfluo. Enseña a través de ejemplos, historias, a las que luego se agregan dos, tres
breves preguntas y respuestas teológicas, a veces ninguna. Se comienza con una
distinctio, se parte de una cuestión a enseñar, pero con la narración de cuentos el
monje entra en calor, el novicio se olvida de formular preguntas, y sólo después de un
buen rato ambos recuerdan la cuestión, y el monje explica a posteriori hasta qué
punto sus cuentos se relacionan con el tema teológicamente planteado.
Sin embargo, el libro doctrinal también es excelente en cuanto tal; pues por más
que el autor se desvíe, sigue siendo el mismo hombre probo, bienintencionado y
bueno, cuya naturaleza educa de por sí, y también sigue siendo un convencido
creyente y monje. Aun cuando a veces llegue a lo burlesco, percibimos detrás del
narrador que juega con las ideas al religioso serio e impertérrito, y cuando narra los
milagros de la Virgen adquiere, además de la descripción siempre dominada y por
completo plástica, una ternura fina y poética sencillamente conmovedora.
El contenido de la obra, como ya dice el título, lo constituyen sobre todo cuentos
sobre milagros. El autor sea tal vez aun más milagrero que su época; nunca somete
los milagros a una crítica. Para él, la diaria intervención de poderes suprasensoriales
buenos y malos en la vida humana es algo demostrado y hasta evidente. Pero no pinta
imágenes esquemáticas, no convierte a sus figuras en nubes ni en nubes de incienso,
sino que hace que los hombres sigan siendo humanos, y describe a santos, ángeles y
demonios de modo antropomórfico. Y sus narraciones son sólidas, sus
representaciones no son ficciones sino recuerdos y observaciones. Habla sobre la vida
de los monjes, comerciantes y seglares, sobre guerras y cruzadas, sobre mercados y
viajes en barco, sobre sabios y necios, sobre historias de amor, de crímenes, de
latrocinios. Tampoco oculta la existencia de situaciones graves ni de hombres malos
en la Iglesia y en los conventos; a veces incluso acusa seriamente a la Iglesia secular,
y cuando tiene que decir algo malo sobre los monjes, e incluso sobre los de su propio
convento, lo hace con vergüenza y tristeza, y con toda discreción, pero honesta y
objetivamente. Así nos proporciona cuadros valiosos de la vida de todos los estratos
sociales, de la historia civil y de la historia eclesiástica, y siempre da la impresión de
una veracidad incuestionable. Comparte la fe y también la superstición de su época;
no sólo conoce milagros, ángeles y apariciones, sino que también sabe de
nigromantes, adivinos, magos, demonios y artes diabólicas. Por cierto que la región
de Alemania en la que vivía era especialmente fértil en estos terrenos y produjo, entre
otras cosas, el mal reputado «martillo de las brujas». A Caesarius se le ha reprochado
credulidad y demasiada ingenuidad. Incluso se le ha acusado de haber favorecido la
superstición y de haber contribuido indirectamente a los posteriores y terribles
procesos contra las brujas. No quiero defenderle, pero me parece un tanto exagerado,
sobre todo cuando el propio Caesarius es al propio tiempo una de las fuentes más
importantes del conocimiento del mundo de las ideas de entonces en aquellas tierras.
La cuestión se presenta de modo totalmente distinto cuando se considera a
Caesarius sólo como escritor. Entonces se convierte en secundario lo que al teólogo o
al historiador debe parecerle lo principal. Y visto así, el autor, que de por sí es
simpático, honesto y apreciable, sale ganando aún más.
Sobre todo, escribe en un latín que nadie escribía mejor en su tiempo y región. No
es latín clásico. Pero está tan alejado del esquemático latín promedio del lenguaje
eclesiástico como del latín germanizado, torpemente violento, de algunos cronistas.
En lo esencial, el relato está sentido y pensado en latín, por lo cual es claro y conciso;
sobre todo, las construcciones son simples. Faltan por completo las construcciones
sintácticas forzadas, y los medios retóricos sólo se emplean poco y de modo discreto.
Como narrador, Caesarius puede ser llamado un artista, y algunos de sus cuentos
pueden compararse con los buenos trabajos de tempranos novelistas románticos. De
todos modos, por la tendencia y el objetivo didáctico, aquí se le imponen ciertos
límites, que sólo pocas veces sobrepasa. Más importantes que la composición son la
plasticidad, la honestidad y seguridad literaria de las narraciones. Casi siempre se
informa, al principio y muy brevemente, de por quién y cuándo el autor se ha
enterado de la historia, y a veces ya esta frase introductora tiene una fuerza tenue y
sugestiva que despierta nuestra curiosidad y receptividad. Luego sigue la narración
misma, breve y clara. Aquí no hay que buscar las culminaciones de las soluciones
internas, que dan en la narración artística los puntos de cristalización, porque si bien
las historias son independientes y completas, les sigue un discurso con una
explicación de los procesos internos decisivos en forma de dialogus. En cambio, se
describen con gran seguridad y convicción todas las acciones y sucesos. El lugar de la
acción, los personajes, sus relaciones mutuas, el origen, desarrollo y solución de la
intriga resultan limpios, breves y a menudo fascinantes. A pesar del latín, el discurso
directo suele tener un sonido popular y vivo: oraciones breves, a menudo sin verbo, y
a veces formulaciones jocosas.
Predomina la anécdota: breves ejemplos de una conversión o de un castigo,
pequeñas escenas de la vida mundanal y conventual, agudezas, respuestas acertadas y
también ilustraciones vivas de pasajes de la Biblia. A menudo no tienen más de diez
líneas, y manan inagotables de una memoria inmensamente segura y cuidada, y de
una observación realista y clara de la vida cotidiana… un cofrecillo de joyas de
experiencias, ocurrencias y sabiduría de proverbios. Caesarius asegura solemnemente
que no ha inventado o modificado voluntariamente ninguna historia. Podemos creerle
sin vacilar, incluso cuando calla, con gran discreción, los lugares y nombres propios.
También cita sus fuentes en casi todos los casos, y muchas de las personas a las que
les debía tal o cual anécdota, aún estaban con vida y muy próximas a él en el
momento de escribirse el libro. Algunas historias también tratan procesos que le
resultaban psicológicamente incomprensibles al autor, de modo que se atiene aún más
fielmente a los hechos, con lo cual a menudo obtiene sin proponérselo efectos de una
doble fuerza: así sucede en los relatos conmovedoramente objetivos de suicidios de
monjes y monjas, cuyas dudas religiosas y terribles tentaciones le resultaban extrañas
y crueles a este narrador sereno y contemplativo.
Sería fácil explotar el material del Dialogus. Pero no me interesa hacerlo, y
además se encuentran suficientes pruebas importantes para la historia de la cultura,
diligente y bellamente escogidas, en el citado libro de Kaufmann sobre Caesarius.

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