sábado, 23 de marzo de 2019

Los tres toros (Pasco)

El gran hundimiento que se nota al costado derecho de
la bajada de Santa Rosa era un enorme cerro desde cuya
cima se divisaba, por la derecha, las cordilleras andinas
cubiertas de nieve perpetua, entre las que se levanta el
majestuoso Huagruncho; por el frente, las cordilleras que
rodean a las haciendas San Juan de Parió y Chincha; hacia
el lado izquierdo, las cumbres erizadas de Huayllay, donde
se ve el gran bosque de piedras de extraña formación geológica;
cerca, aparecían también las pequeñas lagunas de
Chaquicocha, la Esperanza y Ruinlacocha, todas llenas de
aves palmípedas posadas en el centro de sus aguas.
Pero la particularidad que ofrecía el cerro de Santa
Rosa era que estaba cubierto de abundante pasto que se
extendía hasta los cerros aledaños, pasto que era la ambición
de los pastores de ganados de la región, en especial de
los del pueblo de Pasco, que en la época de sequía o de continuas
heladas tenían que emigrar a otros lugares arreando
sus rebaños, en busca de mejores pastos; y no podían franquear
el referido lugar por correr el peligro de perder la
vida ante la feroz embestida de tres enormes toros de filudas
astas; uno de color rojo anaranjado, otro blanco nieve
y un tercero negro carbón. Cual centinelas alertas salían
los tres toros a merodear por las faldas del cerro en espera
de todo ser humano o animal que se aproximara, que era
despedazado y después consumido por las aves de rapiña,
quedando solo osamentas en el campo.
La misteriosa existencia de esos animales, que era una
continua amenaza para los que caminaban por dicho lugar
y para los pastores que se aproximaban a sus inmediaciones,
habíase propalado por comarcas vecinas, despertándose
también la codicia por la posesión del indicado cerro,
cuyos pastos podían remediar la situación penosa de los
rebaños en las épocas de sequía.
Estas circunstancias hicieron que los principales de
los pueblos de la región se dieran cita y acordaran hacer
el chaco («cacería») de los toros. En efecto, al amanecer
del día convenido, alistáronse treinta jóvenes de a caballo,
armados de lanzas y lazos, capitaneados por hombres de
experiencia, y otros treinta peatones provistos de hondas
y garrotes, seguidos también de muchos perros. Todos se
encaminaron al cerro de Santa Rosa, guiados por otros
que iban provistos de trompetas hechas de cuernos de
vaca y tambores. El sol era quemante; eran los meses de
verano. Por fin, después de una fatigosa caminata, pudieron
llegar a un pequeño cerro de donde se podía divisar, a
enorme distancia, el cerro de Santa Rosa, en cuyas faldas
aparecían, como puntos, los tres toros, y por las cimas revoloteaban
cóndores oteando alguna presa. Acordose hacer
el alto con el fin de que los caballos tomasen un poco
de pasto, sacando también los jóvenes jinetes y los de a
pie de sus chuspas («bolsos de lana tejida») un poco de
coca para chacchar, así como el tabaco que portaban en
taleguitas para envolverlo en pancas de maíz y fumarlo,
libando a la vez la tradicional chacta («aguardiente») que
algunos llevaban en unos cuernos de vaca.
Después de algún tiempo de reposo, y llenados los carrillos
de piccho («bolo de coca»), pusiéronse a embozalar
a los caballos; y cabalgando en seguida, prosiguieron la
caminata a paso ligero; siendo divisados a una distancia
de diez cuadras por los tres toros. Los toros principiaron
a levantar la cabeza y enroscar los rabos sobre las ancas,
en señal de rabia, para en seguida acometerles; pero el sonar
de las trompetas, tambores, clarines, el ladrido y la
embestida de los perros y los impactos de los hondazos
lanzados por los de a pie, pusieron en fuga a los toros, que
en desesperada carrera subían el cerro; dándose a la carga
los de a caballo con las lanzas listas para dar las heridas
mortales. Jadeantes ascendían los caballos tras los toros;
cuando aquellos ya habían llegado a la cima, volvieron a
huir los cornúpetos de la presencia de los lanceros. Pero
al llegar a unos peñascos, el de color rojo, apartándose de
los otros dos, habíase introducido en una cueva, llegando
también a los pocos instantes sus perseguidores. Estos se
situaron a los costados de la entrada de la cueva y otros
entraron a provocar la salida; y esperaron al toro, pero no
fue encontrado. La cueva estaba vacía y al penetrar en ella
solo vieron que se levantaba un polvillo rojo con chispitas
brillantes que se veían a la luz del Sol, notándose también
un olor asfixiante y apestoso a metal, volviendo a salir los
que habían ingresado con una tosecita seca de tísico.
Los peatones, que fatigados subían, de pronto vieron
que por otra falda del cerro corrían velozmente dos de
los toros perseguidos, y creyendo que había sido cogido
el rojo, aceleraron la subida, encontrándose a poca distancia
con sus compañeros, por quienes fueron informados
de la extraña desaparición del animal. Prosiguieron en la
persecución de los otros, que habían llegado a la laguna
de Patarcocha; estos toros volvieron a emprender la veloz
carrera hasta llegar a la laguna de Quiulacocha, donde
se separaron el uno del otro. El negro dirigióse hacia
Goyllar, y el blanco hacia Colquijirca, tomando la dirección
de la laguna de Yanancate. En persecución del toro
blanco fueron una parte de los de a caballo y peatones,
alejándose más y más el animal, que a la distancia se veía
como un punto blanco. Principiando la bajada hacia Colquijirca,
habíase desencadenado una tempestad de rayos y
granizos, cubriéndose la pampa de nubecillas blancas que
impedían ver al animal. Uno de los mayores del grupo,
llamado Quilco (Gregorio), dirigiéndose a su compañero
Lauli (Laurencio) le dijo: «Mala seña, el pacha psuyo
("nube de tierra") se ha interpuesto; todo está perdido; y
no nos queda sino ir rastreando por la chchura ("fangal")
los pasos del toro». En efecto, en medio de la niebla, atinaban
a seguir los rastros que los perros husmeaban, llegando
por fin a una lagunita donde desaparecían las huellas,
notándose cerca del borde, turbia el agua, como si
alguien hubiera removido el lodo hacia el fondo.
Algo semejante sucedía con los hombres del otro grupo,
pues cuando llegaron a la actual población de Goyllar,
en cuya dirección se encaminara el toro negro, fueron
sorprendidos por vientos huracanados que hacían caer las
piedras de los cerros, apareciendo igualmente una densa
humareda negra que se levantaba como de un incendio,
por lo que, atemorizados por esos extraños fenómenos,
tuvieron que volver en precipitada fuga.
Al día siguiente, todos los indios de la empresa del chaco
habíanse buscado para contarse lo que les había sucedido,
acordándose también volver al cerro Santa Rosa para
ver si habían vuelto los toros huidos; pero llegados a dicho
lugar ya no fueron hallados ninguno de los tres.
Desde el día siguiente, fueron echados los rebaños de
carneros, llamas y otros animales al cerro de Santa Rosa,
principiando también los pastores a construir sus chozas,
poblándose así toda la región.
Transcurridos algunos años, fueron descubiertas las
grandes vetas de oro y cobre en el cerro Santa Rosa, como
las de plata de Colquijirca y el carbón de piedra de Goyllar.
Los tres toros, pues, eran el ánima de esos fabulosos
yacimientos.

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