martes, 2 de abril de 2019

EL HIELO

Érase un matrimonio anciano, que tenía tres hijas. La mujer no amaba á la mayor de ellas,
que era su hijastra, y á cada momento la reñía; ademas, hacíala levantar muy temprano por la
mañana y sobrecargábala de trabajo. Antes de amanecer la muchacha debía dar de comer al
ganado, ir á buscar leña yagua, encender el fuego, barrer las habitaciones, coser la ropa y
arreglarlo todo; y aun, después de esto, la madrastra reñía siempre á Marfa, diciéndole con
enojo:
—Eres una perezosa; este cepillo no está bien aquí; aquella silla no está bien puesta; eres
una descuidada, y no se podrá hacer carrera contigo.
La muchacha se callaba, llorando silenciosamente, y procuraba contentar á su madrastra
por todos los medios posibles, así como también á sus hermanastras; pero estas últimas,
siguiendo el ejemplo de su madre, insultaban de continuo á Maffa y reñíanla, complaciéndose
en hacerla llorar. Ellas, por su parte, levantábanse cuando querían y no trabajaban nunca
hasta después de comer.
Las muchachas crecieron, hasta llegar al fin á la edad en que podían casarse; y el anciano
no pudo menos de experimentar una secreta pena por su hija mayor, á la cual amaba, sobre
todo porque era hacendosa y obediente y no respondía nunca mal á sus padres; pero no sabía
cómo ayudarla en su tribulación, pues él era débil, su mujer muy despótica y sus hijas tan
tercas como indolentes.
De aquí resultó que los esposos comenzaron á reflexionar cada uno por su lado, el marido
en los medios de colocar á sus hijas y la mujer en la manera de deshacerse de la mayor.
Cierto día la mujer dijo al anciano:
— Me parece que ya sería hora de casar á Marfa.
— Mucho me alegraría, contestó el buen hombre, tratando de alejarse.
Pero su mujer le llamó y díjole:
— Levántate mañana temprano, ensilla la yegua y toma el carretón para llevarte á
Marfa.
— Y tú, muchacha, añadió dirigiéndose á la joven; arregla tus cosas en una cesta y múdate
de ropa, porque mañana debes hacer una visita.
La pobre Marfa se regocijó mucho al recibir semejante orden, y durmió muy bien aquella
noche. A la mañana siguiente levantóse temprano, se lavó y peinó, rezó sus oraciones, arregló
todas sus cosas, vistióse y pareció satisfecha de sí misma.
Era en invierno, y aquel día helaba.
En cuanto al padre, al amanecer preparó el carretón y la yegua, y, entrando en la casa,
dijo á su mujer:
— Ya está todo corriente.
— Pues siéntate á la mesa y come lo que quieras, replicó la esposa.
Hízolo así el marido, ordenando á su hija que se sentase á su lado. Cortó pan para los dos,
y entre tanto la mujer sirvió un plato de sopa de berzas y dijo:
— Toma: come, esposo mío, y márchate cuanto antes, pues ya te he visto bastante. Conduce
á Marfa á donde está su novio; pero ten presentes mis instrucciones: sigue el camino derecho
al principio, después gira á la derecha para entrar en el bosque, hasta llegar al pino grande,
que se eleva en la colina, y una vez allí entrega á Marfa á Morozko (hielo).
El anciano miró á su mujer con asombro, interrumpiendo su comida, y la muchacha
comenzó á lamentarse.
—¿A qué viene todo eso? preguntó la madrastra. Seguramente el novio es guapo y rico y
no me negaréis que es dueño de muchas cosas, pues suyos son los heléchos, las copas de los
pinos y de los abedules y todas las alturas. ¡ Cuántas no envidiarían tu suerte!
El anciano, sin contestar una palabra, ordenó á su hija que se pusiese un buen abrigo y
los dos emprendieron el viaje. Poco tiempo después llegaron al bosque y dirigiéronse á través
de la nieve helada. Cuando estuvieron en las profundidades de la selva detuviéronse. El anciano
mandó á su hija apearse y colocar su cesta debajo del pino grande, diciéndole después:
— Siéntate aquí y espera á tu novio, y procura recibirle con toda la atención posible.
Y, subiendo otra vez al carretón, emprendió la vuelta á casa.
La joven, entre tanto, temblaba de frío. Hubiera querido pedir socorro; pero no tenía fuerza
para gritar. De repente oyó un sonido particular: cerca de allí el Hielo crujía en un árbol;
invadíalo todo poco á poco, y no tardó en llegar al pino grande, á cuyo pié estaba sentada la
doncella, comenzando á gritar desde arriba:
—¿Tienes calor, muchacha?
— S í ; bastante, querido Hielo, contestó la joven.
Entonces el Hielo comenzó á bajar y preguntó de nuevo á la muchacha:
—¿Tienes calor aún, hija mía?
La infeliz apenas podía respirar; pero repuso:
— Sí, querido Hielo; tengo bastante calor.
El Hielo se acercó más y más y volvió á preguntar:
— ¿Sigues teniendo bastante calor, hermosa mía?
La joven estaba entonces casi paralizada de frío; pero aún pudo decir con débil acento:
— ¡Oh! Sí; tengo suficiente calor.
Entonces el Hielo, compadecido de la joven, colocóla entre un espeso ramaje y le proporcionó
un buen abrigo.
A l a mañana siguiente la madrastra dijo á su esposo:
— Toma otra vez el carretón y vé á ver cómo están los novios.
El anciano se puso en camino y, al llegar al sitio donde estaba su hija, hallóla viva, con
un buen abrigo, un magnífico velo de desposada y una cesta llena de regalos. Sin decir palabra,
sentóse á su lado y, haciéndola subir al vehículo poco después, condújola á casa. Apenas
llegaron, la hija se arrojó á los pies de su madrastra, que no pudo ocultar su asombro al verla
viva y poseedora de magníficos regalos.
— ¡Ah, infame! exclamó. No me engañarás.
Y, acercándose á su esposo, le dijo:
•—Conduce á mis hijas también á presencia de su novio: los regalos que ha recibido esa
muchacha no valen nada en comparación de los que recibirán mis hijas.
Al día siguiente la mujer dio á éstas el almuerzo, púsoles sus trajes de novia y enviólas
con su padre, que, así como la primera, dejólas debajo del pino.
Sentadas allí, las muchachas comenzaron á charlar y á reírse, diciendo:
— ¿En qué estará pensando nuestra madre, que nos quiere casar á las dos á la vez, y nos
hace conducir aquí, habiendo tan buenos mozos en el pueblo? ¡Quién sabe lo que será el que
ha de venir!
Las muchachas se habían abrigado con buenas pellizas; mas, á pesar de esto, sentían
el frío.
— Prascovia, dijo la una, el hielo me levanta la piel, y si nuestro novio tarda en venir
nos quedaremos aquí yertas de frío.
—No digas tonterías, Mashka, repuso la otra. ¿No conoces que aún no es horade
comer ?
—Pero digo yo, Prascovia: si viene uno solo, ¿á cuál de las dos elegirá?
—^No á ti, estúpida.
—-Entonces serás tú la preferida.
— ¡ Pues no que no !
Entre tanto el hielo había entumecido las manos de las jóvenes, que para preservarlas
las colocaron debajo del vestido, continuando después su disputa; pero muy pronto comenzó
á hilar de veras, y entonces exclamaron las dos:
— ¿Cómo es que tarda tanto ? Muchacha, tú estás ya amoratada.
El Hielo, lejos aún, acercábase, sin embargo, poco á poco, haciendo crujir sus dedos, lo
cual hizo creer á las jóvenes que alguien se acercaba.
— Escucha, Prascovia, dijo la una: me parece que al fin llega.
— Déjame en paz, contestó la otra; ya tengo todo el cutis crispado de frío.
Y las dos comenzaron á soplarse los dedos.
El Hielo se acercaba cada vez más, y, llegando al fin al pino, gritó desde la copa:
— ¿Tenéis calor, muchachas? ¿Tenéis calor, hijas mías?
— ¡Oh, Hielo! hace un frío insufrible, y vamos á perecer si el novio que esperamos tarda
en venir; ese tunante ha desaparecido.
El Hielo se deslizó-por el árbol, produciendo un nuevo crujido.
— ¿Tenéis calor, jóvenes? volvió á preguntar.
— ¡Vete de ahí! le contestaron. ¿Estás tan ciego que no ves que el frío nos ha paralizado
casi?
El Hielo se adelantó más y volvió á preguntar á las jóvenes si tenían calor.
— ¡ Así te caigas en un pozo sin fondo! contestaron. Lárgate pronto de aquí.
Al pronunciar estas palabras quedaron rígidas y sin vida.
A la'mafiana siguiente la madrastra dijo á su marido:
— Toma el carretón, llénalo de heno, llévate algunas pieles para las muchachas, que tal
vez tengan mucho frío, y tráetelas aquí pronto.
El marido emprendió la marcha sin detenerse á tomar alimento alguno, y cuando llegó
al lugar donde había dejado á sus hijas encontrólas muertas. El anciano las colocó en el
carretón, envueltas en una manta, y emprendió la vuelta.
La mujer le vio llegar desde lejos, y, saliendo á su encuentro, comenzó á gritar:
— ¿ Dónde están las muchachas ?
—En el carretón.
La mujer levantó la manta y vio que sus hijas estaban muertas.
Entonces, ciega de furor, comenzó á maltratar á su marido, gritando :
— ¿Qué has hecho, infeliz? Tú eres la causa de la muerte de mis hijas, de mi carne y de
mi sangre. Te he.martirizar con unas tenazas enrojecidas hasta que mueras.
— ¡Vamos, basta ya! gritó á su vez el anciano; te halagaba la esperanza de obtener
riquezas para tus hijas; pero eran demasiado orgullosas y merecían su castigo. Tú has tenido
la culpa de todo.
La mujer fué una furia durante algún tiempo; mas al fin hizo las paces con su hijastra
y los tres vivieron en paz. Un joven solicitó la mano de Marfa y ésta se casó,

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