martes, 2 de abril de 2019

EL DRAMA DEL MUNDO Baldr, Hödr, Loki

Mitra y Varuna no son los únicos dioses soberanos de la religión védica. Son los más distinguidos de lui grupo, los Áditya, que en un principio no parece haber comprendido —y ya desde los indoiranios comunes— más que cuatro términos, desigualmente repartidos en los dos planos de acción que han sido vistos, en el capítulo precedente, definidos por Mitra y por Varuna: 1) Mitra, Aryaman, Bhaga, colaborando en la obra y con el espíritu jurídico y justo que se expresan en el nombre del primero; 2) Varuna, solo en su rigor, en su magia y en sus inquietantes lejanías. Hay razones para pensar que es este cuadro, con esta estructura asimétrica, el que reaparece, sublimado y clericalizado, en el de los dos primeros Arcángeles del zoroastrismo y de las dos Entidades, estrechamente asociadas al primero: 1) Vohu Manah (“El buen Pensar”), Sraoša (“La Obediencia”), Aši (“La Retribución”); 2) Aša (“El Orden”). Para los detalles de los análisis y de las comparaciones, no puedo sino remitir al segundo capítulo de mi librito Les dieux des Indo-Européens[47].

  La presencia de dos auxiliares al lado de Mitra, el soberano que es “este mundo”, es fácil de comprender. Uno, Aryaman, que trae la palabra arya en su nombre, se orienta especialmente a la protección de la nacionalidad arya y de lo que le asegura duración y cohesión: alianzas matrimoniales, hospitalidad, dones, libre circulación, bienestar. El otro, Bhaga, cuyo nombre significa “La Parte” o “La Atribución”, preside la justa, calmada y pacífica distribución de los bienes entre aryas. El zoroastrismo, sencillamente, ha remplazado en el caso de Sraoša la protección de la nacionalidad arya por la de la comunidad mazdeísta, de la Iglesia; y, en cuanto a Aši, agregado a la distribución de los bienes temporales otra distribución, o más bien retribución, más importante a sus ojos: la de los méritos, antes y después de la muerte del fiel.

  A menudo ha sido señalado que los hindúes védicos se mostraban relativamente poco preocupados por lo que sigue a la muerte: las representaciones son contradictorias y pocas veces asoman en los himnos, henchidos de vitalidad y de ambición temporal. Quizás esto fuera, en relación con el estado de cosas indoiranio, un empobrecimiento. En efecto, es notable que ni los himnos ni los rituales digan nada de lo que es, por el contrario, el principal, casi el exclusivo oficio de Aryaman en la epopeya —que, como es sabido, conserva a veces concepciones prevédicas que los Vedas no conservaron—: en ella, Aryaman continúa su misión hasta el otro mundo, donde es rey de una categoría de antepasados, por lo demás mal definidos, los “Padres”, y el camino que conduce a ellos, reservado a los hombres que durante su vida practicaron con exactitud los ritos (en oposición a los ascetas, a quienes se abre otro camino), se llama “camino de Aryaman”. Ahora, el zoroastrismo, ocupado del más allá hasta el punto de desequilibrar en provecho de éste las esperanzas del fiel, da parecidamente a la Entidad derivada de Aryaman un papel esencial junto a los “buenos” muertos: es Sraoša, que acompaña y guarda al alma en el peligroso viaje que la conduce ante el tribunal de sus jueces, del que Sraoša forma parte. Esta coincidencia precisa confirma que, en medios no propiamente védicos, se conservó entre los hindúes, en espera de expresarse en la epopeya, una concepción prevédica que hacía de Aryaman el rey y el protector de la colectividad de los aryas muertos tanto como de la de los aryas vivos.

  En Roma he señalado una asociación comparable de dos auxiliares a Júpiter. Estas divinidades, por desgracia, no son conocidas más que en el culto capitolino, o sea en un tiempo en que, Optimus y Maximus, Júpiter concentraba en él los dos aspectos, “mitriano” y “varuniano”, de la soberanía: el gran dios aloja en su templo a Juuentas y a Terminus, protectora la una de la clase más importante de romanos para la vitalidad de la ciudad, los iuuenes, protector el otro de la justa delimitación de las propiedades territoriales. Por lo demás, Juuentas garantiza a Roma la eternidad y Terminus la permanencia en el espacio, en su lugar. Aún menos curiosos por el más allá que sus primos védicos, apegados a lo concreto, devotos de su Ciudad, el único “porvenir indefinido” cuyo cuidado hayan confiado los quírites a una divinidad es, ni más ni menos, el de Roma —y de ellos mismos, los romanos, pero romanos sucesivamente presentes en la tierra, en las oleadas de vida sin cesar renovadas que forman la pujante y concreta marea nacional.

  Si los poetas védicos hablan poco del más allá y hacen intervenir poco en él a su Aryaman, tampoco sacan a relucir, a propósito de su Bhaga y de la repartición de los bienes —ni por lo demás a propósito de Otros dioses—, lo que podría llamarse una teoría del destino. Bhaga, en particular, no es el acusado del proceso abierto en el acto por la reflexión acerca de semejante materia: ¿cómo interpretar la frecuente injusticia, incluso el escándalo de las “partes”, el capricho o el descuido del “distribuidor”? Bhaga es invocado por los poetas de los himnos con visible confianza, otra señal de la vitalidad y del optimismo que caracterizan su religión. ¿Era así por doquier, en toda la sociedad, para todos los pensadores? No, sin duda, a juzgar por una expresión de apariencia proverbial, quizá popular, que los libros rituales conservan y que explican a su manera, pero es una manera que se basta a sí misma: “Bhaga es ciego”. Bhaga forma parte de un reducido grupo de dioses mutilados, que propenden a verse reunidos en los relatos etiológicos, y cuya mutilación es tan paradójica como la de Ódinn, vidente por tuerto, la de Týr, patrono de los ardides del þing después de serle amputada la diestra en un procedimiento de garantía: Bhaga, que distribuye las “partes” y que es ciego, queda al lado de Savitr, el Impulsor, que echa a andar todas las cosas y que perdió las dos manos; de Pusan también, protector de la “carne en pie” que son los rebaños y que, habiendo perdido los dientes, no puede comer más que papilla. Es probable que, en el caso de Bhaga, esta expresión que los Bráhmana citan como un refrán no tenga más sentido que la imagen occidental al vendar los ojos de Tyché o de Fortuna, distribuidoras de la suerte.

  Hay un grupo final de problemas que la reflexión de los himnos no se plantea: los de la escatología, del fin del mundo, o cuando menos del mundo presente. Los poetas hablan constantemente de los seres demoniacos, con nombres variados, pero siempre es en el pasado o en el presente, para celebrar las victorias de los dioses y obtenerlas nuevas, en seguida. Los Brahmana sistematizan a menudo esta representación, oponiendo los dioses y los demonios como dos pueblos rivales aunque emparentados, contando múltiples episodios de su permanente conflicto; pero jamás hablan del “fin”, que ningún ritual considera ni prepara. Por añadidura, en ninguna parte, ningún personaje es presentado como el “jefe” de las fuerzas demoniacas, que actúan anárquicamente, en orden disperso. Es sabido que el zoroastrismo construyó al revés su dogma, su moral y su culto, sobre un sentido trágico, obsesivo, de la lucha que las potencias del Bien sostienen contra las del Mal. En el Avesta los dos partidos están organizados, jerarquizados, cada uno bajo un mando único; inclusive su simetría es llevada al extremo: cada ser “bueno”, Ahura Mazda tanto como las Entidades que lo asisten —y en quienes se prolongan, moralizadas, las figuras de los dioses de las tres funciones del antiguo politeísmo—, tiene su adversario propio, su réplica “mala”. B, Geiger (1916) señaló atinadamente, por estudios de vocabulario, que esta grandiosa concepción se formó a partir de elementos que no ignora el RgVeda y que, en particular, las dos palabras Aša y Druj, “Orden” y “Mentira”, que expresan lo esencial del bien y del mal en el lenguaje zoroastriano, tienen igual función e igual articulación (rta, druh) en el lenguaje védico; sencillamente, en los himnos, estas palabras permanecen en estado libre, se juntan en fórmulas pero no sostienen con su enfrentamiento toda una estructura religiosa. Además, como se ha dicho, el zoroastrismo sustenta su afán y su esfuerzo en el porvenir, no en el pasado ni en el presente, y esto en el caso del individuo, que debe sin cesar preparar su salvación, tanto como en el caso del universo, que un día se liberará de los poderes malvados, hoy demasiado iguales a los del bien. En el momento de la resurrección, afirma el Gran Bundahišn[48].

  Óhrmazd agarrará al Mal Espíritu, Vohuman agarrará a Akoman, Aša-Vahišt a Indra, Šatrivar a Sauru, Spendarmat a Taromat, es decir Nanhaiqya, Xurdat y Amurdat agarrarán a Taurvi y a Zairi, la palabra verídica a la palabra mentirosa de Sroš (o sea Sraoša) Aešma (demonio del furor). Entonces quedarán dos “druj”, Aharman y Ãz (demonio de la concupiscencia). Õhrmazd vendrá a este mundo, como sacerdote zõt en persona, con Srõš como sacerdote rãspi, y llevará el cinturón sagrado en la mano. El Mal Espíritu y Ãz se escabullirán en las tinieblas por el umbral del cielo por el que entraron… Y el dragón Gõcihr será quemado en el metal fundido que escurrirá sobre la existencia mala, y la mancha y el hedor de la tierra serán consumidos por este metal, que la volverá pura. El agujero por el que entró el Mal Espíritu será cerrado por el metal. Expulsarán así a las lejanías la existencia mala de la tierra, y habrá renovación en el universo, el mundo se volverá inmortal por la eternidad y eterno el progreso.

  Esta visión escatológica, esta dicha definitiva que sucede a la gran crisis, ¿será una creación ex nihilo del mazdeísmo, o bien los indoiranios soñaban ya con aquel gran día en el que el Bien tomará desquite absoluto y total de las mil pruebas que le imponen las potencias del Mal? Hasta tiempos muy recientes parecía excluida la segunda hipótesis, pero un artículo de veintidós páginas ha invertido la probabilidad.

  En 1947, un sabio sueco, S. Wikander, hizo un descubrimiento que modifica profundamente las perspectivas de la historia de las religiones de la India. Desde tiempo atrás se sabía que la gran epopeya del Mahãbhãrata narra a veces, en excursos, con hábito rejuvenecido, leyendas que los Vedas no mencionan, pero de las cuales los iranios u otros pueblos indoeuropeos ofrecen otras versiones: así, entre otras, la de la fabricación y el despedazamiento del gigante Embriaguez, que analizamos en nuestro primer capítulo. Sabemos ahora más: los héroes centrales del poema, con sus caracteres y sus relaciones, prolongan también una estructura ideológica indoirania, con una forma en parte más arcaica que los himnos y el conjunto de la literatura védica. Estos héroes, cinco hermanos, los Pãndava o seudohijos de Pãndu, son en realidad los hijos de cinco dioses que, con Varuna y por debajo de él, constituían la más vieja lista canónica de los dioses de las tres funciones: Dharma, “La Ley” (rejuvenecimiento transparente de Mitra), Vãyu e Indra (dos variedades indoiranias de guerreros), los gemelos Nãsatya o Ašvin (“tercera función”); el orden de los nacimientos se ajusta a la jerarquía de las funciones y el carácter, el comportamiento de cada hijo a la definición funcional de su padre. Sólo Varuna carece de representante en la lista, pero fue fácil demostrar que no está ausente del poema: con algunos de sus rasgos más especiales, fue traspuesto a la generación anterior en el personaje de Pãndu, el padre putativo de los Pãndava.

  La trasposición no se limita a este padre y estos hijos. Los autores del inmenso poema explican sistemáticamente al principio del primer libro y recuerdan a menudo luego que los héroes que se enfrentan o se conciertan no son hombres sino en apariencia: sea hijos, sea encamaciones totales o parciales, unos de dioses, otros de demonios, son intereses cósmicos, es el mismísimo drama del Gran Tiempo mítico lo que representan, administran o actúan, merced a una especie de proyección, en un punto de nuestro espacio y en un momento de nuestro tiempo, traduciendo a historia pasada lo que el mito distribuye entre el pasado, el presente y el porvenir. Leída desde este punto de vista, traducida con esta clave que los autores mismos proporcionan y que confirman análisis de los que los hindúes no podían ya tener conciencia, la epopeya repasa primero las pruebas, las injusticias y los despojos que los poderes del Mal, a las órdenes de un astuto inspirador, de un “héroe-demonio”, hacen padecer a los poderes del Bien, a los “héroes-dios” que son los Pãndava; narra luego la batalla final (lo que sería, en lenguaje mítico, la batalla escatológica) en la que éstos, desquitándose, aniquilan a sus enemigos; pinta, por fin, consecuencia de esta terrible lucha, el reino idílico del mayor de los Pãndava. En otra parte, desde este punto de vista, he efectuado el examen de la trama del poema y aquí no hago más que resumir los resultados. He aquí ante todo la sucesión de los acontecimientos, bajo sus apariencias humanas.

  En determinada generación de la dinastía de los Bharata nacen sucesivamente tres hermanos, señalados cada uno por una deficiencia, benigna en el caso del segundo, pero que excluye de la realeza a los otros dos: Dhrtarãstra, el mayor, es ciego; Pãndu, que sigue, es enfermizamente pálido; Vidura, por último, tiene sangre mezclada, por ser su madre una esclava que sustituyó secretamente a la reina. Pãndu llega pues a rey. Después de un reinado breve, distinguido por triunfos y conquistas inauditos, es víctima de una maldición que le prohíbe el acto sexual, y hace que los dioses le engendren cinco hijos: el justo y buen Yudhisthira por Dharma; Bhima, el gigante de la maza, por Vãyu; el caballeresco guerrero Arjuna por Indra; finalmente, por los dos Nãsatya o Ašvin, los humildes gemelos Nakula y Sahadeva, servidores de sus hermanos. Cuando muere, su hermano Dhrtãrastra es tutor de sus hijos, pequeños todavía, en espera de que el mayor, Yudhisthira, pueda ser rey. Pero Dhrtarãstra tiene hijos, el mayor de los cuales, Duryodhana, respira un odio y unos celos monstruosos. Sin escrúpulos con respecto a sus primos los Pãndava, resuelve despojarlos de su patrimonio. Durante la juventud que pasan en común, más de una vez intenta que perezcan; si escapan es gracias a los consejos secretos de su tío Vidura, devoto de la justicia, la moderación y el buen entendimiento familiar; en cambio Dhrtarãstra, aunque quiere a sus sobrinos, cuyos derechos reconoce y declara, demuestra extrema debilidad ante su hijo; si se le resiste es para ceder poco después y permite gimoteando sus tentativas criminales.

  Como no consigue matar a los Pãndava, Duryodhana imagina otro procedimiento. El mayor de los cinco, el rey designado, Yudhisthira, sobresale jugando a los dados, hasta el punto de que no hay jugador humano que pueda vencerlo; así, Duryodhana le pide a su padre permiso para desafiar a Yudhisthira a una partida que normalmente habría de ganar pero que perderá, por disponer el adversario de medios sobrenaturales. El ciego se resiste, vacila largamente entre las prudentes y honradas exhortaciones de Vidura y las instancias violentas de su hijo. A fin de cuentas cede y ordena a los unos que organicen la fatal partida, a Yudhisthira que asista. Yudhisthira pierde todas las apuestas sucesivas: sus bienes, la realeza, la libertad de sus hermanos y la suya, hasta su mujer —que un exceso de Duryodhana salva no obstante por un pelo—. Privados de todo, los Pãndava tienen que desterrarse durante un largo período —doce años en el bosque, un año más en cualquier comarca, pero de incógnito—, al cabo del cual podrán regresar a reclamar su herencia. Pero queda establecida una irremediable hostilidad entre los grupos de primos, y cada uno de los Pãndava, antes de salir del palacio, elige por anticipado el enemigo al que abatirá el día del desquite.

  Expirado el plazo, Yudhisthira hace valer sus derechos. Dhrtarãstra quisiera todavía restablecer la justicia, llegar cuando menos a una componenda entre las pretensiones rivales, pero su hijo lo abruma de recriminaciones e insolencias y, con la muerte en el alma, responde negativamente a las embajadas de sus sobrinos. Es la guerra. Todos los reyes de la tierra se distribuyen entre los dos bandos y sigue una enorme y carnicera batalla, largo tiempo indecisa, en el curso de la cual los Pãndava, cumpliendo su palabra, matan a los adversarios que se adjudicaron distributivamente. Duryodhana, en particular, cae bajo los golpes del hercúleo Bhima. Todos los hijos de Dhrtarãstra, todos los “malos”, perecen, mas del ejército de los “buenos” sólo sobreviven los Pãndava y uno que otro héroe.

  Acto seguido, sobre esta ruina se funda un orden nuevo. Yudhisthira reina al fin, virtuoso, justo, bueno. Sus dos tíos son en adelante sus consejeros y ministros: el ciego Dhrtarãstra, cuya debilidad es exclusiva causante de toda la desdicha, y el campeón de la concordia Vidura, que no cesó de tratar de evitar, y después de restringir, la desgracia. La maravilla de este reinado dura hasta las muertes sucesivas de los héroes: primero de Dhrtarãstra, consumido por un incendio encendido por su fuego de sacrificio; después de Vidura, que literalmente se trasfunde en Yudhisthira; de éste, en fin, y de sus hermanos, que van cayendo uno tras otro en el “gran viaje” hacia la soledad, y que vuelven a encontrar en el cielo a quienes amaron o combatieron.

  Tal es el aspecto “histórico” de la narración. Bajo este drama de los hombres corre otro, inmenso, el de los seres divinos y demoniacos que aquéllos encarnan o representan, Al igual que los seudohijos de Pãndu son los hijos (un pasaje dice: “las encarnaciones parciales”) de los grandes dioses de las tres funciones, eje central de la mitología indoirania, al igual que Pãndu se ajusta al tipo de Varuna (figurado, también él, en ciertos rituales, como enfermizamente pálido; víctima, también él, en una tradición, de impotencia sexual), así también el animador de los completes, el responsable de los malos propósitos que primero conducen a la desgracia de los Pãndava, luego al exterminio de casi todos los “buenos” al mismo tiempo que de todos los “malos”, Duryodhana, es el demonio Kali encarnado —el demonio que lleva el nombre de la mala edad del mundo, la cuarta, en la que vivimos. Cuando nació, los signos más siniestros, los ruidos más lúgubres advirtieron a los hombres, pero su padre, pese a las opiniones de los sabios, abrió la serie de sus debilidades negándose a inmolarlo al bien público. Es pues, en filigrana, un gran conflicto cósmico el que se realiza, con tres “épocas”: el juego con trampa, merced al cual el Mal triunfa por largo tiempo, sacando del escenario a los representantes del Bien; la gran batalla en la que el Bien se desquita, eliminando definitivamente al Mal; el gobierno de los buenos.

  Vistas así las cosas, dos personajes son particularmente importantes: el ciego Dhrtarãstra y Vidura, el de la sangre mezclada, quienes, hermanos de Pãndu, dominan con actitudes bien diferentes el largo conflicto de los primos, hasta llegar a ser finalmente los colaboradores estrechamente unidos de Yudhisthira en su reinado idílico. Se ha conseguido demostrar que, lo mismo que Pãndu y Yudhisthira, los dos reyes sucesivos, representan en el juego épico al Varuna y al Mitra védicos y prevédicos (rejuvenecido el segundo como Dharma), así los “casi reyes” Dhrtarástra y Vidura represejitan los dos soberanos secundarios védicos y prevédicos Bhaga y Aryaman. Vidiua, dice el poema, es una encarnación de este mismo Dharma del que Yudhisthira es hijo o, también él, una encarnación parcial, y cuando muera su ser regresará, se abalanzará, se fundirá al de Yudhisthira: traducción épica excelente del vínculo particularmente íntimo, que llega a lindar con la identidad, que existe en los himnos entre Mitra y Aryaman. Su carácter, su acción son los que se esperan de Aryaman: muestra un constante cuidado, a la vez, por la justicia y el buen entendimiento entre los miembros del kula, de la gran familia; apenas por un tiempo consigue contrariar las maquinaciones fratricidas de Duryodhana; aunque reconocidos como excelentes, sus consejos no son seguidos y, durante la batalla, nada dice, deja de manifestarse; no reaparece hasta que termina el conflicto, para colaborar estrechamente con ese Yudhisthira que es casi él, y aplicar por fin las reglas de justicia y buen entendimiento que siempre ha preconizado. A Dhrtarãstra, por una extraña laguna o una excepción casi única, el poema no lo hace hijo ni encamación de ningún dios, pero a lo largo de todo el drama, en las palabras que pronuncia como en los decires de sus interlocutores, queda establecida y cien veces repetida su correspondencia con el destino (daiva, kãla, etc.); pues este ciego es lúcido; declara él mismo que sus sobrinos tienen razón, sabe (Vidura se lo dice, y él lo reconoce) que la malicia de Duryodhana no puede producir más que una catástrofe; pero a fin de cuentas, por falta de carácter, toma, en cuanto al juego, en cuanto a la guerra, las decisiones que le sugiere tan triste inspirador. Es, en todo esto, una imagen de la fatalidad. Sus vacilaciones, sus capitulaciones, sus decisiones preñadas de desventuras, copian el comportamiento del destino, desconcertante como él: “Bhaga es ciego…” Vidura y Dhrtarãstra nunca están en oposición más que por sus discursos, a propósito de los consejos que el segundo pide al primero, que aprueba pero no aplica. Pero no hay entre ellos hostilidad y acabarán hallando su verdadera vocación después de la batalla, cuando colaboren ambos, codo con codo, en el reinado renovado de Yudhisthira.

  Es interesante señalar aquí, en los tres hermanos de la primera generación, Dhrtarãstra, Pãndu y Vidura, un nuevo ejemplo de la curiosa representación, varias veces señalada aquí, de las mutilaciones o deficiencias que califican: el primero, que habrá de tomar las decisiones más pesadas del poema, que en las circunstancias más graves, por un breve momento, tendrá la posibilidad, la libertad de someter el mal o de desencadenarlo —en una palabra, el correlato épico de Bhaga—, nace ciego. El segundo, Pãndu, que tendrá la descendencia más gloriosa, los Pãndava, padece una interdicción sexual y, para remate, rey de los aryas atezados, nace con palidez enfermiza. El tercero, dedicado con toda el alma al bien y la cohesión interna de la noble raza, es un bastardo, de sangre mezclada. Pero es sobre todo en la articulación de los grandes papeles en lo que quiero hacer hincapié aquí: en el primero de los “tiempos” decisivos de la acción, Duryodhana—[Demonio] empuja al ciego Dhrtarãstra—[Destino], pese a las advertencias de Vidura—[Aryaman], a organizar la partida en que normalmente Yudhisthira—[Mitra] debiera ser invencible y de la que, sin embargo, por el amañamiento sobrenatural de los instrumentos del juego, saldrá perdedor, y en consecuencia y por largo tiempo, tendrá que desaparecer. En el segundo “tiempo” decisivo, Duryodhana—[Demonio] lanza contra Yudhisthira—[Mitra], contra sus hermanos y sus aliados, una formidable coalición y, en la batalla que se sigue, los Pãndava—[dioses funcionales] matan cada uno al adversario de su rango, contando a Duryodhana. Por último, en la renovación que sigue a esta crisis, el ciego Dhrtarãstra—[Destino] y el justo Vidura—[Aryaman], enteramente reconciliados, aseguran la obra cubierta por el nombre y el espíritu de Yudhisthira—[Mitra]. Agreguemos que una tradición lateral atestiguada por un Jãtaka budista ahorra el personaje de Yudhisthira y hace del mismo Vidura, con el nombre de “Vidhura”, la apuesta de la partida de dados amañados[49].

  En otro lugar señalé notables analogías entre partes de este cuadro y el “fin del mundo” según Zoroastro: en el mazdeísmo, la larga lucha del Bien y el Mal y los éxitos del Mal van seguidos, consumados los tiempos, de una liquidación total de las fuerzas de dicho Mal, en el curso de la cual, en particular, los Arcángeles, trasposición teológica de los antiguos dioses indoiranios de las tres funciones, lo mismo que en la India los Pãndava son su trasposición épica, “agarran” y eliminan cada uno al Archidemonio que es su opuesto. Pero es con el drama escandinavo de Baldr —la vida melancólica y la muerte de Baldr, la batalla escatológica, la renovación del mundo bajo Baldr— como la comparación del mito hindú subyacente a la trama del Mahãbhãrata resulta particularmente esclarecedora.

  La sociedad de los dioses escandinavos incluye un personaje extremadamente interesante: Loki. Inteligente, astuto en máximo grado, pero amoral, amante de hacer el mal, en grande y en pequeño, para divertirse tanto como para dañar, representa, entre los Ases, un verdadero elemento demoniaco. Varios de los asaltantes del futuro Ragnarök, el lobo Fenrir, la gran Serpiente, son sus hijos, al igual que es hija suya Hel, la presidenta de la siniestra morada adonde van los muertos que no acoge la Valhöll de Ódinn.

  Por otra parte, entre los hijos de Ódinn resaltan las dos figuras diversamente trágicas de Baldr y de Hödr. Del segundo sólo es conocida una acción, la muerte involuntaria de Baldr, y un solo carácter: es ciego; no tuerto y, por paradójica consecuencia, “más vidente”, como su padre, sino ciego de plano, e incapaz de arreglárselas por sí mismo. El primero reúne en sí el ideal de una verdadera justicia y de una bondad sin ambages, a más de aquella sed de “otra cosa” que, según observábamos al final del precedente capítulo, ningún As satisfacía ya, en vista de que Týr pasó a la astucia, a la violencia y “no es ningún pacificador de hombres”. Al lado de este Mitra escandinavo degenerado, es Baldr quien toma por su cuenta la función. La Gylfagmning de Snorri[50] define así a los dos hermanos:

 
    15. Hay un As que se llama Hödr. Es ciego. Es fuerte, pero los dioses bien quisieran que no hubiera de ser nombrado, pues el acto de sus manos será por largo tiempo guardado en la memoria de los dioses y de los hombres.

    11. Otro hijo de Ódinn es Baldr y, de él, sólo de bueno hay que decir. Es el mejor y todos lo alaban. Es tan bello de apariencia y tan brillante que emite luz; y hay una flor de los campos tan blanca que ha sido comparada con las pestañas de Baldr: es la más blanca de todas las flores de los campos —y con esto puedes representarte su belleza, a la vez de cabello y de cuerpo. Es el más sabio de los Ases y el más hábil para hablar y el más clemente. Pero le está agregada esta condición de naturaleza: que ninguno de sus juicios puede realizarse. Habita la morada que se llama “Vastamente Brillante” y que está en el cielo. Nada puede haber de impuro en aquel paraje.
 

  Un interesante complemento sobre la naturaleza de Baldr se deduce de lo que es contado algo más allá, en el capítulo 18[51], de su hijo, Forseti: “Habita en el cielo una morada llamada Gritnir y todos los que se dirigen a él con querellas de derecho retornan conciliados. Es el mejor tribunal para los dioses y los hombres”. Tales son los actores principales del drama, del cual aquí están las principales escenas, también siguiendo la Gylfaginning[52]:

  Esta historia comienza con que Baldr tuvo sueños graves que amenazaban su vida. Cuando los contó a los Ases, deliberaron entre ellos y decidieron pedir salvaguardia para Baldr contra todo peligro. Frigg [la esposa de Ódinn, madre de Baldr] recogió los juramentos que garantizaban que el fuego no le haría ningún mal, ni el agua ni ninguna clase de metal, ni las piedras ni la tierra ni los bosques ni las enfermedades ni los animales ni los pájaros ni las serpientes venenosas. Cuando todo esto fue hecho y conocido, Baldr y los Ases se entretuvieron así: él se ponía en la plaza del þing y todos los demás le disparaban dardos o le daban tajos con la espada o le tiraban piedras; mas, fuera lo que fuese, no le hacía daño alguno. Y esto parecía a todos un gran privilegio.

  Cuando Loki, hijo de Laufey, vio aquello, le desplació. Fue a ver a Frigg a los Fensalir, bajo la apariencia de una mujer. Frigg le preguntó si sabía lo que hacían en la plaza del þing. La mujer respondió que todo el mundo lanzaba flechas contra Baldr, pero que no sufría ningún daño. Frigg respondió: —Ni armas ni madera matarán a Baldr: recogí el juramento de todas las cosas. La mujer dijo: —¿Han jurado todos los seres no hacer daño a Baldr? Frigg respondió: —Hay un retoño joven de madera que crece al oeste de la Valhöll y que llaman mistilteinn, “retoño de muérdago”; me pareció demasiado joven para reclamarle su juramento.

  La mujer se fue —pero Loki cogió el retoño de muérdago, lo arrancó y marchó al þing. Hödr estaba allí, detrás del corro de los demás, por ser ciego. Le dijo Loki: —¿Por qué no le tiras a Baldr? Responde: —Porque no veo dónde está Baldr y, además, porque no tengo arma. Loki dice: —Haz como los demás, atácalo; te indicaré en qué dirección está. ¡Tírale este ramo! Hödr cogió el retoño de muérdago, lo lanzó contra Baldr. El dardo atravesó a Baldr, que cayó muerto por tierra. Fue la mayor desdicha que haya habido entre los dioses y entre los hombres.

  Cuando hubo caído Baldr, Lodos los Ases quedaron sin habla y fueron incapaces de levantarlo. Se miraban irnos a otros y todos estaban irritados con el que había hecho aquello, pero nadie podía castigarlo: era aquél un gran lugar de salvaguardia. Cuando los Ases quisieron hablar, estallaron primero en llanto, de suerte que ninguno podía expresar al otro su dolor con palabras. Pero Ódinn era quien más sufría de aquella desgracia, por medir mejor el daño y la pérdida que era para los Ases la muerte de Baldr.

  Este drama, como se desprende claro de la estructura misma de la Völuspá, es la piedra clave de la historia del mundo. Por causa de él se ha tornado irremediable la mediocridad de la edad actual. Verdad es que la bondad y la clemencia de Baldr eran hasta entonces ineficaces, en vista de que, por una especie de mala suerte, “ninguno de sus juicios se mantenía, se realizaba” —pero al menos existía y aquella existencia era protesta y consuelo.

  Después de su desaparición, Baldr vive la vida de los muertos, no en la Valhöll de su padre (no era guerrero, ni murió en la guerra) sino en el dominio de Hel —y sin regreso posible, a causa de una maldad suplementaria de Loki. A un enviado de Ódinn que le pedía liberar al dios, Hel había respondido que…

 
    habría que verificar si era tan amado como decían. —Si todas las cosas del mundo —dijo—, vivas y muertas, lo lloran, retornará entre los Ases; pero seguirá con Hel si alguien se niega y no quiere llorar… Acto seguido [conocida esta respuesta], los Ases enviaron mensajeros por el mundo entero, a rogar a todos los seres que arrancaran a Baldr, con sus lágrimas, del poder de Hel. Todos lo hicieron, los hombres y los animales y la tierra y las piedras y los árboles y todos los metales… Cuando los mensajeros volvían después de haber cumplido bien su misión, encontraron en una caverna a una bruja que se llamaba Þökk. Le pidieron que llorara para arrancar a Baldr del poder de Hel. Respondió ella:

    ¡Þokk llorará con lágrimas secas la cremación de Baldr!

    Ni vivo ni muerto he aprovechado del hijo del hombre: ¡guarde Hel lo que tiene!

    Pero se supone que se trataba de Loki, hijo de Laufey, del que tanto mal ha hecho a los Ases.
 

  Cuando menos los dioses consiguen atrapar a Loki y encadenarlo, pese a sus argucias. Así seguirá, atormentado, hasta el fin de los tiempos. Pues los tiempos acabarán[53]. Llegará un día en que todas las fuerzas del Mal, todos los monstruos, hasta el propio Loki, escaparán de sus ataduras y, por los cuatro orientes, atacarán a los dioses. En duelos terribles, cada uno de los “dioses funcionales” sucumbirá, abatiendo en ocasiones a su adversario o siendo vengado por otro dios: Ódinn será devorado por el lobo Fenrir, que será desgarrado a su vez por Vidarr, hijo de Ódinn. El perro Garmr y Týr se matarán uno al otro. Þórr matará a la gran Serpiente, pero caerá en el acto, envenenado por la ponzoña de la bestia. Finalmente, el dios primordial Heimdallr y Loki se enfrentarán y destruirán el uno al otro. Entonces Surtr derramará el fuego por el universo, el sol se oscurecerá, caerán las estrellas, la tierra se desplomará en el mar.

  Pero al desastre sucederá una renovación: la tierra resurgirá del mar, verde y bella y, sin sembrarlo, crecerá el cereal. Los hijos de los dioses muertos volverán al Recinto de los Ases, los de Þórr empuñarán de nuevo el martillo de su padre. Baldr y Hödr saldrán juntos del dominio de Hel. Todos los dioses hablarán amistosamente del pasado y del porvenir, y las mesas de oro que pertenecieron a los Ases reaparecerán entre la hierba…

  La tragedia de Baldr y el personaje de Loki por una parte, este “destino de los dioses” por otra (o, como suele decirse por un error que ya los escandinavos paganos legitimaron, este “crepúsculo de los dioses”), han sido objeto de estudios y de hipótesis innumerables. En cuanto al segundo, varios sabios han admitido una influencia de la escatología irania, zoroastriana. Por lo que Loca a “Balder the Beautiful”, generalmente interpretado en la escuela de Mannhardt como un dios de ritual agrario, de los que mueren y resucitan, a veces se ha supuesto una influencia de los Atis, de los Adonis del Mediterráneo oriental. La presentación de conjunto de los datos indoiranios que hicimos al principio de este capítulo sugiere una visión muy diferente. Salta a los ojos un hecho decisivo: más que la versión irania de estos acontecimientos cósmicos, es el conjunto mítico paravedico y prevédico conservado y visible por transparencia en la trama de la epopeya hindú el que resulta paralelo al conjunto mítico escandinavo; como en el caso de las historias de Kvasir y de Mada, estudiadas en el primer capítulo, también aquí, paradójicamente, son Snorri y el Mahãbhãrata los que presentan las concordancias más precisas. Esta localización geográfica de la mejor analogía excluye el préstamo. Es pues a partir de datos ya indoeuropeos como germanos e indoiranios organizaron sus relatos de la gran lucha y, entre los segundos, los iranios que conocemos, los posteriores a la reforma zoroastriana —que volvió a pensar y sublimó estos relatos al igual que todos los demás—, no han sido los más fieles. Precisemos esta impresión general.

  Consideremos primero los actores, Ódinn tiene junto a él a dos dioses, sus dos hijos, uno sabio y clemente, padre del dios conciliador, pero de quien, personalmente, las sentencias quedan sin efecto; el otro, ciego, de quien no se dice otra cosa y que no interviene en toda la mitología (como interviene asimismo su trasposición épica, “Hatherus”, al final de la saga de “Starcatherus”) más que en esta ocasión única, causando una muerte y siendo entonces visiblemente la encarnación del ciego destino. Es probable que tengamos aquí la resultante escandinava de los dos soberanos secundarios que dieron, entre los indoiranios, los dioses Aryaman y Bhaga, y luego sus trasposiciones épicas hindúes, los dos hermanos Vidura y Dhrtarãstra. En los himnos védicos, Bhaga y Aryaman son los auxiliares de Mitra más bien que de Varuna; en el Mahãbhãrata, Vidura y Dhrtarãstra son, sí, hermanos del personaje traspuesto de Varuna, Pãndu, pero es como auxiliares de yudhisthira, traspuesto de Mitra, como realizan plenamente sus personajes; en la mitología escandinava, por último, Týr, el homólogo de Mitra, no sólo está degenerado en su definición sino que ha perdido su importancia, y por quedar de hecho Ódinn como único “dios soberano”, es a él, como hijos suyos, a quien son vinculados directamente Baldr y Hödr. Por lo que respecta a Loki, con una coloración particular de Escandinavia, es el homólogo del inspirador de las grandes desdichas del mundo, del espíritu demoniaco que conocían sin duda ciertos relatos de los indoiranios, por mucho que los Vedas lo ignoren, en vista de que el zoroastrismo lo amplió en Anra-Mainyu y los autores del Mahãbhãrata lo traspusieron a Duryodhana, encarnación del demonio de nuestra era cósmica.

  La degradación de Týr hace, por lo demás, que no desempeñe papel en la tragedia, a no ser accesoriamente en la batalla final, y que sea Baldr quien concentre en sí las esencias de Mitra y de Aryaman, los papeles que el Mahãbhãrata distribuye entre Yudhisthira y Vidura. Pero es sabido hasta qué punto Mitra y su principal colaborador estaban cerca desde los tiempos védicos y prevédicos, y se ha visto que el Mahãbhãrata llega hasta a hacer de Yudhisthira y de Vidura una especie de desdoblamiento del mismo dios, Dharma, desdoblamiento que la muerte del segundo por “ingreso” en el primero devuelve a la unidad.

  Consideremos ahora el drama mismo, en sus tres tiempos:

  1] El demoniaco Loki se sirve del ciego Hödr para eliminar —aquí: enviar, por la muerte, al largo exilio de Hel— al buen Baldr. Y utiliza un juego que Baldr, invulnerable en principio, tiene todas las razones para creer inofensivo, pero en el que es muerto por la única arma que seguía siendo peligrosa para él, descubierta por Loki y manejada por el ciego Hödr, bajo la dirección de Loki. El mecanismo es paralelo al que lleva a la eliminación provisional, al largo exilio de Yudhisthira: el demoniaco Duryodhana arranca al ciego Dhrtarãstra autorización para armar el escenario que perderá a Yudhisthira. Y tal escenario es un juego en apariencia sin peligro para Yudhisthira, el mejor de todos los jugadores, pero en el que su contrincante, cómplice de Duryodhana, hace trampas sobrenaturales que reducen a Yudhisthira, vencido, al destierro. Las dos principales diferencias son las especificaciones distintas de los juegos (dados en la India, donde los dados son, en efecto, el prototipo de los juegos; juego mucho más espectacular y novelesco en Escandinavia), y el grado desigual de culpabilidad, por una parte, del ciego indio, que sabe a qué desgracia llevará su acto y que lo realiza, con todo, por debilidad, por otra parte del ciego escandinavo, instrumento enteramente involuntario, inconsciente, de la astucia del malo; de suerte que las responsabilidades se reparten sencillamente en Escandinavia entre Loki rádhani, “matador por plan”, instigador, y Hödr, el ciego handbani, “matador por la mano”, agente puramente material, pero de modo más complejo en la India entre un rádbani, Duryodhana, y dos handbani que participan conscientemente en su rád, el ciego Dhrtarãstra y el contrincante tramposo de Yudhisthira. Estas diferencias dejan que subsista el paralelismo esencial, pero bastarían —si es que fuera posible adelantarla— para eliminar la hipótesis de un préstamo o hasta de una influencia literaria de la India sobre Escandinavia.

  2] La escena del juego fatal abre, en los dos relatos, un largo período sombrío; el correr íntegro del mundo actual entre los escandinavos, y, en la India, solamente el tiempo que Yudhisthira y sus hermanos pasan desterrados, tiempo reducido a algunos años por las necesidades del marco épico, pero que, en el mito original, debía de ser también la parte final de una edad cósmica, puesto que el responsable, el demoniaco Duryodhana, es ni más ni menos que la encarnación del genio malo de la era actual. Este período de espera concluye, en una y otra parte, con la gran batalla en que son liquidados todos los representantes del Mal y la mayoría de los del Bien. De esta batalla difieren las circunstancias introductoras, ya que en Escandinavia la inician las fuerzas del Mal, encadenadas hasta entonces —contando a Loki, a consecuencia de la muerte de Baldr— y bruscamente liberadas, en tanto que, en el Mahãbhãrata, la dan los héroes buenos, reaparecidos después de su destierro pasajero y que reclaman sus derechos. Otra divergencia es que, en el Mahãbhãrata, los sobrevivientes de los “buenos” son los Pãndava, Yudhisthira y sus hermanos, cada uno de los cuales ha muerto a su adversario particular, sin sucumbir él, en tanto que, en el mito nórdico, los homólogos de los Pãndava, los dioses funcionales, perecen al igual que sus adversarios y los sobrevivientes o renacidos son, con Baldr y Hödr, los hijos de los dioses.

  3] Esta diferencia es atenuada por el hecho de que los homólogos hindúes de Baldr y de Hödr, Vidura y Dhrtarãstra, que no participan en la gran batalla más que aquéllos, sobreviven con los Pãndava y reciben, en el renacimiento que sigue, papeles nuevos: concluido su antiguo desacuerdo son, en unión completa y confiada, los dos órganos del gobierno perfecto de Yudhisthira. Así, en el mundo que renace, purificado, liberado del Mal, después de la batalla escatológica y el cataclismo, Baldr y Hodr reconciliados quedan en el lugar de los soberanos —y Baldr desempeña a la vez, como dijimos, los papeles de Yudhisthira y de Vidura.

  La amplitud y la regularidad de esta armonía entre el Mahãbhãrata y la Edda resuelven, en mi concepto, los problemas de Baldr, de Hödr, de Loki y del Ragnarök, que erróneamente han sido separados. Y este problema en realidad único lo resuelven de tura manera inesperada, que excluye, a no ser para ciertos detalles accesorios y tardíos, las soluciones fundadas en el préstamo, iranio, caucásico o cristiano y que saca a la luz un vasto mito sobre la historia y el destino del mundo, sobre las relaciones entre el Mal y el Bien, que debía de estar constituido ya, antes de la dispersión, al menos entre una parte de los indoeuropeos.

  Así se completa la comparación que publiqué en 1948 del mito de Loki y de Baldr y de la leyenda oseta de Syrdon y de Sozryko, en un libro del cual apareció en 1959 una edición alemana considerablemente mejorada, Los osetas, como es sabido, son los últimos descendientes de los pueblos escíticos que, desde antes de los tiempos de Herodoto y hasta la Edad Media, ocuparon vastos territorios en el sur de la actual Rusia. Los escitas eran una rama del tronco iranio, desprendida pronto, y que no sufrió profundamente la influencia del zoroastrismo. Tanto más inapreciable resulta, así, hallar entre ellos, en forma épica también, en un folklore consignado en los siglos XIX y XX, un paralelo cercano, si no del conjunto que acabamos de descubrir (no figuran la escatología, la gran batalla), sí al menos del episodio de la muerte de Baldr: el guapo héroe Sozryko es muerto también, a instigación del malo Syrdon, auténtico Loki, y, según un grupo de variantes (cherques), en un juego que recuerda muy de cerca aquel en que sucumbe Baldr. Sozryko es invulnerable, salvo —es un secreto— en las rodillas. Syrdon descubre tal secreto. Empuja pues a los nartos a organizar un juego de apariencia inofensiva: todos se suben a lo alto de una montaña, y Sozryko se pone al pie; desde arriba le arrojan la Rueda cortante, y él se la devuelve, haciéndola rebotar en la parte de su cuerpo que le designan los gritos de los otros. ¿Qué arriesga, puesto que ni su frente, ni su pecho, ni sus brazos, ni casi ningún lugar de su cuerpo puede ser herido? Pero bien pronto, en el calor del juego, olvida la única limitación de su privilegio y cuando, desde arriba, le gritan: —¡Con las rodillas!, las opone a la Rueda que se le viene encima y que se las corta. Es probable que leamos aquí el último resto de la versión escítica del relato cuyas versiones escandinava, hindú y —en la refundición zoroastriana—irania hemos recorrido.

  NOTAS BIBLIOGRÁFICAS.

  La bibliografía sobre el mito de Baldr y el Ragnarök es inmensa. Se hallará lo esencial y lo más moderno en las notas de J. de Vries, Altgerm. Rel. Gesch.2, II, pp. 214-238 (“Baldr”), 392-405 (“Das Weltende”). Cf. W. Betz, Die altgerm. Religion, cois. 2502-2508 y 2521-2523.

  En la edición francesa de Loki (1948), pp. 227-254, admití todavía la interpretación de Baldr como genio de la fecundidad de culto estacional; la edición alemana (1959) rectificó este punto de vista, de acuerdo con el presente capítulo, así como mis “Balderiana minora”, Indo-Iranica (Mélanges G. Morgenstierne), 1964, pp. 67-72. Es igualmente la teoría mannhardtiana la que es sostenida y rejuvenecida en F. R. Schróder, “Balder und der zweite Merseburger Spruch”, Germanisch-Romanische Monatsschrift, 34, 1953, pp. 1C6-183.

  De semejante teoría hizo una crítica definitiva J. de Vries, “Der Mythos von Balders Tod”, Arkiv för Nordisk Filologi, 70, 1955, pp. 41-60; yo mismo la había rechazado en un curso del Collége de France, y sensiblemente con los mismos argumentos, mientras J. de Vries redactaba el citado artículo. Pero la interpretación nueva de mi sabio colega holandés —la muerte de Baldr como mito correspondiente a un ritual de iniciación de los jóvenes guerreros— me parece tropezar con otras tantas dificultades: Baldr no tiene de guerrero más que de dios de la fecundidad, de Van; el ciego Hödr, lisiado incapaz de actuar solo, no puede ser ninguna hipóstasis de Ódinn, por mucho que este ilustre tuerto sea llamado a veces “el ciego”; el papel y los sentimientos de Ódinn en este drama están demasiado constantemente en favor de Baldr para que se pueda suponer que, en una versión anterior, fuera responsable de su muerte; Baldr no “resucita”, como debiera hacerlo en un mito de iniciación, después de una muerte simulada, lo mismo que, después de una muerte real, en un ritual agrario, etc.

  Baldr, cuyo nombre significa “Herr”, es ciertamente odínico, sólo que no tiene que ver con el aspecto guerrero de Ódinn sino con su aspecto soberano, del cual ofrece una concepción más pura, irrealizable al presente, reservada al porvenir. En cuanto a Hödr-Hatherus, es notable —y muy conforme con la evolución prehistórica de la ideología germánica— que esta encarnación del destino y de la muerte ciega sea nombrado así mediante un nombre que, como apelativo, designa el “guerrero”. La deformación de estos mitos por Saxo ha sido examinada en Du mythe au román, 1970 [trad. esp.: Del mito a la novela, 1973]. (Acerca de otras representaciones germánicas del destino, v. lo último, las breves pero excelentes exposiciones de J. de Vries, Altgerm. Rel.-Gesch., I, pp. 267-273, y de W. Betz, Die altgerm. Rel, cols. 2537-2541, y los documentos reunidos en W. Baetke, Die Religión der Germanen in Quellenzeitgnissen, 1937, pp. 98-110).

  El lugar atribuido aquí a Aryaman entre los dioses soberanos se opone al propuesto por Paul Thieme (1938, 1958): v. Journ. Asiat., CCXLVI, 1958, pp. 67-84.

  La interpretación de los Pándava (y de su esposa colectiva) fue dada por S. Wikander en su artículo fundamental “Pãndavasagan och Mahãbhãratas mytiska förutsättningar”, Religion och Bibel, VI, 1947, pp. 27-39. La desarrollé, y extendí la interpretación a otros personajes y a la trama misma de la epopeya hindú, en la primera parte (pp. 31-257) de Mythe et épopée, I, 1968 (v. en particular el cap. VIII, “Anéantissement et renaissance”); ruego a los germanistas que tengan a bien discutir mi interpretación unitaria de la muerte de Baldr y del Ragnarök que empiecen por leer las mencionadas páginas.

  Sobre Heimdallr y sobre Vidarr, v. Mythe et épopée, I, caps, V y VIII de la primera parte


  [47] pp. 39-68 de la trad. esp.: Los dioses de los Indoeuropeos, Barcelona, 1970. <<
  
    [48] XXXIV, 27-32; ed. y trad. de B. T. Anklesaria, 1956, pp. 290-293. <<
  
    [49] Vidhura Pandita Jãtaka — V. Fausböll, VI, pp. 355-329; J. Dutoit, vi, pp. 316-339. <<

    [50] caps. 15 y 11: Sn. pp. 33 y 29-30. <<
  
    [51] Sn. pp. 33-34. <<
  
    [52] caps. 33-35: Sn. E., pp. 65-68. <<
  
    [53] Gylfaginning, caps. 37-38 y 41: Sn. E., pp. 70-73 y 75. <<
  
    [54] cap. 25: Sn. E., pp. 45-47. <<

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