martes, 2 de abril de 2019

Apollonius

Hermann Hesse

Antaño el rey Antíoco gobernaba en la ciudad de Antioquía, que recibió su
nombre de él; con su esposa, el rey engendró una hija hermosa. Llegada ésta a la edad
núbil y habiendo crecido cada vez más el esplendor de su belleza, muchos la pidieron
en matrimonio con su gran e incalculable dote. Pero mientras el padre estaba
decidiendo a quién entregarle a su hija por esposa, sin saber qué hacer, estalló
repentinamente en él una cruel llama del amor y del deseo injusto por su propia hija,
y comenzó a amarla más de lo que corresponde a un padre.
Combatió su locura con la vergüenza, pero finalmente venció el amor, y un día se
internó en el dormitorio de su hija e hizo alejarse de allí a todos los demás, como si
quisiera tener una entrevista secreta con su hija. Azuzado por la locura de su impulso,
pese a la resistencia de la hija, le robó su inocencia y mancilló su castidad. Mientras
la doncella estaba pensando qué podía hacer entró de pronto su aya, y al ver a la niña
con un rostro lloroso, le dijo:
—¿Por qué está tan abatida tu alma?
—Oh, carísima —contestó la niña—, en este aposento acaban de hundirse dos
nobles nombres.
—Mi ama, ¿qué significa eso? —preguntó el aya.
—Que antes de desposarme he sido mancillada por el más atroz de los crímenes
—replicó aquélla.
Cuando el aya hubo oído y visto, estuvo como enloquecida y dijo:
—¿Y qué diablo ha osado ensuciar la cama de una reina?
—Impiedad lo ha cometido —contestó la muchacha.
—¿Por qué no se lo denuncias a tu padre? —replicó el aya.
—¿Dónde está mi padre? —dijo la niña—. Si lo supieras, para mí se habría
perdido el nombre de padre, y sólo la muerte me complace como salvación.
Pero cuando el aya escuchó que la niña ansiaba la ayuda de la muerte, la hizo
desistir de esto con dulces palabras y la exhortó a abandonar esa intención. El padre
impío, que entretanto hacía hipócritamente ante sus súbditos el papel de padre
devoto, estaba contento de ser, entre sus cuatro paredes, el marido de su hija; para
poder compartir por siempre el lecho maldito de su hija, inventó un nuevo tipo de
vileza para ahuyentar a los pretendientes que la deseaban por esposa. Pues puso como
condición una adivinanza, agregando:
—Quien halle la solución a mi pregunta, que despose a mi hija; pero quien no la
resuelva, que pierda su cabeza.
Por la belleza increíble e inaudita de la muchacha se acercaron muchísimos reyes
de todos los confines del mundo, y si alguno casualmente acertaba en la solución de
la adivinanza, de todos modos se le ahorcaba como si nada hubiera dicho y se
exponía su cabeza en la puerta, para que los que llegaran tuvieran ante sí la imagen de
la muerte y desistieran. Pero todo esto lo había hecho para poder vivir él mismo en
adulterio y con su hija. Mientras Antíoco seguía ejerciendo tales crueldades, llegó en
un viaje marítimo a Antioquía cierto joven tirio llamado Apollonius, que pertenecía a
los más nobles de su ciudad natal, era muy rico y poseía importantes conocimientos;
se dirigió al rey y le dijo:
—¡Bienaventurado seas, oh rey!
—Que tus padres tengan un buen matrimonio —contestó el rey.
—Te pido a tu hija por esposa —dijo el joven.
Mas cuando el rey oyó lo que no quería oír, miró al joven y le dijo:
—¿Conoces la condición de tu casamiento?
—La conozco —replicó el joven—, y la he visto en la puerta.
El rey se enfadó y dijo:
—Escucha, pues, la pregunta: «Estoy viajando en un crimen, devoro la carne de
mi madre, he buscado a mi hermano y al marido de mi madre y no lo encuentro».
Habiendo oído esta pregunta, el joven se alejó un momento del rey; y al buscar la
ayuda de su sabiduría, por gracia divina halló la solución de la pregunta, regresó y le
dijo al rey:
—Querido señor Rey, me has planteado una pregunta; ahora escucha la solución a
la misma. Pues al decir «estoy viajando en un crimen» no has mentido; basta que te
mires a ti mismo; en las palabras «devoro la carne de mi madre» mira a tu hija.
Cuando el rey supo que el joven había hallado la solución de la adivinanza, temió
que se evidenciara su pecado; por eso le miró con enfado y dijo:
—Joven, aún estás muy lejos de la solución de la pregunta; no has dicho lo que es
cierto; en realidad mereces que te decapite; pero mira te daré otro plazo de treinta
días: piensa la cuestión una vez más, y si hallas la solución recibirás a mi hija por
esposa; pero en caso contrario perderás tu cabeza.
El joven se quedó consternado, y junto a sus compañeros tomó un barco y se
dirigió a su ciudad natal. Después del alejamiento del joven, el rey llamó a su
mayordomo Taliarcus y le dijo:
—Taliarcus, mi más fiel escriba secreto, sabe que Apollonius de Tiro ha
descubierto la solución de mi adivinanza; sube por tanto a un barco para perseguirlo,
y cuando llegues a Tiro pregunta por él y mátalo con veneno o a hierro. Cuando
regreses obtendrás una gran recompensa.
Taliarcus cogió su escudo y dinero y se encaminó hacia la ciudad natal del joven.
Apollonius llegó antes que él, se fue a su casa, abrió todos sus armarios, hojeó todos
sus libros y no encontró sino lo que le había dicho al rey, por lo que se dijo: «Si no
me equivoco, el rey ama a su hija con un ardor impuro». Pero mientras esto pensaba,
se dijo en su corazón: «Qué haces, Apolloni, has descubierto la solución y sin
embargo no has conseguido a la princesa, por tanto, Dios ha determinado que no
perezcas». En seguida hizo disponer barcos y cargarlos con cien mil fanegas de
cereales, una gran cantidad de plata y muchas prendas de vestir, subió a una nave con
pocos hombres de confianza en la tercera hora de la noche y se confió a la alta mar.
Al día siguiente lo buscaron sus conciudadanos, pero no lo encontraron; y se levantó
un inmenso clamor porque no se encontraba por ninguna parte al príncipe más
querido de la patria, y en toda la ciudad había una gran tristeza. Era tan amado por
sus conciudadanos, que los barberos tuvieron que dejar de trabajar durante mucho
tiempo, los espectáculos públicos debieron descansar, se cerraron los baños y nadie
frecuentaba los templos ni las tabernas. Pero mientras las cosas así estaban llegó
Taliarcus, enviado por el rey Antíoco para matar a Apollonius; al ver cerradas todas
las casas le dijo a un muchacho:
—Dime por tu vida, ¿por qué está de duelo esta ciudad?
—Oh, carísimo —contestó el muchacho—. ¿No sabes ya lo que preguntas? Esta
ciudad está de duelo porque desde su regreso del palacio del rey Antíoco no vemos a
Apollonius por ninguna parte.
Taliarcus, al oír esto, volvió muy contento a su barco, regresó a Antioquía, fue a
ver al rey y le dijo:
—Señor, rey mío, alégrate, pues por temor hacia ti, Apollonius no ha reaparecido
más.
—Podrá huir —replicó el rey—, pero no huir de mí.
De inmediato dio a conocer el siguiente edicto:
—Quien me entregue a Apolloni de Tiro, el traidor de mi majestad, obtendrá
cincuenta talentos de oro, pero quien le corte la cabeza obtendrá cien.
Entonces no sólo los enemigos de Apollonius, sino también sus amigos, se
dejaron tentar por la codicia y se dieron prisa para cazarlo. Buscaron a Apollonius por
mar y por tierra, en los bosques y en todos los escondrijos, pero no lo encontraron.
Entonces el rey hizo aprontar flotas enteras para perseguir al joven; pero mientras los
encargados aún estaban disponiendo las flotas, Apollonius llegó a Tarsis y fue visto
por uno de sus esclavos, llamado Elinatus, que había llegado a la misma hora. Éste se
le acercó y le dijo:
—¡Dios te guarde, rey Apolloni!
—Pero éste, al ser saludado así, hizo como suelen hacerlo los poderosos, e ignoró
al esclavo. El viejo se enfadó mucho, le saludó una segunda vez y le dijo:
—¡Dios te guarde, rey Apolloni! ¡Retribúyeme mi saludo y no menosprecies una
pobreza adornada con buenas costumbres! Pues si supieras lo que yo sé, bien que
andarías con precaución.
—Decídmelo, si os place —respondió aquél.
—Has quedado desterrado —dijo éste.
—Y ¿quién ha proscrito al príncipe de su ciudad natal? —preguntó aquél.
—El rey Antíoco —dijo Elinatus.
—¿Y por qué el rey Antíoco?
—Porque quieres ser lo que él es como padre.
—¿Cuánto ha puesto por mi cabeza? —preguntó Apollonius.
—Quien te lleve vivo ante él —respondió Elinatus— recibirá cincuenta talentos
de oro, pero quien le lleve tu cabeza tendrá un premio de cien talentos. Por eso te
exhorto a que busques un refugio en algún lugar.
Elinatus, tras haber dicho esto, se alejó, pero Apollonius le llamó y le pidió que se
le acercara, que él le daría cien talentos de oro, y dijo:
—Cógelos de mi pobreza, pues los has merecido, córtame la cabeza y entrégasela
al rey; eso le causará una gran alegría. Mira, aquí tienes los cien talentos de oro, y
además quedas sin culpa, puesto que te he inducido al crimen pago por propia
voluntad, para que le brindes un placer al rey.
—Señor —le contestó el anciano—, por una cuestión tal jamás en la vida quiero
recibir una recompensa; la gente proba nunca equipara la amistad al dinero.
Y luego de seguir ensalzando mucho al rey Apollonius, se alejó. Después de éste,
cuando Apollonius se hallaba aún en el mismo sitio de la costa, vio acercarse a un
hombre llamado Stranguilio, cuyo rostro expresaba preocupación y tristeza.
Apollonius se allegó hasta él y le dijo:
—¡Bien venido, Stranguilio!
Y éste replicó:
—Bien venido seas también tú, mi rey Apolloni. —Y agregó—: Dime por qué te
detienes en este lugar con una expresión tan turbada.
Apollonius dijo:
—Porque deseaba que, después de haber dicho la verdad, la hija del rey fuera mi
mujer y esposa. Por eso deseo y te pido que, si fuera posible, me permitas
esconderme en vuestra ciudad.
—Señor Apollonius —respondió Stranguilio—, nuestra ciudad es muy pobre y no
está en condiciones de mantener tu alto linaje conforme a tu rango; además estamos
padeciendo una grave hambre y escasez de cereales, y nuestros ciudadanos no tienen
esperanzas de salvación, sino que la más cruel de las muertes pende ante nuestros
ojos.
Pero Apollonius replicó:
—Dad gracias a Dios, que en mi huida me ha llevado a vuestros confines; le daré
cien mil fanegas de trigo a vuestra ciudad, con tal de que ocultes mi huida hacia aquí.
Al oír esto, Stranguilio se echó a sus pies y le dijo:
—Señor Apollonius, si quieres ayudar a esta ciudad, no sólo ocultaremos tu
huida, sino que si fuera necesario lucharemos por tu conservación.
Más tarde, Apollonius subióse al tribunal en el mercado y les dijo a todos los
ciudadanos presentes:
—Ciudadanos de Tarsis, a quienes oprime y martiriza la falta de cereales: yo,
Apollonius de Tiro, quiero ayudaros, pues pienso que recordaréis esta buena acción y
ocultaréis mi huida. Pues sabed que no se me ha guiado hasta vosotros por mi viaje,
sino para vuestra buena suerte. Por tanto os quiero dar cien mil fanegas de trigo al
mismo precio que las he pagado en mi patria, a saber, ocho chelines por fanega.
Al oír los ciudadanos que podían comprar una fanega por ocho chelines se
pusieron muy contentos y comenzaron inmediatamente a disponer el trigo para su
uso. Apollonius aceptó el dinero, pero para que no pareciera que se había despojado
de su dignidad real y siendo más comerciante que rey, volvió a regalar este dinero al
patrimonio municipal de esta ciudad. Habiendo conocido los ciudadanos tan grandes
buenas acciones, le erigieron un monumento en el mercado, en el que lo
representaban de pie en un carro, cortando las mieses con la mano derecha y
distribuyéndolas con el pie izquierdo, y escribieron en el pedestal: «Apollonius de
Tiro le hizo a la ciudad de Tarsis un regalo, que la salvó de una muerte terrible».
Unos días después, Apollonius, por consejo de Stranguilio y de Dyonisiades, la mujer
de éste, decidió navegar hasta la ciudad tirrena de Pentápolis, para ocultarse allí
mientras sus buenas acciones se cumplían tranquila y prósperamente. Con grandes
honores, pues, lo llevaron hasta la costa, y después de haberse despedido de todos,
subió a su barco.
Pero después de tres días y otras tantas noches tras haber abandonado las costas
de Tarsis, cesó de pronto el viento favorable y cambió el mar. Pues en pocas horas
sobrevino ahora una tempestad, mientras Aquilo y Euro acosaban la flota; el cielo se
descargó con inmensas lluvias, la tempestad destrozó a la tripulación tiria, al mismo
tiempo se hendió el barco, el Céfiro revolvió el mar, granizo y nubes oscuras se
posaron sobre el mismo. Pero los vientos soplaron tan fuertes que la muerte se
apoderó de todos; si bien todos trataron de aferrarse a una madera, en tamaña
oscuridad y tormenta todos perdieron la vida. Sólo Apollonius fue arrastrado a la
costa de Pentápolis gracias a una madera que había podido coger felizmente, y parado
ahora en la orilla y mirando el mar serenado, habló así:
—Oh, mar infiel, prefiero caer en manos del cruel rey que en las tuyas; ¿adónde
he de dirigirme ahora, dónde encontrar una patria, qué hombre conocido ha de
asistirme a mí, el desconocido?
Mientras estaba diciendo tales cosas, vio a un hombre joven que se le acercaba,
un barquero fuerte envuelto en una capa sucia; y como la necesidad le obligaba,
Apollonius se echó a sus pies y dijo entre lágrimas:
—Seas quien fueres, apiádate de un náufrago que no ha salvado más que su vida,
pero que no ha sido engendrado por padres humildes sino nobles; y para que sepas de
quién has de conmiserarte: soy Apollonius de Tiro, yo, el señor de mi ciudad paterna,
te suplico salves mi vida.
El pescador, al percibir la belleza del joven, se conmovió, lo levantó y lo llevó a
su casa, le ofreció toda la comida que pudo conseguir y, para completar su caridad, se
quitó su gran capote, lo dividió en dos mitades, le dio una al joven y dijo:
—Coge lo que tengo y ve a la ciudad; tal vez allí encuentres a alguno que se
compadezca de ti; pero si no hallas a ninguno, vuelve aquí y déjate contentar con mi
pobreza —y luego agregó—. Sólo te pido que si alguna vez volvieras a obtener tu
anterior magnificencia, no desprecies la pobreza de un pequeño pescador.

—Si no te recuerdo eternamente —replicó Apollonius—, quiero volver a
naufragar sin encontrar luego a un hombre como tú.
Tras haber hablado así, tomó el camino que le habían indicado y entró por las
puertas de la ciudad. Pero mientras seguía pensando dónde podría procurarse ayuda,
vio correr por las calles a un niño desnudo que tenía la cabeza untada de aceite,
estaba ceñido con una toalla y proclamaba a viva voz:
—¡Escuchadme todos, extranjeros y siervos: quien quiera lavarse, que entre al
baño público!
Apollonius, habiendo oído esto, se dirigió al baño, se quitó su viejo abrigo y se
sirvió del agua.
Mientras miraba a cada uno de los presentes buscaba a uno de su estirpe, pero no
halló a ninguno. Cuando repentinamente entró el rey de toda la comarca, Altistrates,
con un enjambre de sirvientes, jugando un juego de pelota con sus esclavos,
Apollonius se agachó delante del rey, atajó la pelota rodante y con un diestro golpe se
la devolvió al rey. Entonces el rey le dijo a sus sirvientes:
—Alejaos; pues hay aquí un joven que, según pienso, puede competir conmigo.
Apollonius, al oír que le elogiaban, se le acercó valientemente y, después de haber
cogido el recipiente con aceite y ungüento de cera, untó al rey en todo el cuerpo con
mano hábil, luego le aplicó fomentos en un blando diván y sólo finalizó su prestación
de servicios cuando el rey se alejó. Tras la partida del joven, el rey les dijo a sus
amigos:
—Os juro que jamás me he bañado mejor que hoy con los servicios de este joven,
pese a que no sé quién es —y mirando a uno de sus sirvientes, agregó—: Averigua
quién es el joven que me ha servido.
Éste siguió al joven y vio que estaba vestido con un abrigo sucio y raído; regresó
y le dijo al rey:
—El joven es un náufrago.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el rey. Y aquél contestó:
—Aun sin que lo diga, lo muestra su vestimenta.
El rey dijo entonces:
—Ve a verlo de prisa y dile: «El rey te pide que hoy comas junto a su mesa».
Al oír esto, Apollonius se puso muy contento y se dirigió con el sirviente hacia
donde estaba el rey. Pero el sirviente entró el primero en el real aposento y dijo:
—Ha llegado el náufrago; mas tiene vergüenza de entrar, porque su ropa está
sucia.
En seguida el rey lo hizo vestir con ropas suyas más dignas y pasar al comedor.
Luego de haber entrado, se sentó Apollonius frente al rey, en un sitio que le habían
asignado; primero se sirvió un desayuno, pero luego un banquete real; mas
Apollonius no se servía, pese a que todos estaban comiendo, sino que contemplaba la
vajilla de oro y plata y a los siervos del rey, con lágrimas en los ojos. Uno de los
invitados díjole al rey:
—Si no me equivoco, este joven tiene envidia de tu suerte.
—Tu sospecha es infundada; no me envidia mi suerte, sino que está doliéndose de
lo mucho que ha perdido —replicó el rey. Luego miró a Apollonius al rostro y le dijo
con tono amistoso:
—Joven, come con nosotros y confía en que Dios te deparará un mejor destino.

Mientras aún le estaba hablando, de pronto entró la hija del rey, una doncella
adulta, besó a su padre y a todos los amigos que se hallaban alrededor de la mesa.
Una vez que hubo besado a todos regresó adonde estaba su padre y le dijo:
—Buen padre, ¿quién es el joven que tiene el sitio de honor enfrente de ti y que
nos mira tan acongojado?
—Oh, querida hijita —replicó el rey—, este joven ha sufrido un naufragio y me
ha ofrecido muchos servicios amables en la escuela de lucha, y por eso le he invitado
a comer; pero no sé quién es; si quieres saberlo, pregúntaselo, pues estoy de acuerdo
con que sepas todo, y tal vez te compadezcas de él cuando le hayas conocido.
Cuando la muchacha oyó esto, se acercó a Apollonius y le dijo:
—Querido amigo, tu noble aspecto indica tu linaje noble; si no te resulta
desagradable, dime tu nombre y tus peripecias.
—Si quieres saber mi nombre —replicó aquél—, lo he perdido en el mar; si mi
estirpe, la he dejado en Tiro.
—¡Habla más claramente, para que pueda entenderte! —dijo la muchacha.
Entonces Apollonius le contó todas sus desgracias y le citó su nombre. Una vez
terminado su discurso comenzó a derramar lágrimas y el rey, al verle llorar, le dijo a
su hija:
—Mi dulce niña, has obrado mal al exigir saber el nombre y los destinos de este
joven, pues has vuelto a evocar su antiguo dolor. Dulce hija, ahora que sabes la
verdad, conviene que le hagas partícipe de tu real generosidad.
Habiendo percibido la jovenzuela la voluntad de su real padre, miró al joven y le
dijo:
—Apollonius, ahora eres de los nuestros; depón tu tristeza, pues mi padre volverá
a hacerte rico.
Apollonius le dio las gracias deferentemente, pero entre suspiros. Luego el rey le
dijo a su hija:
—Busca tu lira para regocijar a los huéspedes con tu canto.
La princesa se hizo traer su lira y comenzó a tocarla dulcemente. Todos
comenzaron a alabarla y a decir:
—No hay nada más bello ni más dulce.
Sólo Apollonius callaba, y el rey le dijo:
—No haces bien, Apollonius; todos ensalzan a mi hija por su música; ¿por qué no
te complace?
—Buen rey —contestó aquél—, si me lo permites, te diré lo que pienso: tu hija ha
comenzado a conocer la música, pero aún no la domina. Ordena, pues, que se me
entregue la lira, y de inmediato te enterarás de lo que aún ignorabas.
—Apolloni —contestó el rey—, veo que estás bien instruido en todas las cosas.
Luego le hizo entregar la lira y le adornó la cabeza con una corona de laureles.
Éste cogió la lira, volvió al comedor y tocó tan hermosamente ante el rey, que todos
lo tomaron ya no por Apollonius, sino por el propio Apolo. Los huéspedes le dijeron
al rey que jamás habían oído ni visto nada mejor. La princesa, al percibirlo, miró al
joven y sintió amor por él; y así le habló a su padre:
—Oh, padre, permite que le dé al joven lo que me venga en gana.
—Lo permito —dijo el rey.
Entonces ella dirigió su mirada hacia Apollonius y le dijo:
—Maestro Apollonius, recibe de la benignidad de mi padre doscientos talentos de
oro, cuatrocientas libras de plata, ricas prendas, veinte esclavos y diez criadas.
Pero a éstos les dijo:
—Buscad lo que le he prometido.
Y en presencia de los amigos del rey y a través de las puertas del comedor
abiertas se trajeron todas las cosas por orden de la princesa. Luego todos se pusieron
de pie y, tras haberse despedido del rey, se marcharon. Apollonius dijo:
—Buen rey, que te conmiseras de los desdichados, y tú, princesa, amiga de las
ciencias y protectora de la filosofía, que os vaya bien.
Luego se dirigió a los sirvientes que le había encomendado la princesa y les dijo:
—Coged lo que me han regalado, vayámonos y busquemos un alojamiento.
Pero la muchacha temió perder a su amado, se puso muy triste, miró a su padre y
dijo:
—Buen rey y querido padre, ¿quieres que Apollonius, quien sólo hoy se ha
enriquecido gracias a nosotros, se vaya y que hombres malvados vuelvan a quitarle lo
que le hemos regalado?
Entonces el rey ordenó de prisa que a aquél se le asignara un aposento en el que
pudiera dormir tranquilo y de acuerdo con su rango. La joven, ardiendo de amor, pasó
una mala noche, por lo cual se dirigió muy de mañana al aposento de su padre. Al
verla, éste le dijo:
—¿Por qué, en contra de tu costumbre, te has despertado a hora tan temprana?
—No pude conciliar el sueño, por lo cual te pido, querido padre, que me des por

maestro al joven, para que pueda aprender música y muchas otras cosas.
Al oír esto, el rey se alegró, llamó al joven y le dijo:
—Apolloni, mi hija tiene el gran deseo de aprender tu arte; por tanto te pido que
le enseñes todo lo que sabes; por ello quiero pagarte un sueldo digno.
—Señor —contestó éste—, estoy dispuesto a satisfacer vuestro deseo.
Le enseñó a la princesa entonces todo lo que él mismo sabía. Mas ésta se enfermó
por su amor demasiado grande por el joven, y viendo el rey que a su hija la aquejaba
algún mal, hizo venir a médicos. Éstos palparon las arterias y diversas partes del
cuerpo de la misma, pero no lograban encontrar enfermedad alguna. Pocos días
después, tres jóvenes muy nobles, quienes desde hacía tiempo pretendían a la
princesa por esposa, saludaron al rey como al unísono, y el rey les miró y les dijo:
—¿Qué queréis?
—Hemos venido hoy —replicaron— porque a menudo nos prometiste darle a uno
de nosotros a tu hija como esposa. Somos tus súbditos, de rica y noble condición;
escoge, pues, a uno de nosotros tres, al que quieras tener como yerno.
—Me habéis molestado en un momento inoportuno; mi hija se dedica ahora a las
ciencias; pero de tanto amor al estudio se ha indispuesto; mas para que no parezca
que quiero distraeros, anotadme en pizarras vuestros nombres y la magnitud de
vuestra herencia; se los daré a mi hija, y que entonces ella misma escoja a quien
quiera.
Así lo hicieron; el rey cogió lo que habían escrito, lo leyó, le colocó su sello y se
lo dio a Apollonius con las siguientes palabras:
—Maestro, toma estos papeles y házselos llegar a tu alumna.
Apollonius los cogió y se los llevó a la muchacha. Cuando la princesa vio al que
amaba, le dijo:
—Maestro, ¿qué pasa, que entras solo a mi cuarto?
—¡Coge estas pizarras —le contestó Apollonius— que te envía tu padre, y léelas!
La joven leyó los nombres de sus tres pretendientes, los tiró al suelo, miró a
Apollonius y le dijo:
—Maestro Apollonius, ¿no te apena que me entreguen a otro en matrimonio?
—No, pues todo lo que te suceda, también será honor y ganancia para mí —
replicó aquél. Dijo entonces la muchacha:
—Maestro, si me amaras, te dolería.
Acto seguido escribió una respuesta en la pizarra, volvió a sellarla y se la entregó
a Apollonius para que se la llevara al rey. Había escrito, empero, lo siguiente: «Mi
rey y queridísimo padre: puesto que tu merced me ha permitido contestarte, te escribo
que quiero tener al náufrago por esposo». Cuando el rey lo hubo leído, sin
comprender la idea de su hija por no saber a qué náufrago se refería, se dirigió a los
jóvenes y les dijo:
—¿Sufrió alguna vez un naufragio alguno de vosotros?
Uno de ellos, llamado Ardonius, dijo:
—Yo.
Pero otro dijo:
—¡Que cojas la peste y jamás te sanes! Te conozco desde tu niñez como
compañero de juegos, y jamás has abandonado las puertas de la ciudad para sufrir un
naufragio.
El rey, al no poder descubrir cuál de ellos había sufrido un naufragio, miró a
Apollonius y le dijo:
—Coge esta tabla y léela; pues es posible que sepas lo que yo no comprendo,
puesto que has estado con ella cuando lo escribió.
Apollonius leyó rápidamente el escrito y se sonrojó al darse cuenta de que se le
amaba. El rey le dijo entonces:
—Apolloni, ¿has descubierto al náufrago?
Aquél contestó con pocas palabras, pues sentía vergüenza. El rey, al darse cuenta
de que su hija le quería, les dijo a los otros:
—En cuanto tenga tiempo volveré a recibiros.
Éstos se despidieron y se marcharon. El rey fue entonces solo a ver a su hija y le
dijo:
—¿A cuál esposo has escogido?
Ella se lanzó a sus pies con lágrimas en los ojos y habló así:
—Queridísimo padre, quiero casarme con el náufrago Apollonius.
Al ver el llanto de su hija, el rey la levantó del suelo y le dijo:
—Dulce hijita, no pienses en nada más, pues has elegido al mismo que yo quería
como yerno en cuanto le vi por vez primera. Y como soy tu querido padre, quiero
fijar sin dilaciones la fecha de tu casamiento.
Al día siguiente se invitó a los amigos del rey en las ciudades vecinas, y el rey les
dijo:
—Queridos amigos, mi hija quiere casar con su maestro Apollonius, por lo que os
pido que os alegréis porque mi hija se casa con un hombre tan sabio.
Cuando hubo hablado así, determinó un día para el casamiento; ella pronto quedó
embarazada, y cuando llevaba un niño bajo el corazón, sucedió que paseaba por la
orilla del mar con su esposo, el rey Apollonius, cuando vio un hermoso barco.
Apollonius reconoció que era un barco de su patria, se dirigió por eso al capitán y le
dijo:
—¿De dónde vienes?
—De Tiro —replicó aquél. Apollonius dijo entonces:
—Ése es el nombre de mi ciudad natal.
El otro opinó:
—¿Eres pues un tirio?
—Es tal como dices —contestó Apollonius. Dijo entonces el capitán:
—¿Conoces acaso a un príncipe de esa tu ciudad natal, que se llama Apollonius?
Te pido que, vieras donde lo vieres, le digas que se ponga contento y esté de buen
ánimo, pues el rey Antíoco junto con su hija fueron fulminados por el rayo, y los
tesoros de su reino se están guardando en Antioquía para Apollonius.
Al oír esto, Apollonius le dijo muy contento a su consorte:
—Te pido que me dejes partir de aquí para tomar posesión de mi reino.
Pero aquélla, derramando lágrimas, dijo:
—Oh, señor, si emprendieras un largo viaje, tendrías que apresurarte para acudir a
mi alumbramiento; y, ¿ahora quieres alejarte, cuando estás junto a mí? Pero si así lo
quieres, viajaremos juntos hasta allí.
Luego fue a ver a su padre y le dijo:
—Padre querido, alégrate con nosotros, pues el viejo rey Antíoco, junto con su
hija, ha sido fulminado por el rayo, por justicia divina, pero se están guardando para
nosotros sus tesoros y su corona; permite, pues, que viaje con mi esposo hasta allí.
El rey se puso muy contento, hizo llevar barcos a la playa, los hizo cargar con
todo tipo de bienes, ordenó también que una nodriza llamada Ligozis y una partera
participaran del viaje por el parto de la hija, les dio permiso para partir, los acompañó
hasta la orilla y besó repetidas veces a su hija y a su yerno.
Unos días después se levantó en el mar una furiosa tormenta, y la princesa estaba
tan débil por el nacimiento de una niña que parecía muerta. Al notarlo sus criadas,
prorrumpieron en fuertes gritos y llantos; Apollonius se acercó de prisa, y al ver a su
esposa como muerta, se arrancó las ropas del cuerpo, se echó entre ríos de lágrimas
sobre el cuerpo de ella y dijo:
—Cara mujer, hija de Altistrates, ¿qué he de decirle a tu padre?
Apenas hubo hablado así, el timonel le dijo:
—Ningún buque puede llevar un cadáver; ordena por tanto que se tire el cuerpo al
mar, para que podamos escapar de la muerte.
Apollonius entonces lo increpó:
—¿Qué dices, infame? ¿Quieres que tire al mar a este cuerpo que, cuando yo era
un náufrago y pobre, me acogió?
Por lo tanto convocó a sus sirvientes y dijo:
—Confeccionad un ataúd con aberturas y cerradlas con betún; colocadle dentro
una tabla de plomo y ajustadla.
Una vez terminado el féretro, colocaron dentro del mismo a la princesa adornada
con joyas preciosas y mucho oro bajo su cabeza; luego el rey, bañado en lágrimas,
besó el cadáver, ordenó criar a la niña y alimentarla con precaución, para poder
mostrarle al rey una nieta en vez de la hija, y entre fuerte llanto mandó hundir el
ataúd en el mar. Pero al tercer día, la marea echó el cajón sobre la costa de Éfeso
cerca de la casa de un médico llamado Cerimon, que estaba paseando ese mismo día
con sus alumnos por la playa. Al ver delante de sí el cajón que las olas habían
arrojado en la playa, les dijo a sus sirvientes:
—Levantad este cajón y llevadlo lo más cuidadosamente posible a mi finca
rústica.
Tras haber hecho esto, el médico abrió el ataúd y halló dentro de él a una mujer
adornada con reales joyas y de gran belleza. Todos los que vieron esa belleza se
sorprendieron mucho; pues había en ella una hermosura verdaderamente
resplandeciente, de modo que la naturaleza no había cometido en la mujer más falta
que la de no haberla hecho inmortal. Pues sus cabellos eran brillantes como la nieve;
debajo de ellos se hallaba la frente blanca como la leche; en la piel no se veía una
sola rugosidad fea. Sus ojos eran como dos astros que giraban, parecidos a éstos en la
velocidad, pero no en la complacencia, pues estaban atados por una mirada humilde y
prometían la constancia de un ánimo fiel. La naturaleza también había armonizado
sus párpados con sus pestañas de un modo encantador; y la nariz presentaba una línea
completamente recta, separando de manera agradable las dos partes del rostro, sin
elevarse demasiado hacia delante por un largo excesivo, ni terminarse demasiado
corta, sino mostrándose en una proporción adecuada. Su cuello, más brillante que los
rayos solares y adornado con alhajas, provocaba en todos los ojos un maravilloso
hechizo. El resto de su cuerpo no era ni demasiado pequeño ni presumía con una
excesiva opulencia, de modo que nadie podía hacerle objeción alguna. De su pecho
salían dos brazos encantadores como ramas del tronco de un árbol; sus dedos tenían
un tamaño proporcionado, de modo que su brillo no dejaba de verse ni siquiera por la
simetría de las uñas. Cuando el médico la vio yacer como muerta delante de sí, se
sorprendió y dijo:
—Oh, niña querida, ¿por qué estás tan abandonada?
Vio empero que bajo su cabeza había una suma de oro, y en el oro una tabla con
una inscripción, y dijo:
—¡Veamos qué dice esta tabla!
La abrió y halló escrito lo siguiente: «Pido a quien encuentre este ataúd que se
guarde diez monedas de oro, pero que emplee cinco para el entierro de este cadáver;
pues este cadáver les ha dejado a sus deudos muchas lágrimas y amargos dolores;
pero si alguien lo hiciere de otro modo que el que le pide este dolor, que halle la
muerte y que no encuentre a nadie que lo entierre». Aquél, tras haber leído este
escrito, les dijo a sus servidores:
—Brindémosle a este cuerpo lo que el dolor nos exige.
De inmediato hizo levantar una hoguera; pero mientras estaban ocupados en
colocar el cuerpo en la pira, llegó un joven alumno del médico; este alumno, sin
embargo, por su sabiduría parecía un anciano. Al ver al bello cadáver en la hoguera,
también vio el maestro a su alumno y le dijo:
—Llegas en buena hora, pues te esperaba. Coge esta botella con ungüento y
échalo sobre el cadáver, que es lo último que se hace en un entierro. El alumno se
acercó, pues, al cadáver, le quitó las ropas y le echó con su mano el ungüento en el
cuerpo, pero sintió vida en el corazón del mismo. El joven se sorprendió, le tomó el
pulso y descubrió señales de vida; luego observó los orificios nasales y puso sus
labios en la boca del cadáver y descubrió vida que aún estaba luchando con la muerte;
entonces les dijo a los sirvientes:
—Poned antorchas en estos cuatro rincones, pero con cuidado.
Cuando la sangre, que se había coagulado, comenzó entonces a fluidificarse, el
joven, que observó esto, le dijo a su maestro:
—La mujer que tú crees muerta está viva, y para que me creas, quiero
demostrártelo con una prueba.
Después que hubo hablado así, levantó a la princesa, la llevó a su dormitorio y le
puso aceite caliente en el pecho; humedeció lana y se la puso en el cuerpo, de modo
que la sangre, que se había coagulado, volvió a fluir gracias al calor y comenzó la
respiración. Ella abrió los ojos, tomó aliento y dijo, volviendo en sí:
—¿Quién eres? No me toques de modo indebido, pues soy la hija de un rey y la
esposa de otro rey.
El joven, al oírla, se puso muy contento, se dirigió al aposento de su maestro y le
dijo:
—¡Mira, maestro, la mujer está con vida!
Éste replicó:
—Estoy satisfecho de tu experiencia, alabo tu arte, admiro tu inteligencia.
Escucha ahora detenidamente mi consejo: ¡Nunca dejes de estar agradecido a tu arte!
Recibe ahora tu recompensa, pues esta mujer llevaba mucho dinero consigo.
Luego ordenó ponerle ropas nuevas, darle buenos alimentos y suministrarle los
mejores fortificantes, y pocos días después, cuando se hubo enterado de que ella era
de sangre real, llamó a sus amigos y la adoptó como hija. Ella le pidió,
suplicándoselo, que nadie la tocara y que la dejara servir entre las sacerdotisas de
Diana, por lo cual él la envió allí en compañía de varias mujeres, para que pudiera
viajar ilesa hasta el templo. Entretanto, Apollonius seguía navegando con gran
congoja y llegó por designio divino a Tharsus; aquí se bajó y se dirigió a la casa de
Stranguilio y de Dionisíades; después de saludarles les contó todas sus desventuras y
les dijo:
—Para mi gran desdicha se me ha muerto mi esposa, pero se me ha conservado
mi hija, por lo que estoy muy contento. Por eso, pudiendo confiar en vosotros, no
quiero aceptar mi reino perdido que me guardaban para mí, pero tampoco quiero
regresar a la casa de mi suegro, cuya hija perdí en el mar, sino que prefiero dedicarme
al comercio. A vosotros os confío a mi hija, para que sea educada junto a vuestra hija
Philomacia y para que obtenga el nombre de Tharsia. Además, deseo que Ligozis, el
aya de mi esposa, asuma también el cuidado de tu hija.
Con estas palabras le dio la niña a Stranguilio, le entregó oro y plata y una gran
cantidad de ropas, y juró que no se cortaría los cabellos ni la barba ni las uñas hasta
casar a su hija. Aquéllos se sorprendieron mucho, pero le prestaron un grave
juramento de que educarían a Tharsia con todo celo. Apollonius viajó entonces por
barco a tierras lejanas. Cuando Tharsia cumplió cinco años se la envió al colegio: al
cumplir catorce, un día que volvía de la escuela encontró a su aya Ligozis aquejada
repentinamente por un malestar, se sentó a su lado y le preguntó la causa de su
enfermedad. Ligozis le dijo:
—Mi buena niña, escucha mis palabras y guárdalas en tu corazón. ¿Quién crees
que es tu padre, o tu-madre, o tu ciudad natal?
La niña repuso:
—Tharsus es mi patria, Stranguilio mi padre, y mi madre Dionisíades.
Entonces el aya suspiró y dijo:
—Escucha la historia de tu nacimiento, hija, para que sepas qué hacer después de
mi muerte. Tu padre se llama Apollonius, y tu madre era Lucina, la hija de un rey. Al
parirte entregó su alma a Dios y murió; tu padre Apollonius hizo confeccionar un
ataúd y hundirla con sus joyas reales en el mar y le depositó veinte monedas de oro
debajo de la cabeza, para que pudieran servirle dondequiera que las olas la
arrastraran. Pese a la resistencia de los vientos, el barco llegó con tu doliente padre y
contigo, que aún estabas en la cuna, a esta ciudad, y el tirio Apollonius nos confió a ti
y a mí a su huésped Stranguilio y a Dionisíades, e hizo un juramento de que no se
cortaría su barba ni su cabello ni sus uñas antes que te casara. Ahora te aconsejo que
si después de mi muerte tus huéspedes, a los que llamas padres, te hicieran alguna
injusticia, te dirijas al mercado, donde encontrarás un monumento a tu padre, lo
toques con la mano y exclames de viva voz: «¡Soy la hija de aquél a quien esta
estatua representa!». Los ciudadanos recordarán las buenas acciones de tu padre y
vengarán la ofensa.
—Aya, querida —le dijo Tharsia—, invoco a los dioses como testigos de que, si
no me hubieses dicho esto, yo no sabría de dónde provengo.
Mientras seguían hablando así, el aya entregó su alma a Dios. Tharsia enterró el
cadáver de su aya y la lloró durante todo un año. Después, volvió a vestir su anterior
ropa noble y siguió yendo al colegio para educarse en las bellas ciencias; al salir de la
escuela jamás probaba bocado sin antes haber visitado la tumba de su aya; allí
siempre iba provista de una vasija con vino, se quedaba un rato e invocaba a sus
padres. Pero mientras esto hacía, un día Dionisíades cruzaba la plaza del mercado
junto a ella y a su hija Philomacia. Todos los que veían la gracia y belleza de Tharsia,
decían:
—Feliz del padre cuya hija es Tharsia; pero la que camina de su brazo es fea y
una verdadera escoria.
Al oír Dionisíades de qué modo alababan a Tharsia y vituperaban a su hija, montó
en cólera, se sentó sola y pensó para sí: «Desde que se fue su padre han pasado varios
años; no volverá a buscar a su hija ni ha escrito cartas; creo que está muerto. También
ha muerto el aya; ahora no necesito temer una reacción y adornaré, pues, a mi hija
con las joyas de Tharsia». Mientras seguía pensando en esto, llegó un hombre de la
granja de ella, llamado Theophilus, a quien llamó y le dijo:
—Si quieres una recompensa, mátame a Tharsia.
Pero el hombre dijo:
—¿Qué es lo que ha hecho la inocente niña?
—Es una mala persona —replicó aquélla—. Por tanto no puedes negarte a este
servicio; haz como te digo, y en caso contrario lo pasarás mal.
—¿Cómo podré hacerlo, señora? —preguntó aquél.
Ella contestó:
—Al salir de la escuela, ella acostumbra a no probar bocado antes de haber
visitado la tumba de su aya; si te encuentras allí provisto de un puñal, cógela de los
cabellos, mátala y tírala al mar, y por ello obtendrás tu libertad además de una gran
recompensa.
El campesino cogió un puñal, se dirigió, entre suspiros y lágrimas, a la tumba y
dijo:
—¡Ay de mí, ganaré la libertad derramando la sangre de aquella virgen inocente!
Al regresar la niña de la escuela, se dirigió, según su costumbre, a la tumba con
una vasija de vino; el hombre se abalanzó sobre ella, la cogió de los cabellos y la tiró
al suelo; pero cuando estaba a punto de traspasarla, Tharsia le dijo:
—Oh, Theóphile, ¿qué te hice a ti o a cualquier otra persona para que deba morir
ahora?
—Tú no has cometido nada —dijo el siervo—, sino tu padre, que te dejó aquí con
mucho oro y joyas reales.
Dijo entonces la muchacha:
—Señor, te pido que si no hay más esperanzas para mí, me permitas invocar a mi
Dios.
—Reza —contestó el siervo—, pues Dios sabe que te mato obligado a ello.
Pero cuando Tharsia se había echado a rezar, llegaron piratas y gritaron al verla
en peligro de muerte y que un hombre armado estaba a punto de atravesarla:
—¡Respeta su vida, cruel bárbaro, es nuestra presa, ya no es tuya!
Al oír esto, aquél huyó de la tumba y se escondió en la orilla; los piratas se
llevaron a la muchacha y volvieron al mar con ella. El siervo regresó y le dijo a su
dueña:
—¡Ocurrió tal cual lo ordenaste! Te recomiendo te vistas, como yo, de luto,
derramemos unas lágrimas fingidas ante nuestros conciudadanos y digamos que
Tharsia ha muerto de una grave enfermedad.
Stranguilio, al oír esto, dijo lleno de temor y de congoja:
—Dame un traje de luto, para que pueda llorarla, por haber sido complicado en
semejante crimen. Ay, ¿qué puedo hacer? El padre de aquella niña salvó esta ciudad
de la muerte, por esta ciudad sufrió un naufragio, perdió su fortuna y soportó 4a
indigencia, y ahora se le ha recompensado su bondad con la maldad. Un león feroz ha
devorado a su hija, a la que Apollonius me había enviado para educarla; ay de mí,
cuán ciego he sido; ahora tengo que llorar a la inocente; me he dejado dominar por
una malvada serpiente venenosa.
Alzó su vista al cielo y prosiguió:
—Dios, Tú lo sabes, estoy limpio de la sangre de Tharsia. ¡Reclámala de
Dionisíades!
Entonces miró a su esposa y dijo:
—¿De qué modo has asesinado a la hija de reyes, oh, enemiga de Dios y deshonra
de la humanidad?
Pero ella se vistió a sí misma y a su hija de luto, derramó lágrimas y dijo a sus
conciudadanos:
—Queridos vecinos, clamamos por vosotros, pues la esperanza de nuestros ojos,
Tharsia, te que conocíais, ha muerto repentinamente con fuertes dolores y sólo nos ha
dejado lamentos y amargas lágrimas; la hemos hecho sepultar de un modo adecuado a

ella.
Luego los ciudadanos se dirigieron adonde, en virtud de sus méritos, le habían
erigido un monumento a Apollonius, y donde le hicieron construir ahora a Tharsia un
mausoleo de cobre por las buenas acciones de su padre. Los que habían robado a la
niña llegaron a Machilenta, y Tharsia fue expuesta a la venta junto a los demás
esclavos. Un rufián impío y funesto que se enteró de esto, decidió comprarla.
Entretanto también la vio Athanágoras, un príncipe de la misma ciudad; y habiendo
notado la belleza, nobleza e inteligencia de Tharsia, ofreció por ella diez monedas de
oro. Pero el rufián dijo:
—Daré veinte.
—Daré treinta —replicó Athanágoras, y el rufián dijo:
—Yo, cuarenta.
—Yo, cincuenta —repuso Athanágoras, a lo cual el rufián dijo:
—Yo, ochenta —y Athanágoras respondió:
—Yo, noventa —y el rufián dijo:
—Daré cien, en el acto —y agregó—: Si alguien ofrece más, agregaré diez
monedas más.
Dijo entonces Athanágoras:
—Si quisiera competir con el rufián, tendría que vender a varias esclavas para
conseguir esta sola; por tanto dejaré que se la compre, y cuando se la lleve a su casa,
seré el primero en ir a verla y en robarle la virginidad, lo cual estará tan bien como si
la hubiese comprado.
En breves palabras, ella tuvo que dirigirse junto con el rufián a los aposentos de
éste, donde había colocado un príapo dorado y adornado con piedras preciosas; y aquí
el rufián le dijo:
—Niña, rézale a éste.
Pero ella contestó:
—¡Jamás me arrodillaré ante semejante divinidad! —y agregó—: ¿Señor, acaso
eres de Lámpsaco?
—¿Por qué? —contestó el rufián. Y aquélla contestó:
—Porque los lampsacenos adoran al príapo. Dijo entonces el rufián:
—Desgraciada, ¿no sabes que has pisado la casa de un codicioso usurero?
Entonces la niña se echó a sus pies y dijo:
—Oh, señor, apiádate de mi virginidad y no mancilles mi cuerpo con un nombre
tan ignominioso.
A lo cual el rufián le habló así:
—¿No sabes que a un rufián y verdugo no lo conmueven ni los ruegos ni las
lágrimas?
Luego llamó al vigilante de la niña y le dijo:
—Haz vestir a esta muchacha con prendas lujosas y adecuadas a su edad y que
escriban el siguiente anuncio: «Quien quiera poseer a Tharsia el primero, que pague
media libra de oro; luego servirá a cada cual por un florín de oro». Una vez que el
vigilante hubo cumplido las órdenes, el rufián la llevó tres días después con música a
su casa; precedíanles las demás muchachas. El príncipe Athanágoras se dirigió el
primero con el rostro cubierto al aposento de Tharsia, pero cuando ésta le vio, se echó
a sus pies y le dijo:
—¡Señor, por amor de Dios, ten compasión de mí! Por el nombre de Dios, no me
mancilles, domeña tu deseo y escucha el relato sobre mi origen y sobre mis
desventuras, y piensa en mis padres.
Cuando le hubo contado todas sus peripecias, el príncipe, turbado y movido de
compasión, le dijo:
—También yo tengo una hija que se te parece, y temo que sufra tu mismo destino.
Con estas palabras le dio veinte monedas de oro y dijo:
—Aquí tienes más de lo que sube el precio de tu virginidad; cuéntales a todos los
que vengan aquí lo mismo que a mí, y quedarás a salvo.
Entonces la muchacha derramó lágrimas y le dijo:
—Te agradezco tu gran piedad, pero no le cuentes a nadie aquello de lo que te has
enterado por mí.
—Sólo se lo contaré a mi hija —replicó Athanágoras—, para que cuando alcance
tu edad no sufra un destino similar —y se alejó con lágrimas en los ojos. Al
abandonar la casa se encontró con otro, que le preguntó:
—¿Te ha gustado la niña?
—Muchísimo —replicó el príncipe—, pero estaba muy triste. El joven se dirigió
entonces al aposento de la niña; y ella cerró la puerta según su costumbre, a lo cual el
joven le dijo:
—¿Cuánto te ha dado el príncipe?
—Cuarenta monedas de oro —repuso ella, a lo cual éste dijo:
—Aquí tienes toda una libra de oro.
Al oírlo el príncipe desde fuera, le dijo:
—Cuanto más le des, más llorará.
La niña cogió, pues, las monedas de oro, se echó a los pies del joven y le narró su
desgracia; y el joven, llamado Aporiatus, díjole:
—Levántate, mi dama; somos humanos y todos estamos sometidos a tales
destinos.
Después de haber hablado así, se fue, y al ver reírse a Athanágoras, le dijo:
—Ea, eres un hombre tan grande, y sin embargo ahora no tienes a nadie aparte de
mí ante quien puedas lamentarte.
Tras esto juraron no delatar sus palabras a nadie y se aprestaron a esperar la
llegada de otros. Llegaron muchos, pagaban su dinero y la abandonaban llorando.
Luego ella le entregó el dinero al rufián y dijo:
—He aquí el precio de mi virginidad.
El rufián le contestó:
—¡Procura conseguirme tanto todos los días! Pero cuando al día siguiente se
enteró de que ella seguía siendo virgen, llamó al vigilante de sus muchachas y le dijo:
—Tómala y róbale el anillo de la virginidad.
Por eso, el vigilante le dijo a Tharsia:
—Dime si sigues siendo virgen.
—Mientras a Dios le plazca, continuaré siéndolo —dijo ésa.
—Pero ¿de dónde has conseguido tanto dinero? —preguntó él. Entonces la niña le
respondió:
—Derramando lágrimas, narrando mi desgracia y pidiéndole a la gente que
tuviera piedad de mi virginidad.
Después también se echó a los pies de aquél y dijo:
—¡Ten compasión de mí, señor, ayuda a una prisionera hija de reyes y no me
deshonres!
Aquél replicó:
—El rufián es un hombre codicioso, y no sé si podrás seguir siendo virgen.
—He sido instruida en todas las artes libres —dijo aquélla entretanto— y sé tocar
la cítara como un maestro; llévame al mercado, donde podrás percibir mi elocuencia;
le plantearé preguntas al pueblo, las contestaré y con esas artes ganaré dinero a diario.
—Estoy de acuerdo —dijo aquél. Entonces se juntó rápidamente todo el pueblo
para ver a la virgen. Aquélla se aprestó a mostrar su elocuencia y hacía que le
planteasen preguntas que resolvía claramente, y así obtenía mucho dinero del pueblo.
Entretanto, Athanágoras velaba por la virginidad de la niña y la conservaba intacta
como a su única hija, de modo que se la volvió a entregar al vigilante intacta y con
muchos regalos. Mientras esto ocurría, al final del decimocuarto año Apollonius llegó
a la ciudad de Tharsis y a la casa de Stranguilio y de Dionisíades; apenas le hubo
visto Stranguilio, salió corriendo y le dijo a su esposa Dionisíades:
—Dijiste que el náufrago Apollonius estaba muerto; mira, ahora viene a exigirnos
a su hija, y ¿qué le diremos sobre la niña?
Pero aquélla replicó:
—Hombre, yo y tú estamos perdidos; entretanto vistámonos de luto y
derramemos lágrimas, y nos creerá que su hija murió de muerte natural.
Mientras seguían debatiendo esta cuestión, llegó Apollonius, y al verlos vestidos
de luto, dijo:
—¿Por qué lloráis a mi llegada? Creo que estas lágrimas no me conciernen a mí,
sino a vosotros.
—De ningún modo —dijo la mujer—. ¡Oh, si otro quisiera quitarnos a mi esposo
y a mí la desgraciada tarea de tener que deciros que vuestra hija Tharsia falleció
repentinamente!
Después que Apollonius hubo oído esto, tembló con todo el cuerpo, y durante
largo tiempo quedó como paralizado; pero luego finalmente volvió en sí, miró a la
mujer y le dijo:
—Si mi hija está muerta, como decís, ¿también desaparecieron junto con ella su
fortuna y sus ropas?
—Algunas cosas están, otras no —replicaron aquéllos, y prosiguieron:
—Créenos, pues como pensábamos que esperabas encontrar a tu hija con vida, y
para que supieras que no mentimos, nos hemos procurado un testimonio: pues
nuestros conciudadanos, recordando tus buenas acciones, le erigieron a tu hija cerca
de la costa del mar un monumento de bronce que podrás contemplar.
Apollonius, quien creía que su hija había muerto realmente, les dijo a sus
sirvientes:
—Coged el monumento y llevadlo a mi barco; yo quiero visitar la tumba de mi
hija.
Luego leyó la inscripción en la tumba, se exasperó se dijo: «Oh, ojos crueles que
al ver la tumba de mi hija no pudisteis derramar ni una lágrima». Con estas palabras
se dirigió a su barco y les dijo a sus sirvientes:
—Os pido que me arrojéis a las profundidades del mar, pues quiero morir en las
olas.
Pero mientras que en su regreso a Tiro había navegado con vientos favorables, el
mar cambió súbitamente y unas peligrosas tempestades los llevaron a la deriva. Tras
haber invocado todos a Dios, llegaron a la ciudad de Machilenta, donde se encontraba
la princesa Tharsia. El timonel y todos los marineros prorrumpieron en gritos de
alegría, y Apollonius dijo:
—¿Qué alegre batahola llega a mis oídos?
—Alégrate, señor —dijo el timonel—, pues hoy celebramos tu cumpleaños.
Apollonius suspiró y dijo:
—Que todos celebren este día, pero yo no puedo hacerlo; que mis criados se
contenten con mi penitencia y mi dolor.
Les regalaré diez monedas de oro, y que se compren lo que quieran y celebren
este día de fiesta; pero a quien me llame o venga a divertirme, le haré quebrar las
piernas.
Recibió, pues, su tesorero lo necesario, y volvió a cubierta. Mientras el barco de
Apollonius estaba adornado con más gracia que todos los demás y tenía mejor
aspecto, y mientras los marineros celebraban un gran banquete, Athanágoras, quien
se había enamorado de Tharsia, iba paseando por la costa cerca del barco de
Apollonius, lo vio y dijo:
—Amigos, mirad, un barco así me gusta, pues veo que está adornado con mucha
gracia.
Cuando los marineros oyeron alabar a su barco, le dijeron a Athanágoras:
—Señor, te rogamos que subas a nuestro barco.
—Con mucho gusto —repuso aquél, subió y se sentó de buen ánimo entre ellos,
puso diez monedas de oro en la mesa y dijo:
—¡Mirad, que no me hayáis invitado gratuitamente!
Entonces dijeron:
—Señor, te damos las gracias.
Cuando todos se habían sentado, el príncipe preguntó:
—¿Quién es el señor de este barco?
El timonel contestó:
—Nuestro patrono está de duelo; yace en su cuarto y quiere morir, pues perdió a
su mujer en el mar y a su hija en un país extraño.
Entonces Athanágoras le dijo a Un esclavo llamado Ardalius:
—Quiero darte dos monedas de oro, desciende y dile: «El príncipe de esta ciudad
te pide salir de la oscuridad a verle a la luz del día».
Pero el joven contestó:
—Por tus monedas de oro no puedo reparar mis piernas. Búscate a otro, pues
aquél ha ordenado quebrarle las piernas a todo el que le llame.
—Esta orden vale para vosotros —repuso Athanágoras—, pero no para mí; bajaré
yo. Decidme solamente cómo se llama.
—Apollonius —replicaron aquéllos. Cuando hubo escuchado el nombre, se dijo:
«También Tharsis llama Apollonius a su padre». Luego descendió adonde estaba el
rey, y al ver que su barba caía luenga y sus cabellos estaban enmarañados y
desgreñados, le dijo con voz suave:
—¡Te saludo, Apollonius!
Apollonius, al oírlo, creyó que le llamaba uno de sus esclavos y alzó adusta la
vista; pero al ver a un hombre desconocido, decente y finamente vestido, calló.
Entonces el príncipe le dijo:
—Sé que te sorprenderás de que yo, un desconocido, te llame por tu nombre; pero
entérate de que soy el príncipe de esta ciudad y que me llamo Athanágoras.
Bajé a la orilla del mar para contemplar los barcos y vi que el tuyo era entre todos
el más elegante, y su aspecto me agradó. Luego tus marineros me invitaron a subir, y
me senté de buen ánimo con ellos a la mesa; pregunté por el señor del barco, y como
me dijeron que vivías en gran tristeza, bajéme hasta aquí para llevarte de este lugar
oscuro a la luz, y también espero que después de la tristeza Dios te conceda alegrías.
Apollonius alzó su cabeza y le dijo:
—Señor, seas quien fueres, vete en paz; yo no merezco comer, por tanto tampoco
quiero seguir viviendo.
A lo cual Athanágoras volvió a subir perplejo a la cubierta y dijo:
—No soy capaz de convencer a vuestro señor para que vuelva a la luz del día,
pero quiero distraerle de sus pensamientos de muerte.
Llamó entonces a uno de sus esclavos y le dijo:
—Ve a la casa del rufián y pídele que me envíe a Tharsia, pues ella es sabia y
tiene una voz agradable. Quizá pueda lograr que un hombre tal no termine su vida de
este modo.
La muchacha subió, pues, al barco, y Athanágoras le dijo:
—¡Ven conmigo, Tharsia!, pues aquí puedes mostrar tus artes para consolar al
señor de este barco sentado abajo en la oscuridad, para que lo motives a volver a la
luz del sol, pues está llorando a su esposa y a su hija. Ve a verle para que vuelva aquí
con nosotros; quizá Dios, por tu intermedio, convierta en alegría su tristeza. Si logras
hacerlo, te daré treinta monedas de oro y otras tantas de plata, y dentro de treinta días
te liberaré, comprándote, de las garras del rufián.
La niña, al oír esto, descendió valiente, saludó a Apollonius y le dijo:
—¡Recibe mi saludo, seas quien fueras! Alégrate y sabe que te saluda una
doncella inocente, que ha conservado indemne su virginidad y castidad en todas las
adversidades.
Luego comenzó a regocijarle tan deliciosamente con su música y cantos, que
Apollonius se sorprendió; y ella lentamente habló así:
—Camino en medio de hetairas y sin embargo no lo soy, como la rosa no se deja
herir por las espinas; mi secuestrador cayó a tierra por los golpes de un espadachín; a
pesar de que fui entregada a un rufián, mi pureza no ha sido mancillada. Se calmarían
las heridas de mi alma y se secarían mis lágrimas, nadie se sentiría mejor que yo, si
conociera a mis padres; sólo sé que soy su única hija y de familia real, y creo que
algún día, cuando Dios lo quiera, volveré a ser feliz. Deja ahora las lágrimas, vuelve a
mostrarle tu rostro a la bóveda celestial y dirige tu espíritu a los astros; pues Dios es
el creador, señor y sustentador de los hombres, y no permitirá que tus lágrimas sean
vanas.
Entonces Apollonius abrió los ojos, y al ver a la niña suspiró y le dijo:
—¡Ay, infeliz de mí! Mientras siga luchando con mi destino os daré las gracias a
ti y tu sabiduría y nobleza de espíritu. Coge esto como retribución porque quiero
recordarte mientras pueda alegrarme y mientras las fuerzas de mi reino sigan
conservándome. Tal vez seas de sangre real, según lo has dicho, y puedas regresar a
tus padres; pero ahora coge estas cien monedas de oro, aléjate y no vuelvas a
llamarme, pues mi pesar ha sido reavivado con la mención de tu desdicha, y
desfallezco.
La niña cogió las cien monedas de oro y se puso en camino para marcharse. Pero
Athanágoras le dijo:
—¿Adónde vas, Tharsia? ¿Te has esforzado en vano, no pudiste despertar su
compasión ni ayudar a ese hombre que quiere suicidarse?
—He hecho todo lo que he podido —replicó Tharsia—, pero me ha dado cien
monedas de oro y me ha pedido que me alejara.
—Te daré doscientas —dijo entonces Athanágoras—, pero vuelve abajo,
devuélvele las que él te ha regalado y dile: «Quiero que vivas, no tu dinero».
Tharsia volvió a bajar, se sentó al lado de Apollonius y le dijo:
—Ya que insistes en continuar con tu aflicción, permíteme al menos que hable
contigo. Si puedes resolver una adivinanza que te presentaré, me marcharé; pero si
tampoco quieres esto, te devolveré mi dinero y me alejaré.
Para no tener que volver a aceptar el dinero, pero para no rechazar tampoco las
palabras de la sagaz niña, Apollonius habló así:
—Pese a que en mi angustia no tengo otra preocupación que la de llorar y
quejarme, dime de todos modos qué quieres preguntarme, para que no me pierda tu
graciosa sabiduría, y luego márchate; pues te pido que me dejes llorar.
—Hay una casa en la Tierra —dijo entonces Tharsia— que, pese a estar cerrada
con llave, siempre vuelve a abrirse; la casa lanza un eco, a pesar de que sus
huéspedes están quietos y no emiten sonido alguno; ambos, la casa y los huéspedes,
corren uno al lado del otro. Si eres un rey, según dices, tienes que ser más sabio que
yo; resuelve, por tanto, la adivinanza.
—Para que no creas que te he mentido —contestó Apollonius—, sabe que la casa
que resuena en la tierra son las olas, y los huéspedes, los mudos peces que corren por
su casa.
Aquélla dijo empero:
—Soy larga y veloz e hija del hermoso bosque, rodeada de un sinnúmero de
acompañantes; recorro muchos caminos, pero no dejo huellas.
—Si pudiera te mostraría muchas cosas que no sabes —replicó Apollonius—
cuando haya contestado a tus preguntas. De todos modos me sorprendo de que a tan
temprana edad estés dotada de tamaña sabiduría. El árbol, pues, rodeado de un
sinnúmero de compañeros, que recorre tantos caminos y sin embargo no deja rastros,
es una nave.
Agregó entonces la muchacha:
—Inocente atraviesa bóvedas y casas, en el centro hay mucho calor que nadie
trata de apartar; la casa misma está desnuda; y sin embargo sólo se le adapta un
huésped desnudo, y si te despojaras de tu luto podrías entrar indemne en el fuego.
Apollonius repuso:
—Entraría entonces a un baño público, en el que aquí y allí salen llamas de los
revestimientos de madera; es desnuda la casa en la que no hay nada; sólo se le
adaptan huéspedes desnudos, y allí han de sudar desnudos.
Mientras la doncella hablaba éstas y otras cosas semejantes, se abalanzó sobre
Apollonius, extendió sus brazos y le abrazó con las siguientes palabras:
—Escucha la voz de la que te suplica, mírame a mí, una virgen; es impío que
muera un hombre tan sabio; si Dios a través de su misericordia te devuelve a tu
esposa que tanto añoras, si puedes hallar a tu hija que crees muerta, tienes que quedar
con vida para poder alegrarte de ello.
Al oír Apollonius estas palabras montó en cólera, se incorporó y alejó a la
muchacha con un puntapié; la doncella cayó al suelo y de su mejilla abierta manó
sangre; por eso comenzó a llorar consternada y dijo:
—¡Oh, Señor, constructor de la bóveda celestial, mira mi pena! Nací bajo las olas
y ondas del mar, mi madre murió desgarrada por los dolores, se le negó una tumba en
tierra firme, y mi padre sólo la engalanó, la colocó en un ataúd y con veinte monedas
de oro la entregó al mar; a mí, desdichada, mi padre me entregó con joyas y prendas
reales a su impío huésped Stranguilio y a Dionisíades, y ellos le ordenaron a un
esclavo que me matara; éste, finalmente, atendió a mi ruego de permitirme invocar
una vez más a los dioses antes de ser muerta, y como entretanto llegaron unos piratas,
éstos me secuestraron mientras huía el que debió matarme; me trajeron a este lugar, y,
si Dios así lo quiere, me devolverá a mi padre Apollonius.
Cuando Apollonius oyó todos estos signos tan seguros, exclamó de viva voz las
siguientes palabras:
—¡Oh, Señor, misericordioso, que ves a través del cielo y de las profundidades y
sacas a luz todos los secretos, santificado sea tu nombre!
Después de haber dicho esto abrazó a su hija Tharsia, la besó lleno de alegría,
lloró amargamente de felicidad y exclamó:
—¡Oh, mi dulce y única hija, mitad de mi alma, por tu bien ahora ya no quiero
morir, pues he reencontrado a aquélla por la que me quería dar muerte!
Luego, exclamó en voz alta:
—¡Venid, criados, corred, amigos, acercaos todos y poned fin a mis
lamentaciones, pues he reencontrado a mi hija única que había perdido!
Al oír los criados esos gritos, acudieron de prisa, y junto con ellos el príncipe
Athanágoras; una vez llegados a la cabina hallaron a Apollonius llorando de alegría,
y mientras abrazaba a su hija les dijo:
—He aquí a la segunda mitad de mi alma, es mi hija a la que lloraba; ahora quiero
vivir.
Todos lloraron de alegría junto con él. Luego Apollonius se incorporó, se quitó
sus ropas de luto, se vistió con ropas nuevas y todos exclamaron:
—¡Oh, señor, cuán parecida es vuestra hija a vos! Aunque no tuviéramos otra
prueba, la mera semejanza sería más que suficiente para demostrar que es vuestra
hija.
Más tarde la doncella besó a su padre tres o cuatro veces y le dijo:
—¡Oh, padre, alabado sea Dios por concederme esta gracia de que pueda verte y
vivir y morir contigo!
Luego contó cómo la había comprado el rufián y la había llevado a una casa de
placer, y cómo Dios había protegido su virginidad. Al oír esto Athanágoras, temió
que aquél pudiera entregar a otro a su hija como esposa, y echándose a los pies de
Apollonius le dijo:
—Te suplico por el Dios viviente que te ha restituido a tu hija como padre, que no
le des tu hija en matrimonio a otro sino a mí, pues soy el rey de esta ciudad y por mi
ayuda ha seguido virgen, y bajo mi guía te ha reconocido como padre.
—No puedo oponerme —le respondió Apollonius—, pues has hecho mucho por
mi hija, y deseo que sea tu esposa; sólo resta que me vengue del rufián.
De inmediato Athanágoras se dirigió a la ciudad, convocó a los ciudadanos y dijo:
—¡Que no se hunda toda la ciudad por culpa de un impío! Sabed que ha llegado
Apollonius, el padre de Tharsia; mirad: su flota acude con un gran ejército, para
destruir la ciudad por culpa de un rufián que había llevado a Tharsia a una casa de
prostitución.
En seguida se produjo un tumulto y semejante revuelo entre el pueblo, que no
quedaron atrás hombres ni mujeres; todos corrieron hacia donde estaba Apollonius
para verle y suplicarle misericordia. Pero Athanágoras dijo:
—Aconsejo que para que no sea destruida la ciudad se lleve al rufián a la
presencia de Apollonius.
Pronto se lo había cogido y, con las manos atadas en la espalda, se lo llevó ante el
rey Apollonius; éste se puso un atuendo real, se colocó su diadema en la cabeza,
subió con su hija al tribunal y les dijo a los ciudadanos:
—Veis a la doncella Tharsia, que hoy ha sido reconocida por su padre; pero ese
rufián infame le deparó un oprobio eterno, tan grande como lo es su depravación, y
no quiso desistir de su intención ni por los ruegos de ella ni de sus amigos ni por
dinero: ¡Vengad, pues, a mi hija!
Entonces dijeron todos a una:
—Señor, que el rufián sea quemado vivo.
De inmediato se llevó al rufián a una hoguera y se lo quemó hasta reducirlo
completamente a cenizas; Tharsia empero le dijo al guardián del condenado:
—Te regalo la libertad, pues por tu bondad y la de tus conciudadanos he quedado
virgen.
Luego le regaló doscientas monedas de oro y le concedió la libertad. También se
la concedió a las demás muchachas que se le presentaron, y les dijo:
—Liberaos ahora de pensar en lo que hasta hoy habéis hecho con vuestro cuerpo.
Luego le dijo Apollonius al pueblo:
—Para demostrar mi agradecimiento por las obras de bien que le habéis brindado
a mi hija, os regalo cincuenta libras de oro.
Todos inclinaron sus cabezas para expresar su agradecimiento; y erigieron en
medio de la ciudad una estatua de Apollonius, en cuyo pedestal escribieron: «A
Apollonius de Tiro, quien reconstruyó nuestras casas, y a la santa doncella Tharsia, su
hija».
Pocos días después, y para la alegría de toda la ciudad, Apollonius le entregó a
Athanágoras a su hija por esposa y partió con su yerno y su hija para marchar a
Tharsus, su ciudad natal, pero en sueños un ángel le ordenó que se dirigiera a Éfeso
para visitar el templo de los efesios con su hija y su yerno; allí debía narrar en alta
voz todos sus destinos: lo que había sufrido en su juventud, cómo había vuelto a
Tharsus y vengado a su hija. Al despertar, Apollonius le contó todo a su yerno y a su
hija, y éstos dijeron:
—Señor, haz lo que te parezca bien.
Entonces le ordenó al timonel que se dirigiera hacia Éfeso, y una vez
desembarcado allí, se dirigió con los suyos al templo en el que su esposa vivía de
modo santo entre las sacerdotisas; pidió que se le abriera el templo, lo cual así
ocurrió. Su esposa, al enterarse de que había llegado un rey con su hija y su yerno,
adornó su cabeza con gemas reales, se vistió con una túnica color púrpura y se dirigió
al templo con un cortejo brillante. Era muy grácil, y todos aseguraban que por su gran
amor a la vida casta no había ninguna doncella tan encantadora como ella. Cuando
Apollonius la vio no la reconoció, y se echó a sus pies junto con su hija y su yerno. Y
había en ella tal belleza que a todos los que la miraban les parecía una diosa.
Apollonius colocó ahora costosos regalos en el templo y comenzó a hablar hacia éste,
como se lo había ordenado el ángel:
—Tengo sangre real por nacimiento, vengo de Tiro y me llamo Apollonius. Una
vez que llegué a dominar todos los conocimientos resolví una adivinanza del impío
rey Antíoco para obtener por esposa a su hija; pero el rey mismo la deshonró y la
apartó con su impiedad, a la vez que trató de hacerme asesinar. Después de esto huí y
perdí todo en el mar; pero luego fui recibido con suma benevolencia por el rey
Altistrates y experimenté su bondad hasta tal punto que hasta me dio a su hija como
esposa. Luego, una vez muerto Antíoco, fui con mi mujer a tomar posesión de mi
reino; en el mar ella me regaló a esta mi hija, pero murió en el parto, y la encerré con
veinte monedas de oro en un ataúd que hice bajar al mar, para que, si la encontraban,
pudieran enterrarla como correspondía. Más tarde encomendé mi hija a unas personas
indignas y me dirigí al Alto Egipto. Al volver catorce años después para reclamar a
mi hija, me dijeron que había muerto, y puesto que les creí, viví acongojado y vestí
luto y deseé morir, hasta que me devolvieron a mi hija.
Mientras contaba éstas y otras cosas parecidas, su esposa, la hija del rey
Altistrates, se incorporó, le abrazó y quiso besarle; pero Apollonius la rechazó
indignado porque no sabía que era su mujer. Mas aquélla dijo llorando:
—Oh, señor, mi segundo yo, ¿por qué te comportas así conmigo? Soy tu mujer, la
hija del rey Altistrates, y tú eres Apollonius de Tiro, mi marido y cónyuge; tú eres mi
náufrago, al que no amé por el deseo carnal, sino por su sabiduría.
Apollonius, al oír esto, la reconoció de inmediato, la abrazó y derramó lágrimas
de alegría diciendo:
—¡Alabado sea el Supremo, que me ha devuelto a mi esposa y a mi hija!
—¿Dónde está mi hija? —preguntó entonces la reina. El propio rey señaló a
Tharsia y dijo:
—Ésta es mi hija Tharsia.
La madre la besó, y tanto en la ciudad como en los alrededores se difundió, para
gran alegría de todos, cómo el rey Apollonius había reencontrado a su esposa en el
templo. Luego, Apollonius, su esposa, su hija y su yerno navegaron hacia Tiro. Al
llegar a Antioquía, Apollonius tomó posesión del gobierno que le habían reservado y
se dirigió después a Tiro, tras haber nombrado a su yerno como lugarteniente. Luego
se dirigió con su yerno, su cónyuge y su hija y con un ejército real a Tharsus, hizo
coger a Dionisíades y a Stranguilio, los hizo llevar ante su presencia y habló así a
todos los presentes:
—Ciudadanos de Tharsus, ¿he importunado a alguno de vosotros?
—No, señor —exclamaron todos—. Estamos dispuestos a morir por vos; esta
estatua se erigió porque nos salvasteis de la muerte.
—Había confiado mi hija a Stranguilio y a Dionisíades —prosiguió Apollonius
—, pero no quisieron devolvérmela.
La desgraciada mujer exclamó:
—Mi buen señor, ¿no has leído la inscripción en la tumba de ella?
Entonces Apollonius hizo presentarse a su hija ante la vista de todos, y Tharsia
maldijo a la mujer y les dijo a aquéllos:
—¡Dios os guarde! Tharsia, resucitada de entre los muertos, os brinda su saludo.
Cuando la infame mujer la vio, le tembló todo el cuerpo; los ciudadanos se
sorprendieron y se alegraron. Entonces Tharsia mandó llamar al siervo y le dijo:
—Theóphile, me conoces; ahora contéstame en alta voz: ¿Quién te dio la orden
de asesinarme?
El siervo repuso:
—Mi dueña Dionisíades.
Entonces los vecinos cogieron a Stranguilio y a Dionisíades, los arrastraron hacia
los extramuros de la ciudad y los lapidaron. Pero cuando quisieron matar también a
Theophilus, Tharsia le salvó la vida, diciendo:
—Si no me hubiera dejado tiempo para rezar, ahora no le protegería.
Más tarde Apollonius hizo muchos regalos a los ciudadanos y se quedó allí
durante tres meses; pero luego navegó hacia Pentápolis, se dirigió al palacio y visitó
lleno de alegría al rey Altistrates. Ésta, entretanto, había envejecido, y vio feliz a su
hija y a su nieta con su esposo durante un año; pero luego murió cuando hubo llegado
su hora, no sin antes haber cedido la mitad de su reino a Apollonius y la otra mitad a
su hija. Cuando todo hubo terminado, un día que Apollonius estaba paseando por la
orilla del mar vio al pescador que le había acogido después del naufragio, y ordenó
cogerlo y llevarlo al palacio. El pescador, al verse apresado por soldados, creyó que
había llegado la hora de su muerte; mas poco después también entró Apollonius al
palacio, lo mandó traer y habló así:
—Éste es quien me permitió conocer a mi esposa, me ayudó después de mi
naufragio y me mostró el camino a esta ciudad.
Y al pescador le dijo:
—Soy Apollonius de Tiro.
A continuación le hizo dar doscientas monedas de oro, esclavos y criadas y
durante toda su vida lo tuvo por uno de sus acompañantes. Entonces también se echó
a sus pies Elamitus, quien le había dado el primero la noticia de Antíoco, y le dijo:
—¡Recuerda, oh señor, a tu siervo Elamitus!
Apollonius le tomó de la mano, lo levantó, lo convirtió en un hombre rico y lo
incorporó a su corte. Una vez que hubo acabado todo esto, Apollonius y su esposa
aún engendraron a un hijo, a quien nombró rey en el lugar de su abuelo Altistrates. Y
Apollonius siguió viviendo junto a su esposa ochenta y cuatro años más y gobernó
Antioquía y Tiro en paz y felicidad; y escribió él mismo sus peripecias y llenó con
ellas dos grandes rollos, uno de los cuales puso en el templo de Éfeso y el otro en su
biblioteca; finalmente murió y accedió a la vida eterna, a la que ojalá también
lleguemos nosotros. Amén.

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