martes, 2 de abril de 2019

De la tentación de lo prohibido

Herman Hesse

Hay en la diócesis de Colonia dos familias nobles, orgullosas y poderosas por
su grandeza, fortuna y fuerza. Una de ellas proviene de Bachem, la otra de
Gürzenich. Una vez hubo entre ellas unas querellas tan violentas y mortales, que
nadie —ni siquiera su propio obispo— pudo calmarlas; antes bien, las hostilidades
volvían a estallar una y otra vez en forma de robos, asesinatos e incendios. Y los de
Gürzenich erigieron en el bosque de sus tierras una casa sólida, no por miedo a los
enemigos, sino para juntarse todos en ella, hacer un alto y combatir a los otros aún
más encarnizadamente en ataques conjuntos. Tenían un siervo llamado Steinhard, a
quien le habían confiado la llave de la fortaleza.
Pero éste, incitado por el diablo, les envió en secreto un emisario a los contrarios
y les prometió entregarles a sus amos junto con la casa. Sin embargo, los de Bachem
temían una traición y dieron poca importancia a sus palabras. Pero después que les
hubo enviado el emisario otra vez y luego una tercera, llegaron un día armados y, por
temor a una trampa, en gran número, y esperaron al siervo cerca de la casa. El traidor
salió a verlos y, cuando continuaron mostrando recelos, los convenció quitándoles las
espadas a sus señores, que estaban durmiendo dentro de la casa, y llevándolas afuera.
Los hombres armados prorrumpieron en la casa y mataron a todos; tal cual se lo
habían jurado, al siervo lo acogieron entre ellos. Más adelante este miserable,
preocupado por su abominable acción y lleno de miedo, se dirigió a la Santa Sede,
confesó su culpa y se le impuso una penitencia adecuada. Pero sucumbió al tentador y
no cumplió su penitencia. De nuevo fue corriendo a la sede del Papa y asumió otra
penitencia que tampoco cumplió. Esto se repitió varias veces. Ahora el padre
confesor le tomó aversión a aquel sujeto; quería desembarazarse de él, y al ver que
seguía igual, le dijo:
—¿Conoces algo que puedas asumir como penitencia y además cumplirlo?
—Jamás he podido comer ajo —contestó el hombre—. Sé con seguridad que si el
castigo por mis pecados fuera comer ajo, jamás lo quebrantaría.
El padre confesor respondió:
—Ve, y en el futuro, y como castigo por tus grandes pecados, jamás te estará
permitido comer ajo.
El hombre abandonó la ciudad, vio unos ajos que crecían en un jardín, y por
designio del Diablo comenzó a desearlos en el acto. Se detuvo, los miró y se vio
fuertemente tentado. Las ansias crecientes le impidieron seguir su marcha, aunque no
se atrevía a coger el ajo prohibido. ¿Qué más he de decir? Al final, la seducción del
paladar fue más fuerte que la obediencia; el hombre entró al jardín y comió. ¡Cuán
extraño! Mientras el ajo le había estado permitido, por bien cocido y preparado que
estuviera, jamás había podido probarlo; pero ahora lo comía, en contra de la
prohibición, crudo e inmaduro. Tras haber caído tan lamentablemente en la tentación,
regresó muy embarazado a la curia y narró lo que había hecho. El padre confesor lo
rechazó entonces con gran indignación y le prohibió que siguiera molestándolo. No
sé qué ha sido finalmente de ese hombre.

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