domingo, 28 de julio de 2013

Belerofonte

Belerofonte de Corinto, que estaba prometido con la princesa Etra, mató a un
hombre por accidente, durante una competición de tiro con dardos, por lo que tuvo que
abandonar el país. Huyó a la ciudad de Tirinto y allí el rey le consideró su invitado.
Pero la reina, que se enamoró de Belerofonte, lo abrazó en las escaleras y le dijo:
—¡Querido, huyamos juntos!
—¡Por supuesto que no! —exclamó Belerofonte—. Estás casada y el rey ha sido
muy amable conmigo.
La reina, entonces, se fue a ver al rey y le susurró al oído, con rencor:
—Ese sinvergüenza de Belerofonte acaba de pedirme que huya con él. ¿Has
visto nunca tal desvergüenza?
El rey se creyó la historia, pero temía ofender a las furias si mataba a su
invitado. En lugar de eso, escribió una carta a su suegro Yóbates, rey de Licia, en Asia
Menor, y envió a Belerofonte, acompañado de la misiva, al otro lado del mar. La nota,
que estaba sellada, decía: «Por favor, decapita al portador de la presente. Ha sido muy
grosero con la reina, tu hija».
El rey Yóbates temió ofender a Hermes, dios de los viajeros y mensajeros, si
decapitaba a Belerofonte. Y, en lugar de eso, le pidió a éste que matara a Quimera, una
cabra con cabeza de león y cola de serpiente que escupía fuego y que guardaba el
palacio del rey de Caria, enemigo de Yóbates.
Belerofonte prometió hacer lo que pudiera. Rezó a la diosa Atenea y ésta le
aconsejó que primero domara a un caballo alado salvaje llamado Pegaso, que vivía en el
monte Helicón y que las musas alimentaban en invierno, cuando la nieve cubría la
hierba. Belerofonte sabía que Pegaso volaba a menudo hacia el sur, hasta el istmo de
Corinto, y lo había visto una o dos veces bebiendo allí en su manantial favorito. Así que
Belerofonte volvió a Corinto en secreto, con miedo a ser arrestado por asesinato, y rezó
a Atenea otra vez. La diosa entonces le dio unas bridas doradas y con ella, Belerofonte
esperó toda la noche detrás de una roca cercana al manantial. Al amanecer, por suerte,
Pegaso llegó a beber. Y, rápidamente, Belerofonte pasó las bridas por la cabeza del
caballo y lo domó tras una lucha feroz.
En ese momento, los enemigos de Belerofonte llegaron para arrestarlo, pero él
montó a Pegaso y voló hacia Caria. Una vez allí, dio vueltas sobre el palacio, hasta que
vio a Quimera escupir fuego en un campo. Fue entonces cuando le lanzó una lluvia de
flechas. Pero Belerofonte no pudo matar al monstruo hasta que no clavó un trozo de
plomo en la punta de una lanza y lo introdujo en las fauces abiertas de Quimera. El
aliento abrasador de la bestia hizo que el plomo se derritiera, le bajase por la garganta y
le agujerease el estómago. Así fue la muerte de Quimera.
Más tarde, Yóbates encargó a Belerofonte otras tareas importantes. Belerofonte
se comportaba siempre con tanta valentía y modestia que, finalmente, Yóbates le enseñó
la carta de Tirinto y le dijo:
—Dime, ¿es cierto eso?
Cuando Belerofonte le explicó lo que había ocurrido en realidad, Yóbates gritó:
—¡Claro! Mi hija mayor siempre fue una mentirosa y te pido perdón por haberme creído esa historia.
Entonces, Yóbates casó a su buena y hermosa hija pequeña con Belerofonte y,
en su testamento, dejó a Belerofonte el trono de Licia.
Pero, a partir de entonces, Belerofonte se volvió muy orgulloso. Cometió la
estupidez de intentar visitar a los dioses del Olimpo en su palacio, sin haber sido
invitado; y se paseaba por el aire montado en Pegaso, y vestido con túnicas y con la
corona puesta. Un día, Zeus, que lo vio desde lejos, gritó:
—¡Maldigo a este desvergonzado mortal! Hera, querida, envía un tábano para
que pique a Pegaso debajo de la cola.
Hera lo hizo. Y Pegaso se encabritó, haciendo caer a Belerofonte desde casi mil
metros de altura, que se estrelló contra la ladera de un valle, donde rodó hasta meterse
dentro de una zarza. Después de aquello, el destino de Belerofonte fue vagar por la
Tierra bajo la maldición de Zeus: cojo, pobre y abandonado por sus amigos. Pegaso, por
su lado, fue recogido por Zeus, que lo utilizó como animal de carga para transportar sus
rayos.

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