El grupo de San Bernardo, situado frente a la costa colombiana del Atlántico, se compone de nueve islas: Tintipán, Mangle, Jesús, Cabruna, Palma, Panda, Ceicén, Múcura, Maravilla… Las aguas que las rodean abundan en peces y tortugas, y la tierra que las forma eleva hacia el cielo la exuberancia de la flora del trópico.
Rodeadas por las cambiantes olas del mar, frente a un sol radiante, atraen la vista del viajero con la gallarda esbeltez de sus palmeras y un blanco vuelo de pájaros.
La isla de Ceicén es la más pequeña de todas; pero, por su conformación, la más original y adecuada a la fantasía. Sucede que, viéndola de lejos, parece un castillo medieval derruido por los años. Ahí están las torres, ahí las murallas. Con un poco de imaginación será posible distinguir también las almenas, las troneras y acaso el puente levadizo. Un andaluz que la miró desde el barco en que viajaba dijo que podía ver el foso y aun el escudo heráldico fijado sobre el portón de entrada; pero nadie le quiso creer. Lo cierto es que, con exageración o sin ella, el castillo existe mientras tiene en su favor la distancia; pero, a medida que el observador se aproxima, la visión va esfumándose. Poco a poco, ya no hay torres, ni murallas, ni almenas. Todas las formas feudales desaparecen. Las han reemplazado las de los cocoteros, los mangles y otras típicas plantas tropicales.
Pero la imaginación del hombre recurre a todos los recursos para explicar las cosas, y en este caso da caracteres de magia a lo que sólo es un engaño de la vista, debido a la lejanía.
Resulta entonces que el castillo en cuestión es el asignado por arte diabólica a maese Falco. Tal dice la leyenda.
Fue en los tiempos en que las rutas coloniales se abrieron pródigamente a la ambición y a la esperanza de los europeos. Maese Falco vivía en no sabemos qué puerto español, y era de veras un maestro, pues había envejecido construyendo desde botes hasta galeones. Un día, cansado del oficio y la pobreza, dejó de armar naves para tomar pasaje en una de ellas con rumbo a las Américas.
Pensaba hacer fortuna participando en la prodigiosa riqueza que, según las voces que circulaban en esos tiempos, atesoraba el Nuevo Continente.
Llegó a la muy mentada ciudad de Cartagena de Indias. El oro no estaba regado por las calles, y como maese Falco ignoraba el arte de la minería, continuó pobre y cada día más desengañado de sus ilusiones de enriquecimiento. Entrole la cordura entonces, y del mismo modo que el buen zapatero del cuento volvió a sus zapatos, el armador tornó a sus naves. Con el escaso dinero que había reunido compró un viejo y pequeño velero, al que calafateó, remendó y equipó en la mejor forma que pudo.
Pero ya no dio la embarcación a otros. Carecía de astillero para seguir laborando, y en tal situación resolvió hacerse a la mar él mismo. Era, a la vez, capitán, piloto y marinero de su frágil barco. Es decir, que era el único tripulante.
Se puso a comerciar comprando y vendiendo productos fabricados y naturales en Cartagena de Indias y las poblaciones del Sinú. Progresaba. Su capital aumentó, y ya estaba pensando en retirarse cuando un temporal dio al traste con prosperidad y proyectos.
En breve tiempo la furia de la tempestad dejó al barquichuelo con el mástil tronchado como una caña, rasgado el velamen y roto el timón. Sin gobierno, librado a la violencia de las montañas de agua, zozobró como era lógico que sucediera, y maese Falco, pese a que nadaba como un pez, estaba en riesgo de ahogarse. Las espesas sombras de la noche, que el fulgor de los rayos apenas disipaba unos segundos, hacían aún más penosa su situación. Pero no había de faltarle la clásica tabla del náufrago. La pudo ver cuando un relámpago iluminó la noche y a ella se cogió con toda su ansiedad de vivir. Ayudado por el flotador recuperó un poco las energías que había perdido en la lucha por mantenerse en la superficie y pudo resistir las largas horas en que estuvo a merced de un mar agitado por el temporal. Al fin amainó y allá lejos se delineó la raya blanca del alba.
El ritmo regular de las olas que mueren en la playa cogió a maese Falco, o mejor dicho, a la tabla y a Falco. Luego sus pies tocaron tierra. En medio de la indecisa claridad del amanecer, distinguió la mole oscura de la isla. Soltó la tabla y salió a tierra por sus propias fuerzas. No alcanzó a caminar mucho. Cayó al suelo rendido de cansancio y se durmió.
Cuando despertó, ya el sol se encontraba muy alto, brillando alegremente sobre el mar y las nueve islas del grupo de San Bernardo. Incorporose maese Falco. Estaba en la isla de Ceicén. Pensó en su desventura, y exclamó:
—¡Otra vez la miseria!
Sentía una ardiente sed y se internó en la isla para buscar un manantial. Al fin lo encontró al pie de unas rocas, y estuvo bebiendo mucho rato. Mientras buscaba se dio cuenta de que no había gente. Después tornó a la playa, con la esperanza de que pasara un barco y lo recogiera. Ya sabría hacerle señas con el humo de una fogata o agitando su camisa, encaramado a la copa de un árbol.
Pero nada había en el mar. Ninguna vela aparecía en el horizonte. Los ojos de maese Falco se dirigieron a la orilla. Allí, varados por aquí y por allá, estaban los restos del naufragio: muchas tablas, un pedazo de mástil, el revuelto y desgarrado velamen, unos remos y el pequeño bote «salvavidas» que el velero llevaba. Como hemos visto, en caso de temporal, mejor salvavidas resultó una tabla.
Maese Falco, adaptándose a la nueva situación, arrastró el bote hasta ponerlo a cubierto del peligro de la alta marea, y con el resto del material se improvisó una cabaña. Como buen marino, llevaba un yesquero, o sea, un cuerno de res herméticamente tapado que guardaba yesca de hongo, pedernal y eslabón, y después de recoger leña consiguió hacer un excelente fuego, que por el momento le sirvió para ahuyentar los mosquitos. Sintió hambre, y esto le hizo pensar en los cocoteros que, según dijimos al principio, abundan en la isla. Pronto tuvo una buena provisión de cocos de blanca y dulce pulpa.
Con el correr de los días fue haciendo más adquisiciones. Explorando la playa encontró entre unas rocas el balde que había usado en el velero. Y también en la playa pisó cierta vez una parte muy blanda, y recordó que allí debían existir huevos de los que las tortugas encierran. Los halló, efectivamente, y pudo cocerlos en el balde. Para mejor, una noche de luna cazó una de las tortugas. Cuando estaba poniendo sus huevos se le acercó sorpresivamente y la colocó boca arriba. El animal quedó entonces prisionero de su caparazón, no consiguiendo otra cosa que agitar las patas en el aire. Así dispuso de una abundante y nutritiva carne. Alentado por esta serie de éxitos, que su apremiante situación hacía mayores, un día equipó el bote con velas y salió a pescar.
El Robinson tropical no vivió mucho tiempo sin entrar en contacto con gente blanca. A poco de hallarse en la isla llegaron unos buscadores de cocos y tortugas. Ante la posibilidad de irse o continuar allí, como abastecedor de los traficantes, resolvió lo último. Esta deliberada decisión nos hace, en gracia al mérito, cambiarle el título de Robinson tropical que le hemos dado, por el muy honroso de primer colonizador de la isla de Ceicén.
Cambiaba los productos de su lugar por comestibles que le hicieran variar el repetido menú isleño, utensilios y ropas.
Así quedó resuelta la vida de maese Falco. Desde luego que recorrió la isla hasta conocerla en todos sus detalles. Y una tarde, en que se encontraba sentado al pie de unos cocoteros, fumando su pipa, por pensar en algo nuevo y bromear un poco, dijo:
—¿Qué sería de Lucifer si viniera por estos mundos?
Sintió, a sus espaldas, un rumor de pasos y, al volverse, vio a un caballero elegantemente vestido, según el gusto de la época, cuyos ojos brillaban con un fuego realmente satánico.
—Aquí me tienes —dijo el Diablo, haciendo una irónica reverencia.
Maese Falco se impresionó. Pero ya hemos notado que no era hombre de acobardarse. Comenzó a charlar sobre la vida en la isla y de cómo él era fuerte,a pesar de ser viejo, a fin de que el Diablo no creyera que estaba para entregar el alma. La conversación recayó, como es natural, en el oficio de maese Falco y por lo tanto en el mar.
—¿El mar? —interrumpió el Diablo—, no me gusta eso. El agua es muy fría…
Es fama que el muy taimado se baña con gran satisfacción en pez hirviente y plomo derretido.
—Sin embargo —dijo maese Falco—, es agradable navegar, más si hay buen viento como ahora…
Luego se extendió en una serie de consideraciones para dar más fuerza a su afirmación, y entonces el Diablo dijo:
—Me estás tentando… ¿Cuánto me cobrarías por dar una vuelta en tu bote?
—No tendrías sino que responderme a tres preguntas, y de no hacerlo, me concederías lo que te pidiera…
—Trato hecho —dijo el Diablo, que se tiene por muy sabido y pensaba resolver acertadamente todas las preguntas.
Se instalaron en el bote y pronto estuvieron lejos de la orilla. El Diablo iba sentado en la proa mirando el agua con cierto miedo.
—Va una pregunta —dijo maese Falco—: ¿Por qué los cangrejos caminan para atrás?
El Diablo pensó un rato, se rascó después la mollera, y contestó:
—No soy muy fuerte en zoología. Como los animales no tienen alma, que es lo que me interesa, me he preocupado poco de ellos…
—Así es que va una a mi favor —apuntó maese Falco.
—Va una —admitió el Diablo.
A todo esto el oleaje fue aumentando y el bote se bamboleaba como un cascarón. Satanás se cogía el estómago y la frente, y estuvo a punto de vomitar llamas.
—Volvamos —exclamó—, que este maldito bamboleo y la contemplación de tanta agua me han trastornado las tripas y la cabeza.
Maese Falco hizo una maniobra con las velas y el bote puso proa a tierra, dirigiéndose a ella velozmente.
—¡Por mi abuelo! —masculló el Diablo, que, según se sabe, es muy amigo de palabrotas y juramentos—. ¿Cómo es que navegamos contra el viento?
—Es que éstas son velas latinas —explicó maese Falco.
Y el Diablo comentó, dándose aires de perspicaz:
—Esto de latinas suena a latines. Bien me lo decía yo…
Llegados a la playa, maese Falco esperó a que el Diablo se repusiera del mareo; pues, a pesar de la calidad de su contrincante, era amigo de jugar honradamente, y le hizo la segunda pregunta:
—¿Qué fue primero, el huevo o la gallina?
—Dale con los animales —gruñó Satán—. ¿Quién me mandó aceptar de plano, sin establecer condiciones antes? —y, después de cavilar un poco, agregó—: Si digo que fue el huevo, me preguntarás qué gallina lo puso, y si digo que fue la gallina, me preguntarás de qué huevo salió. Tratándose de animales, soy hombre muerto, mejor dicho, Diablo muerto…
—Bien —repuso maese Falco—, me apunto la segunda, y aquí va la tercera, que se relaciona contigo, para que no digas que te gano porque no sabes de animales. Hace un momento juraste: «¡Por mi abuelo!», y dime, entonces, ¿quién fue tu abuelo?
Y sea porque el Diablo lo ignoraba o porque no gustara de remover asuntos que le hicieran recordar su pasado, respondió:
—Me has vencido. ¿Qué pides?
—Un castillo con todo lo que es uso y costumbre en un castillo —reclamó inmediatamente maese Falco, que ya tenía pensada su petición.
—Bueno —aceptó el Diablo—. Pero será sólo para ti, pues si la gente llega y se alberga en el castillo, terminaré por desprestigiarme. Ya me has hecho quedar en ridículo con tus preguntas, de modo que tengo que hacer algo para que me sigan creyendo Diablo…
Explicó la particularidad ya expuesta que tendría el castillo, y terminó:
—Ahí lo tienes.
Surgió un magnífico castillo tras cuyas murallas de piedra sonaban carcajadas de damas, ladridos de lebreles, música de gaitas, voces de pinches de cocina, piafados de potros.
Cuando maese Falco cruzó el portón de entrada, su viejo traje de marino se transformó en un atavío señorial, y salieron a recibirlo pajes al son de trompetas y redobles, yendo en primera fila un bufón que daba risa tan sólo de verlo.
No se sabe cómo acabó maese Falco. Algunos dicen que comía tanto que murió de una apoplejía.
Pero allí queda, para dar lugar a la vieja leyenda, el castillo que se ve de lejos y desaparece al acercarse en la bella isla de Ceicén.
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