Orión de Beocia, el hombre más guapo y el cazador más astuto que existía, se
enamoró de Mérope, hija de Enopión, rey de Quíos.
—Te podrás casar con Mérope —dijo Enopión—, si me prometes matar a todos
los animales salvajes de mi isla.
Orión comenzó su misión y cada tarde llevaba las pieles de los osos, leones,
lobos, gatos monteses y zorros muertos al palacio de Mérope. Cuando consiguió limpiar
Quíos de todos los animales salvajes mayores que un ratón o una comadreja, Orión
«llamó a la puerta de Enopión y dijo:
—Ahora, deja que me case con tu hija.
—Todavía no —contestó Enopión—. Esta mañana, al amanecer, he oído
aullidos de lobos, leones y osos rugiendo, zorros ladrando y gatos monteses maullando.
Aún no has cumplido el cometido.
Orión entonces se emborrachó y esa misma noche irrumpió en el dormitorio de
Mérope.
—Acompáñame al templo de Afrodita y cásate conmigo —le gritó.
Mérope chilló pidiendo ayuda y Enopión, temiendo resultar herido si intervenía,
envió urgentemente a un grupo de sátiros para que le ofrecieran aún más vino a Orión.
—¡Brindemos por un feliz matrimonio! —gritaban los sátiros.
Orión lo agradeció, bebió más y finalmente cayó al suelo sin sentido. Fue
entonces cuando apareció el cruel Enopión y le arrancó los ojos. Después, Orión, ya
ciego, pudo oír el martillo de un cíclope a lo lejos y siguió aquel sonido hasta una
fragua, lugar donde tomó al hijo del cíclope como guía hasta el Lejano Oriente, donde el
Sol guardaba sus caballos junto a Océano, para su viaje diario cruzando el cielo. El Sol
se compadeció de Orión y le devolvió la vista. Y Orión volvió a Quíos en busca de
venganza. Enopión, advertido de su llegada, se escondió en una tumba y ordenó a sus
sirvientes que dijeran que se había ido al extranjero; así que Orión se fue a Creta en su
busca. La diosa Artemisa, que pasaba por allí, le dio la bienvenida a Orión.
—¿Por qué no salimos juntos a cazar? —propuso—. Así veremos quién
consigue más cabras salvajes.
—Yo no soy rival para una diosa como tú —contestó Orión, con cortesía—,
pero me encantaría verte disparar.
El dios Apolo, hermano de Artemisa, los oyó y murmuró indignado:
—Me parece que Artemisa se ha enamorado de este mortal. Debo poner fin a
esto.
Envió entonces un gigantesco escorpión, más grande que un elefante, para que
atacara a Orión. Éste disparó todas sus flechas al animal y después usó la espada; pero,
al ver que no era capaz de matar a aquel monstruo, se lanzó al mar y se alejó nadando.
Apolo, entonces, le preguntó a Artemisa, que acababa de llegar con un arco y unas
flechas:
—¿Ves aquella cosa negra que sube y baja en el mar a lo lejos?
—Sí —contestó Artemisa.
—Es la cabeza de un miserable llamado Candaonte —dijo Apolo—. Ha insultado a una de tus sacerdotisas. ¡Mátalo!
Artemisa creyó a Apolo, apuntó con cuidado y disparó. Más tarde, cuando la
diosa descubrió que había matado a Orión, convirtió a éste en una constelación,
perseguida eternamente por un escorpión, para que todo el mundo recordase los celos y
las mentiras de Apolo.
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