Un día, Melampo de Pilos ordenó a sus sirvientes que no mataran una nidada de
serpientes cuya madre había sido atropellada por un carro. En agradecimiento, las
pequeñas serpientes reptaron hasta su cama mientras dormía y le lamieron las orejas con
sus lenguas bífidas. Cuando Melampo despertó, se dio cuenta que podía entender el
lenguaje de los pájaros y los insectos. Aunque se sintió defraudado al descubrir lo tontas
que eran la mayoría de aquellas conversaciones, a veces se enteraba de secretos muy
interesantes.
Biante, el hermano gemelo de Melampo, quería casarse con su prima Pero. Sin
embargo, el padre de Pero no daría su aprobación, a menos que Biante le prometiera
conseguirle un espléndido rebaño de vacas que pertenecía a un vecino viejo y
antipático. Este vecino, que se llamaba Fílaco, rechazó vender cualquiera que fuera la
oferta, así que Biante casi se murió del disgusto. Melampo, no obstante, oyó charlar a
dos grullas, mientras cazaban ranas en un estanque cercano a su casa. Una dijo:
—¡Qué pena lo de Biante y esas vacas!, ¿no?
—Sí —contestó la otra—. Pero resulta que sé que cualquiera que intente robar
las vacas, excepto Biante, irá a prisión durante un año exacto y, luego, será ofrecido a
las vacas en sacrificio. Si el que lo intenta sin embargo es Biante, Fílaco lo matará. ¡Oh,
qué rana más hermosa!
Para ayudar a Biante, Melampo robó las vacas y fue capturado por Fílaco, que lo
encerró en su prisión particular.
Diez noches antes del final de la condena, Melampo oyó hablar a dos carcomas
que estaban en una viga sobre su cabeza. Una de ellas afirmó que si seguían comiendo
madera durante toda la noche, la viga se rompería al amanecer. Melampo golpeó la
puerta de su celda y pidió que lo encerraran en otra.
—¿Por qué? —preguntó Fílaco.
—Porque esta viga se romperá al amanecer. Si me mata, los dioses te castigarán
por no haber hecho lo que te digo.
—¡Lo que dices es absurdo!
—No; es la verdad.
Poco antes del amanecer, Fílaco pensó que sería mejor que pusiera a Melampo
en otra celda. Lo hizo y, luego, mandó a una esclava a recoger la cama de Melampo.
Cuando la esclava empezaba a arrastrar la cama, la viga se desplomó y la mató.
Fílaco estaba anonadado.
—Parece que eres un profeta, mi señor Melampo —dijo—. Quizá puedas
ayudarme. Mi hijo es paralítico desde pequeño. Si me dices cómo puedo curarlo, te
prometo que te daré mi magnífico rebaño de vacas y, además, te devolveré la libertad.
Melampo sacrificó un toro a Apolo, dejando sus entrañas al lado del altar para
que se las comieran los buitres. Éstos, como las grullas, son aves proféticas y pronto
aparecieron. Melampo oyó que uno, mientras desgarraba la carroña con su pico en
forma de gancho, decía:
—Es la primera vez que como aquí desde hace diez años, cuando Fílaco
sacrificó un carnero a Zeus. Recuerdo que su hijo pequeño lloraba asustado viendo cómo su padre sacaba el cuchillo y mataba al carnero. Fílaco fue a consolar al niño,
pero antes, para no herirlo, clavó el cuchillo en aquel peral y, después, olvidó
desclavarlo. Aquello enojó a la diosa Hera, para quien los perales son sagrados y, como
castigo, convirtió en paralítico al chico. Mira, el cuchillo sigue donde Fílaco lo dejó,
casi cubierto por la maleza.
El otro buitre, con la boca llena, contestó:
—Si Fílaco fuera lo bastante listo como para desclavar el cuchillo, quitarle la
herrumbre, mezclarla con agua y dársela de beber a su hijo, mañana y noche, durante
diez días, el chico se curaría totalmente de su parálisis.
Melampo comunicó las palabras del buitre a Fílaco, que sacrificó un cordero,
pidiendo perdón a Hera en voz alta; y, en diez días, Fílaco curó a su hijo con el agua
herrumbrosa.
Fílaco le dio las vacas a Melampo. Y éste se las dio a Biante. Y éste se las dio al
padre de Pero. Y éste le dio su hija a Biante, que se lo agradeció a Melampo y, a partir
de entonces, fue considerado el mejor de los hermanos. Y, por una vez, todo acabó bien.
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