domingo, 28 de julio de 2013

La rebelión de los gigantes

Cuando Heracles mató a Anteo, la Madre Tierra protestó ante los dioses del
Olimpo. Dijo que, para compensarla, Zeus debería como mínimo perdonar a Atlas y a
los otros titanes, sus hijos, quienes aún estaban condenados a esclavitud perpetua. Zeus
la mandó callar de malos modos. Así que, para vengarse, la Madre Tierra fue a Flegras,
en Tracia, y creó allí a veinticuatro descomunales gigantes de largas barbas y con pies
de cola de serpiente. Planearon entonces atacar a los dioses del Olimpo, lanzando
gruesas piedras y teas contra el palacio. Hera profetizó que la única esperanza de los
dioses del Olimpo era encontrar una planta que crecía en algún lugar de la Tierra. Quien
la oliera jamás resultaría herido. Así que Zeus ordenó al Sol y a la Luna que no brillaran
durante un tiempo. Luego, buscó a tientas por toda Grecia, hasta que encontró la planta
y se la hizo oler a todos los dioses del Olimpo. Hera volvió a profetizar:
—Ahora, un héroe vestido con una piel de león nos salvará.
Se refería, por supuesto, a Heracles, su nuevo portero.
Los dioses abandonaron el Olimpo e invadieron Flegras. Heracles colocó una
flecha en su arco y disparó contra Alcioneo, el jefe de los gigantes. Éste se desplomó
como si hubiera muerto, pero enseguida volvió a levantarse, reviviendo al tocar el suelo
de su país. Heracles entonces combatió cuerpo a cuerpo contra Alcioneo y lo arrastró
hasta cruzar la frontera griega y penetrar en Escitia, donde lo golpeó con su maza hasta
la muerte. Mientras tanto, los demás gigantes atacaron a los dioses, que se vieron
obligados a retroceder hasta la cumbre del Olimpo. Luego, los gigantes levantaron un
enorme montículo de rocas junto a los altos muros del palacio para, encaramándose en
él, poder invadir la morada de los dioses. Una roca golpeó a Ares en la cabeza y éste
cayó de rodillas y se puso a gemir. Un gigante llamado Porfirión intentó estrangular a
Hera, pero Eros cogió su pequeño arco y le clavó una flecha en el corazón, lo que
provocó que el gigante se enamorara locamente de la diosa y le llenara la mano de
grandes y babosos besos. Zeus, muy enfadado, arrojó entonces un rayo contra Porfirión
y éste lo detuvo con su escudo, mientras volvía a besar a Hera, esta vez en la boca.
Heracles regresó justo a tiempo para romperle el cuello al gigante y sujetarlo en el aire
hasta su muerte. En ayuda de Ares, acudieron Apolo y Heracles, que con sus flechas le
sacaron los ojos derecho e izquierdo respectivamente a un gigante. Hefesto dejó ciego a
otro, tirándole a la cara una paletada de oro fundido. Después, Heracles agarró a los dos
gigantes y se los llevó corriendo al otro lado de la frontera, uno bajo cada brazo, donde
les golpeó en la cabeza. Durante el fragor de la batalla, Afrodita se escondió en el
armario de la ropa blanca, mientras Deméter y Hestia temblaban junto a una de las
ventanas del palacio. Atenea, en cambio, combatió con valor y sangre fría, y Artemisa
corrió de aquí para allá, disparando contra los gigantes desde los lugares más
inverosímiles. Alertadas por el alboroto, las tres parcas salieron de la habitación de hilar
y corrieron a la cocina, donde cada una se armó con una mano de mortero dorada, de
esas que se utilizan para machacar perejil, menta o ajo. Al no existir nadie que pueda
combatir contra las parcas, los otros gigantes huyeron.
Los dioses del Olimpo lanzaban cualquier cosa que tuvieran a mano contra el
enemigo en retirada. Una enorme roca arrojada por Poseidón cayó al mar y se convirtió en la isla de Nísiro. Los gigantes presentaron su última resistencia en Trapezunte, en
Arcadia. Poseidón, Zeus y Ares, que no lo habían hecho muy bien hasta entonces,
lucharon valientemente ahora, con tridente, rayos y lanza. Mientras tanto, Hermes, que
le había pedido el casco de la invisibilidad a Hades, apuñalaba al enemigo por la
espalda. Heracles mató más gigantes él solo que todos los demás dioses juntos. Cuando
la batalla llegó a su fin, Hera se le acercó y le dio las gracias por librarla de aquel
repugnante Porfirión.
—Siento vergüenza por lo mal que te traté cuando estabas en la Tierra —le dijo.
—Olvídalo, por favor, reina Hera —contestó Heracles, haciéndole una gran
reverencia.

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