Justo después de que Hermes naciera en una cueva de Arcadia, su madre, Maya,
se apresuró a encender un fuego para calentar el agua de su primer baño, mientras que
Cilene, la niñera, cogió una vasija para llenarla de agua en el arroyo más cercano. Al ser
un dios, Hermes creció en pocos minutos hasta el tamaño de un niño de cuatro años,
salió de su canastillo de mimbre y se fue de puntillas en busca de aventura. Poco
después, sintió la tentación de robar un magnífico rebaño de bueyes que era de Apolo y,
para ocultar sus huellas, elaboró un calzado de corteza y de hierba trenzada para los
animales y los condujo hasta un bosque detrás de la cueva, donde los ató a unos árboles.
Apolo echó de menos a sus bueyes y ofreció una recompensa a quien descubriera al
ladrón. Sileno, hijo de Pan, que vivía cerca de allí con sus amigos los sátiros —medio
cabras y medio hombres, como él y como su padre— se unió a la búsqueda. A medida
que se acercaba a la cueva de Maya, Sileno oyó una preciosa música que salía de su
interior.
Sileno se detuvo y, viendo a Cilene en la entrada de la gruta, le gritó:
—¿Quién es el músico?
—Un niño muy listo que nació ayer mismo. Ha construido un nuevo tipo de
instrumento musical, tensando tripas de buey en el caparazón vacío de una tortuga —
contestó Cilene.
Sileno se dio cuenta entonces que dos pieles de buey, muy frescas, estaban
tendidas a secar.
—¿Procedían acaso esas tripas de los mismos bueyes que estas pieles? —le
preguntó.
—¿Acusas a un niño inocente de ladrón?
—¡Pues sí! O tu portentoso niño ha robado los bueyes de Apolo o bien has sido
tú.
—¿Cómo te atreves a decir estas cosas, viejo asqueroso? Y, por favor, baja la
voz o despertarás a la madre del niño.
En ese instante, apareció Apolo y se fue directo a la cueva murmurando:
—Sé, por mis poderes mágicos, que el ladrón esta aquí.
Acto seguido, Apolo despertó a Maya y le dijo:
—Señora, su hijo ha robado mis bueyes. Debe devolvérmelos inmediatamente.
Maya bostezó y respondió:
—¡Qué acusación tan ridícula! Mi hijo es un recién nacido.
—Éstas pieles pertenecen a mis hermosos bueyes —contestó Apolo—. ¡Ven
conmigo, chico malo!
Apolo entonces agarró a Hermes, que simulaba dormir, y se lo llevó al Olimpo,
donde convocó un consejo de dioses y lo acusó de robo.
Zeus frunció el ceño y preguntó:
—¿Quién eres, pequeño?
—Tu hijo Hermes, padre —contestó—. Nací ayer.
—Entonces, seguro que eres inocente de este crimen.
—Robó mis bueyes —añadió Apolo. —Ayer yo era demasiado joven para distinguir entre el bien y el mal —explicó
Hermes—. Hoy ya los distingo y te pido perdón. Puedes quedarte con el resto de los
bueyes, si es que son tuyos. Maté sólo a dos y los corté en doce partes iguales, para
ofrecerlas en sacrificio a los doce dioses.
—¿Doce dioses? ¿Quién es el duodécimo? —preguntó Apolo.
—Yo mismo —dijo Hermes, haciendo una educada reverencia.
Hermes y Apolo regresaron juntos a la cueva; allí, Hermes cogió la lira hecha
con el caparazón de tortuga que estaba bajo las pieles de su canastilla y la tocó tan
maravillosamente que Apolo exclamó:
—Suelta ese instrumento. ¡El dios de la música soy yo!
—Lo haré, si puedo quedarme con tus bueyes —contestó Hermes.
Se dieron entonces la mano para sellar el pacto, el primero que nunca se haya
hecho, y volvieron al Olimpo, donde explicaron a Zeus que el problema ya estaba
resuelto.
Zeus sentó a Hermes en sus rodillas.
—Hijo mío, en el futuro debes tener cuidado de no robar y no contar mentiras.
Pareces un chico listo. Has solucionado tu pleito con Apolo muy bien.
—Entonces, nómbrame heraldo tuyo, padre —pidió Hermes—. Te prometo que
nunca más diré mentiras, aunque a veces pueda ser mejor no decir toda la verdad.
—Que así sea. Y te encargarás también de los negocios, de todas las compras y
las ventas, y de proteger el derecho de los viajeros a circular por cualquier camino
público que quieran, siempre que se comporten pacíficamente.
Zeus le dio a Hermes su cayado y unos cordones blancos. Y también le entregó
un pétaso áureo para protegerse de la lluvia y unas sandalias aladas doradas, que lo
harían volar más rápido que el viento.
Además de las letras del alfabeto (en las que, por cierto, recibió ayuda de las tres
parcas), Hermes también inventó la aritmética, la astronomía, las escalas musicales, los
pesos y las medidas, el arte del boxeo y la gimnasia.
El Sol, cuyo nombre era Helios, poseía un palacio cerca de Cólquide, en el
Lejano Oriente, más allá del mar Negro. Era un dios menor porque su padre había sido
un titán. Cuando cantaba el gallo cada mañana, Helios enjaezaba cuatro caballos
blancos a un reluciente carro, tan brillante que nadie podía mirarlo sin dañarse los ojos.
Helios conducía el carro cruzando el cielo hasta otro palacio en el Lejano Occidente,
cerca del Elíseo. Allí, soltaba a sus caballos y, cuando habían comido, los cargaba junto
con el carro en una barca dorada, en la cual navegaba, mientras dormía, alrededor del
mundo, siguiendo la corriente del océano, hasta que llegaba a Cólquide de nuevo. A
Helios le gustaba observar todo lo que sucedía en el mundo que tenía debajo, pero
nunca pudo tomarse un día libre en su trabajo.
Factonte, su hijo mayor, estaba siempre pidiéndole permiso para conducir el
carro.
—¿Por qué no pasas un día en la cama para variar, padre?
—Tengo que aguardar hasta que tú crezcas —contestaba siempre Helios.
Factonte, que cosechó un carácter tan malo que incluso lanzaba piedras a las
ventanas del palacio y arrancaba las flores del jardín, se volvió tan impaciente que, al
final, Helios le dijo:
—Muy bien, llevarás el carro mañana. Pero sostén las riendas con firmeza. Los
caballos son muy vigorosos.
Factonte intentó exhibirse ante sus hermanas pequeñas; y los caballos, al ver que
no sabía manejar las riendas, empezaron a saltar arriba y abajo. Los dioses del Olimpo
notaron un frío gélido de repente y, un instante después, vieron que los árboles y las
plantas se chamuscaban de calor.
—¡Deja ya de hacer esas bromas estúpidas, muchacho! —gritó Zeus. —Mis caballos están fuera de control, majestad —dijo Factonte, sin aliento.
Zeus, enojado, envió un rayo a Factonte y lo mató. Su cuerpo cayó al río Po. Las
niñas lloraban y lloraban. Y Zeus las convirtió en álamos.
Helios tenía una hermana llamada Eos o Aurora, que se levantaba cada mañana
poco antes que el Sol, cogía otro carro (de color rosa) y avisaba a los dioses del Olimpo
que su hermano estaba en camino. Aurora se casó con un mortal llamado Titón, a quien
Zeus hizo inmortal como favor hacia ella. Pero Aurora olvidó solicitar que Titón se
mantuviera siempre joven, por lo que se volvió cada vez más viejo, cada vez más gris,
cada vez más feo y cada vez más pequeño, hasta acabar convertido en un saltamontes.
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