domingo, 28 de julio de 2013

El mundo subterráneo del Tártaro

El Tártaro, dominio del rey Hades y de la reina Perséfone, estaba en las
profundidades de la Tierra. Cuando los mortales morían, Hermes ordenaba a las almas
de éstos que fueran por el aire hasta la entrada principal —situada en un bosquecillo de
álamos negros al lado del océano occidental— y que bajaran por un oscuro túnel hasta
una laguna subterránea llamada Estigia. Allí, tenían que pagarle a Caronte, el viejo y
barbudo barquero, para que llevara a las almas hasta el otro lado. El pago debía hacerse
con los óbolos que los familiares colocaban bajo las lenguas de los cadáveres que, más
tarde, se convertían en espíritus. Caronte contestaba a los espíritus sin moneda que
debían escoger entre quedarse para siempre temblando a orillas de la laguna Estigia o
volver a Grecia y entrar por una puerta lateral, en Ténaro, donde el acceso era libre.
Hades, por otra parte, tenía un enorme perro de tres cabezas, llamado Cerbero, que
impedía que ningún espíritu escapase y evitaba que los mortales vivos visitasen el
mundo subterráneo.
La región más cercana al Tártaro eran los pedregosos campos gamonales, por los
que vagaban eternamente las almas errantes, sin otra cosa que hacer que cazar espíritus
de ciervos, si es que les apetecía. Los gamones son unas plantas altas de color blanco
rosado, con hojas como puerros y raíces como boniatos. Más allá de los campos
gamonales, se alzaba el imponente y frío palacio de Hades. A su izquierda, se erguía un
ciprés que señalaba el Lete, la fuente del olvido, en la que los espíritus corrientes se
Abalanzaban sedientos a beber. Quienes bebían en ella olvidaban de inmediato sus
vidas pasadas, lo que les dejaba sin nada de que hablar. Pero también existía el
Mnemosine, la fuente de la memoria, señalada por un álamo blanco. Se llegaba a ella
susurrando a los siervos de Hades una contraseña secreta que el poeta Orfeo conocía y
que sólo comunicaba a algunos espíritus. A los que bebían allí les era permitido hablar
de sus vidas pasadas y podían predecir el futuro. Hades también permitía a estas almas
que hicieran breves visitas a la superficie, cuando los descendientes de éstas querían
formularles preguntas. Para ello, como pago, los mortales debían sacrificar un cerdo.
A su llegada al Tártaro, los espíritus eran conducidos ante los tres jueces de los
muertos: Minos, Radamantis y Eaco. Quienes habían llevado una vida ni muy buena ni
muy mala eran enviados a los campos gamonales; los muy malos iban al patio de
castigo, detrás del palacio de Hades, y los muy buenos, a una puerta, cerca de la fuente
de la memoria, que daba acceso a un huerto, el Elíseo. El Elíseo estaba siempre bajo la
luz del Sol. Allí se jugaba, se escuchaba música y la diversión estaba siempre presente;
las flores nunca se marchitaban y todas las frutas estaban siempre maduras. Los
afortunados espíritus del Elíseo podían visitar la Tierra libremente durante la noche de
Todos los Santos y el espíritu que quisiera podía esconderse dentro de un haba,
confiando en que ésta fuese comida por una chica rica, sana y amable. Más tarde, la
chica lo daría a luz como su hijo. Esto explica el motivo por el que ninguna persona
decente comía habas en aquella época: tenían miedo de tragarse el espíritu de uno de
sus padres o abuelos.
Hades se hizo inmensamente rico gracias al oro, la plata y las joyas que había en
el mundo subterráneo. Pero todos lo odiaban, incluso Perséfone, que se compadecía de los pobres espíritus que estaban a su cargo y que no tenía hijos que la consolaran. La
posesión más valiosa de Hades era un casco de invisibilidad, forjado por los cíclopes de
un solo ojo, cuando Cronos los envió al Tártaro. Al ser Cronos desterrado, Hades puso
en libertad a los cíclopes, siguiendo las órdenes de Zeus, y ellos le dieron el casco en
agradecimiento.
Las tres furias estaban a cargo del patio de castigo. Eran unas mujeres negras,
horribles, arrugadas y salvajes, con serpientes en lugar de cabellos, caras caninas, alas
de murciélago y ojos ardientes. Llevaban antorchas y látigos de nueve colas. A menudo,
las furias visitaban la Tierra para castigar también a los mortales vivos que trataban a
los niños con crueldad, que no tenían consideración con la gente mayor y los invitados,
o a quienes no eran amables con los mendigos. También acosaban hasta la muerte a
aquellos que maltrataran a sus madres, por muy malvadas que éstas fueran. Entre los
famosos criminales del patio de castigo, estaban las cuarenta y nueve danaides. Su
padre, Dánao, rey de Argos, se había visto obligado a casarlas con sus cuarenta y nueve
primos, hijos de su hermano Egipto. En secreto, Dánao entregó a las danaides unos
largos y afilados alfileres, y les dijo que se los clavaran en el corazón a sus maridos
durante la noche de boda. Las danaides obedecieron y murieron todos los esposos.
Aunque las furias no las azotaron porque se habían limitado a cumplir las órdenes de su
padre, sí que las condenaron a transportar agua de la laguna Estigia en ánforas, hasta
llenar el estanque del huerto de Hades. Las ánforas tenían el fondo agujereado como un
colador, así que las danaides quedaron condenadas a caminar penosamente y para
siempre desde la laguna al estanque del huerto, sin terminar jamás su trabajo. (Había
otra danaide, la número cincuenta, llamada Hipermestra, que también dispuso de su
alfiler largo y afilado, pero resulta que ésta se enamoró de su esposo y lo ayudó a
escapar ileso. Hipermestra fue directa al Elíseo cuando murió.)
Tántalo de Lidia era otro criminal. Había robado ambrosía, el alimento de los
dioses, para comérselo con sus amigos mortales y, encima, había invitado a los dioses
del Olimpo a un banquete en el que les había ofrecido un guiso caníbal, ¡con carne de
Pélope, su sobrino asesinado! Los dioses del Olimpo descubrieron enseguida que la
carne era humana. Zeus, entonces, fulminó a Tántalo con un rayo y devolvió la vida a
Pélope. En el Tártaro, Minos, Radamantis y Eaco juzgaron a Tántalo y le impusieron la
siguiente pena: atarlo a un árbol frutal, en el que crecían peras, manzanas, higos y
granadas, que había junto a la laguna Estigia. La condena era que cuando intentara
coger alguna de las frutas que le golpeaban en el hombro, el viento se llevase la rama y,
además, que cuando se inclinase a beber, el agua de la laguna que le cubría hasta la
altura de la cintura descendiese hasta situarse fuera de su alcance. Tántalo sufre una
interminable agonía de hambre y sed.
Sísifo de Corinto, por traicionar un secreto de Zeus, fue condenado por los tres
jueces a empujar una gran roca rodando hasta la cima de una colina y dejarla caer por la
otra vertiente. La condena era que cuando ya casi alcanzaba la cumbre, la piedra
siempre rodaba hacia abajo, a grandes saltos. Sísifo entonces debe empezar de nuevo,
exhausto por sus interminables esfuerzos.

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