Jo-Fu, un
joven muy inteligente, apuesto y bueno, se enamoró de Estrella Triste, la
melancólica hija del rey. Pero Jo-Fu era pobre y de origen humilde. Jamás
osaría declarar su sentimiento a la princesa de sus sueños. Con todo, el
amoroso secreto era un gran peso para su corazón. Y fue a pedir consejo al anciano
Mi.
El viejo Mi le
dijo:
-Ve en busca
de la flor azul. Mira ahí tienes una caja. Está hecha de madera de cerezo. La
flor azul de la felicidad no crece en los jardines, ni en las praderas, ni en
los bosques, aparecerá, por milagro, dentro de esa caja, tan pronto encuentres
a quien te demuestre que no es egoísta.
Jo-Fu estaba
radiante de alegría.
¿Podrá amarme,
pues Estrella Triste?
-Te amara
cuando vayas a ofrecerle la flor azul. Te amará y su melancolía desaparecerá de
su corazón y de su rostro.
-¡Oh anciano!
Entonces todo es fácil.
-No es tan
fácil como crees, hijito. El egoísmo es el torvo dueño del alma humana.
-Tengo muchos
amigos que son generosos.
-Ponlos a
prueba, pidiéndoles algún sacrificio.
-Lo hare,
sabio Mi.
-El primero
que te de una prueba de altruismo, hará nacer la flor de la alegría. Entonces
abre la caja, y verás cómo brilla con tierna luz su delicada corola.
Jo-Fu dio las
gracias al anciano y se alejó con el ánimo lleno de esperanza.
Y se dirigió a
la blanca casa de Wan, su amigo más querido.
Wan lo recibió
con amabilidad y le ofreció dulces y licores.
Jo-Fu palpaba
la cajita de madera oculta en el bolsillo de su chaqueta, y pensaba “Wan es
realmente bueno. Me daría todo cuanto posee, si se lo pidiese”
-¿Cómo van las
cosas?- pregunto el amigo.
-Por desdicha
me van muy mal. Un incendio destruyo mi casa. No me ha quedado nada; tengo que
ir errante de ciudad en ciudad. ¿Puedes hospedarme tú?
-Puedes
quedarte aquí un día. No más. Ya que espero a un viejo tío, a quien debo mucho.
Habita al otro lado del río. Estaba cansado de vivir solo.
-¡Oh,
pero tu casa es espaciosa! Los tres
cabemos perfectamente.
-A mi tío le acompañan
tres criados.
-La casa es
grande –Insistió Jo Fu-; un rinconcito me basta.
-Dentro de
poco tomaré esposa. Luego, naturalmente, vendrán los hijos.
-Comprendo-
dijo Jo- Fu, decepcionado.
Saludó a Wan y
fue a visitar a otro amigo. Este tenía mujer e hijos. Era de carácter muy
expansivo. Lo acogió cordialmente.
-Estoy
contento de verte- dijo.
Le presento a
su esposa y a sus hijitos, lo invitó a comer. “Realmente me quiere”, pensaba
Jo-Fu con alivio. “En su rostro alegre y sincero se lee la bondad”
¿Eres rico
preguntó?
El amigo lo
miro sin suspicacia.-Riquísimo. Me dedico al comercio ¿sabes? Mis colegas dicen
que soy hábil. Tengo en verdad el instinto de los negocios.
¡Feliz tú! A
mí en cambio la fortuna me es adversa. Tal vez, si me prestaras una suma, lograría
rehacer mi vida.
La alegría del
amigo se hizo trizas como un cristal golpeado por un palo de hierro.
-¿Una suma? En
este momento mi caja de caudales está vacía. Mis acreedores no me pagan. Estos
tiempos son malos.
Jo-Fu comprendió que también este segundo amigo era
esclavo del egoísmo. La florecilla azul ciertamente no se abriría gracias a él.
Por eso fue a poner a prueba el corazón de otros jóvenes, de cuyo afecto no
había dudado nunca. Mas ¡Pobrecito!, no hizo otra cosa que multiplicar sus decepciones.
Convenciose, con el alma llena de amargura, que el altruismo no existe en la
tierra.
Una tarde,
cansado y descorazonado, fue a parar en casa de un leñador.
¿Puedes darme
alojamiento por esta noche? Llueve y hace un día que ando sin descanso. No puedo
con mis piernas.
El leñador era
un hombre rudo.
-No creas que
tu petición es de mi gusto. ¡Bah, échate en la yacija, allá en el rincón!
¿Tienes hambre? Pues has caído en mal sitio. A mí no me sobra nada. ¡Ah mira!
Puedo ofrecerte un poco de pescado salado y un puñado de arroz. Agua sí la hay en abundancia. La jarra está llena.
-No quiero que
te sacrifiques por mí- dijo Jo-Fu. Me echaré en el suelo, sin más.
-¿Crees que no
tengo una cama, una verdadera cama para mí? Tampoco me falta comida. Poseo una
casita a poca distancia de aquí.
El hombre
encendió la lámpara, porque ya la noche invadía la estancia.
-Arréglate
como puedas. Yo me voy.
Jo-Fu comió el
arroz y el pescado que el hombre había
dejado sobre una mesita, bebió agua fresca de la jarra y se echó en la yacija.
Mas, a pesar de estar muy fatigado, no lograba conciliar el sueña. Pensaba en
la princesa Estrella Triste, tan dulce, tan melancólica, tan lejana. Tenía en
su pensamiento la flor azul que nunca podría ofrecerle para hacerla feliz y ser
amado por ella.
Recordó las
palabras del anciano Mi “El egoísmo es el torvo dueño del alma humana”. Paso
la noche en la inquietud. Al amanecer se
levantó y salió de la cabaña. Ya no
llovía. El cielo, sobre la oscura cabellera de los arboles tenía un luminoso,
delicadísimo color azul. El joven dio unos cuantos pasos y se detuvo. Un hombre
estaba echado al pie de una encina. Jo-Fu se inclinó ansioso sobre él, le
agarro un brazo, lo sacudió.
-¿Duermes?
Cuidado el suelo esta empapado de agua. Levántate, haz un esfuerzo. Te
acompañare a la cabaña del leñador.
El sueño del
leñador era pesado.
-Te digo que
despiertes.
De repente,
Jo-Fu lanzó un pequeño grito de asombro. El durmiente no era otro que el mismo
leñador. El buen hombre le había ofrecido su modestísima casa, su poca comida.
Y para que aceptara la hospitalidad sin remordimiento, le había contado la mentira de otra casa con un lecho
cómodo y comida en abundancia.
“Entonces el
altruismo existe”, pensaba el joven
satisfecho.
En su corazón,
como en el cielo, renacía la esperanza. Ayudó a su bienhechor a levantarse, lo
acompaño a la cabaña, lo despojó de los vestidos calados y lo obligó a echarse
en la yacija. Luego abrigo con una manta el cuerpo del anciano. El hombre
pronto se quedó dormido.
Jo-Fu salió de
la cabaña emocionado y alegre. Atravesó
el bosque a paso ligero. El sol hacía de brillar las hojas llevadas por
la lluvia nocturna; llegaba con sus rayos a todos los rincones, borrando las
últimas sombras. Los pajaritos gorjeaban, las mariposas confiaban al aire del
nuevo dìa sus pequeñas alas multicolores.
Jo-Fu tocó
instintivamente la caja que hacía tanto tiempo
guardaba en el bolsillo. La tomo con ansiedad, abriola y vio, conmovido,
la mágica flor de la alegría que libera el alma de la tristeza, la delicada
flor azul.
Dirigiose
resueltamente al palacio real.
Y dijo a los
recelosos guardias que intentaban negarle el paso:
-La princesa
Estrella Triste no sabe sonreír, tiene el alma oscura como la noche. Yo le
traigo un don que disipara su melancolía.
-Mientes-
dijeron los guardias, que eran seis hombres fuertes como colosos. Mientes.
Trataron de
rechazarlo.
Pero Jo-Fu se
sentía protegido por Buda.
-me ire-
dijo-; pero antes quiero entregar mis ofrenda a Estrella Triste.
-¿Crees, tonto
de ti, que Estrella Triste, nuestra maravillosa princesa, la hija del monarca más
poderoso de la tierra, pude recibir a un joven de tu estampa? Vete, si no
quieres salir mal parado.
Un viento
formidable se levantó de improvisó, echó a tierra a los tozudos guardias,
empujó a Jo-Fu arriba, por una escalera
de mármol rojo, hizole atravesar con prodigiosa rapidez, galerías, claustros, salones,
corredores, terrazas… y finalmente lo izó, como
hubiese sido una pluma, en la cumbre e la torre de oro. La princesa
estaba sola allá arriba: contemplaba la ciudad, el río lejano, las nubes.
Llevaba un vestido de raso blanco adornado con perlas.
La aparición
de Jo-Fu la sobresaltó.
-¿Quién eres?-
preguntó la muchacha con débil voz emocionada.
También el
joven estaba conmovido.
-Un día te vi-
explicó. Pasabas entre la multitud en tu carroza de oro. Y me dije “La princesa
no sabe sonreír. Su esplendor no tiene alegría”. Desde aquel instante, sólo
pienso en ti, tan hermosa y tan inexplicablemente infeliz.
El joven abrió
la cajita de madera y ofreció a Estrella Triste la flor azul. La muchacha se
animó, brillaron sus ojos, su boquita se abrió en una radiante sonrisa.
-Te
esperaba-dijo. Buda me había advertido en sueños que un joven de almo limpia,
confiado en la bondad de los hombres, vendría un día a ofrecerme la flor azul
de la alegría. La duda de no verte llegar me atormentaba, encendía en mi
animó un ansia dolorosa y ardiente.
-Debo
decirte-confesó el joven- que ya no tengo demasiada confianza en la bondad de
los hombres. Pero estoy seguro de que existe todavía algún hombre generoso. Si
no tuviese este convencimiento, la flor que te ofrezco, la flor del milagro, no
se habría abierto.
Estrella
Triste llevó al joven a presencia de su padre, el emperador.
El anciano
monarca, que veía sonreír a su amantísima hija por primera vez, abrazó a Jo-Fu
con paternal ternura. Y llamó a Pa-Tu,
su ministro y amigo para encargarle la organización de los festejos nupciales.
Jo-Fu y
Estrella Triste, que tomó luego el nombre de Estrella Radiante, se desposaron con
gran pompa. Todos notaron, sobre los negrísimos cabellos de la princesa, una
extraordinaria diadema: la flor de la felicidad.
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